IX

En la tempestad se respira más fácilmente.

—MIGUEL BAKUNIN

Serían las tres y media de la madrugada cuando Héctor tuvo que detener un bostezo monumental y arrancar el volkswagen. De La Fuente de Venus, ondulante, con una pañoleta rojo fuego cubriéndole la cabeza, salió la vedette. Un mesero la acompañó hasta un mustang.

La mujer manejaba despacio y el detective no necesitó forzar el coche que le había prestado su hermana. Siguieron la recta amplia de Reforma hasta el Ángel, allí la mujer tomó la lateral y maniobró para estacionarse en una calle de la colonia Cuauhtémoc. Las luces del segundo piso se encendieron. Héctor llevó el volkswagen cien metros más allá y dio la vuelta de manera que pudiera observar la puerta desde el interior del coche. Dudó, encendió un cigarrillo y optó por la espera. Prefería esperar, actuar con la luz del sol. La mujer podía llevarlo hasta el Capitán Perro, el problema era el cómo. Se estiró cruzando las piernas en el asiento del copiloto y se dispuso a consumir el resto de la noche.

Dormitó a ratos, con un sueño sobresaltado, angustioso y superficial. Los músculos embotados, la cabeza llena de pájaros. A las seis de la mañana pasó una ambulancia de la Cruz Roja a toda velocidad y tras ella la ciudad pareció revivir: un camión escolar, un ciclista con periódicos, tres o cuatro sirvientas.

Salió del coche tratando de localizar en algún punto el difuso dolor de espaldas y no pudo. Decidió desayunar antes de lanzarse a un interrogatorio con música de tango como fondo. Se había alejado cuatro o cinco metros del coche en dirección contraria a la casa de la vedette cuando por instinto y rutina, giró la cabeza. Un automóvil rojo se había estacionado. Dos hombres bajaron de él. Nuevamente lentes oscuros y trajes grises y azules mal cortados. Siguió caminando hasta que pudo cubrirse parcialmente con la estructura metálica de un puesto de periódicos. Los dos hombres conversaban con un tercero que se había quedado al volante, luego, se desprendieron del automóvil y entraron al edificio de departamentos.

Ahí estaban las fuerzas del mal.

Héctor se llevó la mano a la pistola; acarició la culata.

Había que pensar rápido. La calle se iba llenando de luz, y en la esquina de Reforma pasaban cada vez más automóviles. Un escalofrío lo sacudió. ¿Adelantarse o esperar? A lo mejor era pura paranoia. La duda lo inmovilizó de nuevo. Si los que habían entrado salían mientras él inmovilizaba al chofer, estaba fregado. Si esperaba…

Caminó hacia el coche tratando de quedar fuera del área de visión del espejo retrovisor del automóvil rojo. La calle estaba vacía. Sacó la pistola y se acercó. El hombre estaba sacándose un moco con el dedo índice cuando Héctor le puso el cañón de la automática en la sien.

—Las manos sobre el volante, amigo.

—No le vaya a salir el plomazo.

—Nomás sale cuando jalo el gatillo.

El hombre colocó lentamente las manos sobre el volante. Antes de que terminara de hacerlo, Héctor levantó la pistola y le dio con el cañón un golpe tremendo en la sien. El hombre dejó escapar un sollozo y se desplomó sobre el volante. Héctor abrió la puerta y lo empujó, las nalgas quedaron mirando hacia la calle. Tuvo que empujar de nuevo. El tipo iba dejando una mancha de sangre sobre el asiento. A lo mejor me pasé. A lo mejor no tiene nada que ver con las fuerzas del mal. Se rió. Fuerzas del mal. Sonaba bastante tremendista para el pobre mono ensangrentado. Mirando de reojo la puerta del edificio de departamentos de la vedette, Héctor se subió en el lugar del chofer y arrancó el coche. Sin forzar el motor, lo hizo avanzar hasta Reforma. En el alto aprovechó para registrar al bulto inmóvil que se encontraba a su lado y cuya sien seguía sangrando. Un revólver .38, una credencial del servicio de Vigilancia del Metro a nombre de Agustín Porfirio Olvera, una colección de fotos pornográficas unidas con una liga, y dinero. Lo arrojó sobre el cuerpo, dio la vuelta a la manzana y estacionó enfrente de un lote baldío. Descendió del coche tras meter la pistola del hombre y la credencial en la bolsa de su chamarra. Caminó a paso veloz nuevamente hasta la esquina donde estaba su automóvil. Nada. La calle permanecía solitaria, vacía. Estaba buena para un duelo. Escenario para un western urbano. Una calle vacía en la colonia Cuauhtémoc a las siete y media de la mañana. ¿Ahora qué seguía?

