(Tal como luego la recordaría Héctor Belascoarán Shayne)
La gente que luego te interesará, siempre la encuentras cuando buscas a otra. Ésa es una especie de regla no escrita. Las mejores historias aparecerán como hilachas desprendidas de otras historias que a fin de cuentas serán eclipsadas. Yo creo en los accidentes, y luego creo en que el instinto suma los accidentes y te dice que ahí hay algo. Creo finalmente en la terquedad que te permite encontrarlo.
Si ésa es la regla número uno, la regla número dos también se aplica. Dice, según la recuerdo, que el tipo que te interesa es el que no está en el lugar donde debería estar, el que desentona en la foto: el negro en un equipo de tenis de sudafricanos, el limpiador de zapatos tomándose un coctel de champagne en el Palace, el general neozelandés haciéndose la pedicure en un prostíbulo de Madrid, el ministro mexicano haciendo hoyos para plantar árboles con una brigada de trabajo comunitario en Managua, la actriz de Broadway haciendo cola ante un restaurantito donde venden empanadas en Lima.
Hay todavía una regla tres. El que interesa es ese cuyo nombre no es mencionado, del que se te dice que no tiene importancia, al que parecen ignorar tus habituales fuentes.
Gary Ramos cumplía las tres reglas, una después de la otra. Apareció de manera casual como una segunda referencia cuando yo estaba investigando sobre el asesinato de Olof Palme. Nada importante, una referencia muy secundaria en un boletín de los grupos de solidaridad con Centroamérica suecos, que comentaban que el cubano había intentado infiltrarse. Usaban ese nombre, Gary Ramos. A mí la historia me importaba un güevo, yo andaba tratando de establecer conexiones entre los asesinos de Orlando Letelier y los de Palme, siguiendo un rumor que había venido caminando despacito desde una revista en Alemania Occidental, de que Townsend estaba en el asunto, y revisando papeles apareció esta historia. No le hice el más mínimo caso, pero mi secretaria archivó el papel. De nuevo apareció el nombre cuando avanzaba en la investigación, de nuevo parecía algo sin importancia, uno de los gusanos cubanos que colaboraron con el enviado de la DINA en el asesinato de Letelier, pero nada importante, su nombre se mencionaba referido a la renta de un par de automóviles y una labor de intermediario. Un amigo mío había publicado en aquella época una referencia a Ramos, el tipo hablador que en una conversación había comentado que él no se había mezclado en la historia de Letelier, porque jugaba en Ligas Mayores con la CIA. Con frases como ésas se podría hacer un volumen tan grande como el tomo VI de la Enciclopedia Británica. De cualquier manera era el único nexo entre los asesinatos de Letelier y Palme. O más bien era el nexo inexistente. No daba ni para una nota de 350 palabras. Volví a revisar la revistita de los suecos. Exactamente decía que el tipo había andado por el país tratando de meterse en los comités, y que cuando lo denunciaron había desaparecido. Las fechas coincidían con el asesinato de Palme. Yo seguí por otros caminos.
Dos semanas después pasé una tarjetita con su nombre al departamento de documentación de la revista y me la devolvieron con un par de recortes de prensa engrapados. En el 76 había sido propietario de un par de casas de venta de revistas pornográficas en Miami, de las que se decía lavaban dinero negro de la mafia cubana. El otro recorte estaba en conexión con un acto de la brigada 2506 en el que contaba que había sido uno de los oradores durante el acto de aniversario de Bay of Pigs. Me gustaba el personaje, pero no tenía nada, ni siquiera un motivo para investigarlo. Por eso, pregunté por Gary Ramos a una amiga mía que trabajaba como adivinadora del porvenir en las afueras de Disneylandia y me mandó al carajo. Lo suyo era una ciencia imprecisa, no el banco de datos del Washington Post.
En este oficio, lo único verdaderamente confiable es la memoria. De manera que seis meses después, cuando envié una requisitoria informativa al Departamento de Migración sobre el número de vietnamitas que residen en el condado de Los Ángeles, añadí un apéndice pidiendo datos sobre Gary Ramos. Me mandaron una hoja llena de palabrería burocrática diciendo que Lutgardo Ramos Medina se había nacionalizado norteamericano en el 65 convirtiéndose en Gary Ramos. Ofrecía una farmacia en Miami como punto de referencia. Lo interesante es que me habían mandado la copia equivocada, una en la que estaba anotado, tras las referencias finales, el envío de la copia con la respuesta, a una oficina de siglas no interpretables en Fort Lauderdale, Florida.
