Pensaste que la vida era botín. Sin duda el país invitaba a tales desmanes ideológicos. Un botín por el que había que pagar un precio: mucho entrenamiento, mucho sufrimiento, muchas penurias; conciencia patria de esa de se-levanta-en-el-mástil-mi-bandera, y bastantes lambisconerías, arrastradas, lamidas de botas.
Pensaste esas cosas a lo largo de una carrera en la que las misificaciones iban desplazando a la realidad hasta que se sobreponían a ella totalmente y la ocultaban. Las mentiras sustituían los hechos reales en tu memoria y poco a poco se volvían viejas verdades para sustituirse a conveniencia y en el tiempo por nuevas falsificaciones.
Fue por eso que pronto olvidaste el camión lechero donde trabajaste alguna vez recorriendo las polvorientas calles de Durango, y lo borraste. Borraste también, con la misma goma hiriente y afilada, tu nombre original, al que nunca volverías: Arturo Vallespino González; borraste la primaria federal, la casa en la colonia Dos Aguas, a la que nunca se le añadió el cuarto de atrás puros proyectos, puros pinches proyectos). Borraste al jefe y a la jefa, a los carnales. En cambio no borraste las fugaces visiones que puede tener de la incursión de Hollywood en Durango un repartidor de leche: John Wayne saliendo de un hotel, Robert Mitchum disparando una escopeta de cañón recortado en una filmación, una manada de caballos recorriendo las calles de la capital, dos dólares que te dio de propina un asistente de cámara. Eso se quedó en el desván de los recuerdos fingidos y reales. Junto a estas memorias, en una recóndita esquina quedó un sueño que terminaste por creerte. Aquel donde salías de un baño de vapor y te tropezabas con Jack Palance. El tipo te miraba fijamente y te insultaba en inglés, y tú, tras escupir en el suelo, lo abofeteabas. Tras haberla contado muchas veces, la historia pasó al archivo de la seudorrealidad.
De cualquier manera nada de esto era importante, y sí lo fue más tarde la alimentación balanceada, las verduras brillantes, los vasos de leche (única huella del pasado) rebosantes y cremosos.
Ésa, tú segunda vida, empezó con el filipino. Había llegado a Durango huyendo de un crimen pasional que a veces le brotaba de la piel y lo rompía como un gran cristal. Venía de San Francisco. Lo conociste en un burdel cuando complementaba sus hazañas en la cama haciendo ejercicios gimnásticos, desnudo a mitad del salón.
Quién sabe por qué y cómo, ahí viste la puntita de un papel en que se leía tu destino y tiraste de él.
El filipino te enseñó a manejar el cuerpo, a estirarlo, a darle consistencia, a volverlo obediente a las órdenes, a curtirlo, a convertirlo en una máquina eficaz y resistente.
La vida se concentró en un trabajo rutinario hecho a toda velocidad en las mañanas (el reparto de leche) y las tardes destinadas a gimnasia y los ejercicios musculares.
El filipino gozaba enseñando sus artes y tú eras un buen discípulo. Después de la gimnasia pasaron al karate, y de allí (otra vez el azar) a los ejercicios de escapismo. El filipino había trabajado en un número de magia ayudando a un contorsionista hindú por los bares de California, y sabía algunos trucos muy bellos. Tan bellos que pasabas las noches en vela paladeando el escape del ataúd, y la fuga de la camisa de fuerza, y el salto mortal en el aro de fuego.
En el turbulento ritmo de la gimnasia pasó año y medio, y un día el filipino desapareció. La borrachera duró tres días y la cruda una semana escasa. Al llegar a la lechería el empleo se había ido a la chingada y tu tarjeta de checar había sido rota por algún subjefe de personal.
Te encerraste en la casa, y te encerraste en el mutismo. Nadie supo qué te pasaba. Ni madre, ni padre ni hermanos. Al fin que ya de por sí y desde antes eras raro, rarito, este güey es de los de antes, no chupa, no come carne, nomás pinches verduras, sale a correr en las mañanas, no tiene vieja, seguro es putón, no come carne, puras verduras, no fuma, no chupa, ay hijo mío, eso no es comida y así.
