VII

“Ahora sabemos que de nada sirve encerrarse, cualquier desastre lleva la muerte al más seguro refugio”

—JOSÉ EMILIO PACHECO

Cuando despertó, estaba acostado en la alfombra y el periodista gringo lo miraba fijamente; la botella de ginebra (¿una nueva?) cariñosamente acunada entre los brazos.

—Tienes pesadillas —le informó Dick.

—Supongo que sí, nunca las recuerdo —dijo Héctor poniéndose de pie y caminando con dificultad hacia el baño.

—¿Cuál es tu canción favorita?

—La bamba, en la nueva versión de Los Lobos, mucho mejor que la versión original de Trini López; aunque la verdad, a ésa le tengo cariño…

El detective metió el rostro en el chorro de agua del lavabo sin atreverse a mirarlo primero. El agua estaba fría. ¿Qué carajo estaba haciendo en Acapulco con un periodista gringo borracho por compañero de cuarto y persiguiendo a un gusano que era agente de la CIA? Había otras diez posibilidades igual de excitantes y de idiotas. Poner una tortería en el centro de Puebla, trabajar como peón en las nuevas excavaciones arqueológicas de Teotihuacán, volverse grupi de la Orquesta Sinfónica del Estado de México y seguirlos a todos sus conciertos, ¡Qué maravilla! Un día en Ocampo, otro en Lerma, al fin, Toluca.

Dick comenzó a hablar con la mirada perdida.

—El calor me vuelve loco. No es de un golpe, es lentamente; te juro que cuando llegué a Acapulco tenía la más seria intención de echarte una mano en esta historia —dijo moviendo la cabeza de un lado a otro, como negando—. Pero no sé, es algo superior a mis fuerzas. Comienzan a llegarme historias extrañas a la cabeza. Me acuerdo de un primo mío que cuidaba delfines en Sea World y me entra una envidia… —¿Qué estamos haciendo aquí? —preguntó Héctor.

—Siguiendo a mi Gary Ramos, al famoso Sid Valdés —Vasco o sea a tu Luke Medina, para ver si nos enteramos qué carajo está armando en México —dijo el periodista al detective, dejándose caer en su cama y sacudiéndose un buen trago de ginebra. Ni su cama ni la de Héctor estaban deshechas, el detective había dormido en la alfombra, el periodista había pasado la noche de pie en la terraza o había salido por ahí después de que volvió Héctor.

—Eso pensaba —dijo el detective poniéndose una camiseta de cocacola.

—¿Usas camisetas del imperialismo? —preguntó Dick.

—Es de cocacola mexicana, fabricada por honestos obreros mexicanos en embotelladoras de ciudades tan sanas, mexicanas y productivas como Iguala o Jalapa, o en rancios suburbios como Tlanepantla —respondió Héctor pensando que la locura podía ser contagiosa.

—Ese cabrón de los delfines sí sabe lo que es la vida —dijo Dick antes de quedarse dormido, la botella de ginebra sostenida milagrosamente en la mano.

Héctor se acercó a él y se la quitó, luego salió al balcón. Medina estaba en la terraza de su hotel. Héctor volvió a entrar al cuarto y tomó los binoculares. ¿Estaba mirando hacia su cuarto? Imposible. Había más de 100 metros. Maldito cubano, hijo de la gran chingada, con esos lentes oscuros nunca podías saber lo que observaba.

A lo mejor Dick tenía razón, el tipo de los delfines se lo pasaba de película.

Héctor acercó la nariz a la botella de ginebra, la olió con cautela. Era dulzón el aroma. A lo mejor podía tirarla por el retrete y luego rellenarla con agua y azúcar y Dick no se enteraría. Recordó una frase de su amigo René Cabrera. Eran frases que le venían de repente a la memoria. René era el mejor poeta de su generación, pero se había empeñado en ser científico, y por ahí andaba en el estado de Veracruz haciendo antropología. Salió del cuarto con la frase bailándole en la cabeza: “Qué suerte tienen los enanos que ven el mundo tan bonito y desde abajo.”

Esperó pacientemente en el loby del hotel de al lado, jugueteando con folletos que ofrecían excursiones del yate del amor, a que Medina apareciera rumbo al comedor; cuando el cubano lo hizo, tomó el ascensor al sexto piso. Buscó a la mujer que andaba haciendo los cuartos y se le acercó sonriente.

—Me dejé la llave abajo, señora, ¿me podría abrir tantito la puerta del 604?