Entró al edificio y comenzó a subir las escaleras. En el primer piso había dos departamentos, el 202 era el que daba a la calle, donde se había encendido la luz. La puerta estaba cerrada. ¿Habría patio? ¿Escaleras que dieran a la azotea? Siguió subiendo. El edificio de tan sólo dos pisos terminaba en una puerta gris por donde se entraba a la azotea. Buscó el cubo de luz interior. Nada. Desde la azotea contempló las ventanas del 202: una era de un baño, la otra estaba cubierta por una cortina roja tras la que no se podía adivinar. De la azotea a la ventana del baño había cuatro metros. Quizá desde el patio resultaba más fácil, utilizando la escalera arrumbada en una esquina. El patio estaba muerto. Había que entrar por uno de los departamentos de la planta baja. Nuevamente bajó la escalera. Al pasar frente a la puerta del 202, ésta se abrió. Héctor quedó cara a cara con un hombre de unos 35 años, el pelo lacio y muy negro, unos bigotes muy finos sobre los labios gruesos, traje y corbata aflojada al cuello de la camisa blanca. No pudo ver más. El hombre buscó con la mano izquierda la pistola en el cinturón. Héctor lo empujó y saltó por la escalera mientras buscaba su pistola en la funda sobaquera. A sus espaldas sonó el primer disparo que botó pedazos de yeso sobre su cabeza. Al llegar al rellano entre los dos pisos se detuvo y apuntó; un instante después el hombre apareció ante su pistola. Héctor disparó. La escalera se llenó del retumbar del disparo y del olor a cordita. El hombre rodó llevándose las manos al cuello; su cara rebotó en un escalón a los pies de Héctor. Faltaba uno. Levantó el cadáver mientras mantenía la pistola cubriendo el hueco de la escalera y comenzó a subir con él como escudo. El muerto resbalaba y le llenaba el pecho de sangre que salía por el cuello atravesado. Al llegar al primer piso sonaron dos tiros más. Desde la puerta, el tercer hombre disparó sobre el cadáver de su compañero. Una de las balas se perdió, la segunda perforó el pecho y Héctor sintió el impacto en su carne. Dejó resbalar el cadáver mientras apuntaba hacia el hombre que trató de darse la vuelta y correr. Disparó dos veces, uno de los impactos perforó la espalda del hombre, el segundo le dio en la nuca y la cabeza se fragmentó como un melón podrido. Tenía sólo unos segundos. En la sala la vedette miraba hacia el techo extrañamente inmóvil, sentada en el borde de un sillón de tela naranja. De sus labios rotos por un golpe, salía un leve hilo de sangre. Estaba viva. Unos metros más allá, el Capitán Perro había pasado a reunirse con el romano y el dueño de La Fuente de Venus, tirado en el suelo con el cuello tasajeado por una navaja. Héctor se acercó a la mujer y trató de levantarla; era un peso muerto. Sus ojos vidriosos no miraban a ninguna parte. Soltó el brazo y bajó las escaleras corriendo. No miró los dos cuerpos al pasar a su lado.

Salió a la calle y comenzó a caminar a paso lento mirando el edificio del que acababa de salir como si fuera un observador más. Algunas ventanas se abrieron y una mujer en bata se asomó en el portal de una casa vecina.

—¿Oyó usted unos tiros, joven?

Héctor de espaldas a la mujer no quiso voltear. Traía la camisa llena de sangre mal cubierta por la chamarra.

—Creo sí, señora. Abusada, no vaya a ser de a deveras.

