V

Si la respuesta es sí, hay tres fantasmas a los que cada uno tiene que enfrentar de cuando en cuando. En la oscuridad.

—JOSEPH WAMBAUGH

Alo mejor lo matan a uno, le quitan la vida y se la llevan por ahí, a pasearla por otros rumbos. Pero a lo mejor uno es el que mata y al principio se siente casi igual que si hubiera sido de la otra manera. Hay continuos efectos de espejo en estas historias graves en las que vida y muerte andan jugando. Luego no es así; luego llega el descenso de adrenalina y uno descubre que tiene la suerte de estar vivo. Y entonces nada de que es igual, uno se gusta, se desea a sí mismo en el terreno de los vivos, los que juegan al futbol, bailan al ritmo de Rubén Blades y Son del Solar, van a las manifestaciones al lado de Superbarrio y leen novelas de Howard Fast. Esos momentos, los de saberse vivo, hacen olvidar los otros, los de la culpa.

Héctor estaba jugando con su pistola, recordando el tiro que había roto la puerta de su casa y se sentía vivo, asquerosamente vivo.

—¿Durmió muy, muy mal? —le preguntó de repente el tapicero al verlo bostezar.

—Tranquilo, no me pasa nada, es por culpa del dominó.

—Ah, bueno —dijo Carlos Vargas.

Pero no quedó muy convencido. Con los otros compañeros de despacho perdidos en extrañas vacaciones, él se sentía responsable del detective y a veces, a gusto de Héctor, adoptaba un tono maternal excesivo. No era mala idea tener a un tapicero de madre, pero no más de cinco minutos diarios.

—¿Y qué sacó de sus lucimientos de detective?

—Todo, jefe. Usted nomás diga qué quiere saber.

—¿Existe una casa? —preguntó el detective—. ¿Quién vive en ella? ¿A qué se dedica? ¿Quién era el joven que murió? Todo. Empiece por ahí y siga.

Carlos Vargas extrajo de su mochila de tapicero un gran cuaderno de pastas duras; parecía un libro de contabilidad. Leyó con dificultad su galimatías de notas, a veces girando el cuaderno para voltearlo.

—El primer misterio: el dueño de la casa y tío del joven muerto se llama Elías Márquez y dice que es industrial. Pero no de la industria, se dedica al tráfico de blancas, prietas, güeras, mulatas y negras. Es lenón, como las Poquianchis, jefe. Eso seguro. Ahí mismo en la casa, de vez en cuando, da servicio a los amigos. No a los nuestros, a los de él.

—¿Ése es todo el misterio?

—Ahí empieza. Segundo misterio: le vale sombrilla que se le haya muerto el sobrino. Ni luto por él hizo, ni fue al panteón. Al día siguiente muy feliz, ahí estaba desayunando chilaquiles, todo crudo.

—¿Y el sobrino?

—Era un payasito. El hijo de la hermana. Ahí lo tenía de arrimado. Era de carro a los dieciocho años, totalmente pirrurris el menso y se me hace que trabajaba en la probada de la mercancía del tío. ¿Usted sabe cómo le decían al sobrino?

Héctor hizo un gesto de interrogación alzando la cabeza.

—Se llamaba Manuel y le decían Manolé. No Manolete, ni Manolo, Manolé. De dar pena —dijo el tapicero, pensando cómo en medio de la crisis, el ascenso de los más culeros hijos de las clases medias al poder le estaba dando en la madre a este país.

—¿Y qué se dice por ahí del suicidio?

—De eso no se dice nada. ¿Cuál suicidio? Un día estaba y al otro no. Bien raro. Como si se hubiera ido de vacaciones a Tlaxcala, o a la verga. Digo, de vacaciones a La Verga, Tabasco.

—Informe usted con precisión, carajo. ¿Y la casa? ¿Mucho guarura en la casa?

—¿Guaruras…?, deje ver… Un portero que no es portero, un chofer que no es chofer, dos guaruras que sí son guaruras.

