“¿A dónde irás que no te agarre la noche? ”
—ROLO DÍEZ
Si se hubiera fijado cuidadosamente cuando volvió a la casa a recoger la artillería, se habría dado cuenta de que los patos le estaban mandando una seria señal de advertencia. Pero Héctor no estaba en su mejor momento. Tenía prisa por ir a una cita, y cuando se tiene prisa se pone uno la corbata al revés, se olvidan las entradas del teatro, no se silba la melodía indicada, se le pone sal en lugar de azúcar al café, se enamora uno de la mujer equivocada, se salpica sin querer el pantalón al orinar, o se encuentra uno con un tipo armado, en mitad de la sala, que lo apunta con una escopeta para cazar osos.
—Sólo le voy a disparar si se pone nervioso —dijo Reyes, el policía acapulqueño que cantaba boleros—. Es más, a mí me vale su historia, ni lo quiero oír. Y si puedo no le voy a disparar porque me gustan los discos que usted tiene. Hay muchos que yo tengo también, de los mismos. Usted tiene buenos discos… Si la verdad yo sólo estoy haciendo un favor a un cuate. En realidad a mí sólo me paga por llevar un camión hasta Acapulco sin que nadie lo mire, ni lo abra, ni lo toque. Pero me pide un favor y yo se lo hago… Porque para eso estamos, para hacer favores… Entonces, a usted le voy a hacer un favor. No lo voy a matar, nomás le voy a pedir que se voltee y a la una, a las dos…
Lo habían amarrado con alambre a una silla. Antes de abrir el ojo midió la resistencia. Cuando lo hizo, Medina estaba allí, frente a él, esperando.
—Es un trabajo —dijo Medina como disculpándose, mientras estudiaba el rostro tristón de Belascoarán—, la diferencia es que yo soy profesional y usted no. Pero a fin de cuentas, mi socio, es un bisne, no hay encono.
Pero aunque fuera sólo eso, un bisne, primero le escupió al detective, luego, le dio una bofetada. La cabeza de Héctor se zarandeó. Le dolían más las muñecas que la cara. Medina hizo el intento de volverlo a golpear, con la palma abierta, como en cámara lenta. Héctor trató de esconder la cabeza pero no había ningún lugar donde pudiera llevarla de vacaciones. La bofetada cayó sobre el mismo cachete. Ahora sí dolió. Las que duelen son las segundas, pensó Héctor, y se le salió una lágrima. ¿Miedo o impotencia? Era muy importante saberlo, no era retórica la pregunta de mierda; pero el cubano no le dejaba tiempo para reflexionar.
—¿De cuando acá, chico, un profesional hace tanto ruido cuando lo sigue a uno? ¿Qué tú crees que yo soy bobo? Ponerme un tuerto detrás. Eso es de circo. Y yo pensando que eras el visible y que atrás traías al invisible. El invisible que traes atrás es el culo.
Héctor afirmó con la cabeza, justo cuando le caía la tercera bofetada. Sintió cómo el anillo del cubano le producía una pequeña cortada en la mejilla.
—Sabes, chico, me gusta dar cachetes. Es como un placer, como comer malanga, mi socio. Así de bueno es.
Héctor asintió de nuevo. El cubano hizo el gesto de abofetearlo y Héctor cerró el ojo sano. El golpe nunca llegó. Medina con los brazos abiertos se había detenido. Volvió a repetir el gesto y el detective se quedó mirando.
—Ooonly youuu… —cantó el cubano con los brazos abiertos, la mano de la bofetada que nunca llegó extendida en el aire.
Héctor aprovechó para mirar alrededor. Estaban en una gran nave de carga vacía. Un par de focos pelones iluminaban lo que parecía ser una zona aislada donde se encontraba una oficina entreabierta, en la que había un par de sillas, un escritorio y un garrafón de agua electropura. En una de las sillas estaba él amarrado, en la otra tenía puesta una de sus botas de charol el cubano. La bota brillaba extrañamente bajo el foco.
—Chato, ven —dijo Medina.
A su llamado y de las sombras, surgió un personaje que hacía buena gala a su apodo, un pedacito de nariz incrustada entre dos cachetes fieros y de ojos hundidos. Parecía un vendedor de lotería desamparado.
