Si podemos acercarnos al Tigre, le pondremos liquido oftálmico en los ojos irritados por el gas.
—KALIMÁN, EN VERSIÓN RADIOFÓNICA
Apesar de que le dispararon a menos de diez metros, la ráfaga del MI dispersó sus balas a los lados de Héctor; una descarapeló el cemento de la barda a sus espaldas, otra atravesó el forro de la chamarra de cuero negro, una más perforó el estómago de una mujer que pasaba y estalló contra su pelvis haciéndola seis pedazos.
Héctor vio claramente la cara del que se había bajado del coche en marcha y disparaba con el rifle en la cadera: tendría los mismos 33 años que él, los ojos desorbitados, los labios apretados, un mechón de pelo cayendo sobre la frente.
La puerta del lado del conductor se abría, un hombre con traje de cuadritos y una escuadra .45 en la mano empezaba a bajar. Héctor apoyó la espalda en la pared mientras se llevaba la mano a la pistola. La pared cedió; trastabilló de espaldas tropezando con un triciclo abandonado. Estaba en el patio de una vecindad, el eco de los disparos continuaba en el aire, la mujer herida en la calle gritaba ¡Madre mía! ¡Madre mía! Héctor apuntó, tomando con las dos manos la pistola, hacia el espacio (la puerta de metal se bamboleaba) que había ocupado hacía un segundo. El hombre del Ml entró corriendo con el rifle en la mano. Héctor disparó contra la cara que venía hacia él. Estaba a menos de tres metros y la cara se deshizo al mismo tiempo que el disparo llenaba el pasillo. El segundo hombre, pistola en mano, entró disparando, pero el cuerpo de su compañero sin rostro fue a dar contra él. Los dos tiros se escaparon hacia las ventanas del segundo piso de la vecindad; los vidrios saltaban llenando de manchas de luz el pasillo. Héctor disparó por segunda vez, la bala dio en el traje, diez centímetros abajo de la clavícula del hombre, perforando el pulmón. El impacto lo hizo girar. Héctor avanzó hacia él y llegó a tiempo para disparar un tercer tiro a bocajarro en el estómago del hombre, que se derrumbaba.
Saltando sobre el cuerpo volvió a ver la calle, pensó que nunca olvidaría aquella esquina de Vértiz y Doctor Navarro, a las cinco de la tarde, la luz mugrienta, el smog, el coche con las puertas abiertas y las llantas mordiendo la banqueta, la mujer gritando ahora más bajo: madre mía. El sonido de los disparos que se negaba a irse de los oídos, dos taqueros mirando a la mujer herida con aire de conocedores de la violencia, conocedores del pus de todos los días del DF. Guardó la pistola en la funda sobaquera y caminó rápidamente. Cruzó la calle evadiendo un autobús y se hundió en la colonia de los Doctores. Las manos le temblaban, los disparos seguían sonando en la cabeza, y no se iban, se quedaban, estaban ahí para siempre. Y no quería pensar en la cara que se deshacía cuando la bala entraba.
Tenía miedo, un miedo pegajoso e incontrolable que llevaba sus huellas exteriores de un lado a otro del cuerpo. Aparecía brutal cómo un tirón sobre los bordes de la cicatriz arriba del ojo se convertía en unas irresistibles ganas de orinar, reaparecía como una presión en el pecho, iba y volvía temblor en las manos, sabor a una ácida podredumbre del paladar a los dientes, estómago revuelto. Por más que te dijeran que el miedo estaba en la cabeza, tú sabías que el miedo estaba en el cuerpo, en la sabiduría del pellejo ante la muerte. ¿Todo será así de ahora en adelante?
Tardó media hora en pronosticar que no había una rutina de vigilancia perceptible en las afueras del hospital. Nada que hiciera sospechar, que interrumpiera el flujo de mamás con ramos de flores, parientes angustiados, mujeres llorosas, un par de ambulancias entrando por la rampa de emergencia, un deportista con el tobillo roto que salía a dar un breve paseo por el jardín, seis niños jugando. Por lo tanto, la vigilancia, si es que la había, estaba en el interior, en el piso, en el propio cuarto.