Dio la vuelta a la manzana tratando de detener el corazón que saltaba como un equilibrista loco. Le costaba trabajo respirar, le dolía el pecho. Subió el cuello de la chamarra, metió las manos en los bolsillos y sintió frío, mucho frío. Había matado a dos hombres más.

 

La sangre había cuajado en la camisa y el frío había sido substituido por un dolor de cabeza punzante y muy intenso. Media hora después del tiroteo, había repasado todo y descubierto que podían haberlo matado dos veces. Si el segundo hombre hubiera tirado más bajo cuando saltó por la escalera, si el tercer hombre hubiera disparado a su cabeza y no al pecho de su compañero muerto. Dos veces. El coche rojo recorrió otra vez el circuito del Parque México, por lo menos llevaba ocho. Se había detenido en un estacionamiento de la Zona Rosa, y en la oscuridad del sótano había metido al desmayado personaje en la cajuela. Ahora necesitaba saber qué seguía. En las buenas novelas policiacas, los pasos eran claros; hasta cuando el detective se desconcertaba, su desconcierto era claro. Nada parecido a esta situación similar a la del algodón Johnson and Johnson empacado a presión. Las manos le temblaban desde que se subió al coche, y había estado sudando frío intermitentemente. Sonrió al espejo retrovisor. ¿Así era la muerte ajena? Así era.

Tenía que producir odio, la sonrisa triste, el miedo, no eran suficientes para evitar que lo terminaran matando sus cazadores. Hasta ahora había tenido suerte, pero no se prolongaría eternamente. Tenía que odiar, tenía que saber. Enfiló el coche hacia el hogar en el sur de la colonia Roma.

Frente a su casa estaba Merlín Gutiérrez, su casero y radiotécnico profesional; detuvo el coche a su lado.

—Hombre, detective, qué bueno que no duerme usted en su hogar, coño.

—¿Qué trae en mente, Merlín?

—Pues que anoche estuvieron rondando por aquí dos o tres tipos no muy agradables. Una vez me los encontré esperándolo en el rellano de la escalera. No me gustaron mucho. Se fueron temprano, como a las seis.

—¿Le pido un favor?

—Ordene y mande, amigo. Y si el conflicto es contra el Estado capitalista, más que mejor.

—Pues sepa si será contra el Estado, o nomás contra un cacho, el caso es que traigo a un hijo de la chingada en la cajuela. Mientras subo, le echa un ojo, no sea que se vaya a pelar.

—Voy por un martillo y vuelvo.

El radiotécnico caminó unos pasos y salió de su taller con un martillo. Habían estado aquí antes de ir a casa de la vedette, pensó Héctor. Salió del coche y subió a saltos las escaleras.

La puerta estaba forzada y se abrió con sólo empujarla con dos dedos. A mitad de la alfombra de la sala estaba el conejo degollado.

Héctor entró a su cuarto, tomó dos pares de calcetines, una camisa, cambió la chamarra café que traía por una negra de bolsillos más amplios, metió dos peines de la automática cuarenta y cinco en las bolsas y cargó el que tenía montado. Cuando iba a salir, tomó el libro que había estado leyendo y se lo echó a la otra bolsa. Entornó con suavidad la puerta y se despidió mentalmente del conejo. En la entrada, Merlín Gutiérrez ocupaba celosamente su puesto sentado sobre la cajuela del coche rojo.

—Merlín, le encargo que entierre a mi conejo.

—¿Cuál conejo?

—Uno que está muerto a mitad de la alfombra en mi casa.

—¿Conejo de conejo?

—De esos meros.

—Ah, bueno.

—A lo mejor no regreso en unos días… Si no regreso de a tiro, los libros de la guerra de España que están en el librero del pasillo y que heredé de mi jefe, ahí se los heredo a usted.

—Deseo que no suceda tal cosa. —El viejo zarandeó el martillo que llevaba en la mano a modo de despedida y sonrió.

 

Detuvo el coche en medio de la arboleda, en un punto en que el bosque de pinos espaciaba su densidad. Sacó la automática y cortó cartucho. El sol se colaba entre las copas de los árboles. Brilló primero en el espejo retrovisor y más tarde en el metal pavonado de la pistola. A lo lejos se escuchaban mezclados con los trinos de algunos pájaros y el suave silbido del viento entre los árboles, los ruidos intermitentes de los automóviles en la carretera. Abrió la cajuela y ésta chirrió elevándose automáticamente. El hombre encogido parecía muerto. Héctor se separó un metro, apuntó y esperó. No hubo ninguna reacción.