—Llévatelo y mátalo por ahí, lejos… como al gringo. Te vuelves pronto, antes de las doce.
Héctor sintió cómo se orinaba. Afortunadamente, ese día no había tomado demasiados refrescos y no hizo mucho charco. Medina se dio la vuelta sin mirarlo y se perdió en la oscuridad.
—¡Gusano de mierda! —gritó el detective— Vuelve para acá, puto. Si me vas a matar, me debes una explicación de toda esta pendejada.
—Uy, acere, está todo muy requetecomplicadito. Si supieras. Me da una vagueza explicártelo, tuerto.
—Te lo cambio. Te cuento quién me contrató para seguirte. ¡Vuelve, puto! ¡Gusano maricón, cuéntame!
Medina reapareció en las sombras.
—La verdad, mi hermano, que me importa un carajo. Sería cualquiera. El dueño actual del Tropicana, el Barbas, que dios en su gloria confunda. Mi patrón, que quiere cuidar su dinero. Mi madre, que me sigue los pasos desde el cielo y paga detectives pendejos mexicanos la muy bruta, en lugar de contratar profesionales de Detroit.
—¿Vas a cambiar drogas por armas?, ¿verdad?
—Mira, te lo cuento rápido y si lo entiendes bien, y si no, ¿a quién coño le importa lo listos que sean los difuntos? Yo a unos les compro cocaína, a otros les compro armas con la cocaína.
—¿Y por qué si tienes el dinero no les compras las armas de una pinche vez a los mismos —preguntó Héctor poniendo su mejor cara de despistado; ésa de: a mí si me lo quieres decir, me lo dices; si no, me vale madres.
—Ves cómo eres un idiota… Porque las armas las compran en Estados Unidos, y yo no puedo andar comprando cosas ahí. Pero para eso están los contactos, las conexiones, los socios del alma. Entonces yo compro droga en México y con ésa compro armas en Estados Unidos, y dejo contentos a muchos. Todos somos amigos, chévere. Luego las armas se las mando a unos amigos, que para eso me pagan, para que les lleguen esas armas a esos amigos; pero no todas, socio, sólo una parte. Y otra parte de las armas se las regalo a otros amigos por dejarme jugar en su diamante, por prestarme el bate; las pelotas son mías, chico. ¿Entiendes? ¿Nada? Un carajo. ¿Ves? Yo te lo dije. Te vas muerto igual de bruto que cuando eras vivo.
—¿Y qué mierda van a hacer los mexicanos con las armas que les regalaste? No, espera. Las van a bajar en Michoacán. Un… —Y Héctor se calló y se quedó pensando en que moriría más listo de lo que había vivido. Medina se fue sin darle demasiada importancia al rostro de ángel iluminado que el detective tenía.
El Chato no perdió el tiempo desatándolo; con una fuerza que no se veía de lejos, cargó la silla con todo y detective y la subió a la parte trasera de una combi. Luego se subió al asiento del chofer y arrancó.
Al salir del galerón, sobre la camioneta comenzó a caer una serie de finas gotas de lluvia. El Chato maldijo en voz baja. Los limpiaparabrisas no funcionaban. Héctor trató de mantener el equilibrio en la silla. Estaban en las afueras del Mercado de Abastos. Al llegar al segundo semáforo, El Chato parecía haber decidido el rumbo. Héctor pensaba que le daba exactamente lo mismo morir en un lado que en otro, cuando una motocicleta se detuvo al lado de la ventanilla del conductor, y una mano enguantada sorrajó un golpe con una llave stilson en la cabeza del Chato, que sin más se desplomó sobre el volante. A Héctor le dio un ataque de risa.
—¿De qué te ríes, pendejo? —dijo ella quitándose el casco y ondeando la cola de caballo en la lluvia.
Héctor no pudo responder. No lo sabía.
—¿Y usted para quién trabaja, joven Chato? —preguntó Héctor al personaje amarrado con alambres a una silla en la parte de atrás de la combi.
—Es mudo —dijo la muchacha de la cola de caballo.