La mujer ni siquiera lo miró. Héctor bendijo la escasa buena fe que aún existe, entró al cuarto de Medina sin mirar para atrás. La libreta que estaba buscando se hallaba sobre la mesita de noche. Antes de ojearla, revisó el billete de avión que estaba en el cajón abierto de la cómoda y una cuarenta y cinco que sobresalía de la maleta entreabierta. El tipo tenía cinco trajes blancos iguales, descubrió al abrir el closet. No debería creer en las virtudes de las lavanderías mexicanas. La libreta, era una pequeña agenda que estaba totalmente en blanco con excepción de una página hacia el final en la que había escritas tres cifras. Se las aprendió de memoria.

En el cuarto de su hotel Dick estaba dormido. Héctor lo sacudió un poco y le leyó las tres cifras.

—¿Qué es esto?

—Las cotizaciones del gramo de cocaína al mayoreo en Nueva York, Los Ángeles y Miami de hace una semana —dijo Dick sin acabar de abrir los ojos.

—¿En serio? No mames.

—Eso creo, a ver, vuélvemelas a repetir. También podrían ser el precio de las cotizaciones para la línea de publicidad en el New York Times, el Miami Herald y el Los Angeles Times.

—Seiscientos treinta y uno, cuatrocientos trece y quinientos dieciocho.

—Carajo, acerté. Dormido soy mejor que despierto —dijo Dick y volvió a sumirse en la pesadilla que el detective le había interrumpido. Héctor lo miró con absoluta desconfianza.

 

Medina volvió a encontrarse con dos de los comensales de aquella noche en una de las discotecas de Garduño. Un lugar sobre la Costera iluminado por reflectores de cuarzo que lanzaban el “aquí estoy” al cielo, y con una música que atronaba a mil metros a la redonda. Observando el tipo de automóviles que llegaban y eran estacionados en la parte de atrás, estaba claro que el lugar llamado “Cleopatra”, se había puesto de moda. Jerome, Medina y Garduño se encontraban en una mesa llena de botellas de champagne, enfrente de la pista y eran, muy seriecitos, los tres únicos miembros del jurado de Miss Bikini Acapulco 88. Héctor pensó que si había algo que entender, a él no le habían pasado la sinopsis. ¿Qué carajo estaban haciendo de jurados de un concurso de belleza tres tipos que se suponía fraguaban un negocio sucio a nivel internacional?

Conforme la noche avanzaba, Héctor los odió un poco más, mientras consumía cocacolas en la barra como desesperado. Estaban votando por la que no era. En el primer round descalificaron a su favorita, una costeña de largas piernas morenas; en la segunda votación dejaron en quinto lugar a la rubia pequeñita de pechos elevados. Eran un trío de cabrones de mal gusto, a los que les gustaban las flacas de portada de Vogue.

Durante un rato, el detective dejó de lado el concurso y los contempló con atención. Parecían los mejores amigos del mundo, se daban codazos, se susurraban cosas al oído, se servían las copas. Se querían muchísimo los tipos, parecían recién salidos de un baile de graduación al final de la preparatoria, donde habían sido los tres más mafiosos cuates, los tres inseparables monstruos. Cuando la ganadora levantó el ramo de rosas rojas y permitió que Garduño le pusiera una banda que decía: “Señorita Bikini 88 Acapulco”, Héctor pensó que la muchachita nunca sabría en manos de quiénes había estado la decisión que la hizo triunfar. De haberlo sabido a lo mejor, en lugar lugar de andar mostrando la pechuga, se hubiera dedicado a vender lotería.

El detective decidió abandonar la discoteca porque sentía que desde el escenario, mientras abrazaba a la ganadora, Garduño lo estaba mirando. Afuera hacía un calor pegajoso, olía mal, estaban recogiendo la basura.

Dick no estaba en el cuarto del hotel. Sobre la taza del baño se encontraba una nueva botella vacia de ginebra. Héctor la quitó para poder mear. Luego se dejó caer sobre la cama y abrió una nueva novela de ciencia ficción que había comprado en el hotel. En algún momento de la lectura se quedó dormido.

Al día siguiente despertó bajo la cama, las dos pistolas en las manos, los dedos engarfiados en torno a los gatillos. Afortunadamente las había dejado con seguro. De no haber mediado tal suerte, se hubiera despachado a todas las cucarachas y mosquitos que había en el cuarto antes de poderse arrepentir. Estuvo un rato con los dos brazos bajo el chorro de agua, alternando la caliente y la fría antes de lograr que la sangre volviera a circular normalmente.

