VI

En el almanaque no ha sido marcado aún el día. Todos los meses, todos los días están libres aún. Uno de los días será marcado con una cruz.

—BERTOLT BRECHT

Un par de horas después, Héctor se sentó en su cama y contempló las fotos de la muchacha de la cola de caballo que estaban colgadas en los muros de toda la casa. Se quedó ahí tan clavado a ellas como ellas lo estaban a la pared. Sin poderse mover. Las fue recorriendo con la vista una a una: ella bailando ballet cuando tenía quince años. Ella durmiendo desnuda, apenas tapada con una esquina de la sábana. Ella dos años antes, en una playa cerca de Las Hadas. Ella subiendo a un Renault arreglado, las manos manchadas de grasa que se limpiaba con estopa. Ella comiendo espaguetis. Ella tomando café, sin verlo, sin ver a nadie, hundida en algunos oscuros presentimientos que asomaban sobre el borde de la taza. Ella en Venecia, una Venecia sin gondoleros pero con el Gran Canal al alcance de la mano. Ella en Chapultepec mirando el lago, ambos fuera de foco, una foto casi imposible, digna de una cámara de cajón manipulada. Ella probándose una camiseta que le quedaba al menos dos tallas grande. Ella fumando. Nuevamente, ella fumando. Una vez más. Soltando el humo. Ella cocinando camarones a la plancha, sonriendo. Ella… Las paredes repletas, los pasillos, el baño, las puertas, la puerta del refrigerador, sobre los mosaicos de la cocina, en los zoclos del comedor, sobre la mesa, fotos enmarcadas, sueltas, apiladas, tomadas siempre por terceros, porque Héctor tenía miedo de las cámaras fotográficas. Sabía que robaban el alma. Diez fotos hacían una nostalgia. Cien hacían una obsesión. Y ochocientos noventa y ocho una forma benigna de locura. Desde luego, mil trescientas producían una locura de amor suicida. Él tenía mil ciento cuarenta y cinco, por lo menos ésas tenía la última vez que las había contado. Quizá fueran unas pocas más. Las últimas le llegaban por correo, enviadas por ella desde lugares cambiantes, con sellos de colores siempre diferentes. Por lo tanto, se encontraba a medio camino entre la locura amable y el suicidio, según sus propias tablas de comportamiento. No había duda, teníamos razón cuando queríamos impedir que los fotógrafos de Life y de National Geographic nos tomaran la foto. Esos hijos de la gran puta nos querían robar el alma. Y cuando la publicaban, le robaba el alma al que miraba.

Esa noche, su vecino el Mago vino a sacarlo de la locura y lo salvó invitándolo a jugar de nuevo dominó, el del desquite, con el tintorero y el oficinista del 7° A. Héctor ganó todas las partidas. Ganó incluso cerrando con la de seises en las manos, jugada suicida muy admirada por el tintorero. Sospechó que no lo volverían a invitar.

 

La maestra que prestaba su casa a sus alumnos para que se suicidaran era una mujer joven, de unos veinticinco años, sin duda nacida en Estados Unidos. Su voz tenía un fuerte acento, rasposo, y su actitud tenía algo equívoco. Parecía una mezcla de profesora de cocina en espacios matutinos de televisión y prostituta de lujo de Kansas City. Mostraba generosamente las piernas al sentarse.

—No ser muy bien. Yo le prestaba el departamento… As a favor, como un favor. ¿Verdad?

—¿Como un favor a quién? —preguntó el detective.

La maestra se hizo la desconcertada. Su rostro nervioso fabricó una mirada de incomprensión. Fumaba distraída, olvidó dónde había puesto el cigarro, lo encontró después de unos instantes de dar vueltas. Su rostro parecía pedir auxilio, sus piernas se mostraban aún más porque la falda había ascendido algunos centímetros sobre los muslos.

—¿Conocía usted al tío de Manuel? —preguntó Héctor.

—No, no lo creo.

—Qué extraño, tengo una foto de usted con él, sentados en un restaurante.

—¿Quiere usted decir el tío de Manuel?

—¿Qué relaciones guarda usted con el lechero?

Eso la desconcertó. Después de todo, quizá sí se estuviera tirando al lechero.

—¿Con quién? —preguntó estirando un poco la falda.