Héctor dio por concluida la conversación, encendió un cigarro y fue hacia la ventana. Carlos, molesto, lo observó hacer, le quedaban cosas en el cuaderno.

—¿No me va a preguntar más? —preguntó después de un rato el tapicero.

—¿Qué le pregunto?

—¿ Cómo se entra? ¿Dónde tiene los negocios el señor Márquez? ¿Por qué no estaba el coche del sobrino en la calle, enfrente de la casa donde los mataron?

Héctor miró a su accidental ayudante sorprendido. Si las cosas seguían así más le valía dedicarse él a la tapicería y dejarle al otro el negocio.

—Es usted un genio.

—¿Verdad? Yo decía. Vargas, eres mucha verga. Vargas, sirves para todo. Vargas, tú sí la haces, no el pinche Belascoarán que es ojo.

Se contoneó muy orgulloso como llevando el ritmo del himno nacional.

—A ver, ¿cómo se entra? ¿Dónde tiene los negocios el señor Márquez? —preguntó el detective.

—Sepa… Tengo un mapa de la casa, si le sirve.

El tapicero intentó pasarle el cuaderno, pero Belascoarán lo rechazó.

—Ya se me hacía raro que usted supiera tanto.

—Bastante, sé bastante. Cuando estaba hablando con la sirvienta, me dijo: ése es el coche del difunto, y señaló enfrente de la casa; y se me ocurrió preguntarle que si lo habían traído de la “escena del crimen” y que si no necesitaba una nueva tapizada para quitarle la sangre, y me dijo que se habían matado arriba de una cama, encuerados, y que el coche ni lo había sacado ese día, que desde el día antes estaba bien tranquilo tragando polvo, de manera que no necesitaba tapizada…

—¡Entonces, no usaron el coche, o fueron caminando o alguien los llevó !

—Eso mero.

Héctor le estampó un sonoro beso en la frente al tapicero, que huyó a buscar alcohol en el botiquín. Mientras Héctor guardaba la pistola en su funda, el tapicero regresó desinfectándose el lugar donde había sido besado y haciendo caras de asco.

 

Héctor estaba contemplando la lluvia en la ventana. Necesitaba un refresco pero no se atrevía a pedírselo a la mujer. Llovía a cántaros. A su espalda, la voz de la madre de Virginia contaba con voz monótona:

—Es como una pesadilla. Virginia nunca se hubiera suicidado… Lo que dicen los periódicos del pacto suicida, eso no es cierto. Si no estaba enamorada de ese muchacho. Me lo hubiera dicho.

Las mujeres no se parecían. Héctor había intentado buscar al principio de la entrevista los rasgos de la adolescente muerta en la madre viva. No lo había logrado y se había concentrado en la lluvia.

—¿Se lo hubiera dicho? ¿Por qué? ¿Por qué se lo habría dicho?, ¿porque usted era su madre? Esas cosas no se dicen a los padres.

—¿Y usted qué sabe de eso? Virginia me contaba muchas cosas, hablábamos. No estaba enamorada. Quería escribir. ¿Sabe qué estaba leyendo? A Simone de Beauvoir. Decía que quería ser así siempre, independiente. Solitaria. Ni pleitos, ni angustias, ni llantos, ni nada… No pasó nada en este último mes. Es mentira. Virginia no se mató. La mataron, y no entiendo por qué. No sé por qué dicen que hubo un pacto suicida. Ni salía con ese muchacho. Yo a ese muchacho sólo lo vi una vez. Conozco a los amigos que salían con Virginia. Venían por aquí. Platicaban. Además no era uno, eran varios. No tenía ningún novio… La mataron.

La mujer inició un llanto mezclado con toses y pequeños espasmos, como si se estuviera ahogando. Héctor dejó de ver la lluvia y la miró. Luego volvió a la ventana.

—Y la cinta esa que están pasando en la radio, ni era la última, ésa era vieja, la había grabado el mes pasado; yo la había oído en casa. Y no era de suicidio, era de despedida, porque ya no iba a mandar más cosas al programa. La última debe ser otra, una que grabó el día anterior.

—¿La tiene usted?

