VIII

LOS HALCONES

Si en este país hay un sospechoso, es la policía.

—LUIS GONZÁLEZ DE ALBA

Esa cosa turbia, violenta, había dado señales de vida anteriormente. Primero durante la huelga de Ayotla Textil, cuando los grupos paramilitares aparecieron de la nada, disparando, saqueando, amedrentando a los huelguistas ante la mirada burlona de la policía. Luego en algunas concentraciones en el Politécnico, poco antes del 10 de junio. A pesar de las señales, desde el ojo cándido de la izquierda universitaria, ninguno de los dos fenómenos fue apreciado como algo más que la permanente y en ascenso presencia de las porras y del gangsterismo estudiantil que habían hecho su aparición en las escuelas, tras la derrota de 1968. No parecían ir más allá que las pequeñas bandas, que con comportamientos erráticos, pero siempre gangsteriles, pululaban por la Universidad, al calor de las drogas introducidas por las autoridades en las verdes explanadas de la Ciudad Universitaria, y los subsidios derramados desde alguna de las dependencias de Rectoría. Bandas de 8, 10, 15 abyectos personajes que robaban, violaban, se emborrachaban en los patios, abusaban de los alumnos de nuevo ingreso, y se justificaban socialmente en los partidos de futbol americano como porras. Por esto, el diez de junio, cuando se decidió volver a tomar la calle, sólo se esperaba la constante presencia de los granaderos, la mancha azul, de ojos hoscos y ahora con seis unidades antimotines estrenadas hacía un par de meses, a las que la mitología estudiantil atribuía poderes extraños y múltiples, como arrojar gases, arrojar agua, arrojar pintura, arrojar balas blindadas, arrojar balas simplemente, tirarse pedos y tocar el himno nacional, a más de hacer sonar sirenas que ensordecían, utilizar rayos infrarrojos en las noches, atropellar al que se dejara y ser inmunes a las bombas molotov.

Y sí, ahí estaban rodeando el Casco de Santo Tomás los seis antimotines nuevecitos, azul grisáceo y mate. Y estaban un par de batallones de granaderos, renovados en los tres últimos años con jóvenes campesinos sin tierra de Puebla, de Tlaxcala, de Oaxaca, que habían venido a llenar los huecos de los desertores de 1968, que habían pasado el obligado periodo de embrutecimiento entrante, que habían comenzado a gustar del pequeño poder, de la pequeña impunidad que da el uniforme; que incluso habían tenido su breve inyección de ideología bárbara tipo: los estudiantes están contra la virgen de Guadalupe, el comunismo quiere acabar con México y con los niños héroes, nosotros somos el último bastión de la patria; y que encubrían su miedo con nuestro miedo.

Pero a pesar de su presencia, nomás están ahí para espantar. El que se apantalle por ver un par de millares de azulejos no ha vivido. Si fueran a reprimir no harían tal oso; desfilamos entre ellos mirándolos a los ojos, aceptando el reto, observando los prodigios tecnológicos del mal.

Había corrido el rumor de que si se metía una papa en el tubo de escape de un antimotín, tronaba como sapo, y las miradas curiosas iban al diámetro del tubo de escape y calculaban el espesor de la papa que por cierto se nos había olvidado traer, quizá por brutos, probablemente por incrédulos.

Pasamos por los pasillos de Melchor Ocampo, de San Cosme, de Avenida de los Gallos. Ojo ahí, el cerco estaba roto por el occidente, quizá un tanto bloqueado por las rejas de la Normal de Maestros y la propia estructura de las escuelas superiores del Politécnico, y fuimos llegando a la explanada del Casco, punto de partida de seis nuevas reivindicaciones: que no estén chingando en la Universidad de Nuevo León, democracia sindical, libertad a los últimos presos políticos. Y como no, cada uno había hecho mal que bien su último análisis de coyuntura y había dicho mal que bien que el nuevo gobierno necesitaba consolidar su apertura, que no podían volver a la represión, que las declaraciones de Echeverría invitaban a la calle. A nosotros para recuperar nuestro poder, a él, al anfitrión para demostrar que el México bárbaro de Díaz Ordaz ya no era tal, que los márgenes se habían abierto un poco y que la democracia bárbara daba paso a la bárbara farsa democrática. Total que, bellos, con nuestros vaqueros y nuestras camisas azules, rojas y beige, y los pantalones de pana, y los paliacates al cuello, y las chamarras de gabardina a pesar del calor y las mangas al aire libre de las camisetas, y los pantalones brillantes de las muchachas, y las camisas blancas de los estudiantes provincianos que ahora sí les tocaba porque ellos eran chicos en el Movimiento (el movimiento con mayúsculas, el punto de partida, el no va más de nuestras vidas y nuestros nacimientos, nuestra referencia como humanos frente al país y la vida toda) y ahora sí tenían su Movimiento.

