“—¿La justicia pierde?
—Sí, de vez en cuando.”
—JUSTIN PLAYFAIR A MILDRED WATSON (“They Must be Giants”)
La nostalgia pasa por tres fases, una primera, en la que los recuerdos están tan cercanos, son tan próximos, tan en tercera dimensión, que pueden evadirse con un buen dribling, una buena finta que los deja atrás retorciéndose en el pasado. Luego vienen los días en que la memoria hiere como un mal dolor de cabeza y las escenas reviven y resuenan como tambores en mitad del cráneo. Al fin, la nostalgia se vuelve bobalicona, triste, dolorosamente amable. Persistente en cambio. La convocan las gotas de lluvia deslizándose rotas por los cristales, el viento sacudiendo las ramas de los árboles, un columpio solitario que oscila en el parque, todos los lugares comunes de la soledad. Pero ésa, no por blanda es menos pertinaz, menos malévolamente cancerígena.
Héctor sabía bastante de nostalgias y las había venido llamando a su cabeza en el vuelo de regreso. Todas ellas acudieron al galope cuando el avión comenzó a sobrevolar la ciudad de México. El gran espectáculo del interminable dibujo de luces de colores lo conmovió y un par de lágrimas se le salieron del ojo bueno. Los erráticos dibujos geométricos, el gran tapiz de luz, las líneas verdes recortando la ciudad y las cosas creciendo en el descenso, las torres, los parques, al fin la selva de las azoteas.
El único problema es que la nostalgia operaba en el vacío. No se podía volver a lo que no existía. La ciudad que había sido suya se había escapado hacia la nada en algún momento de los últimos meses. No se puede volver a lo que no existe aunque sí se puede añorar lo que se tuvo.
Aparentemente había vuelto a la ciudad de México para reencontrarse en territorio seguro, y descubría algo que había sabido siempre. Si existía algún territorio inseguro era éste. Los miedos que lo acompañaban nacieron aquí.
Dick se había quedado en Acapulco, reponiéndose, metido en un hotel de Puerto Marqués con nombre falso, tapadera de cantante de rock en reclusión post alcohólica y contradictoriamente acompañado por media docena de botellas de ginebra, y el fiel juramento de que no se las iba a beber todas el primer día. Héctor sentía que lo había dejado tirado atrás de sí. También se había quedado Medina, y la verdad es que le importaba un güevo. El propio Medina se encargaría de que la justicia le llegara y amanecería algún día tirado en un callejón de mala muerte con dos tiros en la espalda y con una expresión asombrada en el rostro, porque después de todo, ni siquiera él era inmortal. Adiós Medina.
Estaba lloviznando. Tomó un pesero. El DF parecía más borroso que de costumbre visto a través de los cristales. Héctor regresaba a la misma ciudad que a ratos le parecía otra. La misma ciudad… Cuando el coche se detuvo ante su casa en la colonia Roma, la llovizna se había vuelto chaparrón. En cinco metros se empapó. En la puerta de su departamento, mientras se sacudía el agua como perro, encontró prendida una nota: “Me urge verte. Carlos.”
Entró a la casa sólo para conseguirse una gabardina. En la puerta del refrigerador una nueva nota: “Los patos están bien, les doy de comer todos los días, son unos marranos. Están abajo de tu cama. Alicia.”
Abrió la puerta de la recámara sin hacer ruido. Los patos rápido lo detectaron y se acercaron precedidos por los cuacuás. Héctor les sonrió. Sí ellos dormían debajo de la cama tal vez él tendría que dormir arriba, y se quitaba de una puta vez, por causas funcionales, tanta pinche paranoia de encima.
Volvió a la lluvia.
Carlos estaba en la cocina, tomándose un café con leche y sopeando un par de cuernos en el tazón.
Le tendió a Héctor una fotografía.
—¿De dónde salió esta foto? —preguntó el detective.
—¿Lo reconoces? Me dijeron que lo reconocerías.
—Sí, llevo mirándolo una semana. Está más joven, pero es el tercero de derecha a izquierda, al lado del gringo que lleva el M1 y del soldado que trae el radio de campaña… ¿Cuántos años tenía en esta foto?
—Calcula. Es de 1967.
—Veintiocho entonces… ¿Y el lugar?, he visto este lugar en otras fotos, hace tiempo.
