“Imaginémoslo un solo instante: Las clases sociales en la cabeza de Kandinski. La negación de la negación en la cabeza de Dick Tracy”
—ROQUE DALTON
No hay como ignorar quién es víctima y quién es verdugo. El miedo entonces, no sólo tiene que ver con los peores presentimientos de qué es lo que vas a hacer si te descuidas, también tiene que ver con que no sabes en qué lugar estás y qué dirán de ti tus amigos cuando te encuentren muerto. El miedo, pues es una forma de reflexión, una forma de pensamiento. Útil, poco práctico.
¿Quién estaba persiguiendo a quién? ¿Estaría Ramos-Medina jugando con ellos? ¿Qué puto sentido podría tener todo esto? ¿Los tipos que habían intentado seguirlo en las afueras del hotel lo estaban esperando? ¿Los tenían reconocidos, ubicados, instalados con nombres, casas, direcciones? ¿Estaban simulando que los seguían pero no era así, sino que querían que pensaran que los seguían pero el detective y el periodista habían podido despistarlos? ¿Podían despistarlos?, ¿o en realidad los tenían constantemente bajo el lente del microscopio?
Héctor caminó las tres últimas cuadras hasta llegar a la esquina de su casa mirando cada dos minutos por encima de su hombro. Un dolor nervioso comenzó a pegarle en el riñón izquierdo. No era una nefritis, era simple y vulgar miedo.
La luz de su departamento estaba encendida. Al carajo. Por él podían quedárselo y que ellos, quienquiera que fuesen, se hicieran cargo de alimentar los patos. Cuando estaba a punto de irse a dormir a la estación de autobuses del norte, y con un poco de suerte tomar uno hasta Ciudad Juárez, Alicia se asomó a la ventana. Viernes custodiaba la isla desierta, se dijo Robinson. Subió las escaleras más tranquilo, aunque conservando una pequeña duda en un rincón de la cabeza, que le hizo sacar la 45 y tocar con ella la puerta de su casa.
—Le estaba dando de comer a tus patos —dijo Alicia sonriente, sin hacer caso de la pistola.
—Sí, ya vi que lo has estado haciendo… Por cierto, tú nunca tuviste una hermana…
—¿Y eso de dónde lo sacaste? —preguntó Alicia mirándolo con cariño. Parecía haber salido directamente de los 60, diez minutos después de un concierto de Joan Báez. Jipiosidad, aunque sin exagerar. El pelo suelto deslizándose de un lado a otro de la cabeza mientras se movía por el cuarto, una blusa tehuana y una falda blanca muy amplia.
—Nomás, por ahí, sumando —Héctor se dirigió a la cocina, buscó en el refrigerador y descubrió que le quedaban menos de media docena de cocacolas. Tendría que comprar—… Tú que me contratas y le das de comer a los patos, bien podrías llenar el refrigerador de cocacolas.
—¿A cuenta de honorarios?
—Algo así —dijo Héctor dejándose caer en la alfombra—. ¿Trabajas para los nicaragüenses o para los cubanos?
—¿Te importaría mucho? ¿Cambiaría algo?
—A veces pienso que me meto en estos líos por curiosidad. Que cuando se te olvida cómo empezó una historia, siempre queda la curiosidad de saber cómo terminará. Bueno, pues por eso, por curiosidad.
—Para los nicas… Y tenía una hermana. Lo que te conté de Medina es cierto, él la mató.
—¿Trabajaba ella también para los nicaragüenses?
Alicia no contestó.
—¿Tú crees que me podrías conseguir una foto de ésas de Sandino con el sombrero enorme y sonriendo, de esas que hacen en los carteles del aniversario?… Siempre quise tener una —dijo Héctor y caminó al tocadiscos. Ni Stardust ni boleros. La novena de Beethoven de menos.
Alicia avanzaba hacia la recámara quitándose la blusa.
—¿No se te ha ocurrido pensar que puedo tener una enfermedad venérea? ¿Podrías consultar, no? —le gritó Héctor.
Alicia volteó en el pasillo y le sonrió. Héctor confirmó que tenía los pechos mirando hacia el exterior. Subió el volumen cuando la sinfónica de Filadelfia atacaba los primeros acordes y le dijo adiós al miedo por algunas horas.
—¿Y ésta quién es?—preguntó la muchacha de la cola de caballo séñalando a Alicia, que dormia desnuda y sin tapar al lado del detective.
Héctor abrió el ojo sano, olfateó tormenta y dijo:
—Se llama Alicia, este mes es mi patrona, trabajo para ella —se sacudió las lagañas, la niebla comenzaba a desaparecer.
