VII

La suerte ha dejado aquí de andar fallando, se encendió la luz y puede verse el caos.

—FR ANCISCO URONDO

Pareciera como si la vida oscilara entre noches y amaneceres. Unas con los pies cansados de tropezar entre sí en el trote de ciudad, los otros llenos de luz hiriente y desconcierto. Mientras el elevador traqueteaba los seis pisos hacia abajo, y El Gallo tarareaba una canción ranchera, Héctor decidió que había que empujar la historia, obligarla a despejarse. Darle martillazos para que los asesinos tuvieran cara y forma o al menos motivo. ¿Qué tenía que ver el tal Zorak muerto hacía seis años en todo esto? El personaje le fascinaba. Tenía la dosis suficiente de gloria a la mexicana para cautivarlo. Esa gloria rayante en el ridículo, gloria balín y efímera, comercializada y emputecida.

En la puerta del edificio la legión de vendedores de periódicos había montado un subsistema de distribución. Guardaban los suplementos culturales dentro del periódico, hacían paquetes con cuerda, cambiaban periódicos entre sí, sacaban papeles chamagosos llenos de números de caligrafías ilegibles, los consultaban, los comentaban.

Héctor alzó los brazos al cielo y se desperezó. El Gallo, a su lado, ocultó un bostezo y guardó las manos en los bolsillos.

Dos hombres se despegaron del refrigerador lleno de refrescos de la lonchería de enfrente. Héctor percibió su movimiento. El sol picaba recién nacido. Los lentes oscuros de los dos hombres le lanzaron una señal de alerta que lo sacudió. Instintivamente llevó la mano a la pistola oculta en la funda sobaquera bajo la chamarra.

Uno de los hombres traía un traje gris ruín, camisa azul; el otro, de pelo alborotado y grasiento, se cubría con una chamarra azul de plástico. Ambos traían las manos en los bolsillos.

—Hágase a un lado —le dijo Héctor al Gallo cuando los dos tipos sacaron las pistolas. Se encontraban a una docena de metros de ellos y venían cruzando la calle evadiendo a los vendedores de periódicos que tropezaban con ellos y les dificultaban el paso.

El Gallo observó risueño a Héctor y sólo cuando vio la pistola en las manos del detective giró la cabeza violentamente buscando el objetivo. Frente a Héctor cruzó un voceador con la parte de atrás de la bicicleta ocupada por una pila de periódicos de al menos setenta centímetros; el equilibrio era precario. Héctor empujó al hombre y sostuvo la bicicleta tomándola de la cuerda.

El primer tiro dio en la pila de periódicos haciendo volar millares de palabras y levantando el olor de la tinta fresca. El Gallo se había despegado de Héctor y en su mano había aparecido una colt larga. La bicicleta, sacudida por el impacto del balazo, se cayó y Héctor se dejó arrastrar por ella. Mientras caía buscó en la mira de su automática el cuerpo del pelo grasiento, pero una mujer con un niño en el brazo y un paquete de periódicos en el otro le obstaculizaba el blanco. Un segundo disparo dio en el suelo perforando al rebote la chamarra de Héctor. El personaje del traje gris quedó un instante al descubierto al provocarse una estampida a mitad de la calle. Sonó un tercer disparo. Héctor disparó a su vez y el hombre se tomó el estómago con las dos manos. El detective disparó de nuevo y el hombre cayó de espaldas mientras la sangre saltaba. Tres metros a la derecha del muerto, chamarra azul perdió un instante precioso viendo morir a su compañero. Cuando giró la cabeza buscando a Héctor, un pedazo de su mandíbula voló por los aires y su cara se convirtió en una mueca sanguinolienta. Héctor no había disparado. El Gallo, cubierto por una camioneta de La Prensa, mantenía un revólver en alto que humeaba suavemente. Los gritos se mantenían como el eco de los disparos. Habían estado sonando desde que se inició la balacera, pero Héctor no los había oído, tan solo los disparos, y el suave rumor de la rueda de la bicicleta, tras la que se cubría, girando en el aire.

La multitud hizo el silencio; sólo se oían los coches en Bucareli, a donde todavía no había llegado la ola de miedo provocada por los disparos. Luego alguien empezó a aplaudir y le hicieron coro. En medio de los aplausos, Héctor avanzó hacia los dos cuerpos mientras El Gallo celosamente convertido en pistolero de novela de Marcial Lafuente Estefania, lo cubría sosteniendo el colt con las dos manos y apuntando hacia los cuerpos caídos a media calle, en una postura aprendida en los programas policiacos de la televisión.