Con una bata blanca comprada en El Tranvía, tienda de uniformes con amplios descuentos, Héctor se transmutó en el doctor Belascoarán, y entró al sanatorio con una sonrisa acartonada digna de anuncio de pasta de dientes. Encendió un cigarrillo al salir del elevador en el tercer piso y caminó con aire de doctor (un poco más rápido de lo habitual el paso, la mirada perdida, la sonrisa standard instalada en los dientes) hacia la puerta del cuarto trescientos dieciséis. Nada. Colocó la mano en el bolsillo, los dedos tocaron el metal de la pistola, y empujó la puerta. Al lado de la cama, un hombre estaba sentado en un sillón mirando la televisión, con la mano derecha se estiraba la punta del bigote. Melina dormía iluminada por un resplandor suave, azuloso que entraba por la ventana. El hombre se quedó mirando al doctor Belascoarán que con el talón cerraba la puerta. Cuando reaccionó era inútil, Héctor le había colocado la pistola en la frente, y la apretaba, de manera que el cañón poco a poco le haría una señal, justo en el centro de la piel sobre el frontal, como el tercer ojo, ni más ni menos, pensó el doctor Belascoarán con la sonrisa de anuncio de dentífrico radiante. Si no podía de aquí en adelante evadir el miedo, al menos iba a jugar con él.
—Buenas tardes —dijo Héctor.
El hombre crispó las manos en los brazos metálicos del sillón. Melina se levantó en la cama.
—Tiene pistola —dijo.
Héctor sin dejar de apretar la pistola contra la frente del hombre metió la mano en el saco y sacó un revólver de una funda sobaquera.
—Me gustaría tener una conversación con usted… a solas —le dijo a la vedette que se había izado totalmente apoyándose en un brazo y sonreía con una sonrisa un tanto bobalicona. Hizo una señal al hombre y éste se puso de pie. Lo obligó a avanzar de espaldas hacia la puerta del baño y empujando lo ayudó a sentarse en la taza. El baño no tenía ventanas. Héctor sonrió.
—La ropa, mi estimado.
—¿Qué ropa?
—La suya, quítesela todita.
El pistolero, sumiso, comenzó a desvestirse. Héctor tomó la ropa y la fue arrojando sobre la cama. El hombre tenía una cicatriz grande en el pecho y desnudo, mostraba el color grisáceo de la piel.
Héctor salió del baño, apoyó el sillón en la puerta clausurándola y se sentó en él.
—Si haces mucho ruido, regreso a callarte —dijo en voz alta. Melina no había abandonado la sonrisa bobalicona, de manera que el detective regresó a la suya de dentífrico.
—¿Cuántos son?
—Dos, el otro viene en las noches… Tienen credenciales de la policía. Son policías…
—Son los de siempre. Los mismos que trataron de matarla.
La mujer estaba tensa.
—Yo les dije que no sabía nada.
—Si no llego a tiempo, después del Capitán Perro sigue usted.
—Gracias —dijo ella.
Héctor no encontraba cómo darle forma a la conversación. Encendió un nuevo cigarrillo.
—Yo les dije que no sabía quien había disparado, que no me había dado cuenta de nada, que ellos habían llegado y lo habían matado a él, a Fernando…
—¿Fernando?
—Le decían el Capitán Perro… Yo les dije que lo habían matado a él, y a mí me habían pegado, y que luego empezó un tiroteo, pero yo no vi nada, que…
Se hizo un silencio.
Héctor golpeó con la pistola la puerta del baño.
—Estás bien tranquilo, verdad, manito… ¿Contestas, o entro?
—’Toy bien —respondió amortiguada la voz del hombre de piel gris y bigote.
