Aquella luz de la mañana alumbraba como un gran desierto.
—GUILLERMO PRIETO
Pero la verdad es que siempre la muerte es el fenómeno de más actualidad.
—TOMÁS MEABE
Héctor empujó violentamente y el capitán Estrella fue a caer sobre su silla arrastrando útiles de escritorio. Cuando volteó a mirar a su agresor, el detective había cerrado suavemente la puerta y apuntaba con la automática a un blanco a un par de centímetros arriba del punte de su nariz.
—Buenos días, capitán.
Estrella entrecerró los ojos hasta convertirlos en dos ranuras finas, cortadas a rojo en el acero; no hizo exclamaciones de sorpresa y se limitó a masajear el hombro adolorido con el que había chocado contra el escritorio.
—Supongo que quiere saber algo, muchacho. Usted nomás pregunte. Total, antes que después, usted se va a morir; es más, ya es cadáver.
—Ah, qué bien que me lo dice, porque entonces somos cadáveres los dos, y podemos tener una plática de difuntos.
Estrella quedó callado. El sol de la mañana entraba en la oficina dándole el aspecto de un gran desierto. Héctor se rascó con el índice de la mano izquierda la cicatriz sobre el ojo muerto. Durante unos segundos permaneció en silencio. Le estaban entrando unas ganas tremendas de abandonar el cuarto, irse, ya no volver nunca, salir de toda esta historia.
—¿Por qué quieren matarme?
—Porque para su desdicha, los pendejos esos lo metieron en el desmadre.
—¿Los amigos de Zorak?
—No me diga que todo es un malentendido. No me diga —dijo Estrella y las dos hendiduras bajo las que brillaban un par de ojitos porcinos, se abrieron un poco para producir con la boca una mueca que quiso ser una sonrisa. Héctor pensó que había cometido un error. Frente a él tenía al hombre que poseía las respuestas, y no sabía qué preguntar, cómo extraerlas. Y como siempre cuando no sabía qué hacer, sacó un cigarrillo y lo encendió, conservó el humo en los pulmones lo más que pudo y luego lo arrojó suavemente por la nariz.
—El Capitán Perro me había dicho que los viejitos lo habían contratado, y yo me lo creí. No, Estrella, así no se hacen las cosas —dijo el capitán moviendo la cabeza—. Mire nomás cuantos muertitos me ha hecho usted y sólo por un malentendido. Ya me extrañaba que usted no hubiera picado más alto.
Héctor comenzó a pensar que lo mejor que podía hacer era apretar el gatillo y salir de allí disparando contra todos, contra todo.
—Zorak era un pobre mago de carpa, mi estimado, y sus tres ayudantes, tres pobres pendejos que se quedaron un día sin chamba ni gloria cuando el cable del helicóptero tronó, y entonces le rumiaron y le rumiaron hasta que pensaron que habían agarrado un hueso, nomás que ese hueso era mío, y a mí ningún perrito callejero me muerde. Lástima que lo metieron a usted en esta historia, hombre, me hubiera ahorrado tiempo y hombres si antes de tirarle el primer muerto encima, hubiera confirmado…
Héctor se puso de pie y caminó hacia Estrella. La cara del capitán se fue transformando y el miedo apareció en los ojos. Héctor golpeó fuerte con el cañón de la pistola en la sien, una fina raya roja apareció al romperse la piel mientras la cara campaneaba por el impacto.
—No se habla así de la gente, no hay que ser tan mamón, capitán —dijo el detective.
—Quihúbole, estese quieto —dijo Estrella tocando la pequeña herida con los dedos y mirando el par de gotas de sangre que habían recogido.
Héctor golpeó nuevamente en el mismo punto, el capitán sofocó un grito. Una luz irreal llenaba el cuarto. Héctor, sin dejar de apuntar al hombre que se cubría la cara con las manos, se asomó a la ventana. El tráfico arreciaba, pero no se oían los ruidos, ni claxons ni motores, ni parloteo, ni rechinar de llantas en el asfalto.
El ruido del cajón que se abría hizo a Héctor girar. Estrella tenía en la mano una pistola. Héctor disparó casi al mismo tiempo que el capitán; su bala se estrelló en la frente del hombre, mientras la de éste rozaba la de Héctor y salía por la ventana destrozando los vidrios.
