II

Estoy sentado al borde de una carretera,
el chofer cambia la rueda.
No me gusta el lugar de donde vengo.
No me gusta el lugar a donde voy.
¿Por qué miro el cambio de rueda con impaciencia?

—BERTOLT BRECHT

—Me llamo Virginia, tengo diecisiete años y no quiero morir… Qué ridículo, ¿verdad?, suena como mensaje de alcohólicos anónimos… pero de verdad que no me quiero morir, para nada, cuando se tienen diecisiete años todas las cosas están por hacerse, hasta las que ya se hicieron alguna vez. No sé por qué pienso que las despedidas deben ser públicas, por eso grabo esta cinta que te haré llegar al programa de radio…

Héctor fue abriéndose camino entre policías y camilleros, forenses y periodistas, vecinos curiosos y mirones; nadie parecía hacerle mucho caso. Había un ambiente de desmadre en el departamento de la calle Rébsamen. Parecía como si los zopilotes asistieran a los despojos de una fiesta. Héctor recorrió los cuartos: en la recámara trabajaban unos médicos de uniformes no muy limpios. Sobre la cama había una muchacha tendida, cubierta por una sábana, sólo libres la cabeza y el cuello; a la altura del corazón, una mancha de sangre. La sábana parecía haber sido puesta después de la muerte sobre el cuerpo desnudo. Era un rostro muy bello al que la ausencia de la vida, la palidez, no le quitaban el gesto de tranquilidad. Una mezcla de la novia que nunca pudimos tener en la prepa y la hija del vecino, que si nos hubiéramos casado a tiempo podría ser hija nuestra y nosotros contemplarla dormir deseándole la mejor de las suertes, los mejores amores, las mejores batallas. Cada vez se veía invadido por más imágenes paternales, pronto comenzaría a pensar en las mujeres con mentalidad de abuelito. En otra esquina del cuarto se adivinaba otro cuerpo desnudo, el del joven, del que sólo se veían los brazos fuera de la sábana. Héctor encendió un cigarro. Estaba fumando demasiado, pero a quién carajos le importaba.

La voz de Virginia le flotaba en la cabeza: —…despedidas deben ser públicas, por eso grabo esta cinta que te haré llegar al programa de radio… La última que enviaré, por eso me despido. Ya no me siento con ánimos para hablar de amor, porque parece que por ahora no podré conocerlo. Dicen que ya no se quiere como antes, que nuestros amores son bobos, son rascuaches, que son de una triste generación que no tiene pasiones. No es cierto. Supongo que si llegas a poner este casete es porque todo eso es mentira. Te agradezco los ratos que te he robado, Laura, y también a todos los que escuchan este programa.

Una mano cubrió con la sábana el rostro de la muchacha muerta, como haciéndola desvanecerse con un truco de magia. Héctor arrojó su cigarro al suelo y comenzó a rondar por la casa.

Hay veces en que aunque lo parezca uno no está pensando. El vacío es algo fácil de simular aun sin quererlo. Los idiotas, los poetas laureados, los ministros, practican este asunto constantemente. Héctor tenía cara de pensar y sin embargo había quedado atrapado en un rizo del tiempo, una pausa casi interminable de la que sólo podía sacarlo el sonido de la puerta. Cuando éste se produjo, el detective reaccionó lentamente. Constató: estaba solo, era de día. Se asomó por la ventana: allá abajo un grupo de vendedores de periódicos jugaba futbol. Abrió la ventana. Subían los ruidos de la calle, música tropical de las tiendas de discos. En la puerta un joven vestido con traje y corbata y un álbum de fotografías en la mano lo miraba. Héctor lo invitó a pasar con un gesto.

—Después de lo que hablamos ayer, le estuve dando vueltas y me acordé de lo que había estado platicando aquella noche con mi jefe.

Héctor, desconcertado, miró al personaje. ¿De qué se trataba? En su cabeza hizo las sumas correctas.

