I

“La única prisa es la del corazón.”

—SILVIO RODRÍGUEZ

—¿Cuántas veces te has muerto tú?

—Uhm —dijo la muchacha de la cola de caballo y negó con la cabeza.

—Yo sí, muchas.

Ella repasó con su dedo índice las cicatrices que hacían dibujitos en el pecho. Héctor le retiró suavemente la mano y caminó desnudo hacia la ventana. Era una noche fría. Los delicados con filtro estaban en el alero; acercó la llama del encendedor a uno y miró los brillos verdes que los faroles arrancaban a los árboles.

—No, no las cicatrices; no digo eso. Digo dormir, ponerse a dormir y morir de nuevo. Cien, doscientas veces en un año. Estar seguro de que el primer sueño está dedicado a morirse otra vez… Eso. El primer puto instante del sueño, no es sueño, es volverse a morir.

—Sólo se muere una vez.

—Eso lo habrá dicho James Bond. Se muere un montón de veces. Puta madre. Sé lo que… A veces quisiera poder dormir con los ojos abiertos para no morir. Si duermes con los ojos abiertos nunca podrás morir.

—Los muertos se quedan con los ojos abiertos —dijo ella tras una pausa, dándole la espalda. Tenía las nalgas redondas y brillantes, como los verdes de los árboles de enfrente.

—Esos muertos se mueren sólo una vez. No. Yo hablo de morir muchas veces. Dos o tres veces por semana por lo menos.

—¿ Cómo es tu muerte?

Héctor se quedó meditando. Cuando volvió a hablar, la muchacha de la cola de caballo no pudo verle el rostro, pero sí percibir la voz anormalmente ronca con la que contaba su historia.

—No puedes respirar. Sientes fuego en el estómago. No puedes mover los dedos de la mano. Tienes la cara metida en un charco y los labios se te llenan de agua sucia. Te cagas en los pantalones sin poder remediarlo. La sangre que te sale por la nariz se va mezclando con el agua del charco… Está lloviendo.

—¿ Ahora?

—No, cuando mueres.

Ella se quedó en silencio un instante, queriendo mirar hacia otro lado. Pero sólo estaba la luz en la ventana que iluminaba las cicatrices del pecho de Héctor.

—Los muertos no cuentan estas historias.

—Eso es lo que tú crees —dijo Héctor sin contemplarla.

—Los muertos no hacen el amor.

—Un buen montón de vivos que yo conozco tampoco. En eso están jodidos, los tienen a dieta.

Héctor se separó de la ventana y pasó frente a la cama, ella giró de nuevo para verlo, la cola de caballo se depositó entre sus dos pechos.

—¿Quieres un refresco? —preguntó Héctor caminando por el pasillo hacia la cocina. El frío le subió por la planta de los pies.

—¿Podrás hacer un café descafeinado?

—Pides mucho.

—Para un tipo que ha muerto tantas veces, un café descafeinado ha de ser una mamada.

—Ahí sí que no, un descafeinado es un descafeinado y una mamada una mamada. Mucho más complicado el descafeinado.

Héctor volvió con una cocacola en la mano y un limón partido por la mitad haciendo equilibrio entre los dedos de la otra. Buscó de nuevo la ventana.

—Está lloviendo —dijo mientras exprimía el limón y agitaba suavemente el casco para que se mezclara.

—¿Cuando te mueres?

—No, ahora —dijo, y se hizo a un lado para evitar que le diera en la cabeza un ejemplar de “La condición humana” de Malraux que ella le había tirado.

Héctor sonrió.

—Cúbrase las desnudeces, mujer, ahí le va el viento gélido.

Abrió la ventana. Cierto, un viento frío metió la lluvia al cuarto. Una gota grande le dio en la nariz y resbaló sobre el bigote. Abrió la boca y la tragó.

—Ahí está —dijo la muchacha de la cola de caballo sonriendo—, los muertos no pueden saborear la lluvia.

—A lo mejor tienes razón. Sólo se trata de mantener los ojos abiertos y de convencer al japonés que tengo aquí —señaló la sien con el dedo índice, haciendo el gesto universal del suicida.

—En la cabeza tienes a Quasimodo. Y se pasa el tiempo tocando las campanas de Notredâme.

—Y cogiéndose al japonés con el que comparte la azotea… Por cierto debe ser el japonés el que controla el sonido y me cuida los transistores.

—Nunca me debí de haber enamorado de un detective mexicano.

—Nunca debiste haberte enamorado de un muerto.