La muchacha de la cola de caballo abrió la ventana, la luz lo cegó totalmente.
—¿No le da frío dormir así? —le preguntó la muchacha de la cola de caballo a Alicia.
Había entrado de repente y venía con un par de maletas, que dejó a un lado de la cama. Una de sus botas negras pateó el pie descalzo de Héctor que sobresalía entre las sábanas.
Alicia estaba despertándose, y trataba de cubrirse un poco la desnudez mientras lo lograba. Un pecho puntiagudo se escapó de la sábana.
—Entonces, ¿en qué quedamos, quién es esta señora? —preguntó la muchacha de la cola de caballo.
—Es mi mamá —dijo Héctor.
—Tu rechingada madre —amplió la muchacha de la cola de caballo. Radiante, con la frescura del amanecer en el rostro, sin huellas del viaje encima, maliciosamente sonriente.
—Perdón si interrumpí algo —dijo Alicia buscando en la mesita de noche una cajetilla de cigarrillos que no estaban por ahí—. Perdón, pero anoche cuando yo llegué, no había nadie más de este lado de la cama.
—Bueno, m’hijita, ya llegaron los titulares, es hora de que los suplentes salgan de la cancha —dijo la muchacha de la cola de caballo, y comenzó a desvestirse.
Héctor se puso a buscar los mismos cigarrillos que no estaban por ahí, sin atreverse a mirar a ninguna de las dos mujeres.
—La verdad es que no me gusta despertarme así —dijo Alicia saltando de la cama. Caminó al baño recogiendo su ropa. Luego giró la cabeza—. Que tengas suerte —le dijo a Héctor.
—Belascoarán, como me digas que me extrañaste, te boto el ojo bueno de una patada —le dijo a Héctor la muchacha de la cola de caballo.
—Te extrañé —respondió Héctor mirando hacia aquella muchacha de cola de caballo, que sonriente terminaba de desabrocharse el último botón de la blusa verde pistache y sonreía mostrándole simultáneamente un brasier lila y dos hileras relucientes de dientes.
—Anda, hazte a un lado —dijo ella quitándose la falda.
Héctor encontró al fin los cigarrillos en el suelo de su lado de la cama, pero lamentablemente estaban envueltos en las pantaletas de Alicia, según descubrió al tacto. Humildemente se hizo a un lado y renunció a fumar. Por ahora.
—Tres cosas, tengo tres cosas… —dijo Dick.
—Cuando salí ayer, dos tipos empezaron a seguirme… —empezó Héctor, pero obviamente las cosas de Dick eran más importantes.
—Tres cosas. Una: Va a ser pasado mañana, el viernes. Dos: El intercambio se hace en dos camiones que llegan, dos que reciben. Hay un tercer camión que irá directo a Acapulco. Tres: Medina es un intermediario en la operación, pero tiene que poner el dinero.
—¿De qué son los camiones? ¿Dónde van a llegar? ¿Si es intermediario por qué tiene él que pagar? —preguntó Héctor—. Y además ayer me siguieron dos tipos.
—Por eso tardaste un día entero, ya me acabé lo que había en el servibar mientras te esperaba, y no puedo dejar que me lo llenen porque no dejo entrar al cuarto a la camarera para que no vea los micros… Coño —dijo Dick.
—No los vi. Hoy estuve dando vueltas por las afueras del hotel y no los vi. Pero si tenían que ver con Medina y me reconocieron, ¿por qué no le avisaron y él levantó el ala?
—Medina se fue anoche del hotel, socio —dijo Dick.
—¿A dónde?
—No tengo ni idea. Tampoco me atreví a preguntárselo. Vinieron a buscarlo y se fue, sin discusiones, sin hablar de nada, sin comentarios. Tocaron a la puerta, dijeron: “Vámonos, Ramón”, y se fueron. No volvió en toda la noche. Creo que se llevó su maletín, anda ligero de equipaje.
—¿Y por qué no desmontaste todo y te fuiste?
Dick se quedó pensando.
—Supongo que fue a la misma hora en que estaba vaciando el servibar… ¿Trajiste las cervezas?
—Sí, pero me temo que no están frías.
—¿Y ahora qué sigue? —preguntó Dick.
—Supongo que mientras tú te las bebes, yo lo pienso. Y lo voy a pensar en otro lado, este hotel no me gusta. Búscame en la oficina o en mi casa —dijo Héctor despidiéndose.