La mujer caminó hacia el interior de la casa, Héctor la siguió, entraron al cuarto de Virginia, aún muy juvenil, con muchos más libros que lo habitual. La foto de la muchacha contempló a los intrusos desde la pared. Héctor recordó otras fotografías, en otras paredes. Sobre la cama una grabadora portátil. Estaba abierta, no tenía cinta. Héctor la miró, la mujer lo miró a él como disculpándose, quién sabe dónde estaría la cinta.

Días después, meses más tarde, recordaría la lluvia de aquella tarde. Gotas gruesas, panzonas, que hacían “plof ” al reventar contra la ventana, que doblaban las hojas de los árboles, que se estrellaban contra los cristales chorreando por los bordes. Recordaría la lluvia, pero había borrado de la memoria el rostro de la madre de Virginia.

 

La cara de Celia, la mujer rodeada por los dos luchadores en la foto, estaba ahora entre ambos. Héctor empujó sobre la mesa de su despacho la vieja fotografía hacia el joven Ángel II.

—¿La conocías?

—No. ¿Quién es? —preguntó el luchador.

—¿Y al que está a la izquierda de la mujer, del lado contrario a tu padre?

—Ha de ser el Fantasma Zamudio. Por ahí vi alguna foto de él, aunque no lo conocí en persona.

Hacía calor, bochorno. Se habían encontrado, previa cita telefónica, en la entrada de la prepa donde el Ángel daba clases. Héctor había dudado si dedicarse al oficio de preguntar o ponerse a pintar bardas con unos tercos activistas del CEU que derrochaban las tres virtudes teologales: fe, esperanza y caridad, a unos metros de allí.

—¿Nunca te habló de ella?, su nombre era Celia.

—¿A poco es la mamá de Celina?

Héctor se interesó de repente. La mujer parecía querer dejar de ser una fotografía.

—¿Quién es Celina?

—Una ahijada de mi papá. La veíamos seguido. Vive con sus abuelos. Hoy tengo que ir a su fiesta, se lo prometí, y vestido de luchador. Vaya mensada.

—¿Fiesta de qué?

—Fiesta de quince años.

 

Las fiestas de quince años ventilan con su ritual algunas de las más grandes derrotas populares de México. Son la prueba de que queremos ser como los otros. Que hemos aceptado los restos del banquete. Por una escalera de utilería bajan las quinceañeras en medio de nubes de hielo seco. Toda la pompa que oculta la falta de recursos económicos está presente: jarrones con gladiolas, la mitad de plástico, abanicos aunque sea en febrero, sí, pero también mesas con el logo de la cerveza Carta Blanca cubiertas por manteles medio sucios.

Una orquesta tocaba la Marcha Triunfal de Aída. Héctor contempló curioso los rostros de las adolescentes peinadas en salones de belleza por sus peores enemigas. Buscó entre las caras radiantes una que fuera parecida a la de la foto de Celia. No tardó en encontrarla y la siguió con la mirada sin perderla, mientras se tomaba un refresco con el Ángel enmascarado en una esquina del salón, donde se había organizado una pequeña barra.

—Me dan vómito las fiestas de quince años. Todo es mentira —dijo el Ángel II haciendo una mueca a través de la máscara.

—A mí me encantan —contestó Héctor—, de tradición ya nomás nos queda esto y los informes presidenciales.

La marcha seguía sonando, las adolescentes, vestidas con vaporosos tules blancos y azulosos descendían por la escalera de utilería como sacadas de una mala imitación de película de Visconti. El Ángel se vio obligado a abandonar su lugar junto a la barra para recibir muy ceremoniosamente, dándole el brazo, a la muchacha que Belascoarán había seleccionado con la vista unos minutos antes. El parecido de la Celina real con la Celia de la foto era notable. Abundante hielo seco producía espesas nubes de humo blanco al ser echado en cubetas de agua por abnegados camareros que hacían de técnicos en efectos especiales. El volumen en las botellas de brandy sobre las mesas iba bajando ante la emoción de los padres y padrinos. Por ahí guisaban al aire libre una barbacoa. La fiesta popular se infiltraba hasta en las mejores imitaciones del imperio de Maximiliano.