—Con cualquiera, qué importa. Vine a que me contara por qué Manuel tenía llaves de su casa, pero me doy cuenta de que no era Manuel quien las tenía, que hay un montón de cosas extrañas sucediendo aquí. Supongo que no querrá contármelas… ¿Conocía usted a Virginia?

La maestra-piruja de Kansas no sabía muy bien por dónde proseguir, clarito sentía el terreno pantanoso. Después, trató de nuevo de morderse las uñas.

—No, a esa muchacha nunca la había visto. No es alumna de mí.

—Tengo una curiosidad enorme por saber de qué da usted clases.

English, of course, claro está.

—No, pero aparte de eso…

La mujer dudó, quizá debería contarle algo. Héctor no esperó respuesta, tenía la sensación de que ya la conocía. Se puso de pie, le dio la espalda y salió hacia la puerta.

Sin embargo no salió del edificio, bajó dos plantas y tocó una nueva puerta. Desde el cubo de la escalera, dos pisos arriba, se supo vigilado por la maestra de inglés que daba clases de Piernas-2. Doña Amalia abrió su puerta de repente. Tenía la cara hinchada, probablemente lloraba con las telenovelas de Verónica Castro.

—Buenas tardes, señora. ¿Se acuerda de mí? Estoy investigando…

—Sí, claro, joven.

—Nomás una pregunta, señora: ¿cuánto le pagaron para que entregara la cinta a la estación de radio? ¿La amenazaron? ¿Cuánto le dieron para que dijera que el paquete se le había caído a la muchacha en el pasillo? No es que quiera crearle algún problema, es que si dice usted mentiras es cómplice del asesinato, señora…

La mujer se puso a llorar. Héctor la contempló en silencio, luego le dio una palmada en la espalda. Cuando bajó el último tramo de las escaleras, la maestra aún lo seguía con la vista. El detective se sintió personaje de una película de curas irlandeses.

 

—Si usted me dice qué quiere, yo no me veo obligado a adivinarlo. Comprenderá que no me encuentro muy tranquilo con mi sobrino muerto en ese triste accidente… —dijo Márquez.

Era un hombre de unos cincuenta años, un tanto untuoso. Con aspecto benévolo, no parecía ser capaz de arrancarle las alas a una mosca capturada. Héctor lo contempló sin decir nada. Estaban sentados en un hall al pie de las escaleras, los pistoleros conocidos hacían discreto acto de presencia, pasando de la sala a la cocina con unos refrescos en la mano, subiendo las escaleras, simulando que no veían, como desentendiéndose del asunto. Se escuchaba un lejano rumor de música.

—La verdad, señor Márquez, quisiera saber tantas cosas que no sé por dónde empezar… —dijo el detective.

Márquez se puso de pie caminando hasta una cómoda situada en la esquina de la sala. Colocado ahí, en el otro extremo de la habitación, había creado una situación un tanto irreal. Héctor se dejó caer en un sillón. Márquez sacó una chequera y comenzó a extender un cheque.

—¿Cinco millones de pesos le parecen bien? Y nos ahorramos toda la conversación —dijo en voz alta mientras firmaba.

Héctor no contestó. Márquez se aproximó con el cheque en la mano, por delante de él, como abriéndole camino. El detective lo tomó entre los dedos. Márquez volvió a distanciarse, se fue de regreso al otro lado de la sala, como si el detective pudiera contagiarlo de un virus gripal.

—Entonces, cinco millones de pesos y aquí se termina la conversación… —dijo Héctor mirando de reojo al tipo.

—Así es —contestó Márquez.

Héctor sacó un cigarro y se lo puso en la boca, aplicó la llama del encendedor al cheque. La dejó crecer, y con ella encendió el cigarro.

—Caray, nunca me había sabido tan bien un cigarro —dijo casi hablando para sí mismo.

—De manera que vamos por el camino chueco. Me soplan los huevos los ostentosos —dijo Márquez haciendo un gesto de desencanto. Miró su chequera como para verificar que aún quedaban más y suspiró.

—Ostentosos, los que andan ofreciendo millones para que uno se encienda un vulgar Delicado con filtro, pendejo. En vez de andar regalándome un cheque, por qué no me cuenta el lugar que ocupaba su sobrino en la organización que usted tiene… O qué fue lo que averiguó Virginia Vali que a usted tanto le molestaba… O cuáles son sus relaciones con una maestra de inglés que enseña las piernas cuando da clases. Por cierto que le dije que tenía una foto de ustedes dos juntos y se puso muy nerviosa. No era para tanto, no debe ser usted mala pareja bailando tangos, o foxtrot, o pasodobles; bailes viejos, de rucos hijos de la chingada, pues.