—¿Tú eres el hijo del Ángel? Perdona, mano, nunca te había visto sin máscara.

El Ángel II sin disfraz, fuera del juego, sonrió. Resultaba imberbe, demasiado joven, excesivamente formal.

—El de ayer era el uniforme de luchar, éste es el de dar clases de química en la prepa. A veces pienso que mis alumnos y el público agradecerían que fuera uniformado al revés.

—Tengo mis sospechas de que tus alumnos de la prepa te iban a adorar de plano. Yo siempre quise tener un maestro de química que fuera enmascarado.

El Ángel II puso sobre la mesa el álbum de fotos con gran cuidado. Había algo de su padre muerto escondido entre los forros de cuero verdoso.

—Mi jefe estuvo jugando con esto en la noche, dándole vueltas. Que si este cuate, que si esta mujer que había andado con ellos. Como que me quería decir algo, pero no se animaba.

—¿Puedes reconstruirlo exactamente?

Se inclinaron sobre el álbum de fotos. El Ángel lo manipuló pasando rápidamente las hojas. Se detuvo primero en una foto de dos cuates gordos, enchamarrados, abrazados como compinches amorosos y querendones a los que la vida no maltrataba mucho.

—Ésta fue la primera de la que me platicaba, de su cuate Zamudio, que era de donde él, de su pueblo de cerquita de Guadalajara. Hicieron pareja durante un tiempo, yo no lo conocí. Cuando me acuerdo de las primeras peleas de mi jefe, peleaba solo, siempre en solitario, no le gustaban las parejas, hasta que empezamos a pelear juntos dejó los combates de solitario, pero este cuate había sido su primera pareja, se llamaban “Los Fantasmas”. Mírelos aquí.

Señaló una foto en el álbum donde un par de enmascarados sangrientos dominaban el ring. Estaban en una pequeña arena de pueblo.

—¿Y qué te decía? —preguntó Héctor.

—No, nomás hablaba de los viejos tiempos.

—¿Y qué decía de la mujer?

—Que era una mujer que los dos querían mucho, y le daba vueltas al álbum, pero nunca me enseñó la foto de la mujer esa.

—¿Estás seguro de que no dijo para nada que iba a ver a este hombre, que le había hablado, que se había reaparecido? ¿No te dio la impresión de que se volverían a ver? Algo así. ¿Podía este tipo ser el hombre que lo fue a buscar a la arena al día siguiente? ¿O que tenía una cita con esa mujer?

El Ángel II dudó, luego, decidiéndose, puso el dedo encima de la foto del compañero de su padre.

—No. Por las cosas que decía más me parece como que hablaba de él como si estuviera muerto. Su amigo el muerto…

—¿Zamudio? ¿Zamudio qué? —preguntó el detective.

—El Fantasma Zamudio… Sólo eso.

 

El sol resplandecía. Héctor estaba sentado en una banca, con un chavito al lado que intentaba pasarle su camión de juguete sobre los pies, cosa que el detective trataba de impedir. Laura pasó corriendo a su lado, iba vestida con pants y sudadera, el uniforme de las esposas jóvenes y aún sin hijos que corrían por los parques, con la cada vez más remota esperanza de que se las ligara un jardinero municipal; pero la crisis había forzado a los jardineros municipales al doble y triple empleo y últimamente no cogían gran cosa, y se pasaban el tiempo con la cabeza hundida en el pasto, arrancando malas hierbas y maldiciendo su suerte. Laura no traía los lentes que le daban su habitual cobertura de intelectual y, por lo tanto, más bien lucía como una modelo yanqui de anuncio de Miss Clairol, la cabellera sacudiéndose al vaivén de la carrera.

—¿Cuántas llevo? —preguntó Laura sin detenerse.

—Siete vueltas…—respondió Héctor y luego, subiendo la voz, porque se le desaparecía tras los árboles… —¿Y a ella de qué la conocías?