El Ángel dejó en el centro del salón a su acompañante y se alejó siguiendo las tradiciones ensayadas. Comenzó a sonar un vals de Strauss, sin violines, con el sintetizador del conjunto rockero adaptado para las circunstancias. Un personaje viejo y fornido salió de la multitud y se acercó a bailar con la adolescente Celina.

Héctor se aproximó al borde de la pista.

—¿Me permite esta pieza, señorita? —dijo el viejo.

—Tengo que bailarla con mi chambelán, señor —contestó la muchacha azorada, buscando con la vista a su acompañante enmascarado.

Héctor observó al viejo. El Fantasma Zamudio había perdido peso, el rostro estaba cambiado; tenía como rota la primitiva tensión que había conservado los músculos en su lugar; la mirada acerada seguía siendo la misma, estaba mal afeitado y el pelo un poco largo. ¿De dónde había sacado aquella horrible corbata grasienta con dibujos de pajaritos?

El Ángel se acercó siguiendo los pasos del intruso. Aproximándose desde la espalda del viejo se la tocó suavemente.

—Perdone, esta pieza estaba comprometida conmigo.

El rostro de Zamudio se alteró, estaba viendo a un muerto. Retrocedió tropezando. Celina, azorada, no sabía qué hacer. El Ángel resolvió, abriendo los brazos y tomándola para que todo volviera a ser rosa, san Strauss de por medio. Las parejas siguiendo el orden ensayado hasta el aburrimiento, comenzaron a bailar. Los padres suspiraron, nada se había estropeado.

Héctor caminó rápido para cortarle la salida a Zamudio, que a tropezones abandonaba la pista de baile.

—¿Le ocurre algo, señor?

Zamudio, haciendo esfuerzos para que nada pudiera apartarlo de sus pensamientos, siguió retrocediendo hacia la puerta.

—¿Vio usted a un muerto? —insistió el detective.

El viejo, sin previo aviso le lanzó un manotazo a Héctor, que al darle en el hombro lo mandó rebotando contra una de las mesas. El Ángel acudió corriendo para ayudar al detective. Héctor trató de levantarse. Se escuchaban gritos sueltos; seguía sonando el vals. El Ángel pescó a Zamudio cuando éste trataba de escurrirse, se abrazaron. Los luchadores tienen una memoria instintiva, una serie de reflejos laborales que ahora acudían sin querer a los actos de ambos. ¿Lucha o parodia?

Giraron abrazados derribando algunas mesas. De repente, Zamudio sacó una pistola. Héctor vio la escena que había ideado y que le había contado a Carlos Vargas, la reproducción del abrazo de Judas.

—¡No dispare! ¡No es el Ángel, es su hijo…! —gritó Héctor.

Zamudio respondió al aullido del detective congelándose por un instante. Luego, de un manotazo le arrancó la máscara al Ángel. Era otro, parecía decir la cara del envejecido Fantasma Zamudio. Era otro fantasma. Héctor desde el suelo comenzó a sacar su pistola. Zamudio corrió hacia la puerta derribando enfurecidos padres de quinceañeras y camareros de chaquetilla blanca. La visión de las pistolas desenfundadas hizo que un corredor comenzara a crearse entre el viejo luchador y el detective.

Héctor dudó. Luego bajó la pistola y comenzó a levantarse. Zamudio había desaparecido por la puerta del salón. Al guardar su .45, el vals volvió a sonar. Este mundo aún creía en los efectos escénicos.

—¿Qué pasó? —preguntó el Ángel II recomponiendo su máscara y sacudiéndole el polvo a la chamarra de Héctor —¿Ése fue el que mató a mi papá?

—Un fantasma que vio a otro fantasma. Creyó que tendría que matar a tu padre dos veces.

