A través de la ventana comprobó que todo estaba en su sitio; el cielo y la tierra.
—MANUEL VÁZQUEZ MONTALBÁN
Héctor se encontraba sentado en una mecedora ante el Fantasma Zamudio. No sólo eran de segunda el par de derrengados personajes, el hotel era de segunda también, a juzgar por el interior de los cuartos: paredes descascaradas y extraño mobiliario a punto de derrumbarse. La luz de neón rojiza se veía por la ventana y a veces cambiaba la iluminación de todo, manchando de sangre las caras de detective y luchador.
Se miraron con recelo. Un largo silencio.
—Bueno, y si lo maté, ¿qué?
Héctor alzó los hombros. El otro se fue enojando. El coraje le crecía por dentro ante la inacción del detective.
—Cada quien con su conciencia. Yo con la mía. Cada quien con sus muertos. Yo ya anduve cargando los míos mucho tiempo. Veinte años. Nomás veinte años de andar paseando mis muertos por aquí y por allá. Parecía funeraria. Pompas fúnebres Zamudio.
—¿Estaba muy enamorado? —preguntó el detective por decir algo.
El Fantasma Zamudio se encabronó ante la pregunta, qué pendeja pregunta era ésa; luego la pensó un poco, la digirió. Poco a poco empezó a sonreír.
—Le iba a romper el hocico por preguntarme eso. Pero ahora… Ya ni sé… Qué baboso. Ya ni me acuerdo bien. Ha de ser, porque si no…
Sus propias palabras lo irritaron al adquirir sentido en la cabeza. Se quedó callado un rato.
—A fuerzas que estaba bien enamorado —dijo el Fantasma Zamudio de repente—. ¿Usted cree que se mata a un cuate después de veinte años si no fuera por eso? El odio no dura tanto, nomás el amor dura así de fuerte. Ustedes no saben cómo es el amor, joven.
—¿Qué fue lo que pasó entre ustedes?
El Fantasma pareció no haberlo oído. Fue hacia un viejo arcón y sacó su máscara de los viejos tiempos, medio raída. Una máscara blanca donde se veían los huesos de una calavera.
—Lo que me dolió no fue que ella me dejara. Total, como la vieja esa, muchas. Lo que me dolió es que yo sí la quería, y él no; a él le valía. No le importaba… —hizo una pausa—. No es cierto, lo que me dolió es que era mi cuate. Y ya luego nunca pudimos seguir peleando juntos. Y yo me eché a la basura y anduve de aquí para allá veinte años, y llego después de pinches veinte años y le digo…
El Fantasma se había fugado del cuarto. Su mente lo había transportado hacia algún lugar en el pasado, muy cerca del eterno cuadrilátero. Pegadito a la muerte. Parecía haber retornado al lugar del crimen, al ring que tantas veces había compartido con el Ángel. Había vuelto al lugar del asesinato. Héctor, sin saber por qué, pensó que a veces la memoria evocaba teatralmente sucesos, con mucha mayor fuerza dramática que la realidad.
—Le dije: “Estás viejo, Ángel, ya ni sabes caer!” Y él me contesta: “¿De dónde sales, Fantasma? Y yo le digo: “Ahí nomás, de la nada, güey, por tu culpa” y entonces, cuando nos estábamos abrazando, él me dice: “Y yo que ni la quería”, y entonces se me pasó todo por enfrente de nuevo y saqué la pistola…
Sin aspavientos, sin mayores gestos, las lágrimas comenzaron a caerle por las mejillas, las dejó deslizarse por el rostro.
—¿Y para qué traía una pistola? —preguntó Héctor casi arrepentido de no dejarlo llorar tranquilamente.
—Pa matarlo, ¿pa qué va a ser? Yo sabía que el menso me iba a hacer recordar todo de vuelta. Llevaba quince años diciendo: un día de éstos regreso y lo mato… Ni le vi la cara ese día. No le vi la cara, estaba enmascarado… Después de tantos años…
Se quedaron callados, en silencio. El Fantasma fue el primero en recobrar la voz:
—¿Y usted qué?
—No sé. Me duele que haya matado al Ángel, tan a lo zonzo… Tan pendejo el asunto. Yo lo conocí hace tres años, era un buen cuate. ¿Conoció a su hijo?
—¿Ese que lucha? Ni vale gran cosa, se me hace… —¿Usted sabe de lucha o también sabe de personas?
—No, de personas no sé. No ve qué cosas ando haciendo desde hace veinte años, puras salvajadas, puras reverendas mamadas.
—Pues vamos a ver al hijo, y que él decida —dijo Héctor. Era lo único que se le había ocurrido.
—¿Decida qué? —preguntó el Fantasma.
—Cuál es su pena, si se entrega a la policía, si tiene que desaparecer para siempre; quién sabe, que él decida. Usted mató a su padre, que él decida… Yo qué chingaos sé de justicia.
—Nada de eso… Otros pinches veinte años de purgatorio…
Se levantó amenazador. Héctor se puso enfrente cerrándole el acceso a la puerta con un gesto de resignación.