—Era la hija de una amigaaa…

Héctor observó cómo corría Laura. Le gustaba. No ofrecía resistencia al aire, se ondulaba, ganaba espacio en las curvas…

—¿Y a él? ¿Lo conocías a él? —pero Laura se encontraba ya muy lejos como para escucharlo.

Héctor optó por la paciencia. La otra posibilidad era salir corriendo tras ella, y francamente desconfiaba del rechinido metálico que producirían sus huesos. Cuando mides menos de uno veinte, lo mejor, ser enano. Se lo tomó con calma y comenzó a fumar. Viejos leyendo el periódico (no se lo prestaban unos a otros, cada cual traía el suyo), niñas de un jardín de niños vestidas con suetercitos rojos danzando en una rueda. La fuente.

Laura era una herencia. Cuando el Cuervo había desaparecido, apareció Laura. No era mala herencia. El Cuervo anunció un día al público que dejaba su programa nocturno y una semana después apareció radiante y con voz de terciopelo Laura Ramos. Ella lo llamó un par de veces para contarle historias, Héctor la llamó otras dos para contarle otras. A veces tomaron un café en un desinfectado Vips sobre Insurgentes. Ella fue la que le contó que el Cuervo le mandaba un abrazo y que estaba en la Sierra de Puebla, dirigiendo una estación de radio para las comunidades indígenas, produciendo programas en náhuatl; desaparecido para los de antes, en otro país a millares de años luz de éste. Ella dijo que parecía contento, que un halo de santidad medio primitiva rodeaba su rostro; que cada vez estaba más miope, que estaba leyendo El Quijote. Total que Héctor le había mandado la mejor de las bendiciones mentales a su viejo amigo y había heredado a Laura Ramos.

—En teoría deberían ser diez vueltas, pero como te tengo aquí lo voy a dejar en ocho —dijo Laura jadeando, y se dejó caer al pie de la banca.

—Sólo tú te crees eso de que me vas a hacer el favor. Estás al borde del infarto. Fumas más que yo, vives en el DF, bebes cerveza Tecate como si fuera jugo de manzana y luego quieres ser sana. Lo único sensato de dar ocho vueltas es que ningún violador se animaría; en general son una punta de huevones, les gustan las de tres vueltas nada más.

Laura le pidió con un gesto un cigarro, Héctor se lo pasó. Fumaron en silencio. Luego Laura comenzó a toser.

—¿ Cómo sabes tanto de los violadores?

—Leo las crónicas de sociales de los diarios, y la primera plana, las inauguraciones de obras públicas… —contestó Héctor; luego, cambiando de tema preguntó—: ¿Él? ¿Quién era el chavo que murió anoche?

—Ella tenía diecisiete años, el tipo diecinueve, nunca lo conocí, no sabía de su existencia. ¿Tú qué averiguaste?

—Poca cosa, lo que decían por ahí. Pacto suicida de dos adolescentes, él le disparó, ella murió primero, él se suicidó después. Ella: un tiro en el corazón; él: un tiro en la sien. Dos balas, dos cartuchos. Prueba de la parafina positiva en su mano derecha. Casa prestada. Dueña profesora de inglés del colegio de ambos, está de vacaciones en Houston o en algún lugar así donde venden hot dogs. Virginia no había tenido relaciones sexuales esa noche, ni antes… Ella era virgen. Estaban desnudos…

—¿ Cómo sabes tanto? —preguntó Laura.

—Preguntando, zonza—contestó Héctor—. ¿Quién no los dejaba ser novios o que tuvieran relaciones formales? Por eso son los pactos suicidas, ¿no ?

Laura hizo un mohín, arrojó lejos el cigarro.

—Supongo que los padres de él. Pero es una tontería. ¿Conoces adolescentes que se suiciden porque no los dejan ser novios a los diecisiete años? Ella no era así.