Ella comenzó a llorar de repente, sin previo aviso; tapada hasta la barbilla, cubriéndose del frío y del tuerto detective, flaco y bigotudo que tenía enfrente, quien compuso una mueca que quería ser una sonrisa amorosa, pero era el rictus de un tipo que no podía llorar y tenía frío.

 

Llevaba tan sólo una semana volviendo al despacho, reencontrándose con los viejos muebles y los viejos compañeros. Convencido de que los antiguos hábitos se habían terminado. Si no cambió el letrero de la puerta donde se leía “Belascoarán Shayne-Detective”, era porque El Gallo y Carlos Vargas, sus compañeros de despacho, amenazaron con abrir una agencia de detectives independientes en el instante que él se retirara. Eso lo frenó. Si no queria hacerse responsable de sí mismo, mucho menos de otros. Llevaba siete días cruzando la entrada, sentándose en su viejo escritorio, sacudiendo un poco el polvo, leyendo periódicos de dos años atrás y prendiéndole una veladora a la mamá de Sigmund Freud para que nadie abriera la puerta y le ofreciera un trabajo. Una semana saturada de paranoias y recelos. Angustias sin motivo que llegaban como tormentas tropicales y le llenaban las manos de sudor, le envaraban la columna, le punzaban en las sienes. Miedos tremendos, como pozos de elevador de 50 pisos sin más fondo que la demencia. Miedos cambiantes: a ir al baño cruzando el largo pasillo en las afueras del despacho, a darle la espalda a la puerta, a encender la luz de la ventana y dejar marcada la silueta contra las sombras de la calle, a contestar el teléfono y que una voz desconocida le hablara de tú.

Por eso, tras una semana de terrores que lo remontaban a las narraciones de la infancia de otros, porque la suya había sido plácida y pachona, como entre plumas de nido de gorrión, cuando sonó el teléfono buscó con la mirada a cualquiera de sus compañeros de despacho, aun sabiendo que no andaban por ahí. Miró los calendarios de cabareteras nalgonas y de rubias de anuncio de cerveza; pero las mujeres de las estampas en la pared se negaron a echarle una mano contestando el teléfono, porque no querían hacer la ruta inversa a la de la gloria y volver de la imagen del calendario a la oficina de la que algún día se habían fugado.

—¿Bueno?

—Con el señor Belascoarán, por favor.

—No está —dijo Héctor—, ya no viene.

—Gracias —dijo la voz de acento extraño, arrastrando un poco la última ese. Una voz de mujer. De camarera de restaurante de lujo que pronuncia correctamente el menú. ¿Acaso mexicana?, ¿boliviana?, ¿peruana?

—De nada —añadió Héctor y colgó suavemente.

Un cuarto de hora después, el teléfono sonó de nuevo.

Héctor sonrió.

—¿Bueno?

—Qusiera hablar con usted, con el señor que me contestó antes, ¿verdad?

—El señor que le contestó antes no está —dijo Héctor—. Acaba de irse. Se anda retirando de esto. Fue por refrescos.

—¿Y ahora a qué se dedica? —preguntó la mujer con una risita.

—Budismo. Contemplación zen. Análisis empírico sobre temas de contaminación ambiental.

—Gracias —dijo la voz.

—De nada —dijo Héctor.

Colgó de nuevo y caminó hacia la caja fuerte donde se guardaban los refrescos y las armas de fuego. De fuego, nada. Una navaja de resorte, dos pepsicolas añejas, una colección de fotos porno; memorias gráficas de un viejo caso que Gilberto el plomero conservaba como reliquias. Tomó la navaja y se la guardó en el bolsillo.

Si hubiera tenido que pasar ante un detector de metales, la máquina se hubiera vuelto loca de felicidad; no sólo por la navaja, también por los ecos de un clavo en el fémur que ya no podría sacar jamás, una automática 45 en una funda en la espalda y un revólver 38 de cañón corto en el bolsillo del pantalón. “El hombre de acero”, se dijo. Un remiendo metalúrgico es lo que era.

El teléfono volvió a sonar.

—¿Podríamos vernos? —preguntó la mujer del acento peruano, ¿boliviano?, ¿chileno?, ¿mexicano?

—¿Nos conocemos?

—Yo sí, un poco lo conozco a usted.

—¿Qué marca de brasier usa?

—¿Por qué?

—No, nada. Era para ver si nos conocíamos —dijo Héctor jugando con la navaja—. Ya veo que no.

Colgó de nuevo y salió de la oficina poniéndose la chamarra negra. El teléfono sonaba cuando cruzó la puerta.