Márquez se rio.

—Usted tiene muchas preguntas, demasiadas, amigo. Pregunta más que la policía. Mis amigos de la policía no andan encendiendo cheques como usted, nomás los cobran… Usted me late… cómo le dijera, a difunto, a pendejo, a suicida… es más, ni parece mexicano, porque…

Un grito que vino del piso de arriba interrumpió el parlamento de Márquez. Héctor levantó la cabeza. Vislumbró en un flash a una adolescente casi desnuda que corría por el pasillo posterior. Sólo un instante. Ni siquiera intentó moverse porque uno de los pistoleros se encontraba en esos momentos en la escalera cerrándole el paso y con una prometedora mano en el bolsillo. Cruzaron una mirada. Márquez prosiguió.

—Se me hace que tenemos poco que hablar. Si alguna vez descubre lo que pasó en ese cuarto entre mi sobrino, el pobrecito, y esa niña, me gustaría que me lo contara, incluso estaría dispuesto a pagar bien sus servicios…

Héctor se puso de pie, caminó flotando hasta la puerta, a pesar de su pierna herrumbrosa en los días de lluvia, a pesar del cansancio de los huesos. El Delicado le había sabido a gloria. Márquez se había quedado sonriendo, pero estaba equivocado. Los malos de las nuevas historias no sabían la chinga que les esperaba, no sabían los enormes recursos con que él bien contaba cuando se le añadía una pequeña dosis de cinismo y una abundante dosis de locura. Los hijos de la chingada no tenían ni remota idea de lo que la raza enfurecida les iba a hacer un día de éstos. Cómo les iban a quemar todos los cheques de cinco millones uno tras otro. Qué tremenda hoguerota.

Al salir de la casa de Márquez, Héctor sabía lo que necesitaba, ahora tenía que encontrar una idea medianamente inteligente para obtenerlo. Bajó caminando por Palmas y cuando se aburrió del sol, de las largas banquetas vacías de peatones y del smog que le lanzaban los automóviles, tomó un pesero y regresó hacia una zona de la ciudad donde se sentía más seguro. En una gasolinera cerca del metro Chapultepec descubrió un viejo refrigerador de refrescos repleto de cocas chicas. Ya no había muchos en la ciudad, poco a poco eran sustituidos por las máquinas de cocas de lata o simplemente desaparecían en la nada. Bebió una, luego otra y en rápida sucesión se echó la tercera. Aparte de que las cocas chicas eran mejores que las familiares, como todo el mundo sabía, los cascos eran la parte medular de su plan. Ahí mismo compró un garrafón de plástico de cinco litros y le pidió al gasolinero que se lo llenara con diesel. Ya sólo necesitaba un paseo por el centro para obtener la química.

La noche es el territorio de la esperanza y la hora de los grandes fuegos pirotécnicos. A las dos de la madrugada con diecisiete minutos, Héctor entró al jardín de la casa de Márquez saltando la barda y silbando La bamba; de agilidad nada, casi se le cayeron las tres bombas stalin que se había pasado la tarde construyendo (gasolina, un chorrito de ácido sulfúrico, botellas chicas de coca cuidadosamente tapadas, formando un paquete amarrado con masking tape y pintadas en el exterior con cola impregnada de cloruro de potasio). Avanzó por el jardín en medio de las sombras de los árboles. Buscó la seguridad de las puertas del garage. Tendría que lanzar el paquete lo menos a veinticinco metros, una tarea del gordo Valenzuela sin lesiones. Calculó el lugar donde quería que impactara. Tenía que ser sobre la pequeña rotonda de cemento que había ante la entrada principal. Contó hasta tres y lo lanzó. La tremenda llamarada lo sorprendió. Casi esperaba que el asunto fallara y se viera obligado a ponerse a descubierto y sacar unos cerillos. Pero la explosión fue preciosa, la gasolina ardiendo se extendió rápidamente y pescó un toldo. El jardín se iluminó como si se hubiera adelantado el amanecer. Héctor produjo una sonrisa lobuna, había equivocado su oficio: en las noches incendiario, en las mañanas bombero. El paisaje comenzó a poblarse de ciudadanos en calzoncillos. Sus viejos amigos, los dos guaruras correlones, aparecieron por una puerta de servicio en un costado del edificio, con las pistolas en las manos. Héctor se deslizó al interior de la casa a través del garage. En un pasillo del piso superior se cruzó con dos niñas de no más de doce años en camisón. Fue abriendo las puertas. ¿Qué buscaba? Una foto. ¿Por qué? Porque aquí tendría que haber también una foto. La descubrió en una recámara de alfombras rojas. Estaba sobre la mesita de noche, era otra vez el rostro de Virginia, la adolescente muerta, que no lo parecía en la foto. Una fotografía tomada la misma noche del crimen, a una muchacha difunta cuyo cuerpo aún no había sido cubierto por la sábana.