—Pues para ser mudo traía demasiados papeles. Mira nomás —dijo Héctor mostrándole al Chato lo que hacía un par de minutos le había sacado de la bolsa—. Judicial del estado de Michoacán, qué a toda madre. Déjeme adivinar… Usted es el que va a acompañar las armas que van a desembarcar en Michoacán. Usted es el que las va a capturar. Usted es el que va a decir a la prensa que los cardenistas estaban contrabandeando armas quién sabe con qué oscuros motivos. No. Eso no lo va a decir usted, eso lo va a decir alguien que fotografíe mejor. Usted sólo va a llevar las armas hasta la costa, y ahí va a jugar a inventar un desembarco. Ya los periódicos harán el resto. Nomás que usted no sabe una cosa que yo sí sé.
—¿Qué sabes? —preguntó ella mientras conducía muy profesionalmente. Nada de alardes.
—Que este Chato sabe demasiado, y nos lo van a matar cuando desembarque, o un poco después. Que no pueden quedar testigos de la historia. Que para que la provocación funcione no tienen que quedar chatos por ahí, para que luego se lo cuenten a alguien un día que se empeden en un hotel de Puerto Vallarta.
—Qué chinga, ser chato y mudo —dijo ella.
—A lo mejor lo dejaste jodido del putazo con la llave.
—Le di quedito —dijo ella sonriendo orgullosa.
—Mejor bájeme en la esquina, joven —dijo El Chato—. Usted no la puede parar. Ya se entregó el papelito a unos periodistas. Aunque no haya armas, se va a hacer el borlote contra los cardenistas. Se los van a joder igual. Unas armas por ahí como quiera aparecen; éstas porque se veían bonitas, y el barco, y todo, y ni son armas mexicanas. Nomás porque el cubano nos puso la operación al tiro. Mejor déjeme por ahí.
—No señor, porque, ¿sabe qué vamos a hacer? Le vamos a regalar a la prensa un Chato amarrado con alambres a una silla. Un Chato que les va a contar toda la historia. Viera qué chinga.
—¿Qué no habría forma de que diera un chance? —dijo El Chato, con cara de que su futuro de cualquier manera que lo viese no iba a ser muy resplandeciente.
—¿Como de qué?
—Como de que yo se lo pongo todo por escrito y usted me da 24 horas para pirarme. A fin de cuentas, si yo ni pedo tengo con los cardenistas. Mi jefe hasta teniente fue con Cárdenas cuando la campaña contra Cedillo.
—Lo voy a pensar seriamente. Se me hace que usted puede ser de nuevo un hombre honrado.
—Yo que tú no lo creía. Cuando le di con la llave en la cabeza puso cara de tener malos instintos.
—Puso cara de priísta pendejo. Y además me iba a matar.
—¿ Cómo sabes, si tú estabas atrás amarrado?
—Porque últimamente estoy aprendiendo muchas cosas.
Una operación estratégica se caracteriza porque contiene en partes iguales una dosis de sabiduría y una dosis de locura. Héctor no sabía montar de ésas. A él las operaciones de guerra le salían todas pinchurrientas, todas alucinadas, todas de pesadilla. Todas medio estratégicas, sólo con la parte de la locura. Pero ahora iba a tratar, porque en México sólo con la buena fe, y con la presencia de los buenos de un lado de la reja no basta. No es suficiente contar con la razón, el amor patrio, la justificadísima rabia, el poder de la dialéctica hegeliana y ese tipo de cosas.
En este pinche pais, no basta desde luego con fórmulas villistas como caballo y muchos güevos, hace falta detrás la artillería de mi general Felipe Ángeles, la moral de Guillermo Prieto, que fue ministro de Hacienda y murió en la miseria; el sentido de la orientación de un chofer de ruta 100, la originalidad del señor Cuauhtémoc para las frases históricas cuando le estaban quemando los pies, la buena estrella continuada de los hermanos Ávila, eternos triunfadores trapecistas del circo Atayde, la habilidad de Hermenegildo Galeana para no dislocarse la muñeca en el uso del machete, la paciencia del santo niño Fidencio y la puntería de un tomochiteca. Y por lo tanto no bastaba con la 45 y la 38 que tenía guardadas en el refri; necesitaba una escopeta que tenía en el closet, una chamarra gruesa para la lluvia, un parche nuevo para el ojo malo, unas gotas de colirio para el ojo bueno, un cuchillo de cocina recién afilado y desde luego, no bastaba con la combi que le habían robado al Chato, eran necesarias otras dos o tres por lo menos. Héctor resolvió el problema del arsenal ideológico y el práctico, pero en el asunto de las combis se sentó. Afortunadamente la muchacha de la cola de caballo tenía recursos ocultos, probablemente producto de haber tenido un padre millonario alguna vez en su vida.