Pero no fue a ninguna de las dos, se dedicó a caminar por Reforma hacia el Castillo de Chapultepec. Un par de horas después, apoyado en la balaustrada de piedra del viejo castillo colonial, mirando una ciudad que trataba de esconderse en el smog, reunió una serie de ideas:
Medina se desaparecía con una extraordinaria facilidad, pero lo encontraban también muy fácilmente.
La operación se haría en el garage en las cercanías de la Central de Abastos. Era un lugar ideal para los camiones que se intercambiarían.
La vida sentimental del detective Belascoarán Shayne era tan confusa como de costumbre. Estaba absolutamente enamorado de una muchacha que ya no lo era tanto y que insistía en peinarse con una cola de caballo, como si quisiera recuperar la gracia de la adolescencia. Y lo lograba.
Medina traficaba con armas para la Contra, eso es lo que se iba a intercambiar en las bodegas. Armas por algo. Droga obviamente, y Medina iba a pagar a los de la droga y repartir las armas. ¿A dónde iba el tercer camión? ¿Qué tenían que ver los amigos acapulqueños en todo esto?
¿Quienés eran los ángeles guardianes? Tenía una vaga idea, prefería no entrar demasiado en ella. Estaban por ahí, existían y ya.
Los pechos de Alicia y de la muchacha de la cola de caballo se le confundían en los recuerdos. Eso podía ser peligrosamente grave. Dick estaría a estas alturas absolutamente borracho. Eso podía ser grave también, aunque no tanto.
Un detective jubilado era un detective inteligente. Los detectives pertenecían a las novelas, cuando se escapaban de ellas, eran una caricatura que vagaba por la ciudad fantasmagóricamente, sin saber qué hacer en las tardes de viento como ésa.
En dos semanas, no había logrado odiar a Medina. Era una caricatura del mal; de la que se decían muchas cosas, pero siempre quedaba la eterna distancia entre lo narrado y el personaje. Había dos Medinas: uno, el de la película que se iniciaba con el asesinato del Che y que más tarde se convertía en un personaje dedicado al juego sucio que terminaba matando a su mujer, y otro, el Medina de caricatura que habían venido siguiendo durante estas dos semanas y al que se cojía un travesti por pendejo. No le tenía el suficiente miedo como para odiarlo.
Eso lo llevaba al problema del miedo. El miedo iba y venía. Estaba tan condenadamente aturdido que el miedo se había vuelto una colección de chispazos dispersos en medio de un sentimiento general de embotamiento.
Héctor Belascoarán Shayne, detective, era un extraño. Un extraño en movimiento. Extraño a todo, extraño a todos, extraño a sí mismo. No podía acabar de reconocerse, no podía acabar de quererse a sí mismo. Y como no se quería, ni dejaba de quererse, no podía cuidarse demasiado. Estaba absolutamente seguro que en esta historia lo iban a matar.
Por la avenida Reforma, avanzaba hacia el centro una enorme manifestación. La contempló desplegarse poco a poco. ¿Estudiantes?, ¿colonos tomatierras?, ¿cardenistas? El rumor llegaba hasta las alturas del castillo. La ciudad no tenía la culpa de que él fuera un extranjero.
Medina era un marrano, traficante de drogas, mulato blanqueado, o sea negro de mentiras, vergonzante, no negro de verdad y por lo tanto respetable, torturador por placer, asesino de mujeres; un hijo de la gran puta que quería fastidiar a los nicaragüenses. Si podía recordar todo esto cuando lo viera la próxima vez, iba a pagar los platos rotos, se dijo Héctor. La manifestación podía ser contra el PRI, podía ser una manifestación cardenista, podía ser una manifestación contra Medina y sus mierdas amigos que querían joder a los nicas. Héctor encendió un cigarrillo cubriendo con la mano del viento la flama del encendedor, y bajó del castillo a solidarizarse con los manifestantes.
Dick recortaba periódicos con unas tijeritas de mango negro que habían salido de un estuche mágico. Con gran precisión pegaba los recortes en un cuaderno de tapas anaranjadas. Héctor lo había visto en los últimos días en los hoteles repetir el proceso y no pudo resistir la curiosidad.
—¿Qué carajo estás recortando?
—Cosas que salen en los periódicos. Las voy juntando. Nadie me va a creer si no que anduve por aquí.
—¿Qué cosas?
—Historias mexicanas. Mira… —dijo tendiendo el álbum de recortes.