Entraste de profesor de gimnasia en la primaria federal aprovechando la enfermedad del titular y ahí te salió la segunda habilidad: la verborrea. No te la sabías, la traías dentro y no te la sabías. Y los chavitos de la primaria federal te ayudaron a escupirla. Lo primero que ganaste fue un apodo: El Clavillazo, y muchos de ellos hoy empleados, obreros y locatarios de mercado, y policías y tractoristas y cosas así, hoy recordarán si les apuras la memoria, cómo había un profesor de gimnasia que se echó la suplencia seis meses en la primaria, que decía: flanco izquiermo y vamos haciendo unos ejerccicios y hay que saber marchar para servir a la patria y ahora girnasia rímica.
El Clavillazo, nombre pinche, depositado en el desván de los recuerdos borrados.
La suerte dio el siguiente paso y fuiste a rebotar en el Club Laderas del Norte, donde las esposas de los funcionarios y de la burguesía industrial de Durango hacían gimnasia. Ahí afinaste la verborrea y ganaste tres mil pesos al mes. Fíjese, señora, nomás, con lo fácil que es desarrollar las caderas si usted…
El patriotismo de primaria más chafa y barato, y la verba de adelgazador de burguesas, normaron y abrillantaron el idioma que te acompañaría el resto de la vida. Fieles compañeros nunca más habrían de abandonarte.
En el club diste tu primer gran espectáculo publico: 600 lagartijas seguidas sin dar muestras de cansancio; y privado: al final, en los vestidores te tiraste a la esposa del gerente de Vinícola de Durango, S.A.
En 1967, cuando tenías 24 años, decidiste que era la hora del salto final, fatal, mortal. Y desapareciste un mes.
Ahí murió Durango y murió Arturo Vallespino González.
En un hotel de Irapuato, nació Zorak tras mucho darle vueltas a los nombres y al exotismo. El nombre trajo aparejado un turbante y un uniforme formado por un saco Mao azul y unos pantalones blancos. El efecto final se lograba con una capa dorada.
Al mes de haber desaparecido de Durango Arturo Vallespino, apareció en la televisión desde el DF, Zorak.
Si ahora alguien dice que fue la casualidad, y estuvieras vivo para desmentirlo, lo harías, dirías que fue la perseverancia y la entrega. Pero fue la casualidad y no estás vivo para decir que no.
Raúl Velasco tenía un hueco en el programa maratón de los domingos y un tipo que podía hacer mil lagartijas en público, podía llenarlo.
Y ahora con ustedes, el increíble Zorak, el más grande de los cultores del cuerpo y la mente. Entraste rodeado de cuatro hombres con antorchas y precedido por una señorita medio bizca que Raúl Velasco había contratado para que hablara por ti.
El Doctor Zorak tiene un pacto de silencio, y su ayudante se encargará de presentar el ejercicio.
La medio bizca (que en el estudio llamaban la Mobiloil, por la viscosidad perfecta, como es bien sabido) dijo que ibas a dar una pequeña muestra de las posibilidades del cuerpo humano haciendo mil lagartijas consecutivas ante el público, que venías de Bombay y que no eras un charlatán, que tenías un doctorado en medicina y una preparación espiritual muy elevada.
Mientras Raúl Velasco informaba que irían mostrando a lo largo del programa cómo evolucionaba el ejercicio y que el público presente en el estudio era testigo del espectáculo, hiciste la faramalla de un ejercicio de concentración, organizaste tu ritmo respiratorio, y a darle.
A lo largo de cuatro horas estuviste haciendo lagartijas, y cada quince minutos, las cámaras de televisión se dedicaron a ti; a ti en cadena nacional.
Era la gloria, la televisión es la patria, la televisión en cadena nacional es México, todo lo demás es mentira. Arturo Vallespino nunca salió en televisión, por lo tanto, no existía. Zorak salió durante cuatro horas, por lo tanto existía mucho más que todos los demás mexicanos, era parte de la patria.
Y claro, hiciste las mil lagartijas.
Pero no todo fue carrera triunfal. Después de la gloria, que te reportó seis mil pesos una vez que hubiste pagado a la ayudante bizca y a los cuatro monos de las antorchas (la próxima vez que nomás sean dos), no hubo más chamba. No tenías nada que ofrecer, y ni siquiera Raúl Velasco estaba interesado en que en otro programa hicieras mil sentadillas seguidas y consecutivas.