Los dos estaban muertos, uno de ellos con los lentes oscuros al cielo y las dos manos tratando de tapar el agujero del estómago. La otra bala probablemente había perforado el corazón, porque la sangre lo rodeaba regando en torno suyo un charco inmenso. Héctor le quitó los lentes oscuros y miró en el fondo de los ojos negros sin vida. El otro tenía la cara convertida en una pasta sanguinolenta. Héctor lo registró, buscando documentos. Tan solo unos billetes y una credencial de vigilancia del Metro. Lo mismo en el bolsillo del segundo hombre. Héctor tenía las manos manchadas de sangre y se las limpió en el pantalón del muerto. La multitud de vendedores de periódicos, a pesar de la escuadra .45 en mano de Héctor y el colt del Gallo, no había retrocedido después de la balacera, más bien se acercaba lentamente creando un círculo en cuyo centro se encontraban los dos cadáveres y el detective, y en su periferia El Gallo tras la camioneta de La Prensa. Quizá porque vendían el mismo producto diariamente en letras de molde, quizá porque la sangre corría cada tercer día entre Donato Guerra y Bucareli en pleitos a patadas, con botella o con navaja; quizá porque habían decidido que Héctor y El Gallo eran los buenos de la historia, no tenían miedo. Mientras los niños se acercaban a los muertos y tres hombres disputaban las pistolas que habían quedado en el suelo. Héctor se retiró hacia El Gallo.

—Lo maté, ¿verdad?

—Si no lo mata usted, él me perfora a mí. Se agradece, ingeniero.

—Lo maté, ¿verdad? —repitió El Gallo.

—Sí, lo mató y yo maté al otro, y se siente de la chingada andar matando gente, aunque sólo sea para defender la vida.

El Gallo echó el colt al bolsillo de su chamarra y comenzó a caminar. Héctor lo siguió. La multitud se hizo a un lado.

—Ellos fueron los que dispararon primero, nosotros los vimos, jefe —dijo un vendedor de periódicos chimuelo.

El Gallo se volteó y preguntó:

—¿A dónde vamos?

—Lejos de aquí, a pensar. No quiero vérmelas con la ley.

Los dos hombres comenzaron a caminar, la multitud se cerró tras ellos.

—¿Por qué venía armado? —preguntó Héctor.

—Lo tenía en la oficina, desde hace tiempo, desde que amenazaron con matarlo a usted hace dos años, y cuando Carlos el tapicero dijo que habían estado rondando esos dos, pensé… Nunca creí que fuera de verdad, no he tirado nunca y le di a la primera, y se estaba moviendo. Sólo quería espantarlo.

Absurdamente, salieron de Artículo 123 sin que nadie los molestara, sin que nadie los siguiera. Héctor de vez en cuando miraba hacia atrás, pero la ciudad no se había inmutado. Cuando dieron la vuelta en El Caballito para agarrar Reforma, comenzaron a sonar las sirenas de las patrullas policiacas.

—Tranquilo, ingeniero, esos dos venían a matar y salieron muertos. No les debemos nada.

—Lo maté —contestó El Gallo.

En una mañana llena de sol, Héctor Belascoarán y El Gallo Villarreal se separaron.

 

Necesitaba desesperadamente un lugar para pensar, y siguiendo la costumbre de refugiarse en los lugares más insospechados, terminó en una feria cerca de la estación de Buenavista.

Deambuló entre los juegos medio destartalados. Las estructuras de metal se levantaban chirriando, la música de carrusel estaba siendo tocada a un volumen mucho más bajo de lo normal. Rehuyó el tiro al blanco como si quemara, y terminó convenciendo, con cincuenta pesos por delante, al encargado de la rueda de la fortuna, para que la pusiera en marcha para él.

Solitario viajero de la fortuna, el detective Héctor Belascoarán Shayne rememoró una y otra vez el doble impacto que arrojó al hombre del pelo negro y el traje gris al suelo; repasó una y otra vez los gestos de despedida de los cadáveres. Maldijo una historia que se le imponía, que le cargaba las manos de sangre, cadáveres y confusión. En su punto más alto, la rueda de la fortuna ofrecía al detective una visión de los techos de la colonia Santa María, las torres de Nonoalco, el puente sobre Insurgentes, los patios traseros de la estación, las tiendas de muebles en San Cosme, y el edificio del PRI. Escupió apuntando hacia el último, y la saliva describiendo una bella curva cayó en un puesto de tiro de dardos.