 

Ahora como nunca, era suya la absurda capacidad de sentirse fuera de lugar en todos lados. Era algo nuevo: ser eterno observador, estar invariablemente en el exterior. Al no ser propietario de ellos, los paisajes se pueden observar con mucha mayor precisión que antes, pero también uno es ajeno al panorama, incapaz de tocar el suelo, de sentir la brisa. La sensación de extrañeza era permanente. Sombra que recorría paisajes de otros, actor en escenario prestado y en obra equivocada, personaje de película ranchera en una comedia italiana. El vacío podía producirse en cualquier momento, intensificarse la normal sensación de estar fuera de lugar. Lo mismo podía sucederle en el vestíbulo de Bellas Artes en el entreacto de la ópera, que en una cena de la generación 65–67 de la prepa uno, que en la sala de exposiciones de colchones de las tiendas de los hermanos Vázquez, que en la cola de las tortillas. Estaban ahí las cosas, él estaba ahí, pero no le pertenecían. Alguien en algún momento llegaría a pedirle el boleto, el permiso de estancia, el pasaporte, la credencial que da derecho al descuento y que uno no tiene.

Esta sensación de estarse colado en la vida, le resultaba particularmente angustiosa en los elevadores y en los supermercados. Héctor no podría explicar por qué, pero así era. Sentía que de un momento a otro el aparato iba a detenerse en el piso tres y le iban a pedir amablemente que descendiera; o que los policías del super iban a impedirle que pasara por la caja con su carrito, porque sus billetes con los que quería pagar ya no eran de curso legal.

Sin embargo parecía que la obsesión no producía síntomas exteriores, no deformaba la cara o ponía el ojo rojizo. El mensajero, con su casco amarillo y su montón de sobres, y la señora de la limpieza con la cubeta de agua no le hicieron el menor caso. Ni siquiera le dedicaron una segunda mirada. A lo mejor lo vivían igual que él, y por eso no les extrañaba; todos éramos una bola de leprosos inconfesos, todos Alain Delon tratando de imitar sin éxito a Jorge Negrete.

Descendió en el seis y sorteó el escritorio de entrada avanzando directamente hacia la caja. La cajera se había enganchado la media en un cajón del escritorio y tardó en hacerle caso. Héctor encendió un cigarrillo y la observó manipular media y cajón.

—Ay —dijo al fin cruzando su mirada con la del ex detective—. ¿Su cheque?

Héctor asintió con la cabeza dejando flotar un resto de sonrisa. La muchacha logró al fin desatorarse, buscó el cheque de la aseguradora en un enorme fólder y caminó de vuelta hacia la ventanilla tratando de ocultar su media destrozada, con un paso por tanto bastante contrahecho. Héctor firmó las pólizas, recogió el cheque y salió sin mirarla de nuevo.

Paseó entre las tienditas de Insurgentes, cruzó con trote cansado la glorieta del metro, se adentró en avenida Chapultepec, recogiendo con el ojo sano las ofertas de la ciudad. La miseria atacaba con la furia de la época prenavideña. El subempleo se desbordaba. Una oleada de mexicanos que buscaban el peso con ojos tristes y febriles atacaba por todos lados. Las manos de la limosna estaban más agrietadas, más temblorosas que de costumbre. ¿Cómo ser solidario con todo esto? se dijo Héctor. ¿ Cómo coexistir con esto sin pudrirse de tristeza? se redijo. Una vez, Elisa le había leído en voz alta un texto de Cortázar sobre la estación de tren de Nueva Delhi y la sensación que le había causado la lectura, la de que no puedes convivir con ciertas zonas oscuras de este mundo sin volverte un poco cínico, un mucho hijo de puta, le regresaba. Cortázar tenía razón. Dicho en el lenguaje de los 50, no había coexistencia pacífica con la parte de la sociedad que se estaba cayendo en pedazos, con esa otra parte tuya que se estaba hundiendo. “Para un tuerto debería ser más fácil, sólo hay que cerrar un ojo”, se dijo, y ni siquiera se atrevió a sonreírse la broma.

Paseó por Chapultepec buscando sosiego y lo encontró en una salchichonería y en una agencia de viajes, sus dos puntos de contacto íntimo con la sociedad de consumo. Cuando llegó a la casa de su hermano, un edificio de departamentos con la fachada herrumbrosa en la calle Sinaloa, tenía ganas de chorizo de lomo y de viajar a Manila 14 días.

La puerta del departamento C estaba abierta. Héctor reaccionó de inmediato a lo inusual llevando la mano a la funda de la pistola, sobre el corazón. La voz de Carlos desde la cocina lo tranquilizó.