Necesitaba aliados. No podía seguir exhibiéndose con el ojo delator por las noches de Acapulco, iban a terminar por sacarle el ojo bueno que le quedaba y regalárselo a los tiburones, o a los delfines, que para el caso era lo mismo, por muy bien que los amaestrara el primo de Dick. Tiró del teléfono.

Macario Rendueles, el saxofonista, había nacido en Acapulco. Comenzó a marcar una larga distancia a la ciudad de México. Cuando tuvo a su amigo al otro extremo de la línea, descubrió que no sabía muy bien qué preguntarle. Se oían ruidos de todo tipo en el teléfono.

—El Belas, ¿qué chingaos se te perdió en la perla del Pacifico? … Puta madre, que mal se oye. En esta pinche ciudad, ya las ratas hablan por teléfono mientras se comen los cables.

—¿Conoces a un paisano tuyo que se llama Roberto Garduño?, un licenciado. ¿Conoces a alguien que sea de confianza y me pueda contar como anda el bajo mundo por acá?

—Allá es puro bajo mundo, compadre, ¿por qué cree que agarré mi saxofón y me fui a rodar por otros ranchos? Esa pinche ciudad está maldita, güey; no ves que es puro set, puro cartón piedra, la pura apariencia para turistas. Cuando se va el último avión quitan los decorados y quedan las pinches playas vacías… —dijo Macario y comenzó a tocar el saxofón por el teléfono.

—¿Qué te toqué, pinche Belas?

—Una versión libre de Blue Moon.

—Te ganaste una respuesta, mi buen. Háblale a Raúl Murguía, él me contó algo del tal Garduño; la verdad ya no me acuerdo bien qué. Está viviendo en Tabasco, lo encuentras en el Museo de La Venta. ¿Te acuerdas de Raúl Murguía? —dijo el Macario Rendueles y se soltó con una nueva pieza. Héctor le dio de chance los primeros 30 segundos y luego colgó.

Con los acordes de Love for Sale bailándole en la cabeza, Héctor recordó a Raúl Murguía. Habían trabajado juntos un par de años atrás. Era un antropólogo que estuvo en la dirección de los museos del sureste y para evitar el robo de pequeñas piezas, fragmentos de pirámides, idolillos indígenas, había creado una brigada de mayas en motocicleta y con escopeta: la brigada motorizada Jacinto Canek. Los robos descendieron, pero a él lo corrieron de su cargo porque espantaba al turismo. Media hora después lo tenía en el teléfono. La respuesta le sorprendió.

—¿Garduño? ¿El de Acapulco? Claro que sé quién es. Ese cuate es, ni más ni menos, el intermediario de objetos arqueológicos robados más importante de este pinche país. Ese cabrón conoce todos los sótanos en Houston y en Dallas donde tienen piezas que salieron de museos mexicanos. ¿Sabías que está de moda entre los millonarios de Texas tener alguna pieza robada a un museo mexicano? Es de mucho caché. Un día, a mitad de una barbacoa les dices a tus cuates también millonetas que si quieren ver algo. Los conduces por pasillos y puertas acorazadas, todo medio misterioso. Tienes que tener un sótano adecuado para el museo secreto, y ahí, en nicho de terciopelo negro, está una estela maya, o unas joyas de plata teotihuacanas; incluso enmarcados están los recortes de periódico que cuentan la historia del robo, y las páginas del catálogo del museo donde estaba la pieza originalmente. Tienes algo más que una pieza de museo, tienes una pieza roba-da. Eso es muy elegante. Pronto aparecerán en House and Country. Pues ese culero de Garduño es el que organiza las operaciones en México, las grandes, no la basurita. Un día de éstos gana Cuauhtémoc y montamos una policía arqueológica y nos lo chingamos. Ya verás… ¿Tienes algo contra él? ¿Quieres que me dé una vuelta?

—No, no tengo nada, por ahora. ¿Ha habido algún robo importante en las últimas semanas?

—Nada que yo sepa, porque luego estos pendejetes de funcionarios lo ocultan para no quemarse con la opinión pública. Pero se sabría algo… Lo último fue el robo de hace tres años del Museo de Antropología.

—¿Hay algo que se puedan robar en las cercanías de Acapulco?

—La playas, güey. Esos cabrones son capaces de ir todos los días con una cubetita a la playa y estarse chingando la arena —dijo Murguía.