Tenía 33 años, y había perdido los primeros 30, o dicho de otra confusa manera, los primeros treinta los habían perdido a él. Cambiar de oficio, de lugares, de estilo, de ideas, buscar rascando como leproso la piel del país, tratar de encontrar un lugar, hacerse uno con la violencia; todo sonaba bien y se había vivido bien. En tres años no había perdido el sentido del humor, la actitud burlona ante sí mismo. Había aceptado que lo honesto era el caos, el desconcierto, el miedo, la sorpresa. Que bastaba de verdades claras, de consejos de cocina para la vida. Pero ahora, no sabía de dónde y por qué, lo cazaban. Fuerzas del mal lo agredían. Puras pinches fuerzas del mal sin rostro. Se rió de las fuerzas del mal. Se rió de la necesidad de ponerle aunque sea un nombre absurdo a la agresión desconocida que caía sobre él. Quizá eso fue suficiente. Esa sonrisa. Le iba a sacudir el fundillo a las fuerzas del mal. A los que enviaban cadáveres de romanos, fotos y pistoleros del servicio de vigilancia del Metro. Necesitaba poner sobre el papel todo, ordenar todas las posibles esquinas de la historia y ponerse a trabajar rápido. Darle tal velocidad que los desbordara, los obligara a equivocarse, a mostrarse, a enseñar el juego y dejarlo participar. Y entonces, zas, les iba a quitar el balón, las camisetas y hasta los calzones. El muerto estaba bien muerto, y si iba a haber más, los habría. Y si lo mataban a él, quién sabe por qué y cómo, pues moriría. Mejor morir que comer caca.

La rueda de la fortuna no se inmutó ante la euforia del detective y siguió girando mientras Belascoarán deseaba que se detuviera para buscar un lugar donde tomar notas y ordenar.

Resumió, cuando la rueda se detuvo dejándolo en el punto más alto del giro, la idea clave de todo el asunto: Si se iba a tratar de buenos contra malos, él iba a ser el bueno, tuerto y todo.

Pero los dos cadáveres seguían mirando al cielo a través del cuerpo de un detective que los contemplaba; probablemente para rematarlos.

 

El conejo lo esperaba. Estaba sentado en el centro de la alfombra mirando con sus dos relucientes ojos rojizos hacia la entrada. A su alrededor abundantes bolitas negras. Se acercó al detective y le lamió un zapato. Había masticado la paja del asiento de una silla y había destrozado la escoba. Afortunadamente no le había metido el diente a los libros.

Héctor lo tomó en los brazos y caminó a la cocina resumiéndole sus teorías sobre las fuerzas del mal y cómo ponerles en la madre. Le llenó un plato sopero de agua y le dio dos zanahorias. Luego se quitó la chamarra y la camisa. Por si las dudas metió la pistola entre la piel y el cinturón. Cambió el disco de Jerry Mulligan por el primero de la antología de Armstrong y se sentó en la mesa con la libreta de notas y un par de refrescos enfrente.

1) Me envían dos cadáveres (uno en vivo, otro en foto).

a) Quieren amedrentarme, no quieren implicarme, porque retiran un cuerpo. Para reforzar esto, billete a Nueva York.

Por lo tanto quieren que deje de hacer algo que estaba haciendo y que tenía que ver con los muertos. Como no estaba haciendo nada, ellos se equivocan.

2) Los muertos son dos ex asistentes de Zorak, un mago-contorsionista-escapista-showman que murió en 1973 al caer de un helicóptero.

El tercer hombre de ese grupo (El Capitán Perro) me conoce de vista y huye cuando me ve.

3) “Ellos”, las fuerzas del mal, están organizados: boleto NY, sacada del cadáver caja refrigerador, pistoleros de vigilancia del Metro, etc.

En ese momento, sonó el timbre.

Héctor sacó la pistola y se quitó del área que podía quedar descubierta si tiraban la puerta.

—¿Quién es? —preguntó colocando la espalda contra la pared y cortando cartucho.

—Marino Saiz, para servirle… Si me permite un momento de atención…

Héctor abrió, había algo en la voz que lo tranquilizó.