—Pasa, menso. La puerta está abierta porque Marina salió al super a comprar refrescos.

Carlos estaba corrigiendo galeras en la mesa de la cocina, despeinado y en camiseta. Vivaldi en el tocadiscos terminaba. Tras los crujidos del automático, un coro ruso comenzó a cantar “La internacional”.

—Es el indicador de la hora del vermut —dijo Carlos y se puso en pie sacudiéndose migas de pan de los pantalones vaqueros. ¿Cómo te va de reencuentro con la vida?

—Más o menos —respondió Héctor dispuesto a no dar explicaciones.

—Tómatelo con calma.

—Eso trato.

Carlos se sirvió un vermut en las rocas, sacando botella y hielos del refrigerador. Ni se le ocurrió ofrecerle uno a su hermano.

—No te ves muy bien, dan ganas de colocarte enfrente un vaso de leche.

Héctor puso su mejor cara de despiste. Nada de angustias. Nada de melodrama. Nada de nada.

—¿Y mi enano sobrino?

—Salió con su mamá, no le gusta Vivaldi —respondió Carlos sentándose de nuevo y mirando a Héctor de reojo.

—¿Y tú qué andas haciendo además de corregir libros? —preguntó Héctor.

—Te lo cuento sólo si no se lo dices a Marina.

—Lo juro.

—Júralo por una combinación de la virgen de Guadalupe y el osito Bimbo.

—Anda ya.

—Estoy dedicado a la guerra ideológica.

—¿Contra quién?

—Contra una banda juvenil. Unos chavitos de mi colonia, de esos que pintan con spray.

—¿Qué pintan? —preguntó Héctor intrigado.

—Mamadas —dijo Carlos encendiendo un nuevo cigarrillo—. “Sex punkies, frontera salvaje”; cosas sin sentido, números, claves incomprensibles para fijar su territorio. Es como meada de perro. De donde meo para acá es mi espacio, nadie puede meterse.

—¿Y tú qué haces?

—Yo pinto arriba de sus pintas. Salgo en la noche con mi bote de spray y pinto arriba de las de ellos. Es la guerra.

—Pero ¿qué pintas tú?

—“Punkis son fresas, ¡Viva Enver Hoxa!” o “El Che está vivo, es un fantasma que vuelve, cuidado putos, vive en la Escandón” o “Los sex punkies son pirruris” o “Al perro caído en el agua patearlo hasta que muera”. Algunas me salen muy largas, no son eficaces, pero hacía mucho que no pintaba; ando con la lujuria Da Vinci atrasada. A ellos los traigo jodidos. No es sólo guerra ideológica, es también guerra generacional. Desde luego es una guerra profesional, y ahí domina mi técnica de pintado. ¿Me van a enseñar esos mamones a pintar bardas a mí?… La que más éxito ha tenido es: “gobierno = a punkis sin tenis” y la de segundo más éxito, festejada a madres por el de la tintorería de abajo, fue “¡Pintame un huevo de azul y te lo compra conasupo!”, pero no me salió bien el logo de Conasupo.

Héctor observó cuidadosamente a Carlos, su hermano.

—Tranquilo, no es locura, es sólo para mantenerme en forma mientras encuentro un huequito nuevo en la lucha de clases. Además, a veces coincido con los punkis y restablecemos la armonía universal. El otro día estaba pintando una que decía: “Si los priistas quieren gobernar, por qué no empiezan por ganar las elecciones” y llegaron los de la banda al rato y en lugar de destruirla le pusieron abajo un “Sí es cierto” de dos metros de alto.

—¿Y esa pinta dónde está?

—Aquí, a dos cuadras. ¿Quieres ir a verla?

Héctor asintió. La mañana estaba mejorando.

 

El detective Belascoarán Shayne creía firmemente en que no pueden hacerse amigos después de los 30 años. Que el límite invencible para construir y trenzar emociones con esa cosa indestructible que es la amistad, está situado un minuto después de los 30 años; que hay una cierta esclerosis emocional que impide que la gente se juegue a sí misma en el riesgoso hacer de las pasiones de la amistad. Que después de los 30 nadie se corta la vena y mezcla su sangre con la de otros. Sin embargo, Héctor había perdido a sus grandes amigos de antes de los 30 y se había quedado con los de después. Esto tenía una explicación en la férrea versión del detective. Él había empezado a ser otro después de los 30 y era ese otro el que había hecho las nuevas amistades: sus tres vecinos de despacho, un periodista radiofónico, una doctora chaparrita, sus hermanos, dos luchadores, El Mago, su casero… Héctor sabía también, si se llama saber a esa certeza absoluta que se va adquiriendo a fuerza de repensar lo mismo, y que las viejas del pueblo llaman manías, que después de los 30, un hombre no puede hacerse amigo de una mujer. Que hay mucho sexo alborotado envuelto en la relación, mucho romanticismo a destiempo, mucho fantasma entre falda y pantalón para que las cosas funcionen. Sin embargo, y para su absoluta sorpresa, cuando la mujer abrió la puerta, Héctor intuyó que ella podría haber sido una de sus mejores amigas para el resto de la vida si se hubieran conocido en la infancia. Esta absurda certeza tan desacorde con las sabidurías adquiridas, lo dejó un poco pasmado.