Héctor salió al balcón. ¿Un robo arqueológico? Medina estaba en su terraza tomando el sol. ¿En qué estaría metido el tipo éste? Héctor fue a buscar los binoculares. Medina se quitó los lentes oscuros con un gesto desenfadado. Ahora sí, Héctor no dudó, el cubano lo estaba mirando. El detective retrocedió hacia el interior de su cuarto. El aire acondicionado estaba helado, se dijo. Luego fue hasta los controles y descubrió que esa mañana no lo había encendido.

Se acostó con el ojo muy abierto a contemplar el techo del cuarto. Después de todo, no se dormía mal abajo de la cama, pero no era ninguna mala idea, ahora que estaba en sus cinco sentidos, bajar un par de almohadas.

 

—¿Quieres conocer de cerca a Jerome? —le había preguntado Dick y Héctor no había respondido nada, con lo cual el periodista norteamericano había entendido que sí.

Si entonces pareció una locura, ahora se veía claro que había sido un caso de absoluta pendejez. Por segunda vez estaba a descubierto. La primera vez cuando le puso la 45 en la cara al cubano para defender a Dick, ahora, sentado al lado de la alberca del Villa Vera tomándose una cocacola con limón mientras Dick contemplaba al gringo en silencio, con una ginebra doble en las rocas entre ambos.

—Es un verdadero placer verlo —dijo Jerome rompiendo el silencio.

Dick asintió con la cabeza y con un gesto encargó al mesero una nueva ginebra aunque la primera estaba sin empezar. Jerome no podía concentrar la mirada, los ojos parecían escaparse y no fijar el foco; o estaba muy cansado o andaba hasta el culo de cocaína; vestía un traje blanco de tres piezas y jugaba con unos lentes oscuros. A Héctor comenzaban a molestarle los lentes oscuros, parecían el obligado uniforme tropical del enemigo.

—Tienen una operación en marcha en México —afirmó Dick y como si la cosa no fuera muy importante, se dedicó a sorber su ginebra y a mirar a un par de mujeres que jugaban al tenis sin mucho ánimo unos metros más allá.

—Si así fuera, yo no soy el más indicado para decirlo, me he retirado, me dedico a los negocios particulares —dijo Jerome.

—No existen los negocios particulares. Existen los negocios de la Compañía. Y los negocios de la Compañía si bien recuerdo, son todos sucios. Ustedes los reaganianos piensan que todo lo que no se mueve o no habla, en cualquier esquina del mundo en que esté, es botín y de vez en cuando ni esa regal respetan y se dedican a la cacería de esclavos. Practican el arte del patriotismo mezclado con el arte del comercio internacional.

—No hay nada peor que un periodista que piensa que es inteligente.

—Vamos, Jerome, dígame qué es esto que tienen caminando en México, y así cuando los demócratas empiecen a crucificar a sus jefes, usted siempre puede salirse del uniforme de centurión romano y decir que a usted la historia no le gustaba, y que por eso se la filtró a la prensa. ¿Cómo cree que llegué yo hasta aquí? Porque otro amigo suyo me dio el soplo.

—No sé cómo apareció usted en Acapulco. Pero esto no es Los Ángeles. Le haría un favor si le sugiero que no se meta en asuntos mexicanos. Aquí la gente es muy susceptible.

—Ustedes tienen una operación caminando en México. Jerome, no sea malo y cuénteme algo más de lo que ya sé.

—¿Y qué es lo que sabe?

—Los periodistas no filtramos información. Le recuerdo las reglas: Los agentes de la CIA filtran información, los periodistas la recogen y hacen escándalos. ¿No es así?

—Si usted sabe de algo que vale la pena, le sugiero que se siente a la máquina de escribir. Me encantará leerlo. Probablemente no me crea, Dick, pero yo he sido uno de sus mejores lectores —dijo Jerome poniéndose de pie.

Héctor hundió la cabeza en su cocacola. A lo mejor nadie se daba cuenta de que había estado ahí.

—¿Y en qué trabaja ahora, Jerome? Me encantará citarlo textualmente.

El agente de la CIA les dio la espalda sin molestarse en responder y se alejó.

—Vamos a ver al policía que canta boleros, al hombre de negocios que roba joyas arqueológicas y al marino que cosecha aceite de coco —dijo Dick, y se bebió lo que le quedaba de la ginebra de un trago, luego resopló y se despachó el otro vaso lleno. Héctor lamentó que a él no le gustara la ginebra y se bebió su cocacola tímidamente. Este güey estaba absolutamente loco. Tan loco que sus propias locuras palidecían. Si seguía con él en el baile perdería hasta el estilo.