—Cuento hasta diez y te meto un plomazo.

El hombre continuó inmóvil, encogido, con una mancha de sangre seca en la sien y la boca desencajada.

—Uno… dos… tres… cuatro… cinco… seis…

—Pérese. Ya voy. Nomás que estoy muy mal.

Se levantó poco a poco apoyándose en el borde de la cajuela.

—Mi buen Porfirio, ya se lo cargó la chingada —dijo el detective.

El hombre se le quedó mirando. Había miedo en los ojos, pero en la boca y en la dureza de la mandíbula, sólo ganas de matar.

—Tus dos compañeros están muertos. Como verás me vale madres matar cuatro o cinco de ustedes. Uno más, uno menos… Ahora bien, si me dices lo que quiero saber, lo más probable es que te deje libre. Yo no saco ningún placer en matar a nadie… Las cartas arriba de la mesa, mi buen. No hay más qué decir. ¿Colaboras o te emplomo?

El tipo fijó la mirada en los ojos de Héctor, luego en la pistola, luego nuevamente en los ojos de Héctor.

—Nomás tiene un ojo bueno —dijo.

—El otro lo perdí en la guerra, pero así tengo mejor tino, no tengo que cerrarlo para apuntar, ya se cerró solito —respondió Héctor.

Iba a tener que matarlo si no decía nada. La vida de Agustín Porfirio Olvera le valía madres. Eso había aprendido en dos días, que la vida de los pistoleros de las fuerzas del mal le valía madres. Que se morían, sucios, botaban mucha sangre, pero no se lloraba por ellos.

—¿Dónde trabajas?

—Ya lo sabe… En Vigilancia del Metro.

—¿Quién es tu jefe directo?

—El comandante Sánchez.

—¿Son un servicio autónomo o dependen de la policía del DF?

—Autónomos, aunque nos dan los permisos en la policía. El Metro paga y el Metro nos contrata.

—¿Desde cuándo trabajas ahí?

—Desde el 71.

—¿De dónde eres?

El tipo lo miró lentamente. Por una vez no contestó la pregunta inmediatamente. Parecía como si el interrogatorio estuviera saliéndose de lo normal.

—De Pachuca, pero me trajeron mis jefes al DF de chico.

—¿Cuántos años tienes?

—Veintinueve.

—¿Casado?

Afirmó con la cabeza.

—¿Con cuántas viejas?

El tipo movió la cabeza de un lado a otro y trató de esbozar una sonrisa, pero reaccionó a tiempo y se tocó la herida en la sien. Trataba de humanizarse, de provocar lástima.

—Había unos bueyes del Departamento del DF que andaban por la ciudad en camionetas sin placas y les caían a los vendedores ambulantes, les tiraban la mercancía al suelo, se llevaban las parrillas de los puestos de hot cakes y las mandarinas de las Marías. Tú trabajaste ahí, ¿verdad?

—¿Cómo supo?

—Me latió.

El tipo aparentaba más de los 29 años, estaba endurecido. Los ojos un poco rasgados y con bolsas, el pelo grasiento.

—¿Cuánto ganas?

—Nueve mil al mes y primas.

—¿Primas de qué?

—De puntualidad, y por servicios especiales.

—¿ Cómo cuál?

—Como tronarlo a usted.

—¿Cuánto pagan por tronarme?

—Veinte mil pesos.

—¿A ti solo?

—A los tres, para repartir.

—¿Quién paga?

El hombre quedó callado. Héctor levantó la pistola y apuntó, primero al pulmón izquierdo, luego al brazo. Si no lo ablandaba ahora, no le sacaría nada.

—Voy a disparar, al brazo primero. Si no te ablando ahora, no te ablando nunca y no te saco lo que quiero saber. Si te meto un tiro en el brazo, y luego otro en la pierna, y luego te vuelo los dedos del pie, al rato me cuentas cuantos pelos tiene en el culo tu patrón. ¿Entiendes? Lo voy a hacer, sin agua va…

—El capitán Estrella.