—Vamos a la base de la esquina y las alquilamos con todo y los choferes. —¿Tienes dinero?, porque con tarjeta no se alquilan combis.
—Ni mariachis—dijo Belascoarán acabando de amarrar el nudo de los hilos de la guerra.
Hay mariachis completos, medios mariachis, con uniformes negro y botón plateado, con uniforme vulgar, sin uniforme, con corneta, sin corneta, con corneta y sordina, con tololoche y gordo con contrabajo, con tres violines, uno de decoración o simplemente con dos. De amenizar fiestas, de acompañamiento, de lucimiento nomás, con pistolas de verdad o de mentira, con transporte propio o de vil infantería. Pululan por las afueras de una remodelada plaza de Garibaldi atacando a los paseantes, recordando que en todo tiempo pasado se ligaba mejor, se cojía mejor, se cantaba mejor; ofreciendo la gloria musical para la mejor y más cortante despedida de amores idos y renegados, la serenata más cabrona y levanta ladridos de perros, para poner verde del coraje al futuro suegro, la más melodiosa de las ofensivas ligadoras con técnica anticuada y por necesidad, romántica (¿si a Jorge Negrete y Pedro Infante les funcionaba, por qué a usted no? ¿Acaso es usted más pendejo que los mencionados?). Van hacia los coches como suicidas del desempleo, revelándose por tanto como iguales e igual de castigados que nosotros por el Fondo Monetario; aunque se encuentren vestidos de mariachi y no de mexicanos de deveras, y se ofrecen para que usted se ponga a mano con el pasado, vuelva a los viejos rituales, que esos sí que funcionan, y ataque acompañado de un ejército cantor. Precisamente de eso se trataba. Nada de eufemismos.
Nada de medios chiles, una guerra santa cantada con mariachis. Una guerra auténticamente mexicana, nacida de las mejores tradiciones nacionales. Como le gustaría a Dick para poder contarla al final del reportaje.
Héctor, su camioneta y las tres combis alquiladas, consiguieron con 300 mil pesos de adelanto (mitad por delante, jefe, que luego dice que la serenata no funcionó y tenemos que regresar caminando), cuatro grupos de mariachis, 26 músicos en total, con traje plateado, dos gordos con trompeta chingoncísimos, todos con pistolas de verdad pero sin balas (ahí Belascoarán tenía que ser muy preciso), para tocar media hora donde el señor dijera. Se valen sorpresas, ¿verdad?
El cortejo avanzó en procesión hacia el este de la ciudad de México. Mientras la muchacha de la cola de caballo manejaba la combi robada, Héctor, mirando el reloj a cada rato, como si el tiempo de la cita se le fuera a escurrir por una trampa suiza, aleccionaba a los jefes naturales de sus cuatro mariachis, sobre cuál era el orden de acción y repertorio indicado. Primero acomodarse bien, en arco. Luego él abría la puerta del garage y ahí entraban uno por uno. Primera pieza, “El son de la negra”, luego al gusto, mariachi por mariachi. Y luego al mero final todos juntos, “La chancla”. Coreando dos veces el estribillo, ese de que: “la chancla que yo tiro no la vuelvo a levantar”.
La lluvia había cesado cuando tomaron el Viaducto. No había demasiados automóviles, la crisis y la propuesta autista de “ven, papito enciérrate con tu televisor, que él te dará el calor que los humanos te quitan”, estaba acabando hasta con las noches de viernes, las que habían a su vez acabado con las noches de sábado, las que a su vez habían eliminado (a mi me vale madres si mañana es lunes) a las aún mejores noches desesperanzadas de domingo; cuando se vivía de verdad, aún sin saberlo.