 

El detective estaba preparándose unos frijoles refritos con chorizo en la cocina; mientras lo hacía, contemplaba la foto de Celia y los dos luchadores. Terminó poniéndola al lado de una foto de su muchacha de la cola de caballo que estaba pegada al refri con imanes. Cocinaba con vieja sapiencia, con técnica científica, controlando la altura de la flama, sin aceite, usando la grasa previa que había dejado el chorizo al freírse. Era una cura contra la soledad.

Héctor sabía, porque era un contumaz escuchador de boleros, que hay amores que matan. Que vienen directo a la vida surgidos de las peores telenovelas, que nacen como para que no acabes de creértelos y los mires con el cartesiano rabillo del ojo. Amores ni de verdad ni de mentiras, hijos de nuestros melodramas de película que insisten en reaparecer como si vinieran de la pura realidad, bajo la siniestra influencia del canal 2. La historia de la muerte de su amigo el Ángel I parecía salida de una película de Pedro Infante… ¿De quién era hija Celina? ¿Del Ángel y de Celia en ese momento de amor que duró horas? ¿Del Fantasma Zamudio, quien parecía exigir el derecho paterno de bailar el primer vals? ¿De qué máquina del tiempo había salido Zamudio?

Dejó de contemplar la foto porque se le quemaban los frijoles. Arrojó sobre ellos el par de huevos que había encontrado sobre la mesita de noche en su recámara y revolvió todo con lentitud y con prudencia, mientras bajaba la lumbre. Cuando el olor del guiso lo convenció, dejó el gas al mínimo y salió de la cocina, fue a buscar su chamarra tirada en el suelo a unos pasos de la puerta.

Sacó de ella la foto de Virginia que le había pedido prestada a su madre. Volvió a la cocina con ella en la mano y la colocó al lado de la de los fantasmas y Celia. Revolvió, probó la sazón. Terminó pegando la fotografía en el refri una al lado de otra y cenó mirándolas.

La de Virginia era otra historia de amor, nomás que ésta nunca había existido, alguien se la había inventado para poder matarla. Quedaban demasiados cabos sueltos. Parecían los flecos de una alfombra: estaba la “última” cinta que no lo era, una vecina que había testificado en falso diciendo que había encontrado en las escaleras esa noche la cinta de la muerta. Estaba la maestra que prestaba su casa al compañero de Virginia. Un compañero que nunca había sido novio. Estaba un automóvil que no había salido en la noche en que debería haberlo hecho. Y sobre todo, estaba una cinta desaparecida. ¿Por qué habían matado a Virginia? ¿Por lo que decía en esa cinta? ¿Por lo que sabía?

Limpió cuidadosamente los platos y la sartén con agua caliente y abundante detergente. Trató de que su vista no se tropezara con las fotos, con ninguna otra. Apagó las luces y fue hasta su cuarto en la oscuridad. En la oscuridad se quitó el parche del ojo, se desnudó y se dejó caer sobre la cama. Si durmió, durmió con el ojo abierto. Como los fantasmas. Como los muertos.

 

Laura se estiró, se desperezó y el pelo se salió del conservador moño que traía. Héctor la contempló guardándose muy bien de hacer observaciones. Si las hacía, a lo mejor ella intentaba recomponer su viejo estilo. Laura se inclinó sobre los mandos y soltó una cinta.

—Ustedes recuerdan la voz de Virginia, la adolescente que murió hace tres días en un extraño pacto suicida en la colonia Del Valle. Una voz que nos desconcierta, que unida al trágico final de su autora, nos conmueve… Esta voz…

Puso en marcha una casetera. La voz de Virginia llenó el pequeño estudio y se lanzó a tomar por asalto estéreos y walkmans, motorolas de VW y radios de transistores en la mesita de noche de adolescentes como ella:

—Hay días en que no sé ponerle nombres a las cosas. Hay días en que no sé cómo me llamo o de quién estoy enamorada.

Héctor reconstruyó su entrada al cuarto donde habían muerto los jóvenes, recordó el rostro de Virginia sobre la almohada, volvió a ver el resto del cuerpo que estaba cubierto por una sábana. Vio claramente el rostro que era tapado a veces por un médico, por los camilleros que estaban desdoblando la camilla y montándola, pero que quién sabe cómo volvía a surgir de abajo de la sábana, inmóvil para que lo contemplaran.