—¿Ese comandante Sánchez no tiene nada que ver?

—Ése es nuevo, no es de los nuestros.

—¿Quiénes son los nuestros?

—Los que entramos en 71.

—En julio o en agosto.

—Por ahí.

—Después del 10 de junio.

—Después.

—¿Cuándo les dijeron que vinieran por mí?

—Ayer en la tarde.

—¿Conocías a los que se murieron en Bucareli?

El hombre afirmó.

El interrogatorio saltaba de una a otra pregunta, sin detenerse a evaluar las respuestas, picoteando aquí y allá, pescando pedazos de información. Así Héctor quería obligar al hombre a no hilvanar una cadena de falsas respuestas.

—¿Cuántos de ustedes trabajan en vigilancia del Metro todavía?

—Como 30 ó 40.

—¿Y los demás?

—Unos se fueron de guardaespaldas, otros volvieron al ejército, o se pelaron para sus casas, unos se metieron al negocio grande, por su cuenta, otros se murieron.

—¿Quién está detrás del capitán Estrella?

—Sepa.

—¿Conociste a Zorak cuando los entrenamientos?

—A huevo. Ése sí era bueno, era un chingón.

—¿Quién mató al Capitán Perro?

—El Chino, el que iba conmigo en el carro.

—¿Conocías al Capitán Perro?

—Era uno de los ayudantes del Zorak.

—¿Qué entrenamiento les daba Zorak?

—Pura cuestión física. Enseñaba a respirar, enseñaba ejercicios.

—¿Quién mató a Zorak?

—Sepa.

—¿Quién mató a los dos viejos que jalaban con el Zorak? Al que iba de romano y al otro.

—El Chino. Ése era bueno con la navaja… ¿Usted lo mató?

Héctor asintió. Estaba sintiéndose cansado. Parecía como si la muerte no tuviera que ver con ninguno de los dos. Como si a los dos les colgaran los muertos como medallitas a un cristero. Nomás estaban allí para decir que era hombre de fe.

—¿Tienen oficinas?

—¿Quiénes?

—Los de vigilancia del Metro.

—Sí.

—¿Dónde?

—Ahí, en la Estación Juanacatlán. Ahí nos reportamos en la mañana con el comandante Sánchez y nos da las comisiones…

—¿Y el capitán Estrella?

—Él y el Barrios nos dan las otras comisiones, las de abajo del agua.

—¿Sabe el tal Sánchez que ustedes traen otros boletos?

—Pos ha de saber, no es tan pendejo.

—¿Quién los metió al Metro?

—Sepa. Nomás dijeron: preséntese en tal lugar, lleven fotos y una carta que les vamos a dar y órale, calladitos…

—¿Disparaste el 10 de junio?

—Disparé.

—Fusil.

—Pistola… No tiré a dar.

—Cuando les dijeron que vinieran por mí, ¿qué órdenes les dijeron exactamente?

—Dijeron que se había echado al Guzmán y a la Pantera, y que sabía demasiado, que podía sacar lo del 10 de junio para afuera otra vez.

Si le metía un tiro en una pierna para inmovilizarlo, mientras lo encontraban en pleno Desierto de los Leones, se iba a desangrar. Si lo dejaba suelto, le iba a robar tiempo, les iba a dar información a los suyos que a Héctor no le urgía que tuvieran.

—Desnúdate, mi buen Agustín Porfirio —dijo el detective elevando la pistola hasta que apuntó a la cabeza del hombre—. Te voy a hacer un favor… ¿A poco no querías ser mamá?

—Si me va a matar, no me alburee —dijo el hombre mientras se quitaba una corbata ajada y gris.

 

Mendiola no estaba, pero había dejado el sobre encima del escritorio. En medio de la agitada redacción, Héctor abrió el sobre y se sentó a leer. A su lado pasaban dos fotógrafos deportivos, y el jefe de la sección de espectáculos estaba ligando por teléfono en voz más alta de lo necesario.