Cuando tomaron río Churubusco, la muchacha de la cola de caballo lo había convencido de que se ensayara con los mariachis el “Arrieros somos”, y el detective Belascoarán Shayne aullaba como loquito enfurecido la maravillosa letra de Cuco Sánchez:
“Si a fin de cuentas, veniiimos de la naaada… Y a la naaada, por Dios que volveremoooos…”
¿Qué diría usted si cuando está muy tranquilo, en el interior de una bodega que ha alquilado legalmente y siendo la hora de cenicienta, las doce de la noche, mientras muy armoniosamente se descargan dos camiones con ametralladoras y granadas y morteros, y se cambalachean por unos paquetes de cocaína muy bien hechos, con sus plásticos intactos, y la pureza garantizada por un químico competente, que se tituló en la Universidad de Guadalajara; todo muy legal, pues, sin desconfianzas, y los acapulqueños cuentan los dólares y los gringos pesan la coca, entonces, llegan diez mil mariachis tocando el son de la negra, y un pinche tuerto loco comienza a tirar tiros para uno y otro lado? ¿Qué diría usted si además el tuerto va gritando cosas incomprensibles, casi aullando, mientras dispara? Y los mariachis en lugar de dejar de tocar siguen entrando en la nave, empujándose los de atrás a los de adelante, soplando las cornetas y dándole a los violines y el tuerto dispara para todos lados al mismo tiempo, y entonces los narcos acapulqueños se ponen nerviosos y piensan que alguien les montó una operación doble y comienzan a tirar también contra los gringos de las fuscas; que ésos estaban nerviosos desde antes y no les hacía cosquillas la mano en el gatillo y comienzan a tirar también unos contra otros en lugar de tirarle a los mariachis de hasta adelante que ahora sí se dan cuenta que a casi nadie le gusta la música y tiran de pistola, porque pura madre ellos van a andar con pistolas de mentira y balas de salva si hay cada hijo de la chingada suelto en esta ciudad, y ellos se educaron sentimentalmente en las mejores películas de Luis Aguilar donde primero se dispara al aire, luego se pregunta y luego se dispara al bulto. Y Medina mientras tanto huye hacia la parte de atrás de la bodega. Y una bala del tuerto le da en la espalda cerquita de la columna, y Medina piensa que cómo va a morirse en México si él, que en tantos lugares…
¿Y qué pensaría usted si en medio de este desmadre, mientras los mariachis de atrás insisten en entrar tocando porque a ellos también les pagaron por tocar, y el detective se ve envuelto en un tiroteo con los que se iban a llevar los camiones de las armas, que son dos y que traen pasaporte hondureño aunque nacieron en Managua, entra una mujer con casco de motociclista y arroja dos botellas de gasolina sobre el camión y se levanta la llamarada? ¿Qué pensaría? ¿Eh?
En medio del fuego, los tiros, los gritos, Héctor pensó que más valía poner distancia, porque dentro de algunos días un buen montón de judiciales, un montón de mafiosos de Miami, un camión de contras nicaragüenses y 27 músicos de mariachi vestidos de negro y con botones plateados, lo iban a estar buscando.
Afuera, en la calle, a pesar de la lluvia, los vecinos estaban aplaudiendo a un camión de bomberos, las paredes del almacén ardían. Las llamas se mezclaban con los flashes de los fotográfos. ¿Quién había llamado a la prensa? Los ángeles guardianes estaban haciendo horas extras. Héctor se vio a sí mismo reflejado en el vidrio de un automóvil. ¿Qué estaba haciendo ahí? El dolor del miedo, cerca de la columna lo paralizó. La muchacha de la cola de caballo lo tomó del brazo y apretó. Se alejaron. El detective cojeaba. Todavía se oían tiros.