Más tarde descubrí, claro está, que la oficina, según la muy confiable compañía Bell, no existía.
Tengo un amigo en alguna esquina de la administración Reagan que a veces me sopla algo, “cosas que le dicen por ahí”. Cuando le mencioné a Gary Ramos, me dijo que en su vida había oído hablar de él, que si era una nueva contratación de los Orioles de Baltimore para mejorar su fildeo. Pero sonrió tres segundos más de lo debido.
Entonces empecé a estudiar el asunto en serio.
Podía empezar por buscar las conexiones de Ramos con la CIA o tratar de ingresar en su territorio. Tomé un avión a Florida.
Tres veces me he metido a nadar en Miami, y es como hundirse en un charco de agua mientras los otros te miran ahogarte. Nadie sabe nada, las reglas son otras, las fronteras entre la ley y el orden son más endebles que las que existían en Dodge City a fines del siglo pasado. Hay un mundo marginal que maneja varias ciudades superpuestas a la ciudad aparente, ciudades más reales que los folletos de turismo que reparte el alcalde cuando anda en gira electoral. Yo tenía la posibilidad de ir en solitario o compartir con los del Miami Herald, un periódico que ha venido creciendo en importancia nacional a base de dar palos de ciego, muchas veces con notables resultados. Si compartía lo que tenía sobre Ramos con ellos, podían pasar dos cosas: que sintieran que todo era saliva y que no valía la pena meterse en el asunto, o que creyeran que allí había algo y empezaran a nadar a mi lado como tiburones; luego me arrojarían los huesos que les sobraran del cadáver de la historia. Era muy evidente que tenía que caminar solo.
Empecé por lo obvio. Ramos no aparecía en la guía de teléfonos. La farmacia en la que trabajó en 1965 no existía; a lo mejor nunca había existido. En la Asociación de ex combatientes de Bahía de Cochinos no lo tenían registrado; alguien recordaba que sí, había hablado en un mitin, pero no era miembro de la Brigada. En los archivos del exilio cubano aparecían los datos conocidos. Una secretaria me sonrió e hizo el gesto de alguien que snifa cocaína cuando le mencioné a Ramos. Cuando se lo pregunté explícitamente, dijo que no lo conocía. Si algo me apasiona, son los fantasmas. Fui subiendo de nivel. FBI de Florida: ¿Ramos? Extraoficialmente tenían algunas cosas pendientes con él, pero no les pertenecía, hacía dos años no rondaba por Miami. ¿Qué cosas? Tráfico de drogas, pequeña cosa, a lo mejor los DEA me regalaban algo de su botín. Un automóvil robado en una borrachera, ¿eso importa? No, a nadie, todos tenemos un par de hijos (en mi caso mi padre y un tío) que alguna vez lo han hecho; les molestaba lo del tráfico de armas, ¿cuál tráfico?, ¿cuáles armas?, ¿para quién? ¿Armas?, no dijimos eso, ¿o sí?
Según descubrí, el fantasmal cubano y yo teníamos un conocido mutuo, el dueño de una galería de arte. Conocía a Ramos medianamente. Alguna vez acompañó a un general amigo suyo a comprar cuadros. ¿Un general de dónde? De esos países de allá abajo. ¿Colombiano, boliviano, salvadoreño? Mexicano. ¿Mexicano? O peruano, de esos países. ¿Los cuadros valían algo? No, nada. Ah.
Una mujer que vivió con él. Nada. ¿Nada? Era dueño de unas tiendas de revistas porno. Las tiendas ya no existían, en una había ahora una heladería. El american dream, toda tienda de revistas porno puede trasmutarse en una heladería. Hacía un par de meses que no lo veía por la ciudad. ¿Meses, no años? Meses. Ojalá fueran años, no valía ni la tierra que pisaba.