En un hotel de mala muerte en la Guerrero, te retiraste, Zorak, a meditar, ahora sí, de a de veras. Y aprendiste viendo tele todo el día, todos los días, lo que era el show.
Te tomó un mes poder ofrecer algo al programa Maratón que valiera la pena.
La bizca se volvió la señorita S, y tú bordaste una Z roja escarlata en el bolsillo del saco Mao, en el turbante y en la capa.
La S era originalmente de Soraida y cuando te dijeron que se escribía con Z ya le habían acomodado la letrita en su uniforme negro y ni modo de irse atrás. S a secas se quedó.
El número era un escape de un baúl cerrado y los cinco mil pesos que te pagaron se fueron en el carpintero que hizo el armazón y los mecanismos obligados de ese y de los artilugios para los números siguientes. He ahí por qué ayunaste una semana. Y no como dijo un periodista mamón, para prepararte para el acto siguiente.
Así empezó la gloria y los accidentes. Quemaduras de segundo grado al pasar en una motocicleta por una pared de ladrillos prendida con gasolina, un brazo fracturado al tratar de escapar de una caja fuerte. Pero eso le gustaba al público, ya estaba harto de héroes inmunes. Un héroe que salía madreado frecuentemente daba al riesgo su verdadera dimensión, mexicanizaba el escapismo, volvía real la magia.
Y ahí estuvo usted derrochando imaginación y huevos (más de lo segundo que de lo primero) en actos cada vez más insospechados.
Tu coordinación muscular era cada vez mejor y la seguridad crecía rápidamente.
Hiciste alambrismo, actos de escapismo, motociclismo acrobático, actos de resistencia física (permanecer seis minutos bajo el agua), faquirismo (una huelga de hambre de 60 días en público, con cámaras de televisión semanalmente siguiéndote y los noticieros reportando diariamente tu estado en un breve flash).
Después de la huelga de hambre te casaste con la señorita S, que había decidido que su carrera de modelo de una marca de pantimedias era un fracaso y que su futuro era tu presente.
En 1971, eras un triunfador, ganabas muy buen dinero, y todo el problema estaba en inventar algo complicado para la semana que viene. Leíste a Houdini y a Max Reinbach, a Lilibal y al Dr. Lao Feng. A tu vieja verborrea se añadió un toque esotérico proporcionado por la bazofia seudobudista que consumía la señorita S (que por cierto se llamaba Márgara) para la presentación de tus actos. Ahí fue cuando mantuviste una reunión, fundamental en tu vida, con Raúl Velasco y le anunciaste que ibas a cruzar la calle sobre un alambre a cincuenta metros de altura y vendado, y que querías hablar.
Lo del alambre le pareció bien, lo del vendado mucho mejor, lo de que hablaras no tan bien, pero te lo debía. Así el doctor Zorak abrió el fuego verbal y olvidó su pacto de silencio.
La presentación fue el momento culminante en la vida de un ex lechero de Durango. Ante las cámaras de televisión explicaste que eras mexicano (no diste tu nombre, tú sólo tenías un nombre, el de tu gloria: Zorak), que dedicabas el programa a la niñez, que deseabas que abandonara las drogas y los jóvenes dejaran la política sucia y los bailes, y que México necesitaba cuerpos sanos en su juventud, y ahí estaba el camino que les ofrecías. La señorita S añadió de su cosecha que eras el número uno en el mundo y que te llegaban telegramas de felicitación de todos los Estados Unidos (ni uno) y de Europa (uno pidiendo que trabajaras en un cabaret en Madrid).
Tres años después, morías al soltarse el cable que te sujetaba de la muñeca a un helicóptero mientras hacías un número promocional en la inauguración de un fraccionamiento. Una caída desde sesenta metros, e instantáneamente se acabó la gloria.
Dejabas detrás un par de actos novedosos en la historia del riesgo como espectáculo, y un nombre que fue comercializado efímeramente por una marca de galletas (para darle bautizo a una nueva de coco y almendras) y por un cuento de monitos que llegó al número 32.
Ésa fue tu historia.