I

Hay gente que dice que me detengo en el lado malo de la vida. ¡Dios me guarde!

—R AYMOND CHANDLER

Héctor contempló el rostro enmascarado de un luchador de lucha libre por el que corría una lágrima. Se sorprendió. Primero, los luchadores no lloran, éste es un axioma indiscutible; segundo, existía un problema técnico: la máscara debería estorbar el natural fluir de las lágrimas. Aun así, a pesar de las dos objeciones, el tipo sin duda estaba llorando. Se acercó, desechando su anterior voluntad de verlo todo desde lejos. A mitad de la calle, un grupo de luchadores enmascarados, con capas y uniformes de colores festivos (naranjas, amarillos canario, negros con toques plateados) cargaban sobre los hombros un gran féretro gris-metálico. Tras ellos los mariachis la emprendieron con el Son de la negra; un poco más atrás los deudos, justificada y normalmente llorosos; una numerosa familia de origen popular enlutada, amigos, vecinos, mirones. Héctor encendió un cigarro. Llovía.

El cortejo, reorganizado en la entrada del cementerio, comenzó su lenta marcha hacia el último resguardo del Ángel. Los mariachis terminaron su primer ataque al Son de la negra e iniciaron la repetición.

Héctor recordó que alguien le había dicho una vez, cuando él era más joven y la ciudad era diferente, que si no se puede escoger el lugar donde se nace, mucho menos el lugar donde se va a morir. Esta ciudad en particular no te dejaba escoger nada, ni el lugar ni la forma; sólo compartir su suerte. No se valía andar diciendo de ésta sí y de ésta no. Todas o ninguna. La tomas o la dejas. Te quedas con ella o te metes debajo de la cama para que no te muerda. Y mientras tanto, no podías evitar seguir siendo sorprendido, porque aunque conocieras todas las esquinas, todos los callejones, todas las locuras que la ciudad podía imaginar, siempre habría una nueva macabra ocurrencia.

La muerte del Ángel no le gustaba.

Los asistentes al entierro encendían veladoras ante retratos del difunto luchador y las colocaban al lado del féretro, mientras se abría la tierra para recibirlo. Los mariachis insistieron. ¿Habría el Ángel pedido el Son de la negra como música de despedida terrenal?

Es cierto que el entierro haría palidecer de envidia al mismo Jorge Negrete, pero el Ángel no se merecía una salida de escena como ésa. Lo menos que le debían los supervivientes, según la muy unilateral decisión de Héctor, era la cabeza de su asesino envuelta en celofán y con enorme moño rosa.

El agua comenzó a calarle la gabardina y sintió frío.

 

Carlos Vargas, su compañero de despacho, trabajaba en unos muebles destripados enfrente del escritorio del detective. Héctor lo contemplaba hacer. El tapicero se había colocado unos walkman y bailaba al misterioso ritmo de una música que Héctor no podía escuchar. El detective comenzó a pasar de la curiosidad al asombro. Carlos se movía enfrente del mueble abierto en canal, con el relleno plástico brotando de las heridas, dando pasos de fantasía, danzando con el misterioso ritmo mientras clavaba tachuelas en la parte superior de la tela, que se iba adhiriendo al armazón de madera como la nueva piel del mueble. El detective se había quitado los zapatos y, con los pies sobre el escritorio, bebía un refresco mientras ojeaba una revista de luchadores, rindiendo el último homenaje al Ángel.

—Usted está practicando una quebradora —dijo Héctor de repente—, por ejemplo, algo sencillo, una doble llave Nelson, unas vulgares tijeras, sin ánimo de ofender, nada más como entrenamiento… ¿verdad?

Carlos Vargas asintió al darse cuenta, por la actitud de su vecino, de que el detective le había preguntado algo; aunque era obvio que le valía absolutamente madre el asunto y lo único que le interesaba era la música.

—Y entonces llega un hijo de vecino y lo saluda, le da un abrazo de cuates, de camaradas de toda la vida, y le pone una .38 especial en la nuca…

Carlos comenzó entonces a elaborar los complejos pasos de un danzón mientras seguía tachueleando el mueble.