—Usted no lo va a creer, pero me enamoré de ella —dijo una voz a sus espaldas.

—¿Antes o después de matarla? —contestó el detective sin voltear, con la mirada fija en la fotografía.

Márquez estaba vestido tan solo con un piyama, descalzo. Caminó hacia la foto pasando al lado de Héctor y la tomó entre las manos.

—Tengo debilidad por las muchachas muy jóvenes, son tan suaves. Me gusta cogérmelas, lo tengo que admitir. Pero ésta no. Soy un pendejo. Nomás la vi dos veces, una con Manolo, la otra cuando vino a regañarme. Y así, en lugar de cogérmela la maté. Uno nunca hace lo que quiere. ¿Cómo se llamaba la escuincla pendeja esta? Como se llame. De ésta me enamoré.

Con un gesto de rabia Héctor Belascoarán trató de que el tipo se le quitara de enfrente, se desvaneciera. Luego extendió su mano para que el otro le devolviera la foto. Márquez retrocedió dos pasos. Héctor sacó la .45 y le disparó un tiro. Vio cómo el brazo derecho de Márquez, el que sostenía la foto, casi se cortaba en dos. El tipo chilló al ver la sangre que brotaba del brazo destrozado. El detective le dio la espalda y salió. Cuando brincaba la barda escuchó el sonido cercano de los carros de bomberos. Ni Tchaikovski para sinfonía.

 

El Ángel II no peleaba mal, tenía estilo elegante, cierta fluidez en los gestos aprendidos en rutinas. Volaba por el cuadrilátero con cierta gracia. Héctor, semioculto en uno de los pasillos, fumaba un cigarro mientras alternaba la visión de la pelea y ojeaba los rostros de los espectadores. Caras que actuaban para sí mismas con el pretexto de la lucha con sangre de mentiras que se producía en el ring.

Parecía elemental que la única manera de detener a un fantasma era cuando éste asistiera a una arena de lucha libre para ver combatir al hijo de otro fantasma.

El rostro del Fantasma Zamudio surgió en la multitud. Debería haber estado allí desde el principio, oculto a la mirada del detective con la cara encubierta por las solapas de la chamarra. No era el mejor momento del Ángel II, algo fallaba ahora, peleaba sin la consistencia de clase de su padre, no le iba la vida, podía seguir siendo maestro de química; la farsa le daba un relativo pudor, no se divertía. Aun así, cuando la pelea terminó, levantaron su brazo como vencedor. El Fantasma Zamudio comenzó a caminar hacia la salida sin esperar las peleas estelares. Héctor lo siguió.

Llovía en aquella parte del DF. El Fantasma entró al metro con Héctor a unos cincuenta metros. Tres estaciones después descendió, el detective le dio unos segundos y comenzó a seguirlo entre la multitud de la estación Tacubaya. El metro estaba en uno de esos momentos peliculescos. Las luces mágicas, los rostros que pasaban a toda velocidad, sin dejar registro, las voces de los vendedores en todos los pasillos de acceso. Llovía a la salida, Héctor aceptó agradecido el aire que le arrojaban las gotas sobre la cara. El Fantasma caminó perdido en sus más oscuros y hostiles pensamientos hacia un hotel de mala muerte. Héctor lo vio de lejos. Entraba en su casa. En su casa temporal. La lluvia arreciaba. Allá el Fantasma, en la soledad de un cuarto, con sus fantasmas. Héctor pensó que no quería regresar al hogar a encontrar a los suyos. Prefería la lluvia en la cara. Se quedó parado en la acera, como puta maldita en la tormenta, iluminado por las luces rojas del hotel Savoy que parpadeaban en medio de los relámpagos.