—Nadie es así hasta que no se demuestra lo contrario. ¿Qué pasa, tienes alguna duda en serio o te ocurre lo que nos ocurre a todos ante el suicidio?

—Ésta es la tercera vez que Virginia me mandaba una cinta al programa, mensajes extraños, monólogos, mucha necrofilia, mucha desesperación de adolescente: contaba cosas como manifestaciones del CEU mezcladas con angustiosas peticiones para eliminar el acné, descripciones de los leones haciendo el amor en el zoológico mezcladas con lecturas de los sonetos de amor de Shakespeare. En ninguna de las anteriores apareció el nombre del novio. No sé… Conseguí una semana de sueldo para un detective por parte de la emisora, les gustó mucho la idea, se sintieron modernos. Síguele a la historia, cuéntamela. ¿Quién era Virginia? ¿De veras se mató?

Héctor puso cara de no estar comprando ese billete de lotería ni aunque le garantizaran todos los premios gordos del mundo.

—¿Qué te pasa? ¿No te convenzo? No me digas que tienes mucho trabajo, de cuándo acá tienen…

—Tengo pendiente una historia de un amigo.

—¿Todavía haces favores?

Héctor asintió sonriendo.

—Hazme éste.

Héctor tardó en responder.

—Vi la cara de la muchacha… Ya muerta. No me molestan los pactos suicidas, que cada cual se vaya como quiera y cuando quiera… No sé, esa manía que tiene uno de pensar que ya no se quiere como antes, que ya nadie se pega un tiro por amor. Estaba sobre una cama tendida, toda cubierta por una sábana, menos el rostro. Era una escuincla muerta muy bella.

Laura apreció al detective objetivamente. “Ruinoso” podía ser la palabra para describir su apariencia. Pero nunca se sabía con Belascoarán.

—Mucho peor que el dueño de una emisora de radio es un detective romántico. Me consta que la niña era mucho más bella viva, no chingues —dijo Laura, tomándolo del brazo y apretando.

—¿Tienes las cintas que te mandó antes?

—Y la dirección de su casa, y una nota para su madre presentándote, y una carta de la emisora diciendo que trabajas para nosotros…

Sacó un paquete de su bolsa que había dejado en la banca al lado del detective y repartió los papelitos sobre el regazo de Héctor.

—¿Qué es lo que te mueve a ti? —preguntó Laura mirando fijamente al detective.

—No sé, supongo que una mezcla entre la inercia, la curiosidad, el salario mínimo… Últimamente ando muy raro. Cada vez entiendo menos a la gente. Mal del DF. Es como una mezcla de gripe y contaminación. Me he de andar volviendo viejo.

Héctor se puso de pie, caminó hasta la fuente y metió una mano dentro, el agua estaba calentona, pero fluía a través de los dedos. Laura, desde la banca, le guiñó el ojo al detective, era una despedida muy decente de su parte.

 

Más tarde, repasando la conversación con la locutora de radio, Héctor pensó que últimamente estaba muy extraño, absolutamente fuera de foco. Que ciertamente sus motivaciones eran una mezcla de la eterna e insaciable curiosidad, del dejarse ir en historias ajenas, de hacerse un oficio metiendo las narices en las historias de los demás; que además pagaban algunas veces por eso. Pero el asunto fallaba, porque con mayor frecuencia era un espectador que cada vez entendía menos a las personas; eso dejaba bien la primera parte de las historias, pero ayudaba poco a resolverlas. Probablemente no toda la culpa era suya. Probablemente, aunque a Laura se lo hubiera dicho en broma, era víctima de una de esas comunes enfermedades que asolaban en los últimos tiempos a la ciudad de México, y comenzaban a ser llamadas genéricamente mal chilango, lepra del DF, producida por catarros virales y aspiración frecuente de la mierda que había en el aire. Héctor meditó en una nueva posibilidad: estaba cerca de cumplir los cuarenta años, estaba envejeciendo. Pensaba en esas cosas, porque lentamente se diluían en su cabeza las motivaciones originales de justicia a como diera lugar y se iba depositando, como un sedimento solitario, la eterna dosis de curiosidad. Mal material: curiosidad sin ánimo de venganza justiciera.