—¿Me oye usted, doctor en tapicería Vargas? —preguntó el detective, mosqueado.

El rostro de Belascoarán hizo que su vecino y amigo se diera por aludido y se quitara una de las orejeras.

—No, a mí también me parece una chingadera que hayan subido los refrescos —afirmó Carlos Vargas muy serio.

Héctor se rindió; con un gesto dio por terminado el asunto y siguió con el monólogo.

—Y uno está abrazando a un cuate y entonces sale la bala de la .38 y le vuela los sesos… No se vale. El abrazo de Judas, ¿verdad?

Héctor se puso de pie. No sólo el tapicero podía deslizarse en el autismo, también él podía sumarse a las huestes del teatro expresionista. Abrazó a una persona inexistente, sacó el revólver, hizo ademán de llevarlo a la sien del hombre al que abrazaba y simuló el disparo.

—El abrazo de Judas… —insistió Belascoarán, sentándose.

Carlos, sin hacerle mucho caso, se soltó tarareando: “Negra, negra consentida…”

—Así da gusto tener una conversación, lo que se llama una conversa, no mamadas —concluyó el detective, hablando para sí mismo.

El teléfono sonó, haciendo que Héctor saltara de la silla. Después de todo no estaba tan tranquilo como él mismo se decía que estaba. Se estiró para poder contestarlo.

—No, ahorita está ocupado —miró hacia Carlos Vargas que seguía con su danzón tapicero—, yo le tomo el recado… Un love seat en chifón rosa… que tenía que haber salido el miércoles…

Tomó nota en un pedazo de periódico que se encontraba sobre la mesa. La letra le salió muy torcida por tener que andarse contorsionando. —Desde luego, señora…

Colgando, observó a su compañero de oficina y sonrió.

—Y entonces, volviendo a la historia… Tú eres un luchador de lucha libre y estás solito en el ring, las luces iluminadas para ti solo; entrenando fuera de horas porque los músculos no son como eran antes y ya te andas haciendo viejo, y entonces llega un hijo de la chingada, te abraza…

 

Un luchador enmascarado de blanco (era una máscara conocida, el Ángel volvía de la tumba adelgazado por un largo paseo en el purgatorio), practicaba en solitario en la inmensidad del ring, en el enorme espacio vacío de la arena de lucha libre, más vacía aun porque había sido creada para estar repleta de rostros aulladores. Los reflectores caían sobre su figura que danzaba el ballet de la lucha solitaria, con los golpes en la lona marcando el ritmo. La iluminación aportaba sus propios elementos de irrealidad. Héctor lo contempló. De repente, algo en el aire lo hizo girar la cabeza. Una presencia nueva en aquella noche irreal. A su lado un limpiador de pisos se había quedado inmóvil con el mechudo en la mano, contemplando también al luchador.

—¿Quién es? —preguntó el detective.

—El hijo del Ángel, el Ángel II. Tiene huevos el muchacho, venir aquí después de lo que le hicieron a su jefe la semana pasada…

—Será por eso, por lo que le hicieron al jefe la semana pasada.

El luchador voló en el aire lanzando una patada voladora a un imaginario enemigo. Se levantó. Su rostro tras la máscara sudaba, los ojos vidriosos parecían haber perdido la cualidad de la visión.

Héctor se acercó al ring. El luchador lo miró hacer, pero siguió con su rutina de lanzar patadas voladoras a un enemigo inexistente, ausente en todas partes, excepto en un rincón de sus pensamientos.

Héctor ascendió por una de las esquinas, se columpió en las cuerdas.

—¿Usted era el amigo de mi padre?, ¿el detective? —preguntó el luchador jadeando.

Héctor asintió, encendiendo un cigarro.

—¿Se sabe algo nuevo?