—Es un pueblito de Bolivia. ¿Reconoces la escuela de adobe con techo de zinc? Esa foto debe haber dado la vuelta al mundo dos mil veces en una semana. Es la escuela de la Higuera, el lugar donde mataron al Che.
—¿Y qué hacía Medina ahí? ¿De qué es el uniforme? ¿Cómo se llama según tú el tipo éste que está en la foto? ¿Tuvo algo que ver en la muerte del Che?
—Sí, tuvo que ver con la muerte del Che. La foto está tomada en la Higuera, el nueve de octubre del 67. Trae el uniforme de los rangers norteamericanos que entrenaban al ejército boliviano. Pero él no era ranger, era un agente de la CIA que había llegado a Bolivia desde agosto del 67 con pasaporte norteamericano. ¿Ves lo que tiene colgando del hombro?
—Sí, es una cámara de fotografía, con un angular. ¿Es un gran angular?
—No, es un macro; la cámara, si te fijas bien, es una nikon. Con esa cámara fotografió el diario del Che. Estaba tomándole fotos al diario en la casa de un telegrafista que se llamaba Hidalgo cuando el suboficial Terán entró a la escuela y disparó las dos ráfagas que mataron al Che… Antes este hombre había interrogado al Che a solas. El Che estaba herido, tirado en el suelo de tierra, tu amigo lo abofeteó, el Che trató de levantarse, pero estaba herido en una pierna, el cubano salió corriendo de la habitación, le tenía miedo.
—¿De dónde sacaste la foto?
—Me la dio un amigo —dijo Carlos—. Un cuate que conoce a este tipo que antes de llamarse Prado en Bolivia se llamaba Lázaro… —Carlos consultó unas notas que tenía en un pequeño papel—… Barrios y que fue portero de un cabaret en La Habana y chivato de la policía de Batista. Y luego fue Gary Ramos, ciudadano norteamericano y agente de la CIA. Me dijeron que ahora se llama Luke Medina, que tú sabrías algo de eso.
—¿Quién te dijo?
—Un amigo de un amigo de los cubiches. El que pasó la foto y el recado.
—¿Cuál es el recado?
—Que el tipo que estás siguiendo, después que mataron al Che, entró en la casa y le cortó las manos al cadáver.
—¿Ése es el recado?
—Ése es el recado, que el tipo que estás siguiendo, después de que ametrallaron al Che, entró a la casa y le cortó las manos al cadáver.
Héctor se quedó pensando, mirando sin ver a Luke Medina que parecía estar contento en la fotografía.
—¿Los cubiches?
—Los cubanos.
—¿Lo están siguiendo?
—Vaya usted a saber —dijo Carlos—. Yo paso un recado. Así de misterioso es el asunto. Llega un cuate al que le tengo mucha confianza y dice, pásale un recado a tu hermano. Oigo el recado y le pregunto de dónde viene, y él dice: de los cubiches. ¿Seguro? le digo y él dice que segurísimo. Yo te dejo una nota y te paso un recado. Ahora que se me está antojando echarte una mano y romperle la madre al tal Gary Prado.
Héctor tomó la fotografía entre las manos y le dio vueltas. Luke Medina-Gary Ramos-Prado-Vasco-Lázaro Barrios sonreía a la cámara, los dientes blancos llameaban al sol, los lentes oscuros levantados sobre la frente. Un poco retador, guaperas, ganador de lotería, traficante de blancas en ocupación bélica temporal… Tras el grupo se adivinaban las manchas verdes de las montañas, por encima de las tejas y las míseras paredes de piedra de las casas. Por algún lado debería estar el cadáver del Che.
—¿Te dijeron algo más, te dijeron que querían verme?
—Sólo el recado.
Héctor caminó hasta el refrigerador de su hermano y buscó un refresco, pero traía la cabeza en otro lado, en otros años…
Los patos habían hecho el milagro: estaba durmiendo encima de la cama. Eso fue lo primero que observó. Luego sonó el teléfono.
—Llega de la ciudad de México en el vuelo de Mexicana que viene de Acapulco, a las doce de la noche —dijo Alicia.
—Gracias —contestó Héctor.
—Los patos…
—¿Quieres hablar con ellos por teléfono?
—No, sólo me preguntaba si los encontraste bien.
—Sí, perfecto.
Se hizo un breve silencio, luego ella colgó.
Héctor se quedó en la cama acabando de despertar. Medina lo seguiría a él fin del mundo. Nunca podría librarse del tipo que paseaba en sus maletas las manos ensangrentadas del Che Guevara. Había llegado la hora de visitar al siquiatra.