 

Héctor Belascoarán se metió al mar y comenzó a nadar hacia la nada. Había dejado al periodista frente a la parada de taxis del hotel. Él no iba a dar la cara otra vez. Tenía abundantes argumentos lógicos, pensaba mientras nadaba hacia el centro de la bahía, pero tenía sobre todo argumentos viscerales. El método Genghis Kan podía haber sido útil alguna vez. Llegas, les dices que son una bola de putos, simplemente idiotas, que ya lo sabes todo, y esperas que reaccionen. Pero no era muy práctico si uno trataba de conservar su salud. Suspendió el ritmo de sus brazadas y comenzó a flotar de espaldas. Una ola, producto de una lancha rápida que arrastraba a unas esquiadoras en bikini a unos 100 metros, lo desestabilizó un instante, luego volvió la placidez, el ojo cerrado para escapar del sol quemante. Salir a la luz era una burrada, los ponía en estado de alerta, les calentaba la dona, los agitaba, los invitaba a darte dos tiros en la cara y rasgarte un pulmón con un cuchillo de cocina, les gustabas para testigo desaparecido, cadáver sin nombre, pinche difunto sin velorio. Héctor volvió a nadar. En Acapulco no había tiburones desde hacía años. Si seguía en esa línea con un poco de tesón podría llegar a Hong Kong, adoptar un nuevo nombre, esperar que el último fragmento del imperio británico se desmoronara y poner una taquería en China socialista. No era tan absurdo como parecía a primera vista.

Siguió nadando.

A ver, que probaran esa bola de putos traficantes de mundos a seguirlo. Sólo por el rastro que iban dejando sus meadas en el océano. Aumentó el ritmo de la brazada.

Todo el problema era tener un proyecto, un destino. Darle un sentido a cualquier cosa. Apretar los dientes. No hay que abrir la boca para pensar mientras se nada. Descansó un rato flotando de espaldas. La playa estaba haciéndose diminuta. No había barcas ni veleros dándole la lata. No había ni siquiera un barquito de guardacostas que le pidiera sus papeles para dejarlo salir de México. No era una forma tan idiota de desaparecer de cualquier historia. Volvió a nadar, ahora casi enfurecido, hacia el interior del océano.

Uno de sus yos le dijo: “¿Te estás suicidando? El otro le contestó: “¿Y si es así qué pedo?” “No, nada”, dijeron ambos simultáneamente. Siguió nadando. Ya nunca más tendría que dormir debajo de las camas.

 

Dos horas después lo depositaban en la playa unos fornidos acapulqueños del servicio de salvavidas del municipio. Lo habían salvado milagrosamente de que se ahogara. Todavía traía tieso un muslo de los calambres y había tragado agua como para que las siguientes doscientas cocacolas le supieran saladas. Estaba de mal humor, si el Océano Pacífico, que era cabrón, no había podido matarlo, mucho menos la bola de pendejetes aquéllos. Trató de ponerse de pie ayudado por uno de los salvavidas.

—¿A dónde chingaos quería ir, joven? Para allá es océano abierto.

—A Hong Kong, mano —respondió el detective.

—Ves güey, te dije que Hong Kong estaba para allá —le dijo el salvavidas a su compañero, señalando el sol que se metía sobre el mar, manchando el azul de un naranja intenso.

Héctor subió al elevador tratando de sacarse agua del oído y recordando las tres versiones de su testamento que había escrito en la cabeza.

Cuando abrió la puerta del cuarto se paralizó. Dos tipos forcejeaban con Dick cerca de la terraza. Estaban tratando de tirarlo. Uno de ellos le golpeaba la mano que se asía al barandal con un cenicero; no lograba hacer que se soltara. Héctor retrocedió un paso dejando la puerta abierta. No lo habían visto.

—Quieto, cabrón. Suelta ahí —gritaba uno de los tipos, vestido con una sudadera de rayas azules gruesas, de las que habían hecho popular los gondoleros venecianos. Dick le tiró un puñetazo que le acertó en el bajo vientre.

El otro personaje, un güero chaparrito, sacó una navaja.

—No lo vayas a picar, pendejo, tiene que ser sólo de golpes —le dijo el de la camisa de veneciano.

Héctor dio un segundo pasó atrás. El forcejeo estaba acercando a Dick al vacío. El Chaparro guardó la navaja y le dio una patada al periodista en el muslo. Éste se dobló, deslizándose hacia el suelo. Héctor retrocedió un poco más quedando fuera de la visión de los asesinos. Apoyó la espalda a la pared. Contó hasta diez. Luego se decidió y entró al cuarto caminando normalmente. Llegó al lado de la mesita de noche. No lo descubrieron hasta que había sacado ya la 38 y amartillaba.