—Nada. Dicen que era un asalto, que era un cuate que lo odiaba de aquí mismo, de la lucha; que era un rollo de viejas… Pura madre, basura. Dinero no traía, pues; si estaba en el ring, ¿en dónde, en los calzones? De viejas, ¿cuál? Mi jefe estaba divorciado, salía con la que quería; mi mamá hace los años que se fue de México, con un gachupín, a Sonora, ni caso que nos hace, años que no escribe. De la lucha, nada; aquí todos somos amigos, y los que no lo son tanto, pues más o menos buena gente, medio pendejos, pero nada pinches, pues. Si aquí ni hay muertos ni heridos, pura faramalla, show, puras patadas de cariño. Si las lesiones se las hace uno por zonzo, por pendejo, por venir pedo, por no calentar, por descuidado…

El hijo del Ángel se golpeó la palma de la mano con el puño. Sintió que el golpe había sido muy suave, que no valía la pena, que el dolor no llegaba a la cabeza. Volvió a hacerlo. Era inútil. Héctor volvió a la carga. Sabía mucho de esos momentos en que el dolor no quitaba el dolor. Era una vieja historia.

—¿Veías seguido a tu padre?

—A diario. Entrenábamos juntos. Hacíamos pareja en algunos combates, siempre salíamos de gira juntos, hasta guisábamos en casa parejos. Él me crió, amigo. Yo era todo de él. Él me enseñó a caer y me obligó a estudiar ciencias químicas, pero me dejó luchar mientras hacía la carrera. Usted lo conoció, ¿a poco no era como yo digo?, dígame, a ver si no tengo razón.

—Era a toda madre, pero entonces, ¿quién lo mató?

El Ángel II no tenía respuesta y reaccionó de la única manera que el cuerpo le recordaba, volvió a calentar. Héctor insistió.

—¿Por qué no viniste ayer a entrenar con él?

—Él no me dijo que venía a entrenar, dijo que tenía que ver a un viejo amigo, de los de antes de nacer yo; un viejo amigo que le debía una lana. Se me hizo que fue un pretexto, yo pensé que iba a ver a una vieja y por no decirme nada…

Héctor fumó, tratando de mirar hacia otro lado mientras el muchacho comenzaba a llorar. Tenía preguntas, pero obviamente el Ángel no tendría respuestas.

—¿Quién podía querer matarlo? ¿Quién tenía algo contra él? ¿Andaba metido en algún lío? ¿Quiénes eran sus amigos aquí en el mundo de la lucha?

—No lo sé. Por más que le pienso no lo sé. Me cae que no lo sé.

 

Estaba lloviendo pero Héctor tenía calor. El bochorno subía hasta la ventana en nubecillas de vaho al mojarse el asfalto recalentado durante todo el día. Héctor se había quedado tan solo con la parte de abajo del piyama. Estaba fumando el tercer cigarro de una tanda que suponía iba para largo. Una noche de insomnio ante la ventana. De vez en cuando las luces de los automóviles variaban el paisaje cambiando la iluminación. El aire sopló en un sentido diferente y la lluvia comenzó a repiquetear en los cristales. Caminó hacia el otro cuarto para cerrar las ventanas, esta vez tenía la sana intención de no permitir que los libros se le mojaran. Cruzó el pasillo tratando de pasar por alto la decoración: decenas de fotos de la muchacha de la cola de caballo clavadas con chinchetas. Eran muchas, de veras muchas. Héctor, a veces, sentía que demasiadas. Una ausencia así se convertía en una presencia, pero el costo era alto.

Al pasar junto al teléfono, colocado sobre las obras escogidas de Steinbeck en dos tomos, y por lo tanto en equilibrio frágil, el timbre comenzó a sonar, como si hubiera adivinado los movimientos del detective.

—¡Por favor, Héctor, pon el programa! —dijo Laura en el aparato.

Héctor dejó a un lado el teléfono y caminó hacia el estéreo. Se imaginó a Laura: auriculares puestos, el derecho ligeramente levantado para poder hablar por teléfono, colocada frente al micro. Como el retrato de una de aquellas intelectuales que dibujaba tan mal y tan bien el cine de Hollywood al inicio de los sesenta, aquellas doctoras en filosofía que cuando se deshacían el rodete en que llevaban recogido el pelo se transmutaban en vampiresas desmelenadas y de labios carnosos. ¿Quién de los dos era más viejo? Laura, dos días mayor que Héctor. Eso lo tranquilizó.

La voz apareció en medio de la estática, pero no era la habitualmente sensual voz de Laura. Miró el aparato desconfiado.