—Hoy debe ser uno de esos días en los que hablo por hablar —decía la voz de Virginia desde la casetera en el estudio— y quisiera encontrar con mi voz a alguien que se hiciera eco. Algo así como dejar de oírme a mí misma para poder oír a otro. Saber que la soledad es una tontería que una inventa jugando, pero que sólo se trata de eso, de un juego…

Laura hizo una suave disolvencia con las últimas palabras de Virginia, y tomó el mando del programa.

—Ésta es la voz de Virginia en una de las varias cintas que nos envió antes de su muerte. Pues bien, parece que no todo es tan claro. Surgen sombras sobre la versión hasta ahora aceptada del suicidio de esta adolescente de diecisiete años. De ello vamos a hablarles aquí, en la parte final de La hora de los solitarios, dentro de unos instantes. Pero antes, algo de música, música para no morir.

Como si fuera una equilibrista, mientras con la mano derecha hacía fade en los mandos de su micrófono, arrancó el tornadiscos con la izquierda. Comenzó a sonar una versión popular de la Quinta de Beethoven. Laura dejó los mandos y miró al detective.

—Ve despacio, no cuentes todo, sólo insinúa —dijo Héctor.

—¿Por qué?

—Porque no quiero que se pongan demasiado nerviosos.

—¿Quiénes?

—Ellos. En todas las historias siempre hay unos “ellos”. Bueno, pues, que no se pongan nerviosos los “ellos” de esta historia.

—¿Hay algo que no me hayas contado? —preguntó Laura llevando el ritmo de la sinfonía con los dedos, tecleando en la consola sin darse cuenta.

—Un par de tipos que me siguen. Nada grave.

Laura lo miró sin saber si hacer inútiles llamados a la prudencia. Optó por quedarse callada.

—¿Cuál era tu relación con Virginia? —preguntó Héctor.

—Su madre es amiga mía, alguna vez nos vimos en su casa. A ella, a Virginia, le interesaba la radio, me lo preguntaba todo. De repente, me llegó una de esas cintas por correo, la pasé al aire, hablé con ella. Y empezó a mandármelas. Cinco o seis deben haber sido. No era nada del otro mundo, pero expresaban muy bien las angustias existenciales más directas de una adolescente.

Laura se acercó al micrófono, lo tomó entre las manos y operó el switch. Se olvidó temporalmente de Héctor y habló a los radioescuchas.

—Dos elementos que producen una fuerte duda en el caso del pacto suicida que produjo la muerte de Virginia han surgido en una investigación independiente ordenada por este programa: la cinta que nos enviaron no fue grabada el día de la muerte, se trataba de una vieja cinta; y escuchada sabiendo esto, no parece ser tan claramente como al principio el último mensaje de una suicida, sino tan solo las reflexiones de una adolescente sobre la vida y la muerte. En segundo lugar, Virginia y Manuel, el muchacho que apareció junto a ella muerto y que disparó la pistola, apenas si se conocían, y desde luego no eran novios. Con esta información en las manos, no podemos dejar de preguntarnos: ¿qué es lo que realmente pasó esa noche en el departamento de la calle Rébsamen?

Laura subió la música y se apartó del micro.

—Con eso me lo vas a hacer el doble de difícil —dijo el detective.

—Son los problemas que causa trabajar con el cuarto poder, Héctor.

Se quedaron un rato en silencio escuchando al jolgorioso y alegre, lleno de cantos de esperanza, Beethoven. Cuando la música terminó, Laura se aproximó al micro. Nuevamente le habló con dulzura, como si fuera un objeto entrañable.