El departamento estaba silencioso, los omnipresentes patos estarían dormidos. La muchacha de la cola de caballo entró a la cocina a fabricarse un café. Héctor se deslizó al baño sobre las puntas de los pies y se miró al espejo. Decidió afeitarse. Mientras lo hacía, en seco, con una navaja desechable, se dijo: “Bien, de pelos; no está mal ganar una de vez en cuando. Ganar aunque sea a medias. Bien. Se siente a toda madre ganar de vez en cuando”, y cosas así. No sirvió para nada. Dick no estaba por ahí tomándose una ginebra.
Quedaba una pequeña deuda. Algún día encontraría a otros Medinas a la vuelta del mundo, al tornar una esquina. Y ese día les daría dos patadas en los güevos y les cantaría Only You.
Mientras se afeitaba, descubrió que la herida en la mejilla empezaba a sangrar. No era gran cosa, un rozón de unos tres o cuatro centímetros. ¿Cómo se la había hecho? ¿El anillo de Medina cuando lo abofeteaba? Quitándose la sangre de la comisura de los labios, Héctor Belascoarán intentó forzar una sonrisa. Estaba amaneciendo. La luz entraba suavemente por la ventana del baño. Desde la cocina, la muchacha de la cola de caballo le ofrecía un café, Héctor pidió un refresco frío y con limón. Ella le dijo que se habían acabado. Héctor replicó que buscara debajo del fregadero, en el escondite secreto; en el lugar de las emergencias donde guardaba otra automática 45, las novelas escogidas de Hemingway, un manual de primeros auxilios, una lata de fabada asturiana y dos cocacolas. Escuchó las carcajadas de la mujer.
Abrió la ventana. Niños adormilados buscaban las esquinas a la espera del camión escolar. Sirvientas camino de la leche. Borrachos regresando. Obreros industriales iniciando el azaroso camino de hora y media hasta la cadena de montaje. Adolescentes absolutamente pirados de amor, convencidos de que esta vez tampoco los amarían. Escritores mal dormidos que salían a dar un paseo antes de acostarse a soñar con los ojos abiertos en la novela que no salía. Magos de circo ensayando mentalmente el acto maravilloso que les había quitado el sueño. Campesinos sin tierra que venían de lejos para odiar a los burócratas de la Reforma Agraria mientras hacían cola. Suicidas arrepentidos. Madres embarazadas y madrugadoras, profesores que sacaban del sombrero geniales ecuaciones de álgebra; vendedores de seguros en los que no creían, conductores milagrosos del metro, físicos que no podrían ser como Leonardo da Vinci, periodistas en retorno, vendedores de lotería que nunca tocaría, locutores de estaciones de FM camino a la chamba, que sabían que otra vez leerían noticias falsas y que soñaban con colar un día de éstos la información que les era negada, ancianos orgullosos que ya no sabían dormir, enfermeras del alma, perros callejeros, poetas inéditos, directores de cine en lista negra, burócratas democráticos al borde del despido, bateristas de rock compulsivos lectores de Althuser; adolescentes que ondeaban retadoras a las seis de la mañana, su recién peinada trenza y que no podían dejar de creerse propietarias de una ciudad que las adoraba; albañiles cardenistas celosos conservadores del oficio de poner el ladrillo en vertical y sin plomada. Todos los fabricantes de metrópolis diferentes, de futuros aparentemente imposibles, camino a las rutinas que disimulaban que ellos serían los que un día harían que la ciudad se abriera como flor y fuera otra.
Salió del baño, tomó el refresco entre las manos y entró al cuarto dispuesto a prepararse una maleta. Se iría a la casa de la muchacha de la cola de caballo por unos meses. Por lo menos para despistar a los mariachis. Sería tan idiota como casarse con ella, tan absurdo como ser detective mexicano, tan fuerte como el miedo. ¿Y si dejaba todo? Con la artillería y los dos tomos de Los miserables de Víctor Hugo, sería más que suficiente. Eso y los patos… Caminó de nuevo a la ventana atraído por la luz. Comenzaba a llover. ¿Por qué en la ciudad de México nunca había arcoiris? Le gustaba la lluvia peleando con la luz. Encendió un cigarrillo.
Héctor Belascoarán Shayne se encontraba de regreso. Entre otras cosas, a la misma ciudad de antes. Una ciudad igual y diferente a la de siempre.