—…y cuando me asomé por la ventana del patio, nomás se veían los cuerpos ahí tendidos. Se ve que a él le sale sangre de la sien, señorita, por eso lo de la cinta que les mandé…

Laura interrumpió a la mujer:

—Gracias, doña Amalia. Aquí, en vivo, Laura Ramos, en La hora de los solitarios, transmitiendo desde los estudios en avenida Revolución de la XEKA. Para los que se unen a nuestro programa en estos momentos, vamos a ponerlos en antecedentes.

Héctor le agradeció a Laura el mensaje personal y comenzó a buscar los cigarros. ¿Dónde carajo los había dejado? Se imaginó a Laura hablando al micrófono como si estuviera enamorada de él, acariciándolo. Quizá era por eso que la voz era tan sensual, tan endiabladamente cachonda. La voz de una mujer enamorada de un micrófono podía hacer prodigios. Los cigarros aparecieron bajo una vieja edición de la revista Encuentro.

—Hacia las nueve de la noche llegó hasta nuestros estudios un casete que contenía una confesión amorosa, la cinta iba acompañada por una nota de la señora Amalia González, quien decía que nos lo había enviado después de haberlo encontrado en la escalera al lado del departamento 3, en la calle Rébsamen número 121, en la colonia Del Valle, donde acababa de suceder algo terrible. En contacto con la policía del DF, nos informamos de que en el mencionado departamento 3 se acababa de producir lo que parecía un doble suicidio: una pareja de jóvenes se había matado…

Algunas palabras le resultaban francamente molestas a Héctor, que estaba tratando de reconstruir la escena, de imaginarse con precisión la calle, el departamento 3, el número sobre la puerta. Le fastidiaban los adjetivos: “terrible”. ¿Qué era eso? “Nos informamos.” ¿Quién informaba a quién?

Desde la radio la voz de Laura seguía armando la historia:

—…tras formular un pacto amoroso, del que esta cinta era constancia pública… Con el terrible documento en nuestras manos confirmamos con la señora Amalia González que ella había encontrado la cinta en un sobre rotulado a nombre de este programa, cerca de la puerta del apartamento donde se produjo el crimen, y que fue ella la que nos la envió. Si ustedes nos han seguido desde el principio de la emisión, acaban de oír a doña Amalia contando cómo hacia las nueve de la noche escuchó los disparos, observó por la ventana del patio los cadáveres de los dos adolescentes unidos en el pacto mortal, descubrió la cinta en el suelo del pasillo y nos la envió con un taxista amigo suyo.

Héctor recapituló: una señora metiche, una cinta tirada en el pasillo en un sobre, dos tiros, muertos vislumbrados por la ventana, un amigo taxista.

—En unos instantes y tras un corte comercial —prosiguió Laura—escucharán ustedes este extraño documento. Hemos identificado la voz femenina como perteneciente a Virginia Vali, quien otras veces nos había enviado cintas a este programa, y que murió hoy hacia las nueve de la noche en compañía de Manuel J. Márquez… Más tarde les hablaremos de estos dos jóvenes…

Cuando comenzaron a correr los comerciales, Héctor se dirigió al teléfono.

—Héctor, ¿escuchaste?

—Todo, ¿qué está pasando?

—Ya te contaré, ¿tomaste la dirección…? Está muy raro. Oye bien lo que dicen en la cinta y luego date una vuelta por allí, la estación de radio me autorizó a pagarte para que trabajes para nosotros.

Héctor, que sospechaba que esas cosas no sucedían en la realidad y se sentía obligado a diferenciar claramente entre la realidad-realidad y la realidad de mentiras en la que a veces se convertía su vida, trató de frenar a Laura.

—Oye, espera… —pero se quedó con un teléfono que sonaba a ocupado entre las manos. Colgó.

De la radio salió la voz que a partir de ahora y durante mucho tiempo, conocería como la voz de Virginia.

—Me llamo Virginia, tengo diecisiete años y no quiero morir…

Héctor conectó la grabadora. Una despedida había que oírla muchas veces para que fuera real. Sin darse cuenta, estaba borrando el último concierto en vivo de Bob Dylan.