La mujer lo miro y luego esbozó una sonrisa. Héctor la observaba con el rostro del que contempla la sección de carnes frías de un super de lujo. Ella miró tras de sí, como esperando que hubiera alguien atrás al que realmente el detective le dedicaba una mirada de adoración y asombro. No había nadie. Pasó y cerró la puerta a su espalda, con cautela, sin dejar que se escapara el fantasma.

Era una mujer de unos 30 años, de pelo muy negro y suelto, ojos chispeantes, labios gruesos, nariz respingada; una cicatriz de cuatro o cinco centímetros en el cuello, ancha de caderas, pechos grandes lanzados hacia el frente. Vestía como si los últimos diez años hubieran pasado en vano: blusa blanca, larga falda negra hindú, botas, una pañoleta muy suelta que no intentaba cubrir la cicatriz. Sonreía, siempre sonreía.

—¿Héctor?

—Salió a comprar unos refrescos. Pero a mí puedes contármelo todo.

—¿Y tú quién eres, pues?

—Su secretaria.

—¿Qué está pasando? —preguntó ella y rebuscó algo en el morral gigantesco que le colgaba del hombro.

Las ventanas estaban abiertas. Héctor sintió frío. Era diciembre el mes, y la temperatura descendía en las tardes. Pero no debería ser para tanto. El frío de Héctor, se sospechaba el detective, era sanguíneo; venía de los huesos mal soldados, era la continuación del mismo mensaje de los sueños. Aún así caminó, forzándose a darle la espalda a la mujer y a lo que traía en su bolsa, y llegó hasta la ventana para cerrarla.

—A ver, ¿será o no será? —preguntó ella sacando una fotografía y poniéndola sobre el escritorio. Héctor regresó de la ventana, sacó un cigarrillo, lo encendió. Tomó la foto y la estudió.

El de la derecha era Mendiola, el periodista; el de la izquierda era él, el otro él de hace un par de años. Estaban en la puerta de la vieja Arena Revolución, al final de un espectáculo de lucha libre, mezclados entre el público que salía. Tenían unas caras hurañas, hoscas, como si hubieran sido ellos los que hubieran peleado y fracasado, como si respectivamente hubieran perdido máscara y cabellera en el duelo y de pilón les hubieran administrado dos patadas voladoras en los güevos. No recordaba el momento ni al fotógrafo, pero sí a los personajes. Mendiola y Héctor Belascoarán Shayne, el otro. El de antes.

Puso la foto sobre el escritorio. La mujer se acercó, miró al sujeto retratado y luego comparó con el que tenía enfrente.

—No, pues son los mismos, ¿verdad? El de la foto estaba mejor. Usted está más acabado, cucho, flaco, tuerto, bigotón, con el ojo que le queda cansado, medio envidriadc, los músculos de alambre. Como que me gusta más a pesar del desperdicio. Se ve usted más fiero, más cabrón…

—Es usted una observadora bastante pinche, lo que me veo es más jodido.

—¿Será? —hizo una pausa para contemplar el cuarto—. ¿Me siento?

—Aunque diga que no… ¿Su gracia?

—Mi desgracia, me llamo Alicia. Mi hermana decía que era nombre de peluquera.

—Y usa lentillas, tiene el dedo central del pie más grande que los otros, y un pecho que mira chueco.

—Mira nomás que buena descripción… Necesito un detective.

—En la sección amarilla de la guía telefónica se anuncian.

—Quiero a éste —dijo señalando a Héctor.

—Éste está retirado, lo retiraron.

—¿Y no acepta nada? Cosas fáciles. Cuidar fiestas de quince años, servir de guardaespaldas a un cantante puto, encontrar gatos fugados, cosas de ésas…

—Ni de ésas. Éste, ni cuida mascotas ni quinceañeras, ni se cuida demasiado bien a sí mismo. Eso se ve, Alicia.

—Pero te puedo contar, ¿o no?