—¿Qué quieren estos hijos de la chingada? —preguntó Melina, la vedette de La Fuente de Venus.
—Eso es lo que quiero saber. Usted conocía bien al Capitán Perro, al dueño del cabaret y al romano.
—¿Cuál romano?
—El señor que se vestía de romano para su acto de Cleopatra.
—Don Leobardo.
—Los conocía bien. ¿Sabía que los tres tenían que ver con Zorak?
—Seguro, de eso hablaban siempre, que con Zorak, que cuando Zorak, la pura gloria de los tres pobres. El Capitán Perro era su ayudante, su guarura como quien dice; don Leobardo le preparaba los trucos, le hacía carpintería, herrería, esposas falsas y ataúdes con truco, y don Agustín Salas, el dueño de La Fuente era su manager… Y se la pasaban hablando de Zorak.
—¿Últimamente había cambiado algo?
—Estaban medio misteriosos, se reunían los tres en la oficina de don Agus y hablaban y hablaban.
—¿El Capitán Perro no le dijo nada?
—A mí nunca me decía nada más que: “qué buena estás nena”. Era como disco rayado, ya lo había cortado tres veces y ni así…
Héctor sonrió.
—¿Dónde vivía el Capitán Perro?
—En Balbuena.
Héctor anotó la dirección en el reverso de una tarjeta de fiestas infantiles que quién sabe cómo había ido a dar a la bolsa de su recién estrenada bata blanca.
—Y usted, ¿cómo se encuentra?
—Ya bien, ¿no me va a tomar el pulso? —la vedette sonrió de nuevo y se levantó un poco en la cama; lo suficiente como para mostrar un vigoroso pecho y un camisón lila lleno de encajes.
—No sería mala idea, pero luego el señor del baño va a protestar.
—De veras —dijo ella y volvió a meterse entre las sábanas mirando fijamente la puerta del baño.
Héctor se acercó, le besó la mano que lánguida reposaba fuera de las sábanas, y empujó la cama hasta trabarla con el sillón creando un doble sistema de refuerzo contra la puerta del baño.
—Ha sido un placer, espero verla actuar pronto —dijo el doctor Shayne y quitándose la bata se volvió el señor Belascoarán.
Los hombres que habían desencadenado esta locura estaban muertos. Las mujeres, Melina, Márgara, no sabían nada. Solamente ellos tenían una explicación. Solamente ellos podían explicar qué carajo tenía que ver Zorak con los Halcones, y por qué su relación, tronchada por el cable roto de un helicóptero, había regresado del pasado. Solamente ellos podían explicarle a Héctor qué tenía que ver él con esta historia. Solamente ellos podían además matarlo, y lo trataban. ¿Era una carrera? Saber antes de que lo mataran. Era pura pinche mexicana malsana curiosidad, ganas de enterarse, de saber, de meter las narices antes del final. Tenía miedo, mucho miedo.
Para poder pensar a cubierto, se había metido en una peluquería. Afuera un chaparrón violento azotaba los coches. Héctor trató de colocarse en el principio de la historia, tras convencer al peluquero que no quería que lo pelara de casquete corto.
Estaban los tres pinchurrientos conspiradores, los amigos de Zorak, que sin duda conocían las relaciones de su ex jefe con los Halcones, y los motivos de su muerte, ahí estaban enterrados en un cabaretucho y una carpintería de azotea, y quién sabe donde más (¿dónde trabajaba el Capitán Perro?), cuando algo los hizo saltar, y entonces los saltaron a ellos. Entre ese primer descubrimiento, y su transformación en difuntos, entraba Héctor. De alguna manera algo los relacionaba. Vamos a suponer (supuso Héctor encendiendo un cigarrillo ante la mirada negra del peluquero que tenía prejuicios contra los que fumaban mientras se cortaban el pelo) que los tres deciden que quieren contratar un detective para profundizar algo que han descubierto, para completar algo que han encontrado, y deciden contratarme a mí. Alguno de ellos queda encargado de hacerlo, pero un tercero va con el pitazo a los asesinos de Zorak (tendría que ser el Capitán Perro, el último en morir, el que huyó del detective en aquel fugaz encuentro en el cabaret) y entonces les cortan el cuello a los dos vejetes y lo amenazan a él, que supuestamente ya está metido en el asunto.