Los recortes contaban una historia muy sencilla: Zorak había sido contratado por un nuevo fraccionamiento para que participara en un festival dominical de promoción. El acróbata iba a realizar unos cuantos actos de escapismo que se iniciarían con su llegada en un helicóptero, colgado a diez metros de la cabina por un cable que iba a su muñeca. A diez metros del suelo, Zorak se soltaría del cable y caería sobre un montón de arena. Se había reunido una multitud a contemplar la llegada. El acto había sido anunciado por la prensa y rematado la publicidad con una enorme propaganda a través de carros de sonido en todas las colonias cercanas al fraccionamiento, a lo largo de toda la semana.

Hacia las 12 de la mañana apareció el helicóptero. Zorak se descolgó de la cabina y pendió a unos diez metros de ella colgado del cable. A unos 500 metros del punto calculado para la llegada, el helicóptero hizo un extraño movimiento y se elevó dando un tirón. Zorak se desprendió desde 50 metros de altura y cayó en una de las calles del nuevo fraccionamiento. Cuando los socorristas de la Cruz Roja, que estaban allí más para cuidar desmayados que al personaje central, llegaron hasta él, ya estaba muerto. Tenía la muñeca desgarrada.

No había más. La explicación oficial era que a causa del tirón del helicóptero provocado por una bolsa de aire, el mecanismo de seguridad que vinculaba el cable con la muñeca de Zorak se había abierto.

Héctor dejó los recortes en el sobre y escribió una nota de agradecimiento a Mendiola.

 

El tipo había quedado en el Desierto de los Leones desnudo y amarrado a un árbol. Ahora había que librarse del coche rojo y recoger el volkswagen de Elisa. Llamó por teléfono a su hermana desde una cabina cercana al periódico y le dijo dónde estaba estacionado su coche; le sugirió una excusa si la policía le preguntaba algo.

Tras hacer tiempo para que Elisa llegara a la colonia Cuauhtémoc, Héctor estacionó el coche rojo a dos cuadras de la casa de la vedette y se acercó caminando a la esquina de Reforma. Desde allí veía la puerta de la casa y el volkswagen, estacionado a 20 metros. En la entrada estaba una patrulla de la policía pero la calle parecía tranquila, ya ausente de curiosos. Probablemente la limpieza de los muertos y la llegada de la ley habían sucedido un par de horas antes. Elisa llegó en un taxi y caminó hasta su coche sin que nadie se le acercara y la detuviera. Cuando su hermana pasó ante él, Héctor le hizo una señal para que lo siguiera. Con el volkswagen tras él llegó hasta el coche rojo.

—¿Vieja, me puedes seguir?

—¿Qué está pasando?

—Voy a hacer un poco de fuego artificial en la estación Juanacatlán del Metro. Sígueme.

—Vaya líos en los que me metes, hermanito.

Manejaron a muy poca distancia durante diez minutos. Héctor encendió la radio del coche y buscó el noticiero de las 12 en Radio Mil.

Nunca lo encontró y se quedó en una estación de música tropical donde Acerina mostraba nítidamente que a sus metales les pelaban los dientes la Sinfónica Nacional.

Al salir del Circuito Interior se detuvo en una gasolinería y compró un galón de gasolina que le dieron en un depósito de plástico.

Detuvo el coche rojo enfrente de la estación Juanacatlán, sobre Pedro Antonio de los Santos, y antes de salir de él, regó de gasolina todo el interior. Elisa había estacionado su volkswagen cien metros más allá. Héctor mojó en gasolina un pedazo de cuerda que le había sobrado tras amarrar al hombre en el Desierto de los Leones, y lo metió en el depósito de gasolina del coche. Se había fabricado una preciosa mecha. Al salir caminando encendió un cigarrillo y acercó el encendedor a la punta de la cuerda mojada. Apenas tuvo tiempo para salir corriendo; la gasolina encendida recorrió la cuerda en un par de segundos, y tras ellos se desató un maremágnum de fuego y explosiones. Héctor se sintió lanzado hacia adelante por una masa de aire hirviendo llena de fragmentos de fuego.

—Cómo eres bruto, hermanito, seguro empapaste de gasolina toda la mecha.

—Ya no me regañes, me duele todo del putazo de la explosión.