Aun así entró a la arena, perdió media tarde haciendo preguntas sin respuesta. Luego se dio cuenta de que debió haber buscado en los lugares indicados, los directorios telefónicos, las biblias humanas ambulantes, las memorias históricas gremiales. Entonces fue directamente al personaje que tendría las respuestas. Encontró al Encantos en un pasillo. Estaba vestido de persona, sin la melena rosa y la máscara fluorescente con la que había actuado en los últimos años. Parecía mucho más pequeño, cubierto de cicatrices de viruela, chupado, viejecito, apacible. El primer luchador maricón del DF. Antes de que los homosexuales ganaran su derecho a la existencia pública por la vía de la calle y el artículo, el Encantos la había impuesto en las arenas a pura patada en los huevos.

—Cuéntame de Zamudio —pidió el detective.

—Primero se saluda, güey —dijo el Encantos tendiéndole una mano engarfiada. A sus espaldas se escuchaban los aullidos del público animando a unos preliminaristas.

—Muy buenas noches —dijo el detective apretándole la mano.

—La mera verdad —dijo el Encantos dándose por satisfecho—, nomás le decían el Fantasma a Zamudio cuando hizo pareja con el Ángel, por eso nadie le dice a usted de eso, porque usted lo confunde. Zamudio era el Demonio de Jalisco, y antes el Rebelde Azul y antes, pero eso nomás fue tantito, como dos meses que estuvo peleando en una arena chica allá en el Estado de México, se llamaba el Greñas Mortal. Ese güey tuvo más nombres que yo.

—¿Y cuántos tuvo usted? —preguntó Héctor.

—Cinco y un apodo, pero el apodo no se lo puedo decir porque es una vil leperada. Los cinco eran: el Fino de Tecamachalco, el Estilista Dorado, el Arcángel San Grabiel…

—Gabriel…

—No, “Grabiel”. El Gabriel es el de a deveras. Y luego fui el Perro de las Praderas, y ya al final cuando era yo mero…

—¿Y el Fantasma Zamudio que se llamaba también de otras maneras?, ¿qué pasó con él?

Un alarido particularmente fuerte atrajo la atención del viejo hacia el ring. Uno de los preliminaristas estaba sangrando.

—Ya le dieron en la madre a Crispín. Yo le dije. Por menso… Zamudio. No, el Zamudio desapareció en el 68, o en el 71, cuando lo de los estudiantes. Un día salió de una pelea que había tenido de pareja con el Ángel. Ahí sí, ahí les decían “Los Fantasmas”. Salió y le dijo al second, “ahorita vuelvo mano, voy a ver una de esas manifestaciones de los estudiantes, que me dan mucho calor”. Y ya no volvió nunca. Ni aquí, ni a ningún lado.

—¿Qué le pasó? —preguntó Héctor.

El viejo luchador no respondió porque se había quedado viendo el rostro del tal Crispín, que pasaba a su lado en una camilla. Extendiendo la mano con un gesto arrogante, paró a los camilleros. Héctor contempló el desastre que habían hecho con el tipo; el viejo, cariñoso, le sobó la cabeza.

—Te dije, Crispín, que no abrieras la boca cuando te echaras de tijera.

El herido balbuceó algo incomprensible. Los camilleros se lo llevaron.

Héctor, aunque casi casi le interesaba más lo de Crispín que su propia historia, volvió al ataque.

—¿Y qué pasó con el Fantasma Zamudio?

—Sepa su madre, se desvaneció, como los fantasmas. Vea usted, qué chistoso, se hizo fantasma el Zamudio… A lo mejor es que estaba muy enamorado. Eso pasa, ¿sabe?

—¿ Cómo que estaba muy enamorado?