La sangre que brotaba del rozón le cubría el ojo sano. Héctor trató de retirarla con el dorso de la mano. Con la silla de metal en la que se había sentado, rompió el ventanal. El ruido de la calle se mezcló con los gritos que venían de la puerta de la oficina. Salió a la cornisa de la ventana y se descolgó, se cortó la mano izquierda con uno de los vidrios y quedó un instante en el aire; la calle tres metros abajo lo recibió. Se puso en pie, un dolor sordo le subía la pierna. Cojeando trató de correr hacia el ruido del motor de una motocicleta que la muchacha de la cola de caballo había puesto en marcha. No veía, la sangre le cubría el ojo sano. A su espalda sonaron dos tiros y sintió como uno de los balazos sacaba chispas al asfalto a un metro de él. A su alrededor la gente que iba a entrar al Metro corría despavorida. En las sombras, una mano amiga lo tomó del hombro y le clavó los dedos en la clavícula ayudándolo a subirse a la moto. Se aferró al cuerpo conocido y sintió la inercia del tirón cuando la moto arrancó. Durante una docena de segundos que se estiraban, la columna vertebral esperó la bala que nunca había de llegar. Luego dejó caer la cabeza sobre la espalda de la muchacha manchando de sangre su chamarra de nylon blanco.
La moto subió por Revolución sorteando los automóviles. Con el dorso de la mano Héctor trató de limpiar la sangre que le impedía ver con el ojo sano; el pelo había hecho una plasta en torno a la herida, que ardía más como una quemadura. Héctor se descubrió aún con la pistola en la mano mientras la moto se metía por la red de callejuelas de Mixcoac. Guardó la pistola y besó a la muchacha tras la oreja.
—¿ Cómo estás? Estaba espantada —gritó ella.
—Bien, estoy bien, soy un malentendido —dijo Héctor sobre el ruido del motor de la motocicleta.
—¿Qué eres?
—Un pinche malentendido.
Ella había intentado llevarlo a su casa, pero el detective tenía predilección por las curaciones de farmacia desde su más tierna infancia, y terminaron en una trastienda de botica en la colonia Santa Fe, inventando un accidente y dejando cubrir la herida con gasa y un esparadrapo. Dejaron la moto encadenada en un poste de luz y caminaron hasta un parque raquítico y polvoriento, de colonia proletaria, donde el agua no abunda y los jardineros del Departamento del DF tampoco. Héctor cojeaba.
—¿Te das cuenta? Suponte que ahora encuentro al piloto del helicóptero del que se cayó Zorak, y que trae un contrato para trabajar con el futuro gobernador de Durango o de Puebla, y entonces resulta que el tipo fue el organizador de los Halcones y no quiere que salte la historia… o suponte que Estrella es primo de Velázquez y los estaba reorganizando para que le sirvieran de guardia personal… O que eran las fuerzas privadas del futuro presidente…
—O que iban a trabajar en la nueva programación infantil del Canal 13 y no querían que se desenterrara su pasado —dijo ella sonriendo.
—Eso, te das cuenta. Estrella dijo que si yo hubiera sabido hubiera picado más alto… Siempre hay más alto. Da lo mismo, son todos.
—Te van a matar —dijo ella.
—Eso.
—¿Vas a seguir?
—No lo sé.
Al final del parque había un puesto de refrescos. Allí Héctor se tomó sin respirar un Titán de toronja. La muchacha lo miró reprobando; estaba hecho un desastre y bebía esas cosas repulsivamente dulzonas. Héctor ignoró la crítica y tragó un segundo refresco sin lograr que se abriera la garganta reseca que insistía en cerrarse, ahogándolo.
Se habían citado para casarse en el juzgado de Coyoacán. Héctor había consumido el resto de la mañana deambulando por calles sin nombres, tropezando con sus propios pies, dejando que la tensión acumulada en la preparación del asalto a las oficinas de Vigilancia del Metro se disipara, se evadiera a través de los poros bajo la forma de un sudor pegajoso. Como entre nubes, entre algodones, con un dolor generalizado en los músculos, que tenía sus focos en la pierna y en la herida de la frente. No se iba a ninguna parte, la historia estaba clausurada. Quizá tan clausurada como los tres últimos años, en los que había roto el sueño del ingeniero próspero para entrar en el sueño del detective solitario e independiente. Sueño, soledad, ciudad nuevamente ajena, dominada por el impudor del poder, por el aire viciado, podrido de la historia reciente. Era inevitable, Carlos había tenido razón tres años antes cuando le había advertido que no se puede patinar en el borde del sistema, que había que asumir que las cosas eran así. ¿Pero no había él hecho eso? ¿No había asumido que las cosas eran así? ¿No había escogido partido?
El juez se llamaba Leoncio Barbadillo Suárez, y por 500 pesos accedió a saltarse trámites engorrosos y a dar por buenos los análisis balines que Héctor había comprado en un changarrito a dos cuadras del juzgado. A falta de testigos, Héctor, mientras esperaba a la muchacha de la cola de caballo, reclutó en las afueras del juzgado a cuatro personajes de una excursión turística que recorría Coyoacán: un librero de Gijón llamado Santiago Sueiras y tres mellizas (cantantes, parecía) de apellido Fernández.
Ella, a pesar de los preparativos, nunca llegó.