Héctor comenzó a pasar las hojas: “Pierde dentadura al salir de su boda” era el título bajo el que se contaba la historia de un ciudadano que tras casarse en Pátzcuaro con una ñora de apellido Jiménez, recibió un ladrillazo en el hocico de mano desconocida en los meros escalones de la puerta de la iglesia. “Se le cayó encima la barda cuando estaba haciendo de sus necesidades”, se titulaba la historia de otro nativo de la ciudad de Oaxaca de apellido Abardía al que se le había venido encima una barda en día de tormenta, mientras estaba muy plácido cagando apoyado contra la muy traidora. “Se solicita señorita de buen ver, que no haya sido piruja”, decía un anuncio clasificado de El Porvenir de Monterrey y ofrecía el teléfono de una farmacia y el apellido Martínez para recibir referencias. “No ha habido luna de miel porque Próspero no suelta la jarra”, se titulaba la historia de un diario de Chilpancingo que contaba cómo el Próspero seguía pedo once días después del matrimonio y ni madres de haberlo consumado. “Cura violó a 40 niños y a un monaguillo”, cabeceaba la nota el citadino Alarma, y no explicaba cómo era que el monaguillo había sido también alcanzado por la negra costumbre clerical. “Herido en una nalga cuando cortaba tunas”, decía el cabezal de una historia sucedida en Zacatecas que explicaba que Carlos Aguirre había sido tiroteado en mala parte por unos cazadores, aunque no explicaba por qué andaba con el fundillo al aire libre para poder cortar tunas.
Héctor ceremonioso le devolvió el cuaderno.
—Si salimos vivos de ésta, de todas maneras nadie te va a creer que son reales.
Héctor contempló la calle por la ventana de su oficina. Volvía a llover.
—¿No tienes ganas de escribir?
—Todas las ganas del mundo. Ya me aburrí de estas vacaciones mexicanas. Más vale que me des una historia pronto —dijo Dick abriendo una cerveza y mirando cómo la espuma se desparramaba sobre el borde.
—Mañana en la noche, en una bodega. Deberíamos buscar un lugar para ver todo con claridad. Si es posible, un lugar donde oír lo que se diga.
—Por mí estoy listo, puedo llevarme una cerveza e irla bebiendo por la calle. Me encantan por eso las leyes mexicanas, no tienen nada en contra de que uno beba cerveza por la calle.
—Nomás eso nos faltaba —dijo Héctor.
La muchacha de la cola de caballo se estaba peinando ante el espejo y Héctor Belascoarán, detective suigéneris mexicano, no podía dejar de observar cómo el cepillo subía y bajaba construyendo formas, haciendo olas simuladas que luego desaparecían, fabricando la cola que luego orgullosa ondeaba como el vagón final del tren. Ella intuyó que algo fuera de lo común venía en camino y miró a Héctor en el espejo.
—¿Te estás despidiendo de mí?
—Es una despedida de por si acaso.
—¿En qué estás metido esta vez? Hasta los patos saben que algo extraño está pasando.
—¿Por qué no les preguntas a los patos entonces?
—Les pregunté, me contestaron y no les entendí un carajo… Te pregunté si te estabas despidiendo, si es así, no digas nada y déjame irme primero a mí. Ése es mi papel. Yo desaparezco. Yo estoy y no estoy… Podríamos casarnos antes de desaparecer.
—¿Tienes algún interés en heredar mi librero, mi colección de radiografías y análisis de sangre, mi cuaderno de recetas de cocina?
—Tus discos de Charlie Parker.
—Te los regalo desde ahora. ¿Ves?, ya no te tienes que casar conmigo. De todas maneras, la última vez que quedamos en casarnos, no llegamos al juzgado ninguno de los dos. Los testigos tuvieron que organizar la fiesta solos.
—¿Está muy feo el asunto?
—No sé, la verdad es que no sé. ¿Te puedo hacer un encargo? Si por casualidad me pasa algo, ¿podrías subirte a la moto y atropellar a un tipo que se apellida Medina? Quizá mi hermano Carlos pueda decirte dónde encontrarlo.
—¿Es el mulato de las fotos que tienes por allá? Las que tienes colgadas en la cocina.
—Ése.
Ella salió del baño buscando la luz del sol que entraba por la ventana, al paso tomó una taza de café frío que había dejado antes por ahí.
—Si nos casamos, yo no podría ser un ama de casa convencional. Por ejemplo, tú tendrías que seguir cocinando mientras yo te recitaba poemas de López Velarde, y ahora para dos. Tendrías que cocinar para dos. Y además tiro la ropa al suelo cuando me desvisto. Se me olvida siempre comprar el gas, pagar el recibo de la luz…
Héctor la miró fijamente. Coño, cómo la quería. Era la mujer ideal para un pacto suicida. El riesgo estaba en que si se lo proponía, seguro iba a decir que sí. Tendrían que estar cuerdos para casarse. Tendrían que estar absolutamente locos para vivir juntos.