—No dejes que la soledad se alimente de ti. Acércate. Siempre podremos compartirla. Asómate a la ventana. Alguien está a mitad de los infiernos de la noche de esta ciudad, sintiendo que tiene una historia que contarte, y a través de la magia de la radio esa historia puede tocarnos a todos; podemos compartirla, hacerla nuestra… Incluso si es una historia como la de Virginia, desaparecida hace tres días en circunstancias extrañas. Incluso si es una historia sin final feliz como la de Virginia… de la que seguiremos hablando mañana, en este canal de comunicación mágica que viaja desde las estrellas, recorre con el viento la ciudad y llega hasta ustedes… Desde La hora de los solitarios… se despide… Laura Ramos.

Lanzó un beso al micrófono y dejó correr el tema musical de salida.

Laura fue haciendo fade en los controles. Se desperezó, miró a Héctor. Con un gesto se despidió del solitario técnico de cabina al que casi nunca dejaba operar los mandos. Se fueron apagando las luces, quedó tan solo una pequeña lámpara encendida sobre el micro, medio fantasmal.

—¿Tu casa o la mía? —preguntó la locutora.

—La tuya, la mía parece la casa de Usher, está llena de fantasmas —contestó Héctor no muy seguro de lo que estaba diciendo.

—La mía está habitada por una hija de seis años. ¿Sabes que estuve casada antes?

—Antes… —empezó Héctor con ánimo de hilvanar su historia, pero renunció con la primera palabra.

—Podríamos ir a pasear por ahí.

—Reforma a las cuatro de la mañana, no estaría mal en otra época —dijo el detective—. Últimamente me da miedo la oscuridad. Asaltan por ahí, te roban la cartera y los ánimos de pasear.

—No tengo cartera —dijo Laura.

—Yo tampoco.

Fue Reforma después de todo, en una noche cerrada, más negra que otras, más oscura. En la avenida de las enormes manifestaciones, en la calle elegida por el emperador para sus paseos a caballo, ahora casi solitaria, si no fuera por un par de taxis.

La pareja eligió el camellón, a distancia prudente de los, esa noche inexistentes, asaltantes y ladrones de también inexistentes carteras. Terminaron en el Presidente Chapultepec, ante un encargado de recepción con cara impasible de funcionario inglés de aduanas que ya lo ha visto todo, y además muchas veces, y que esta vez apenas si observó a la extraña pareja sin maleta, que quería rentar la habitación por una noche, que pensaban duraría más de cinco horas.

Héctor se dejó caer sobre la cama mientras Laura contemplaba el cuarto. Luego la locutora lo fue recorriendo, dando pasitos y pequeños brincos hasta ocultarse tras la cortina. Héctor se estiró en la cama esperando los acontecimientos. De repente, un suéter voló por el aire y le cayó sobre la cara. Lejos aún del momento de la duda, cuando habría de pensar que esa mujer no era otra mujer, sino una mujer, se quitó un zapato y se lo arrojó a Laura que se había escondido tras un horrible cortinaje salmón. Ella le arrojó su blusa verde esmeralda. Héctor en justa retribución le aventó sin acertarle su chamarra. Cuando Laura le arrojó un brasier, asomando detrás de la cortina tan solo el brazo desnudo, Héctor empezó a tomarse en serio el asunto y en rápida sucesión le tiró una camisa, el cinturón, otro zapato y dos calcetines grises. Laura respondió con una falda, un par de mocasines y unas pantimedias. Héctor lo pensó un momento, y sólo tras la risa de ella, la risa suave que a veces escuchaba en la radio, le arrojó los pantalones, que por falta de vuelo se quedaron a mitad de camino, sobre un sillón. Luego, a falta de calzoncillos, a los que había renunciado desde que se estropeó su lavadora eléctrica en el 82, el detective se cubrió púdicamente con la colcha. Nuevamente Laura tomó la iniciativa y un brazo solitario asomó tras la cortina e hizo girar unos calzoncitos bikini color verde esmeralda que luego flotaron en el aire un par de metros antes de caer lánguidamente al pie de la cama. Héctor pensó si podría aplazar el momento de la verdad tirándole las almohadas, lo pensó muy seriamente, luego salió de abajo de la colcha y avanzó hacia el cortinaje. Ella estaba esperándolo, casi sin poder contener la risa. Hicieron el amor detrás de las cortinas.