Luego la sorpresa de que a pesar del cerco llegábamos a los 10 mil y hasta más, y hasta a los 15 mil, y hacíamos del miedo colectivo la demostración de que el miedo no podía pararnos del todo y allí estábamos, y entonces salían de las chamarras las banderas rojas cuidadosa, amorosamente ocultas en la llegada, y se desplegaban en palos salidos de las escuelas del Poli, y brillaban las mantas lanzadas al aire con las viejas consignas bajo nuevas letras. Era la euforia, una euforia teñida por el agridulce sabor del miedo derrotado, pero presente.

Apenas hubo tiempo para reconocer a los amigos, para identificar a los grupos, para saludar. Ah caray, cómo se chocaban las manos entonces con el pulgar propio apuntando al corazón, el encuentro y los dedos cerrándose, chasqueando sobre la mano reconocida del amigo, cuando salimos. Abría la marcha Economía de la Universidad, y luego Economía del Poli, caras reconocidas de estudiantes que acababan de salir de la cárcel o regresar del exilio. La columna avanzó por la Calzada de los Gallos y bajó por la Avenida de los Maestros, sonaban los primeros cantos. La punta llegó a la Calzada México Tacuba y la cola estaba aún saliendo del Casco.

Salieron de las calles laterales, iban gritando: Viva Che Guevara. Los granaderos les abrieron el paso y los dejaron cruzar entre sus filas, las pancartas se desnudaron y se volvieron garrotes y chocaron con la columna. El viva Che Guevara se transmutó en un sorprendente viva LEA, cabrones. Entraban por Sor Juana, por Amado Nervo, por Alzate. En un punto chocaron contra los grupos de la Preparatoria Popular. Tras la sorpresa, las huestes de la prepa pop se reorganizaron y cargaron contra los intrusos. A media calle un estudiante de Comercio repartía garrotazos a los invasores. La manifestación había sido detenida en la punta por los granaderos, en la calle se combatía a palos, muchos estudiantes corrían, la cola había sido cortada.

Entonces sonaron los primeros tiros, los granaderos se habían retirado y la manifestación pareció que salía hacia el Cine Cosmos, parecía que los agresores habían sido derrotados, al fin y al cabo no más de tres tres centenares con palos, aunque supieran kendo, y gritaran cuando cargaban, y estuvieran entrenados, no podían frente a la mexicana alegría de una generación de estudiantes que, aunque clase medieramente intelectualizados, habían tenido sus escuelas de violencia en los barrios, en la vida cotidiana y en el movimiento del 68. Entonces sonaron los primeros tiros, una ráfaga de ametralladora sobre la cabeza de la manifestación disparada desde un coche en marcha, y los agresores volvieron nuevamente con rifles M-l y pistolas, y ametralladoras y más palos, y los granaderos se abrieron nuevamente en las calles laterales para dejarlos pasar.

Algunos, los que todavía podían oír, los que escuchaban, registraron un grito lanzado por los jóvenes de pelo corto que atacaban la manifestación: ¡Halcones!

Ahí quedó una tarde de terror, más de 40 muertos, la Cruz Verde asaltada para llevarse a los heridos por la fuerza, los disparos contra la multitud, el cerco policial y más tarde la llegada del ejército, las detenciones, los cateos en las casas donde muchos se habían podido esconder, la desbandada de la cola de la manifestación, las persecuciones por las azoteas, los disparos sueltos de los francotiradores que duraron hasta el oscurecer, los granaderos que observaban, a veces aparecían y disparaban gases contra grupos sueltos de manifestantes que no podían acabar de decidirse a huir del horror y deambulaban por la zona como si tuvieran una deuda de honor que les impedía apartar los ojos de la matanza.

Hacia las 7 y media comenzó a llover y los charcos de sangre se deslavaron en las aceras. La verja de la Normal superior se había hundido bajo el peso de los que intentaron huir saltando sobre ella. Una ambulancia con las ruedas ponchadas se había quedado en la esquina de la México-Tacuba y Avenida de los Maestros, la luz roja oscilaba en el techo mientras se escuchaban los últimos tiros. Hacia las 8 de la noche el ejército controló totalmente la zona, los tanques aparecieron.

Las explicaciones oficiales hablaban de un encuentro entre estudiantes, pero ahí estaban las fotos de los M-l reglamentarios del ejército, y las fotos de los granaderos dejando pasar a los hombres armados, y las grabaciones de la radio policiaca donde se registraba la dirección por oficiales de la policía y de la intervención de los Halcones. El descubrimiento por Guillermo Jordán, un periodista de Últimas Noticias, de los camiones donde habían sido transportados, propiedad del Departamento del Distrito Federal, pudorosamente pintados de gris, y los campos donde habían sido entrenados en la Colonia Aragón y detrás del Aeropuerto, y la selección de los halcones entre soldados, y la intervención de oficiales del ejército y la policía en el entrenamiento. Y ahí quedaron los muertos, a pesar del escándalo, y de la denuncia… Y nunca se abrió ningún juicio, y los expedientes desaparecieron ocho años más tarde.