—¡Cuidado, ahí está el otro! —gritó el Chaparro.

El veneciano apócrifo se distrajo un momento y Dick le clavó la cabeza en el estómago. El tipo se dobló, Dick le quitó el cenicero de la mano y lo golpeó con él en la mandíbula; el tipo empezó a sangrar mientras se deslizaba al suelo. El Chaparro había quedado hipnotizado por la pistola de Héctor.

—Me va a dar un pinche gusto matarte, como no tienes idea, mano —le dijo el detective.

Dick estaba reponiéndose tirado en la terraza. A su lado el hombre de la playera a rayas trataba de controlar la sangre y el desmayo haciendo profundas aspiraciones.

—Tardaste demasiado, ¿qué andabas haciendo? —le preguntó Dick al detective.

—Estaba yendo a Hong Kong, amigo —dijo Héctor tratando de que no se le notase que la mano le temblaba—. ¿Quién los mandó? Cuento hasta tres y disparo, me vale madre si me manchas de sangre la colcha —le dijo al Chaparro que había perdido el habla.

—El jefe Julio Reyes, fue un trabajo, un encargo pues, no es cosa nuestra. Ni nos iba a pagar, era de una que le debíamos.

—Si los tiramos, ¿a dónde van a dar? —le preguntó Héctor a Dick. Éste se asomó a la terraza.

—Si brincan duro, con suerte van a dar a la alberca, si les falla el cálculo se hacen mierda contra el asfalto.

—¿Hay riesgo de que le caigan a alguien encima?

—No, no hay paseantes.

—Pues ya saben, depende del tino —le dijo el detective al Chaparro y le clavó el cañón de la 38 en el estómago.

—Éste no sabe nadar —dijo del veneciano de tercera división, que se había acercado a su compañero a la busca de ayuda y se sostenía de su pantalón.

—Eso, haberlo pensado antes —contestó Belascoarán empujándolo de nuevo.

—Lo mejor es que usted haga su medida —le dijo Dick en español al tipo.

Héctor ayudó al sangrante hombre de la camiseta a rayas a que se sentara en el barandal.

—No se les olvide tomar impulso —dijo Dick calculando con la vista dónde iban a caer y moviendo la cabeza como si no les diera muchas posibilidades.

—A la de una…

Los dos tipos desaparecieron en la nada.

—Sospecho que se van a romper algunos huesos.

—Sólo son seis pisos —dijo Héctor y comenzó a temblar. Arrojó el revólver sobre la cama e intentó que la mano dejara de sacudirse sosteniéndola con la otra. Un par de lagrimones se le salieron y comenzaron a deslizarse por las mejillas. Dick estaba tratando de averiguar si no le habían roto los huesos de la mano derecha con los golpes del cenicero y no se dio cuenta de lo que estaba pasando. Cuando miró al detective, descubrió que Héctor estaba a punto de desplomarse.

—Déjese caer sobre la cama. Voy a buscar una botella de ginebra. Creo que me rompieron una costilla.

—Ginebra no me gusta —dijo Héctor en medio de las lágrimas.

—Usted se la pierde, caballero —contestó Dick.

 

Los clavadistas mágicos no deberían haber muerto, porque nadie en el hotel les hizo el comentario y porque cuando bajaron a la piscina no vieron que nadie estuviera baldeando las manchas de sangre en el cemento. La pequeña orquesta estaba ensayando, afinando instrumentos. Héctor se preguntó con qué bossa nova empezarían. “Corcovado” estaría muy bien. Pidieron dos langostas a la plancha para celebrar la supervivencia.

—¿No te sabe medio rara la tuya? —preguntó el periodista.

—La mía fue la primera que te comiste —contestó Héctor.

Una hora después estaban en el hospital de emergencias del IMSS de Acapulco, Dick estaba al borde de la muerte por un envenenamiento. Héctor no había podido comer su langosta, el estómago estaba cerrado, y se había limitado a tomarse un par de litros de jugo de piña, por eso estaba afuera contemplando.

Mientras rondaba por las afueras de la sala de cuidados intensivos, y cada vez que se abría la puerta podía observar cómo un grupo de médicos se movían sobre el cuerpo del periodista llenándolo de sondas, Héctor, que ya no creía en las casualidades, decidió que desde ese momento iniciaba una huelga de hambre. No tenía ninguna intención de que lo envenenaran.