Fui a dar con un amigo de un amigo mío, que según mi amigo original lo sabía todo, pero costaba que lo contara. Era un chino muy joven, ¿qué se le había perdido en Miami? ¿A él o a Ramos? A los dos. A Ramos. Lo demás era cosa de él. Ramos era de la CIA. Todo el mundo lo sabía. Fue de los reclutamientos del 62. ¿No llegó a Estados Unidos en el 65? No, en el 62, cuando formaron la base, la J. M. Wave. Luego sufrió la suerte de la mayoría de ellos, cuando los reventaron porque el 62 cubano les había llenado de topos la Agencia. Pagaron unos por otros, Cuba les salía muy cara. Los desmantelaron, aunque él siguió hablando. No hay fronteras. Empiezas un negocio de armas para la CIA y lo terminas para un grupo de gangsters portorriqueños en New Jersey. Vendes mierda pequeña a los de la DEA, luego se la revendes a los colombianos, y acabas montando una empresa para vender pieles ilegales de cocodrilo porque el negocio apareció a medio camino y así lavas el dinero de unos, informas a otros y comercias con los demás ilusos mortales. ¿Quién eres?, ¿para quién trabajas? Llega un momento en que sólo tú lo sabes. Ya ni siquiera los que te pagan tienen alguna certeza. Los negocios de la Compañía son oscuros como los designios de Confucio. ¿Era yo de la CIA? ¿Eres tú de la CIA? ¿Somos los dos de la CIA? Carajo, si así era, ya hubiera valido la pena que nuestros operadores se hubieran puesto de acuerdo en Langley y no estaríamos perdiendo el tiempo. Hablando de tiempo, son 50 dólares.
Volví a Los Ángeles con la absoluta sensación de que había estado dando vueltas inútilmente. Seguí la investigación por teléfono durante una semana sin sacar nada. De repente, un asistente de uno de los miembros de la Subcomisión del Senado destinada a controlar a la Agencia, me llamó por teléfono, hicimos una cita, estaba en California buscando a la mujer de sus sueños. ¿La encontraba? No, si en el fondo él era gay. ¿Y bien? Me dijo que estaba perdiendo el tiempo, que Ramos era un ratoncito, y que ya no estaba en activo desde hacía años. Si quería una historia interesante, por qué no me metía en el mundo de los jubilados. Había mucha rata suelta. Los habían reclutado, los habían usado en operaciones encubiertas, en trabajo sucio por todo el planeta y ahora ya no sabían qué hacer con ellos, resultaban pésimos oficinistas. Nada que ver con la tradicional fidelidad de los nativos, nada que ver con Gunga-din o los scouts apaches que usaba Charlton Heston. Un par de horas después de despedirnos me llamó a la revista, me pidió máxima confidencialidad y me sugirió que mandara al carajo a Ramos y me dedicara a investigar a Sid Valdés-Vasco, que eso era carne de hamburguesa de Texas. No entendí la metáfora. No le hice caso. No tenía dinero. Me puse a trabajar en un reportaje sobre los problemas del agua entre el norte y el sur de de California, luego en otro sobre la droga en las escuelas primarias de Los Ángeles, luego en una investigación en equipo sobre los negocios de la iglesia católica en Texas y Nuevo México. Por fin, de regreso a casa, una tarde de malhumor en que el tabaco me sabía francamente mal, se me ocurrió mandar un papelito a los de documentación con el nombre Sid Valdés-Vasco. Me devolvieron una foto de Ramos. Divino, todos los caminos llegan a Roma. Incluso los que van a Roma. Comenzaron a llegar papeles a mis manos. Una mención en el libro de Robbins sobre Air America, la línea aérea de la CIA. Valdés-Vasco, Vevé, había sido el organizador de los envíos de armas a los tipos de Savimbi, la guerrilla pro sudafricana de Angola, la UNITA. Más papeles, una mención de su intervención en las relaciones entre DEA y CIA para el asunto de la guerra entre la mafia de verdad y la mafia colombiana y por tanto, todas las conexiones políticas del asunto. Él era el hombre que había negociado a nombre de la CIA con los generales de los cocadólares bolivianos, para que rompieran con Colombia.
Mi amigo del senado me habló de nuevo hace una semana, me dijo: “Ciudad de México, Hotel Presidente Chapultepec, 7 diciembre.”
Y así fue. Llegué, toqué la puerta, le pedí una entrevista, me interesaba la historia de los gunga din, de los scouts apaches, de los que habían hecho las operaciones sucias, los artesanos de la guerra fría a los que luego habían jubilado prematuramente. Sonrió y me tiró un recto a la ceja. No pude ni sacar la grabadora.