A lo lejos, el coche ardía ante las instalaciones del Metro con un creciente número de observadores rodeándolo. El volkswagen arrancó.

—¿Para qué lo hiciste?

—Para que sepan que va de a deveras.

—¿Que va de a deveras qué?

—La guerra entre el gremio de detectives independientes y las Fuerzas del Mal.

—¿Y quién es el gremio de detectives independientes?

—Yo, hermanita… He matado a tres hombres en estos dos últimos días.

Elisa lo miró en silencio. Héctor se estiró en el asiento del coche y echó la cabeza hacia atrás.

—Llévame a comer a algún lugar —dijo.

 

Lo dejaron entrar al estudio donde se tomaban las fotografías. Parecía una práctica habitual el que los clientes o presuntos clientes rondaran por la casa sin trabas, probablemente era una parte más de la supuesta sofisticación del negocio de fotografía publicitaria, un elemento más junto con las melenas de los fotógrafos y los stripteases de las modelos que se sucedían en los lugares más insospechados: tras una columna, a media sala, en un sillón. Eso, y la cantidad de elementos absurdos que desdecoraban las tres salas comunicadas que constituían el estudio: televisores desmontados, rollos de tela fosforescente, una motocicleta con sidecar, una serie de estatuas de yeso de procónsules romanos, varios esqueletos de relojes de pared, una colección de pájaros disecados, botellas de vermouth cubiertas de cera de colores…

—Saca la nalga, anuncias medias no jugo de uva.

—Sube la luz frontal, chicharín.

—Pásame el angular Rolando.

—Ahora las dos, la del smoking del lado izquierdo.

—Tiene mucha sombra.

La señorita S (Marga la bizca, la Mobiloil, Márgara Durán) tenía dos excelentes piernas (quizá ahí estaba la clave para anunciar medias: dos piernas; para anunciar relojes: una buena muñeca; para anunciar sanatorios para tuberculosos…), y parecía cansada. Héctor se recostó contra una pared llena de reflectores y cartones de anuncios de compañías aéreas y esperó.

—Rolando, estoy harta —dijo la señorita S.

—Una más, primor.

Tras el click, la mujer se desprendió del círculo iluminado y se acercó a Héctor.

—¿Márgara Durán?

La mujer lo interrogó con la mirada. El estrabismo no era muy notorio y le daba una cierta gracia juvenil a una mujer que rondaría los 40.

—Tengo que hablar con usted.

—Si me espera un minuto podemos ir a la cafetería de la esquina —Héctor asintió.

La mujer comenzó a quitarse las medias.

—Puede esperar allá si está cansado. Se le nota cansado.

Héctor afirmó.

—En diez minutos estoy allá, nomás me quito el maquillaje.

La cafetería estaba solitaria. Tres mesas y una barra con pasteles tras el cristal. En la pared se anunciaba horchata fresca.

Héctor puso la cabeza entre las manos y volvió a rumiar: la misma historia: la muerte ajena. Matar. Se sentía desconcertado. Se supone que ante la muerte uno debe reaccionar violentamente, se supone que los seres humanos no nacimos para andar matándonos unos a otros. ¿O sí? La pregunta se hundió entre las cejas, para quedar ahí presente.

¿Le gustaba? El poder, el sabor del poder sobre la vida ajena. La pericia de los disparos, su sangre fría, la rapidez de reflejos, la virtud insospechada de ser tuerto y que su vista se hubiera adecuado a la ausencia del ojo izquierdo para compensarlo y convertirlo en un mejor tirador. ¿Dónde había aprendido a tirar tan bien?

—¿Tardé mucho?

Héctor levantó la cara y miró de frente a la mujer.

—¿Qué quiere tomar?

—Tú también tienes un ojo mal.

—No tengo ojo.

—¿Un accidente?

Héctor asintió.

—¿Quién mató a Zorak?

La mujer lo miró fijamente. Su cara comenzó a transformarse. Del desparpajo juvenil de la modelo cansada por 10 horas de trabajo, a la cara tensa de una mujer madura y cansada por los últimos seis años de vida.

—¿Eres periodista?

—Detective independiente.

—Y eso ¿qué es?