Ésa podía ser la explicación de arranque. Pero, ¿qué sabían los tres hombres?
Un nuevo miedo se montó al anterior. El miedo a no saber, el miedo a morir a lo pendejo.
El Capitán Perro era agente de ventas de unos laboratorios farmacéuticos, y vivía en un departamento herrumbroso y frío en un segundo piso, que al parecer, las fuerzas del mal habían mantenido sin vigilancia. Cuando Héctor salió de la casa, había oscurecido totalmente, y no sabía más que a la entrada; a no ser que sirviera para algo saber que el Capitán Perro se llamaba Fernando Durero Martínez, y que había ganado el apodo en el contraataque que los alumnos de primer ingreso de ingeniería habían hecho contra los que les querían hacer pagar la novatada cortándoles el pelo en 1965. Héctor caminó rápido buscando la boca del Metro. Ahora tenía un nuevo problema, el de encontrar un lugar donde dormir; y una nueva sensación, la de traer algún pájaro volando sobre sus espaldas, una como sombra, como nube, como aleteo que impresionaba las terminales nerviosas de la piel en las cercanías de la columna vertebral. Eso y frío. Estaba destemplado, y las tres tabletas de chocolate que engulló en una dulcería de la boca del Metro no resolvieron nada.
Desechó las casas de sus hermanos y el despacho, desechó el departamento de la muchacha de la cola de caballo porque no quería atraer hacia sus gentes el pájaro mortal.
Descendió en la estación del Zócalo y tras curiosear un rato entre los grabados murales y las maquetas del viejo centro de la ciudad de México, salió a la luz de neón y los adornos navideños. Todos tenían prisa, todos teníamos prisa, se dijo Héctor y caminó hacia ninguna parte.
El problema principal que impone una huida es la pérdida del sentido común, que viene a ser sustituido por el instinto; instinto que se va embotando hasta convertirse en un reflejo torpón que conduce los pies de un lado a otro de la ciudad. Por eso, Héctor tuvo que hacer un doble esfuerzo para recuperarse y volver a poner la cabeza en funcionamiento. No sólo había que escapar, había que evadir el encuentro y había que evadir el miedo. En una ciudad de 14 millones de habitantes, los asesinos, por muchos que fueran, por muchos recursos que tuvieran, nunca podrían encontrarlo si no era él. Decidió entonces que bien podía ser un vendedor de seguros paseando por el Zócalo, o…
Y entonces llegó la luz, la inspiración, la magia. Había que dar la vuelta a los papeles, él tenía que tomar en sus manos la caza. Si de todas maneras lo iban a matar, había que jugar fuerte, había que hacer saltar la banca. Y una vez tomada la decisión, en medio de las luces de Palacio Nacional, y la iluminación de la catedral, y con los metros cuadrados de piedra solitaria y fría del Zócalo de la ciudad de México por testigo, Héctor Belascoarán Shayne, detective, pasó a la ofensiva. Ya lo último que le importaba era donde pasar la noche. Y pasó la noche velando sus armas, como caballero a la espera del dragón, velando sus armas por las calles solitarias, por los callejones, por las taquerías de noche y día, y los VIPS y los Sanborn’s y las paradas de taxi frente a los hoteles y los caldos de Mixcoac para los crudos, y las zonas de burdeles de atrás de San Juan de Letrán, y los cabaretuchos de la colonia Obrera. Caminando, velando las armas, dejando que el sueño se depositara en un recóndito rincón de la cabeza, que fraguaba, fraguaba, fraguaba la ofensiva.