Héctor se puso de pie, caminó hasta la caja fuerte, le dio una palmada en la nalga a un fotoposter de Grace Renat y sacó una pepsi.

—Uy, mi refresco favorito —dijo Alicia.

Héctor la miró fijamente. Transarle una pepsi era un peca do que ni en los viejos tiempos le había permitido a la clientela, y en los nuevos tiempos la clientela no existía. La mujer le sonrió. Sacó un segundo refresco de la caja fuerte, los llevó hasta el escritorio y los depositó al lado de su foto. El Héctor de la fotografía lo miraba ceñudo. Puso el refresco sobre la cara del personaje para evitar interferencias que venían del pasado, sacó la pistola de la funda sobaquera y lo empezó a destapar con la mira.

—No creo que me quede ni siquiera curiosidad —dijo.

—Coño, ya me habían dicho que me ibas a mandar al carajo, pero yo me tengo una fe bárbara, chico, bárbara.

—Nos tomamos la pepsi y luego nos vamos.

—¿A dónde?

—Cada uno por su lado, ¿sale?

—Oye, no se vale, te traigo una historia para contarte. Terrible, no es broma; te traigo una foto vieja tuya, te sonrío hasta que me quedan tiesos los labios y se me enfrían los dientes y nada. ¿Nada?

—Nada —dijo Héctor. La corcholata voló por los aires.

Sonó el teléfono.

—¿Héctor? Habla Mendiola.

—Acabo de ver una foto tuya, mano. ¿Para qué las andas regalando?

—¿Alicia está ahí?

—Creo que sí.

—Dile que sí, mano. Trátala bien. Es de confianza.

—Salí a comer —dijo Héctor y colgó. Luego se puso en pie, dudó. Tomó el refresco y caminó hacia la puerta.

—Ahí le encargo que cierre cuando se acabe su refresco —le dijo a la mujer.

Salió pensando que no sólo era el miedo a volver a meterse en un personaje que ya no reconocía como propio y que tenía la mala costumbre de andarse dejando matar, también era el terrible aburrimiento de tener que parecer ingenioso.

 

Frente a la puerta de su casa, patinaba una banda de adolescentes del barrio. El Mago los contemplaba con aire de admiración desde la puerta de la tienda de artículos electrónicos. Estaba oscureciendo. Héctor jaló el cierre de su chamarra hacia arriba. Tenía frío. Le dolía el codo y la muñeca del brazo derecho, ¿artritis?, ¿un infarto?, ¿lepra del DF? Resolvió que era algo más sencillo, un indicador de que quería cenar un caldo de pollo doble con muslo y en taza grande.

—Vino su novia, le dejó una canasta, se la puse en la entrada —dijo El Mago sin dejar de mirar a los patinadores que dibujaban ochos en el asfalto, vestidos con chamarras astrosas de colo es eléctricos; chamarras de pobres, herencia de hermanos a los que les quedaron chicas.

—¿Cómo ves, Mago, que aprenda a reparar televisores? —preguntó Héctor.

—Pues algo has de saber de electrónica, ¿no? Eso estudiaste. Pero para mí que ya es tarde, a tu edad ya no se tiene la gracia de una bailarina de ballet con desarmador en la mano, que es lo que se necesita para este oficio.

—Eso pensaba. Viéndote, eso pensaba.

El Mago separó la vista de los patinadores y miró a Héctor, a Héctor.

—¡Quita esa cara, chaval, das asco! —dijo y volvió la vista hacia los muchachos. En especial uno que dejaba caer una cajita de cartón en el suelo, luego se alejaba y avanzando velozmente hacia ella, inclinaba el cuerpo y la golpeaba con la melena, retorciéndose, para luego saltar y volver a la vertical.

—¿Tú crees que a mi edad podría ser un buen detective? —preguntó El Mago esperando tomar a Héctor por sorpresa.

—No —respondió Héctor encendiendo un cigarrillo y aspirando profundamente—. Te falta la gracia para desenfundar sin atorarte el cañón en la bragueta y volarte los huevos.

—Ya lo decía yo, coño. Desde que se murió Franco, la vida ya no ofrece sensaciones nuevas. Lo mejor que me pasa es tenerte de inquilino y que de vez en cuando vengan unos y te hagan cagada los cristales a tiros.

Héctor palmeó la espalda del Mago y entró al edificio. En el primer peldaño de la escalera estaban un par de cartas, una de publicidad de la tarjeta American Express que dejó ahí abandonada y la otra con el saldo del banco, que fue abriendo mientras subía las escaleras. Con todo y la inflación, tenía dinero para un año, sin tener que pedirle a Elisa nada de la plata que habían heredado de su padre. Eso lo sabía, pero miró los números atentamente para poder repetirlos centavo por centavo cuando alguien volviera a ofrecerle empleo.