Pasearon tomados de la mano por Insurgentes. Comenzaban a poner los aparadores navideños. Se inició la lluvia, primero unos chispazos de agua, luego un regular chaparrón; se mojaron. El catarro del detective regresó. Héctor se estaba poniendo nervioso, ese paseo al atardecer parecía sacado de una película con final feliz. El miedo volvió a meterse en el cuerpo. Esta vez, tenía miedo de tener miedo. Cenaron hamburguesas y papas fritas en un changarro plasticoso sobre Insurgentes. Entraron en Sears y recorrieron minuciosamente la sección de discos sin buscar ninguno. De repente, Belascoarán se escurrió mientras ella estaba comprando una cámara de fotografía.
Caminó tratando de borrar sus huellas, de perder a la mujer que lo seguía. ¿Quién lo seguía? Entró en un cine. Si la taquillera le hubiera preguntado cómo se llamaba, le hubiera dado un nombre falso. Vio la película a medias, como hacen todos los tuertos. No supo muy bien de qué se trataba.
Lo despertó el suave golpe que la azafata le había dado en el brazo. Sonrió tontamente, intentando explicarle a la muchacha con el uniforme de Mexicana de Aviación, que era parte de un sueño, pero ella se había ido caminando por el pasillo. Estaban descendiendo.
¿Cómo coños se había metido en un avión? ¿Un avión que iba a dónde? ¿Por qué no podía estar aquí? ¿Dónde tenía que estar en estos momentos? Si el viaje era a Nueva York, o La Habana, o Mérida, estaría entonces lo bastante lejos de la cita del viernes en la tarde con Dick para ir a espiar el intercambio de los camiones de Medina. Buscó el boleto en el bolsillo de la chamarra. Estaba a nombre de Francisco Pérez Arce, y era un boleto sólo de ida a Tijuana.
Trató de ver por la ventanilla, pero una mujer con un niño se lo impedía. De cualquier manera el estómago le dijo que estaban descendiendo. ¿Qué día era hoy? La mujer del niño que le bloqueaba la ventanilla tenía un periódico en el ragazo. La Prensa. Viernes. Todo el día era viernes. ¿Y la hora? Miró su reloj. Las 10:35. De la mañana, claro, era de día. Se dio un golpe en la sien. Bueno, carajo, Tijuana era un lugar tan bueno como cualquier otro para fundar un criadero de ranas, una granja avícola, una cadena de supermercados, una distribuidora de publicaciones, una red de salones de ping pong, un asilo de dementes, un hogar, una familia. Tres hijos. Sin duda los llamaría Hugo, Paco y Luis. Un homenaje tardío a la cantidad de mierda que había leído durante su paso por la universidad.
Casi sin querer volvió la vista al periódico que había dejado caer sobre sus rodillas. Había visto algo al ojearlo sin querer. Separó la vista del diario, buscó en los bolsillos de la chamarra, seguramente traía una novela. No. La mano, sin querer, tomó el periódico y pasó las páginas. Ahí estaba, maldita sea. Traía una foto de Dick en la página 17, de pasaporte, pero sonriente. Al lado, otra del cadáver. “Periodista gringo asesinado de 17 plomazos, tres de muerte”, decía el titular de 72 puntos.
A Dick le hubiera gustado recortar la nota. Probablemente le hubiera gustado iniciar su reportaje con una nota como ésa. Si el detective no se hubiera escapado quizá podría estarlo escribiendo ahora mismo. Pero él no se había escapado. No había dicho: “Me voy a escapar, vuelvo al rato.” Si era así no se acordaba. ¿Eres menos hijo de la chingada cuando tienes mala memoria? A Dick le había dicho sin embargo: “Nos vemos al rato, ahorita vuelvo” y no había vuelto. Héctor Belascoarán sintió que las manos comenzaban a temblarle. No iba a llegar a una cita. No iba a llegar a una cita con un muerto. Una de esas citas que no se fallan.
La voz del piloto informó que descendían en el aeropuerto de Guadalajara. Los pasajeros con destino a Tijuana deberían permanecer en el avión unos 20 minutos escasos.
Putamadre que si no iba a llegar, corriendo iba a llegar, caminando de rodillas iba a llegar, en bicicleta en medio de la tormenta iba a llegar; a caballo o en burro iba a llegar, llorando de miedo, cagado de terror. Aunque tuviera que secuestrar un avión a punta de tenedor y cuchara iba a llegar. Nada podría impedirlo. Nada podría evitarlo. Muerto de miedo, temblando, pero iba a presentarse a esa cita con su amigo muerto.