El detective encendió un cigarro mientras se cubría de la lluvia en el portal de una farmacia cerrada, luego ocultó el tabaco entre los dedos haciéndole “casita” con la mano. Así fumaban los boy scouts, le había dicho una vez el Gallo. Él nunca había sido boy scout. Caminó empapándose, pero sin prisa, atraído por las luces de una feria.

Se cobijó de la lluvia en la tarima cubierta de un stand de tiro al blanco.

—Los tuertos tienen buena puntería—dijo el puestero—. ¿Por qué no le prueba?

Héctor asintió y pagó mil pesos. Comenzó a derribar con método una fila de brillantes águilas imperiales plateadas. Llevaba once y sin fallar una, cuando un disparo de verdad surgido a su espalda destrozó, a centímetros de su cara, la pared lateral del puesto. Giró sacando la pistola. No había nadie. El puestero contempló el enorme agujero sin tener muy claro cómo coño se había producido. Héctor alzó los hombros y encendió un cigarro. La mano le temblaba. Renunció a tirar la duodécima figura plateada con forma de águila.

 

Durante varios días, Héctor no fue a la oficina.

Permaneció encerrado en su casa con el teléfono desconectado, escuchando valses de Strauss, cocinando los restos de su muy averiada despensa, contemplando durante horas las fotos de la muchacha de la cola de caballo, y de vez en cuando la foto de Celia rodeada de los dos “Fantasmas”. Comenzó a crecerle la barba. Vio en la televisión un torneo de golf. Volvió a las fotos con la sensación de que habían crecido en número. Dos de ellas lo retuvieron más tiempo en la observación, cinco, seis horas. Estaban a mitad del pasillo. En una, la muchacha de la cola de caballo estaba jugando un solitario, jugueteaba con una reina negra en la mano, dudando dónde ponerla, el pelo se le había deslizado cubriéndole un ojo, como Verónica Lake. En la otra, ella estaba tomando una foto a un grupo de huelguistas de hambre enfrente de la Catedral. Uno de los huelguistas le sonreía recostado sobre un montón de mantas viejas.

Un día cocinó garbanzos de lata con queso de untar. No salió demasiado bien y tiró la mitad del guiso al escusado. Viendo la lavadora de ropa recordó que la muchacha de la cola de caballo había llegado un día sonriente y lo había convencido de que hicieran el amor sobre la lavadora. La ropa a medio arrancar del cuerpo, las medias enredadas en su cuello, los dos o tres centímetros que le faltaban para alcanzarla bien y penetrarla y que lo obligaban a levantarse sobre las puntas de los pies; las feroces vibraciones de la máquina que amenazaba con saltar bajo el doble impulso de sus arremetidas y la centrifugación. Un orgasmo memorable. El Kamasutra no decía nada de lavadoras de ropa. No había fotos de aquella vez. Hubieran salido movidas. Colocó un par de fotografías del rostro de la muchacha de la cola de caballo sobre la lavadora. Deambuló sonámbulo por la casa.

Pasaba de una foto a otra observando nuevos detalles en cada revisión. En la esquina de una fotografía donde ella se subía a un autobús había un ciclista. En esa foto tomada al salir del cineclub de Filosofía ella tenía una herida en el codo, una pequeña herida cubierta por una curita. Ella tenía el rostro asimétrico, un lado de los labios parecía más grande, más jugoso. Las fotos en blanco y negro, al atardecer, mostraban el pelo castaño, en las noches y gracias al flash lo mostraban mucho más oscuro. Héctor dormía poco, más bien permanecía contemplando el techo con el ojo abierto. Un día, los refrescos estaban terminándose, quizá era una señal de que la crisis tenía fin, avanzaba hacia algún lado. Sonó el timbre varias veces, no lo contestó. No esperaba a nadie. El ojo sano se le hundió, sombras de locura aparecieron bajo ambas órbitas. Al final de la semana sonrió ante el espejo donde su propio fantasma lo contemplaba y bajó a la calle a buscar un juguero ambulante que pudiera proporcionarle tres vasos de medio litro de jugo de naranja. Cruzó ante las fotos del pasillo sin mirarlas. Si volteaba se convertiría en una estatua de sal.