—No soy policía, no compro, no vendo nada. Ando solitario. Y necesito saber, porque los mismos que lo mataron a él, me quieren matar a mí.

—Yo sé que a él lo mataron, no sé quiénes, pero sé cómo. Nunca pude probar nada, además, ¿para qué? ¿Quién se iba a preocupar por una muerte así?

—Tenía la muñeca desgarrada, señal de que el cable no se soltó por el seguro que él había puesto. Fue el tirón del helicóptero…

—Yo estaba allí. Vi cuando el helicóptero dio el jalón. El Capitán Perro habló con el piloto después y éste le dijo que había sido una bolsa de aire. Pero si había sido así, ¿por qué insistieron en decir que se había zafado el seguro de la muñeca?

—¿Quién es el Capitán Perro?

—Era un amigo de él, de Durango. Cuando triunfamos, llegó un día a pedirle chamba y Zorak lo contrató de guardaespaldas.

—¿Para qué necesitaba un guardaespaldas?

La mujer se quedó silenciosa.

—¿Y el viejo Leobardo? ¿Y el otro viejo, el dueño del cabaret?

—Eran dizque sus ayudantes, sus asistentes. En la carpintería de don Leobardo se hicieron muchos de los triques que usaba Zorak en los actos de escapismo. Lo ayudaban a prepararlos. Los ensayaba con ellos y conmigo días y días.

—Zorak entrenó a los Halcones, ¿verdad?

—¿A quiénes?

Ella lo sabía, y sin embargo, andaba dándole vueltas, rondándole.

—¿Quién le pagó al piloto para que diera el jalón?

—Sus enemigos.

—¿Quiénes eran sus enemigos?

—Sus competidores, que envidiaban el triunfo que había logrado. Él era el número uno, y nadie podría nunca desbancarlo…

—Usted sabe que eso es basura, mugrita… A Zorak lo mataron porque podía contar lo que sabía sobre el 10 de junio. Él había tenido una posición privilegiada en el entrenamiento de los Halcones, y conocía a los jefes del grupo, conocía a los que estaban atrás.

—Quién sabe de qué está hablando.

Héctor se puso de pie.

—Sabe qué, mi estimada señorita S, que puede usted pagar la cuenta.

Sin mirar hacia atrás abandonó el café.

 

Se había cortado al afeitarse y se quedó mirando cómo corría el breve hilo de sangre por la mejilla. La sangre corriendo basto para convencerlo de que se dejara crecer la barba. Si entraba en la selva, si las lianas se abrían a su paso y los caníbales seguían sus huellas, y el aire estaba lleno de olor a muerte, que la sangre corriera en la cara, y que la barba creciera.

Carlos entró al baño tropezando con Héctor y suspendió la sesión contemplativa del detective. Sacó el cepillo de dientes del armario tras el espejo y sirvió agua en el vaso.

—Tienes que buscar un lugar donde vivir —afirmó.

—Había pensado andar de hotel en hotel. Uno por noche —respondió Héctor mientras se secaba la sangre con un pedazo de papel higiénico.

—No deberías. Los hoteles de mala muerte son el territorio de la ley; los cherifes de la judicial y los federales se mueven ahí como en sus casas.

Héctor tiró el papel con manchitas de sangre al excusado y jaló la manija. Carlos empezó a cepillarse los dientes.

—¿Cuál es el mejor lugar para pensar en la ciudad de México? —preguntó el detective.

—La estación Pino Suárez del Metro, atrás de una columna, como a las siete de la tarde, cuando pasan las hordas —dijo Marina entrando al baño—. Héctor se hizo a un lado para dejarla pasar. Marina sacó su cepillo de dientes de la parte de atrás del espejo.

—El restaurante que está en el último piso de la Latino —dijo Carlos.

—Los columpios del parque España —resumió Héctor.

 

Primero lo habían inmiscuido en el asesinato de los dos ayudantes de Zorak, sin que él hubiera pedido un papel en el reparto. Luego lo habían invitado elegantemente a irse fuera de México. Luego encabronados porque no se iba, se habían dedicado a venadearlo. Luego a vengar sus muertos.

Si alguien podía entender algo de todo este basurero, no era él, pensó Héctor mientras se columpiaba.