Salían siempre por Pedro Antonio de los Santos, utilizaban la puerta trasera de las oficinas quizá por las facilidades de estacionamiento. Tras dos días de observación usando prismáticos Zeiss comprados a precio de oro en el Monte de Piedad, podía más o menos establecer sus rutinas. La mayoría de los ex Halcones, en grupos de dos o tres, llegaban en el curso de las primeras horas de la mañana (entre 9.30 y 10.30 más o menos) y salían para volver a reportarse hacia las seis de la tarde. El jefe de vigilancia debería ser (el comandante Sánchez) un hombre de unos cincuenta años, canoso, que llegaba en un coche negro. Pero el que verdaderamente le interesaba, el Capitán Estrella, viajaba siempre con dos o tres guardaespaldas en un Ford Falcon rojo, uno de ellos con una escopeta envuelta en tela bajo el asiento del copiloto.
Las actitudes de los subordinados, la oficina en el primer piso que a veces podía observar a través de los vidrios sucios, sus aparatosas llegadas con el coche rojo, lo marcaban. Ése era el hombre de Héctor.
—Quihubo, ¿se ve algo, doctor? —preguntó el hippioso dueño de la casa.
Héctor se había convertido en aquellos dos días de observación incesante en una sombra de sí mismo. La barba le había crecido, la ropa sucia sonaba como a cartón quebrándose en cada movimiento, tenía rozado el fundillo, y un tic le recorría el ojo sano minuto de por medio.
—Lo de siempre, mi estimado.
—¿Están buenas las viejas?
—Como siempre.
Había tenido la suerte de dar en la primera con un puesto de observación. Simplemente entró en una casa al otro lado de la avenida, escogió un departamento en el tercer piso que debería tener ventana a la calle, tocó y se encontró con un roñoso ciudadano, estudiante permanente de arquitectura, con una beca familiar (familia oriunda de Coahuila, beca evidentemente otorgada para liberarse del susodicho), que le dijo: pásele. Héctor se presentó, sonrió, explicó que tenía que hacer una observación importante. El otro preguntó “¿de a cuántos días?”, Héctor específico que un par al menos, intercambiaron sonrisas y ahí murió. Le había tocado incluso un catre también roñoso, e incluso la espera se había visto amenizada por un disco de los Doors que dejaba escuchar The End.
Eso, el olor a mariguana rondando, pegándose a las paredes, y las ofertas de uvas (parecía que la familia de Coahuila había convencido a su vástago de que no pasara las vacaciones de Navidad en casa, de que mejor se quedara a preparar exámenes y en vías de corrupción le enviaron un par de cajones de uvas del terruño). El susodicho infirió que la investigación del detective tenía que ver con algún conflicto matrimonial, porque la única vez que pidió prestados los Zeiss (magistrales doctor, magistrales) había contemplado al antojo las nalgas de una secretaria de las oficinas del Metro que estaba subida en una escalerita guardando unos folders. Visto lo cual, se dedicaba a la mota y a preparar los exámenes, pidiéndole a Héctor de vez en cuando cantidades pequeñas de dinero para las más cotidianas necesidades, que el detective cubría sin discusión (sabe, doctor, un diego para los panes dulces; sabe doctor cayéndose con ciento treinta y un pesos con ochenta y siete centavos para la luz; sabe doctor, once pesos para sus refrescos, y seis para los míos).
Héctor terminó sus anotaciones en la libreta. Sólo le faltaba un elemento, la huida. Comenzaba a oscurecer el segundo día de vigilancia, y al detective le lloraban los ojos mitad por la tensión, mitad por la cantidad de mierda que llenaba el aire sobre la calzada a todas horas del día.
—Sabe que, doctor, hoy, no va a poder usar el catre, hay fiesta, hay reventón, con pedo.
—¿Celebra usted algo?