—¿Por qué no se lo chinga y ahí muere el asunto?
—Porque si me lo chingo, nunca voy a saber a qué vino a México. Además, supongo que uno no anda matando gente por ahí…
—Y además se culea de ejecutarse a un cristiano en frío, ¿o no? —preguntó Gilberto Gómez Letras.
—Me anda rondando la cabeza de que a lo mejor me matan a mí primero —respondió Héctor.
—Ni madres, ya basta de que a usted lo agujereen todas las veces.
—¿Verdad? Eso es lo que yo digo.
—¿Por qué no me deja que le ordene este desmadre que trae en la cabeza? A lo mejor hasta yo lo entiendo.
Estaban en el café de chinos, habitual base secundaria de operaciones. Atardecía. Héctor no había subido a la oficina, se había sentado a meditar allí y se había encontrado con Gilberto. El mejor compañero de oficina del mundo, un tipo que lograría que lo extraño pareciera normal. Gilberto se encargaría de que nunca se olvidara de que el país era real, de que las historias que se le cruzaban por la vida eran reales, de que todo era tan real que lo único irreal era uno mismo. De que la realidad era real aunque no lo pareciera.
—Usted tiene a un güey de la CIA, que anda de mamón por Acapulco y que el hijo de la chingada hasta se roba un cacho de pirámide para dársela a los gringos… Eso hacen esos culeros. Se roban las pirámides de a poquito porque quieren ponerlas en San Antonio, eso me dijo mi cuñada, y ya que las tengan allí van a decir que los aztecas pasaron primero por Estados Unidos, y nomás unos pinches aztecas de segunda fueron los que vinieron a México; unos pinches aztecas culeros, primos pobres de los que se quedaron allá que son los aztecas chingones… Y entonces usted tiene al güey ése y no sabe qué hacer con él… —dijo Gilberto.
Héctor asintió.
—Ese güey quiere chingarse a la patria —dijo Gilberto.
Héctor asintió con la cabeza.
—¿Pero hay más cosas, verdad? Entonces lo secuestramos y le hacemos algo cabrón, como darle de comer puros tamales, ni una cerveza, ni nada, y no lo dejamos cagar y en cinco días ese güey nos cuenta hasta cómo se llamaba la pinche madre de la abuelita del héroe de la patria de esos güeyes, el coronel Wellington, el que se chingó a los franceses en Waterloo.
Héctor se le quedó mirando fijamente.
—Lo que yo creo, es que usted no sabe qué es lo que quiere hacer —sugirió Gilberto mirando como Héctor trataba de sonreír y no le salía.
—Algo hay de eso —repuso Héctor.
—Ya se me hacía a mí. De cualquier manera es mejor verlo sin saber qué hacer, que comiendo pito, como se la había pasado desde hace unos meses.
—Ahí le dejo la cuenta —dijo Héctor poniéndose de pie.
—Buenos, los detectives de antes, los de ahora valen para pura verga —dijo Gilberto a modo de despedida.
Héctor no se dio por aludido. En la calle paró un taxi y salió rumbo al aeropuerto. Medina parecía una novia engañosa que nunca se dejaría atrapar. Nuevamente el miedo apareció en su vida. Mientras el taxi recorría el Viaducto, el detective trataba que las manos dejaran de sudarle sin lograrlo.
Esta vez, Medina no viajó del aeropuerto a un hotel, sino que tomó un taxi que lo depositó ante una casa elegante en Las Águilas. La puerta la abrió una sirvienta, pero unos metros más allá, Héctor, metido en el interior de otro taxi, creyó adivinar a espaldas de la sirvienta un rostro conocido. ¿De quién carajo era la cara entrevista? Afortunadamente el taxista era un hombre de pocas palabras y no se empeñó en hacerle plática, mientras en torno del automóvil caía una lluvia torrencial.
—Ya está saliendo el güey ése, jefe —dijo el taxista servicial despertando al detective de un codazo.
Cierto, Luke Medina se acercaba a un radio taxi acompañado por el dueño de la casa que lo cubría con un paraguas. Héctor trató de concentrarse en el personaje que seguía al cubano. Regordito, con bigote cuyas puntas se alzaban. Alguna vez había topado con él, lateralmente, en otra historia igual de jodida que ésta. Se llamaba Ramón Vega y era el dueño de la única cadena importante de revistas pornográficas del país. Por cierto, era también de origen cubano.