La canasta estaba a mitad de la alfombra de la sala. Una alfombra rojo brillante en un cuarto sin muebles. Era una canasta para ir de compras, que contenía dos patos amarillentos de no más de 8 centímetros de alto, y una carta. Los patos estaban desaforados diciendo cua cua cua, el sobre estaba rotulado con un simple: “para ti”.

La nota era lacónica, como todo lo de ella:

Acepté un trabajo de fotógrafa en Puerto Vallarta. Dos semanas. Espero que a la vuelta se te haya pasado la negra. Los señores se llaman Octavio Paz y Juan José Arreola. Un abrazo. Comen semillitas y pan duro, beben agua a todas horas. Si te cagan la camisa, ya puedes rezar para que se reabra la Tintorería Francesa. Yo.

Héctor contempló a los patos diminutos, amarillentos, con cara de apendejados. Le recordaban a un conejo llamado Rataplán que alguna vez rodó por el departamento. La muchacha de la cola de caballo pensaba que Héctor se volvía peligroso en soledad y cada vez que se iba, trataba de dejar algo a cambio: un retrato, dos patos, una cinta de larga duración grabada con una sola canción, un conejo, un pavo asado relleno y un cuchillo eléctrico para rebanarlo, los cuentos completos de Dashiel Hammett en 12 tomos.

Así era la cosa.

Contempló las evoluciones de los patos en la alfombra, caminó hasta el tocadiscos y puso el último de Silvio Rodríguez. Cara A banda tres. Asomó a la ventana, los patinadores se habían ido. El ruido de las cadenas que hacían bajar la cortina metálica le sugirió que El Mago estaba cerrando la tienda.

Debes amar la hora que nunca brilla. Y no, no pretendas pasar el tiempo, sólo el amor engendra la maravilla. Sólo el amor consigue encender los muertos.

Llevaba un mes poniendo la misma canción. Curiosamente no se aprendía la letra, aunque la gozaba a pedazos todas y cada una de las veces. Pero el amor no encendía nada. No alumbraba más que unas horas, unos minutos y siempre en soledad de dos. No daba más de diez metros cuadrados de luz ocasional. Volvió a la ventana tratando de no pisar a los patos que circulaban erráticamente por la alfombra. Las luces del alumbrado público se encendieron como si un deseo se hubiera hecho orden mágica.

Después de todo no era tan grave, la historia no daba para tragedia. Sólo era un tipo lleno de cicatrices que tenía miedo, Y el miedo no estaba mal, era tan buena compañía, tan racional, como el amor o el frío. Frío. Caminó hasta el cuarto y regresó con un chaleco de lana negro, se detuvo en la cocina y llenó un platito con agua para los patos. Los contempló beber. Los muy marranos, entraban y salían del plato, cagaban en él, bebían y chapoteaban; el agua se fue enturbiando y la alfombra alrededor del. plato llenando de manchas. Era una buena alfombra. Roja. Por ahí tenía algunas manchas de vino, de sopa de nidos de golondrina, de ácido de una batería de volkswagen, de sangre de otros. Caminó de nuevo al tocadiscos y volvió a dirigir la aguja al arranque de la banda tres. Uno de los patos había descubierto las posibilidades del clavadismo y se apoyaba en el borde del plato para lanzarse sobre la alfombra y luego trastabillear un poco. Ése ha de ser JJ. Trató de diferenciarlo del otro. Tenía una mancha café en el ala. OP tenía mirada taimada y un círculo de plumón blanco en el cráneo. Ahora va a sonar el teléfono se dijo Héctor. Debes amar tu arena hasta la locura. Sólo el amor alumbra lo que perdura, sonó en las bocinas del tocadiscos. Ahora va a sonar el teléfono y cuento uno, dos… y …tres. Pero no sonó nada y Héctor volvió a la cocina a fabricarse una tortilla de patata con chorizos de Michoacán, según receta del viejo Belascoarán. OP y JJ adorarían la tortilla de patata. Eso, o empezaban una larga jornada de dietas.