—El fin de los exámenes.
—¿Qué, ya terminaron?
—No, ya terminé de darles.
—¿Y el agua?
—No, de esa nada.
El departamento llevaba sin agua varias semanas, pero Héctor estaba más allá, a estas alturas de su obsesión, del agua y la higiene. Incluso había accedido a comerse una docena de las pringosas uvas de Coahuila. Ahora necesitaba resolver el problema de la huida.
—Oiga, joven, ¿puede invitar a su fiesta a una amiga mía?
—Doctor, es un placer, el veinte para el teléfono, ochenta pesos para el pomo, diez pesos para bolillos.
Héctor sacó los 90 pesos con 20 centavos.
—Número y recado.
Héctor le dio el teléfono de la muchacha de la cola de caballo y un críptico recado. Era poco probable que lo tuvieran intervenido.
A las ocho y media de la mañana, la boca de la estación del Metro Juanacatlán era asaltada por millares de ciudadanos, el tráfico arreciaba por oleadas que dejaban tras de sí una espuma sucia de humo grisáceo, papeles que los coches empujaban de un lado a otro, cáscaras de pepitas, tierra suelta. Héctor, con lentes oscuros que cubrían la visión inmóvil del ojo muerto, cruzó la calle evadiendo los coches, caminó una cuadra hacia el norte y esperó en la esquina. Menos de cinco minutos después, el coche rojo pasó por el tercer carril y buscó estacionamiento frente a las oficinas. Héctor se subió a un camión y contempló a los pasajeros. Sacó la pistola, se la puso al chofer en la sien y dijo:
—Hazme un favor, mano, dale un llegue al coche rojo que está ahí estacionado.
El impacto fue directo, una de las puertas se hundió hacia adentro como hojalata vieja. El chofer, quizá por la presión de la pistola en la sien o por el puro placer de chocar sin compromiso, había exagerado el celo profesional.
Héctor saltó del autobús. De la puerta delantera, el copiloto del Ford Falcon rojo saltaba con la escopeta en las manos. Héctor disparó sin apuntar y falló, pagó su error teniendo que tirarse al suelo mientras la doble carga de la escopeta volaba sobre él destrozando un puesto callejero de hot dogs y matando al vendedor. Disparó dos veces y acertó en la pierna del hombre de la escopeta. Desde el lado opuesto del coche el capitán Estrella y uno de sus pistoleros salían arrastrándose. Héctor retrocedió y saltó a la calle. Un Renault frenó a su lado y la puerta quedó abierta, Héctor se dejó caer en el asiento trasero. El coche arrancó rechinando las llantas, la puerta se cerró por la inercia.
—Creí que no llegabas —le dijo el detective a la muchacha de la cola de caballo.
Ahora todo dependía de la velocidad y el coche tomó la avenida Revolución hacia el sur a más de 90. Héctor, por la ventanilla trasera, contempló cómo había dejado el caos tras de sí. Tardarían al menos diez minutos en reorganizarse. Afortunadamente el tráfico hacia el sur no estaba demasiado cargado. La muchacha lo dejó en la estación Tacubaya del Metro y le sonrió. Cuando iba a poner el coche en marcha Héctor le preguntó:
—¿Quieres que nos casemos?
Ella se le quedó mirando. Héctor sacó un billete de Metro del bosillo trasero del pantalón y se hundió en el abismo suburbano. Nuevamente la suerte acompañó la maniobra. El Metro dirección norte pasó segundos después de que el detective se había acomodado en el andén. Y así, siete minutos después de haber dejado la estación Juanacatlán, volvía a ella ahora bajo tierra. Entró a las oficinas desde la misma estación. En la calle continuaba el tumulto. Subió hasta el segundo piso sin cruzarse más que con dos secretarias que bajaban corriendo las escaleras, entró en las oficinas del capitán Estrella, sacó la pistola, arrastró una silla tras la puerta, y se sentó a esperar.