—¿Lo seguimos? —preguntó el taxista ya de lleno en su papel.
—Hasta su hotel, y luego a dormir —contestó Héctor bostezando.
Luke Medina no se llamaba Medina, sino Gary Ramos, y a su vez había sido Lázaro cuando era portero de cabaret y temporalmente Prado, cuando estaba uniformado de ranger, sin que eso le impidiera en la tortuosa historia de Dick haber sido Valdés-Vasco, conocido como Vevé.
Pero Medina que no se llamaba Medina, estaba montando una gran operación de la CIA en Acapulco, y también cotizaba las dosis de cocaína, era juez de concursos de belleza, le había cortado las manos al cadáver del Che, desayunaba con un ladrón de piezas arqueológicas y visitaba de noche al zar de la pornografía, que por cierto era paisano suyo; tenía de compinche a un subjefe de la judicial de Acapulco y a un marino de guerra retirado, vestía trajes de lino blanco, de los que tenía seis guardados en el closet y había asesinado a la hermana de Alicia.
A estas alturas del resumen, Héctor no estaba muy seguro de si quería romperle las dos piernas con un bat de beisbol u ofrecerle la gerencia de planeación de Imevisión o Televisa, los monopolios televisivos mexicanos. Sin duda lo haría bien. Probablemente también sería apto para manejar las relaciones públicas de algún candidato del PRI a senador o sería un buen gerente de una cadena de supermercados. El versátil Medina, el cloaquero Medina, el inescrutable Medina detrás de sus pinches lentes oscuros.
La curiosidad tenía límites, si uno abusaba de ella, agotaba. Si las dudas eran ya más que las preguntas no apetecía contestarlas sino olvidar el crucigrama, tirarlo a la mierda por demasiado complejo y dedicarse a llevarle flores a la vecina del siete que se acababa de divorciar, tenía un hijo en edad de cuna y lloraba en las noches a moco tendido.
Por otro lado las posibilidades de Héctor como perseguidor estaban más que agotadas. A no ser que el Medina hubiera sido entrenado en la escuela de espías de Disney World tendría que tenerlo bien reconocido, y si aún así persistía en sus movimientos, es que le importaba un güevo que Héctor lo siguiera. Medina debería estar ya harto de ver a un tuerto de gabardina pisándole la sombra, y si no lo estaba, peor tantito, quería decir que la pinche movida que la CIA estaba montando en México, era tan grande, tan grande, como que se iban a robar la estatua de Tláloc, con todo y sus 11 toneladas y estaba previamente pactado con el presidente de la República y con el Fondo Monetario Internacional que servía de aval en la operación.
Eso pensaba Héctor ordenadamente, contra sus caóticas costumbres, mientras esperaba a que Médina se subiera a un avión de Mexicana de Aviación que lo llevaría a Morelia. Alicia le había avisado a primeras horas de la mañana, y Héctor más fiel a la rutina que un funcionario público amenazado con recorte de personal, acudió a la cita. De cualquier manera poco había podido dormir en una noche de relámpagos. Se le había metido en la cabeza que era la noche del diluvio y quería ver la inundación que acabaría con el DF de una vez y para siempre.
No había sido para tanto. Sólo algunas casas caídas, doscientos damnificados en una colonia donde se había desbordado un canal del desagüe y dos muertos al ser atrapados en el Periférico dentro de un automóvil.
Medina, ni siquiera parecía mojado. Héctor decidió dejarlo correr por el país en solitario. Media hora después se comunicó a Morelia y le pasó los datos del cubano a un actor de teatro retirado amigo suyo y le pidió que lo checara en nombre del amor al arte. Sorprendentemente, su amigo el actor le llamó a la mañana siguiente, le dijo que Medina volvía al DF, y le contó que su paso por Michoacán había sido breve. De Morelia había viajado en automóvil al mar, por carreteras casi intransitables. Se había detenido en un pequeño pueblo de pescadores cerca de la frontera con Guerrero, y luego de regreso. El actor no había seguido a Medina, se había limitado a preguntarle al chofer del taxi turístico que lo llevó.
—¿Y estuvo mucho rato mirando el mar, Marcelo? —preguntó Héctor.
—Un buen rato —contestó su amigo por teléfono—. Él, y el jefe de la policía del estado, que era quien lo acompañaba.
—Mierda —dijo el detective al teléfono después de que su cuate colgó.