Por la puerta abierta ingresó a la casa un hombre pequeño pulcramente trajeado y con un maletín en cada mano.

Héctor guardó la pistola bajo el cinturón y a su espalda, y con los brazos cruzados, esperó.

El hombre dejó los maletines en el suelo, observó al detective descamisado y haciendo un gesto de impotencia (no había mejores clientes en estos días aciagos) inició su retahila.

—Le ofrezco el mejor álbum de música de zarzuelas que pueda conseguirse en el mercado…

Héctor sonrió. El hombre tomó su sonrisa por asentimiento y prosiguió:

—Ocho discos, con las piezas clásicas de la zarzuela, la música que conmovió a la monarquía española, y que endulzó medio siglo de la vida de la península ibérica…

Héctor sonrió. El hombre se lanzó en un arranque triunfalista:

—Y además, regalado en la adquisición de este álbum, un disco con los mejores cuplés y una foto autografiada de Sarita Montiel.

—¿ Cómo le hacen para autografiar la foto de Sarita Montiel? —preguntó el detective.

—Ya viene firmada y yo sólo le pongo su nombre en la parte de arriba… Con la misma letra, me sale con la misma letra, que no en balde la llevo imitando desde hace once años.

—¿Y usted qué opina de la monarquía española? —preguntó de nuevo Héctor.

—A mí la monarquía me importa un bledo. Yo soy socialista… Pero, ah, la zarzuela, cosa fina… El álbum incluye…

—No se diga más, usted me ha convencido —dijo Héctor.

Tras una breve transacción, el hombre dedicó la foto a Gilberto Gómez Letras, de su sincera amiga Sara Montiel y cobró 645 pesos por el álbum de zarzuelas.

Cuando la puerta se cerró, Héctor pensó que en su vida había oído una zarzuela.

Comió en un restaurante de tercera a la vuelta de su casa, y luego, tras limpiarse las huellas del arroz con leche de los labios, sacó un papel arrugado del bolsillo y repasó la lista:

  1. Señorita S.
  2. Capitán Perro.
  3. ¿Vigilancia del Metro?
  4. ¿Exactamente, muerte de Zorak?

Dobló nuevamente el papel y lo guardó en el bolsillo. La tarde se dejaba contar con un sol suave que llenaba de brillos anaranjados los cristales y el cielo.

Tenía un plan, tenía ganas de pelea, tenía la cuarenta y cinco cargada. Iba por ellos.

En Insurgentes compró los periódicos de mediodía. Aparecía en la tercera plana una primera reseña del tiroteo en Bucareli y Donato Guerra. Las declaraciones del jefe de grupo de la judicial que se había hecho cargo del caso, el comandante Silva (nuevamente ese nombre, ¿habría alguna relación?), se limitan a señalar que los dos muertos eran miembros del sistema de seguridad y vigilancia del Metro, y que habían sido sacrificados por un pistolero solitario (el Gallo por lo visto quedaba excluido). Los testigos oculares, que podían contarse por cientos, no habían aportado una sola descripción del asesino desconocido.

Ni una sola mención de que los hombres de los lentes oscuros habían disparado primero. La nota terminaba sugiriendo venganzas personales, asuntos de drogas, proliferación del guarurismo.

Por leer el periódico mientras caminaba, tropezó primero con la rama baja de un arbolito, y después con la escalera que sobresalía de una camioneta de Teléfonos de México. En Insurgentes el tráfico crecía. De los estribos de los camiones colgaban pasajeros como racimos de fruta. Los coches frenaban ruidosamente, el polvo se levantaba y se unía al humo de los escapes. Ruido, mucho ruido. Caminó aumentando la velocidad de los pasos hasta la calle San Luis y dio vuelta a la derecha. ¿Lo estarían siguiendo? Volvió a dar vuelta a la derecha en la próxima esquina, luego se metió en un zaguán de una compañía constructora y permaneció de espaldas a la calle observando gracias a los reflejos que se producían en el cristal del directorio. A los dos o tres minutos renunció y salió de nuevo. Utilizaba un paso rápido, cercano al trote, que había hecho difícil acompañarlo en un paseo. Su ex mujer hacía cinco años se había aburrido de quejarse del estilo de caminar de Héctor, hacia difícil que alguien se acomodara a su paso, no se detenía a ver aparadores o mostradores, las impresiones las captaba al vuelo y seguía caminando con el mismo trotecillo corto. Miraba alternadamente al suelo y al cielo, tratando de que la tarde no se le escapara del todo. Entró en una agencia de representaciones artísticas donde alguna vez había hecho un favor. Se dirigió directamente al despacho de la subdirectora y sin tocar, saltándose a la secretaria, entró.

