Hasta morir también, tal vez un día… de soledad y rabia… de ternura… o de algún violento amor; de amor sin duda.
—ALFREDO ZITARROSA
No éramos dueños de nada. La ciudad se había vuelto ajena. La tierra bajo los pies no era nuestra. No era nuestro el airecito culero que hacía subir el cuello de la chamarra a las ocho de la noche, cuando no teníamos lugar a donde tomarnos, santo al que acogernos. No era nuestra la ciudad ni sus ruidos. Extraños en las callejuelas iluminadas por aparadores y postes cada 22 metros, que de vez en cuando dejaban pequeñas zonas de oscuridad, que ni siquiera servían para esconderse, perforadas por las luces de los automóviles. Aquella noche en que nada era nuestro ni volvería a serlo nunca. El país, la patria, se cerraba; botín de triunfadores a la mala, de cinismo enmascarado en la frase que ya nadie creía, y que sólo era emitida para satisfacer a la costumbre. El país mandaba a la cloaca a los derrotados, a la noche sin fin.
Caminar y caminar para ganarle al miedo la carrera de unas horas. Caminar sin brújula, no para llegar, sino para nunca llegar.
Señora de las horas sin luz, protégenos, dama de la noche, cuídanos.
Cuídanos, porque no somos de lo peor que le queda a esta ciudad, y sin embargo, no valemos gran cosa. Ni somos de aquí, ni renunciamos, ni siquiera sabemos irnos a otro lado para desde allí añorar las calles y el solecito, y los licuados de plátano con leche y los tacos de nana, y el Zócalo de 16 de Septiembre y el diamante del estadio Cuauhtémoc y las posadas del Canal Cuatro, y en esta soledad culera que nos atenaza y nos persigue. Y este miedo cabrón que no perdona.
Los pasos van conduciendo hacia Bucareli, hacia la sorda zona de luz y tráfico, hacia el despacho bullanguero, hacia los viejos muebles y las viejas sensaciones. Tierra peligrosa pero amiga.
Cuando se bajó del camión en Artículo 123, la lluvia arreciaba. No debería estar lloviendo en diciembre.
En la tienda de discos de la esquina, sonaban los Platters, aquel Only You de los bailes de quince años, que llenaba de magia los cuartos de departamentos clase media, los patios sucios de la escuela.
Cruzó la calle en medio de la lluvia, saltando los charcos, tratando de ver algo en medio de aquellas trombas de agua que caían sobre él.
—Don Jelónimo, tres cafés y una docena de donas para llevar.
—No me diga Jelónimo, joven —dijo el chino.
Héctor le dedicó su mejor sonrisa.
Mientras le servían los cafés en tazas de plástico, dos coches se detuvieron en Artículo 123 frente a las puertas del edificio de oficinas. Héctor, de espaldas a la calle, pagó las donas y tomó las tazas de café cubiertas con servilletas (de todas maneras con solo cruzar la calle se llenarían de agua), organizó como equilibrista los cafés y la bolsa y salió a la lluvia.
Uno de los choferes lo vio casi en el mismo instante en que Héctor desentrañaba el peligro en las sombras de los coches negros sacudidos por la lluvia. El primer tiro pasó a un metro de su cara destrozando la vidriera del café de chinos y atravesando el brazo de un bolero que había entrado a cubrirse del chaparrón.
Héctor tiró las donas y los cafés al suelo y sacando la pistola comenzó a disparar corriendo en diagonal sobre los charcos.
Su segundo disparó perforó el cráneo de uno de los Halcones que trataba de salir del coche sin meter los pies en una coladera.
Corrió disparando. Acertó un segundo tiro en la pierna de un Halcón que salía del edificio. Estaba a punto de cubrirse con la estructura de metal del puesto de periódicos cuando una descarga de escopeta lo prendió por la mitad del cuerpo haciéndolo saltar en el aire, desgarrado, quebrado.
Al caer en el charco, estaba casi muerto. La mano se hundió en el agua sucia y trató de asir algo, de detener algo, de impedir que algo se fuera. Luego, quedó inmóvil. Un hombre se acercó y pateó su cara dos veces. Se subieron a los coches y se fueron.
Sobre el cadáver de Héctor Belascoarán Shayne, siguió lloviendo.