 

La ciudad que uno posee no es la que otros tienen. La de uno, la propia, tiene los postes de luz en el lugar equivocado, se llena de sombras donde no debiera haberlas. En la de uno, el vendedor de periódicos muestra el Ovaciones volteando, de manera que se tenga que hacer equilibrios para poder leer el cabezal de 90 puntos, y eso a medias. En la ciudad propia la tienda de la esquina cierra invariablemente a las 7.15, aunque cuando uno les pregunta en la mañana a qué hora van a cerrar esa noche, dicen que a las 8; en la ciudad de uno el canal 9 se ve con interferencia a la hora en que pasan las películas de Bogart. Quizá la ciudad personal tiene parentescos con las otras: la miseria, el desempleo, la falta de pudor del poder que miente electrónicamente, el precio de la gasolina, la nube negra que viaja de noroeste a suroeste, el malhumor de los vecinos del 5, el sabor standard de las hamburguesas de los vips, la reacción instantánea de la mujer de la limpieza cuando una lámpara se mueve a destiempo anunciando temblor. Pero eso es decorado. Vivimos ciudades diferentes, hiladas por los abusos del poder y el miedo, la corrupción y la eterna amenaza del descenso a la selva, que oculta en los rostros del sistema, se asoma regularmente para recordarnos que somos frágiles, que estamos solos, que un día seremos pasto de los zopilotes. O que un día todo habrá de jugarse en un volado, a lo western, a lo duelo en la calle mayor: ellos o nosotros.

Frente a esta soledad, la ciudad propia crea sus solidaridades, tibios diques de palillos de dientes que a veces resisten ante la crecida de la inundación: la sonrisa de los de la tienda de pinturas, el guiño de complicidad casual en el autobús con el tipo que lee la misma novela que uno, la complacencia de los usuarios del pesero ante el antropófago beso con el que los dos estudiantes del CCH se despiden, como si mañana no hubiera clases de nuevo, o no hubiera ninguna clase; la hostil mirada compartida por los paseantes ante el policía esquinero que está mordiendo a un motociclista. Y dentro de la ciudad propia se hacen otras ciudades, más chiquitas, pueblos, ranchitos casi personales, que de vez en cuando se conectan con la ciudad de los demás.

“¿En qué ciudad viví yo este último año?”, se preguntaba Héctor Belascoarán Shayne, de oficio detective en retiro. “¿Con quién viví? ¿Con quién más viví en estos doce meses?” No lo recordaba bien. Muchas imágenes de hospital. Unas vacaciones en la casa de alguien en las montañas de Puebla, rodeado de pinos. Un médico que insistía en las bondades curativas del bosque para las heridas del pulmón. Una cuenta por pagar de 4 litros de plasma sanguíneo. Un partido de los pumas en el estadio de CU con Carlos Vargas, El Gallo y Gilberto de compañeros de cerveza, porra y tribuna. Un trabajo reconstruyendo un acueducto pueblerino en el estado de Querétaro. Dos novelas de Jean Francois Vilar y el descubrimiento tardío de las novelas sociales de Pío Baroja. Una relación casual y sudorosa de seis noches de duración con una estudiante pelirroja de bioquímica. Un año completo. Poca cosa tenía para justificar un año. Y en el país habían sucedido cosas. Tenía una vaga idea de que el país se estaba poniendo nervioso, la irritación cobraba formas, los mexicanos andaban por ahí cantando el himno nacional, y cuando esto sucedía, creía recordar la memoria histórica de Héctor, solía ser un anuncio de la gran tormenta.

El ascensor subía chirriando hacia la oficina y Héctor trataba inútilmente de recobrar el último año de su vida. La puerta se abrió antes de lo debido. Alicia le dedicó una esplendorosa sonrisa y entró al elevador sin que él pudiera impedirlo. Apretó el botón del sexto.

—Alicia, ¿te acuerdas? —dijo ella.

—No, yo no soy Alicia, soy un jubilado que iba al tercer piso. Más de dos pisos de retención contra mi voluntad, técnicamente puede ser considerado secuestro —dijo y miró hacia el techo del ascensor.

—¡Carajo! —dijo la mujer.

Héctor la miró.

—¿Qué tengo que hacer para que me hagas caso?

Héctor le sonrió.

Alicia traía un suéter y unos pantalones de pana negros. Ella se tomó el suéter de la cintura y se lo levantó lentamente para dejar los pechos al aire libre. No traía brasier. Eran más grandes de lo que se sugerían cubiertos. Puntiagudos, con pezones rosados que miraban hacia afuera.

—Es cierto, es más grande uno que otro… Además de secuestro, violación…

Ella se colocó el suéter de nuevo en su lugar. Héctor se sintió desconsolado. Eso le pasaba por hocicón. ¿No decían que la boca era más rápida que el cerebro? La puerta del sexto se abrió, Alicia marcó el tercero derrotada.

—Está bien, me rindo —dijo Héctor—. Te escucho.