—Quihúbole, detective.

—Quihúbole, Yolanda.

La mujer sostenía en la mano un teléfono y con el hombro derecho sujetaba otro. Le hizo un gesto para que esperara y continuó la conversación.

Héctor miró las conocidas paredes: recortes, fotografías, algunos diplomas.

Yolanda colgó los dos teléfonos al mismo tiempo.

—¿Qué puedo hacer por ti?

De todos los oficios posibles, el de detective, el de reportero y el de puta, eran quizá los únicos que obligaban a su dueño a mantener centenares de relaciones de seudoamistad.

—Necesito encontrar a la esposa de Zorak, sabes, Zorak… Se hacía llamar señorita S, o algo así.

—Zorak, el contorsionista, el que se cayó del helicóptero.

—Ese mero.

—Ug, pues la pones difícil, que yo sepa, esa muchacha no está en el negocio. ¿No era del negocio, o sí?

—Me da la impresión que antes de ser la ayudante de Zorak hacía trabajos de modelo, por lo que me contaron…

—¡Espérame! ¿Una bizca?

—Sí, era bizca, según recuerdo. Yo nunca la he visto.

—¡Márgara Durán! Hace trabajos de modelaje para una agencia de fotógrafos que está en la Zona Rosa.

Yolanda abrió un cajón y sacó de éste una botella de coñac.

—¿Gustas, detective?

Era una mujer de unos cuarenta años, muy espectacular, de cabellera rubia, pintada, llena de alegría. Su amante había intentado hacía un par de años destrozarle la cara con ácido y Héctor le había roto dos costillas con un cenicero de bronce. Todo ello en medio de otra historia (que para los efectos del ácido y del cenicero de bronce era absolutamente incidental).

—Paso, el alcohol mata a los niños.

—Y a las niñas.

—Un dato más, Yolanda. ¿Qué sabes de una tal Melina y de un antrito que se llama La Fuente de Venus, allá por San Juan de Letrán?

—Del cabaret ese, nada, es la primera vez que lo oigo nombrar. De Melina, muy poco, es de Ciudad Juárez, y hace números baratitos de vedette, con algo de striptease. Fue amante de un político del PRI.

—Uh, qué raro —dijo Héctor y se puso de pie.

 

Carlos, su hermano, estaba leyendo tirado en el suelo; Marina fue la que abrió la puerta. Tenía dos piezas de un rompecabezas en las manos, y después de darle un beso al detective corrió hacia la mesa a colocar una. El diminuto cuarto de azotea estaba ocupado, no se le ocurría otra palabra para definirlo: libros, una mesita, cuatro sillas pegadas a la pared y prensadas por la mesa, una cocina de un metro de ancho y dos y medio de fondo que remataba en un refrigerador.

Se acercó a la mesa donde el rompecabezas de un cuadro de Klee estaba a punto de pasar a la fase de culminación.

—¿ Cómo te va, hermano? —preguntó Carlos desde el suelo.

Héctor alzó los hombros.

—¿Tienen una guía de teléfonos? —preguntó el detective.

—Y un refresco —dijo Marina. Interrumpió temporalmente la manufactura del rompecabezas y buscó debajo de una de las sillas la guía de teléfonos, se la pasó y caminó hacia la cocina.

El teléfono estaba a un lado del rompecabezas.

—El señor Mendiola, por favor… Oye, viejo, el otro día no me contaste bien qué sabías de la muerte del tal Zorak. Me ando enredando y ese tipo aparece por la historia una y otra vez… Me haces un gran favor si me juntas esas crónicas… Paso mañana en la mañana. Gracias, viejo.

Héctor colgó. Marina lo estaba mirando.

—Oye, Carlos, ¿no es Zorak el tipo ese que se cayó del helicóptero hace cuatro o cinco años?

—Seis —dijo Héctor.

—El que se rumoreaba que entrenó a Los Halcones —dijo Carlos levantándose.

—¿Cuáles halcones? —preguntó Héctor.

—¿En qué pinche país vives, hermanito? —dijo Carlos.

—En éste —respondió el detective.

Marina le puso un refresco de naranja en las manos.