—¿Me va a matar a mí también? ¿No se le hace demasiado? ¿No son muchos muertos ya por una mujer de la que ni siquiera estaba enamorado?
El Fantasma Zamudio se detuvo, miró al detective y miró a través de él, pensando en una mujer de la que a lo mejor, si lo hubieran dejado, se habría enamorado y luego habría olvidado. Héctor se le aproximó confundiendo la mirada de desconcierto con el asentimiento y lo tomó por el brazo. Los instintos laborales del Fantasma actuaron y el detective fue a botar contra la pared impulsado por un codazo. Héctor se resintió del choque, un fuerte dolor nació de las costillas y le subió a la cabeza. Reaccionó al revés de lo que debiera y volvió a acercarse de nuevo al Fantasma, éste lo recibió con un golpe de antebrazo. Héctor cayó al suelo sintiendo que la garganta se le cerraba. Sí, así iba a ser la cosa. Sacó su pistola, la miró y la puso en el suelo al lado de la mecedora en la que había estado sentado. Avanzó hacia el Fantasma mostrando las manos abiertas y vacías.
Era una pelea absurda. En silencio. Un silencio provocado por ambos contendientes que sólo se rompía de vez en cuando por los jadeos y los ruidos de los muebles al romperse. Osos bailarines sin música zíngara.
A los cinco minutos de empujones, golpes de antebrazo, puñetazos y codazos, que el detective asimilaba como un saco de cemento, el Fantasma lo recibió con una patada voladora que acertó a Héctor en el pecho sacándole el aire.
El detective permaneció ahogándose tirado en el suelo, tratando angustiosamente de volver a respirar. El Fantasma le sonreía. Cuando Héctor recuperó el aliento se puso nuevamente de pie, sangrando por la nariz. El Fantasma le aplicó una Nelson, apretó con cautela, no fuera a ser que los huesos fueran débiles, y lo arrojó sobre el camastro. El detective sonrió entre las lágrimas que se le salían, la sangre y los mocos y volvió trastabillando sobre el luchador. El Fantasma azorado, desconcertado, comenzó a retroceder. El detective le estaba produciendo miedo, una vieja sensación que creía tener olvidada.
—¿Le paso un klínex? —preguntó el Fantasma Zamudio.
Héctor asintió, trató de regularizar la respiración mientras le pasaban el pañuelo de papel y luego dijo:
—Yo voy a seguir insistiendo, ¿por qué no lo deja ya? Vamos a ver al hijo del Ángel y que él decida su suerte.
Héctor se quitó la sangre de la nariz con el dorso de la mano. El Fantasma, derrotado, asintió.
—Total, igual yo me iba a acabar matando por ahí, en un pedo, en un bule. Me iba a matar un pendejo con navaja, de un tiro. No en lucha. Total.
—Menos mal, porque yo no podía ya volverme a levanter —dijo Héctor Belascoarán Shayne, detective sangrante.
—¿Sabes qué, güey? Lo maté por amor, pendejo, ¿no te das cuenta?, era por amor. Y ni vayas a decir otra cosa. Ni vayas a decir nada. Ni vayas a abrir la pinche boca. Ni digas nada. Nada.
Héctor asintió.
Primero no había nada, y estaba muy bien. Luego la nada se rompió por el timbre de un teléfono. Con el ojo aún cerrado buscó a tientas el aparato.
—Sí, dime —dijo Héctor a la nada. ¿Por qué le hablaba de tú a la gente sin haber sido propiamente presentados?
—Llegó una cinta por el correo, de Virginia… —dijo Laura Ramos, la voz aterciopelada de siempre—. Tenías razón, cuenta que se enteró de los negocios de prostitución de niñas que tenía Márquez y que iba a tratar de convencer al idiota de Manolo para que la ayudara a denunciar el asunto. Voy a pasarla hoy en la noche y a enviar copia a todos los periódicos…
Héctor no supo qué contestar y colgó. Volvió a la nada.
—La hora de los solitarios —dijo Laura— sintonizando con ustedes. No con ustedes en general; con cada uno de ustedes, con cada persona individual, única, inconfundible, y por tanto, solitario personaje de la ciudad más grande del mundo, el monstruo del DF que amenaza comernos si no ponemos enfrente las barreras de la solidaridad…
Héctor la contempló desde el otro lado del vidrio, en el cuarto de mandos más allá de la cabina, sin que Laura pudiera verlo. Tamborileó suavemente con los dedos en el cristal, pero ella no lo oyó. Sin mucha prisa, el detective salió de la estación de radio.
En su casa el aparato estaba sintonizado en la XEKA.
—…las barreras que permiten que extendiendo un dedo podamos tocarnos y dejar de ser unos y otros… Aunque sólo sea para poder contarnos una historia. Como la historia que quiso contarnos Virginia hace una semana y que no pudo contar. ¿Se acuerdan de Virginia, aquella adolescente que asesinaron? Todos ustedes lo habrán leído en los periódicos, ha estado en primera plana por la noticia de la captura del asesino… Virginia que hoy, gracias a la magia de las cintas, está aquí. Detengámosla en el aire pensando en ella, escuchemos su historia. Cuidémonos de una ciudad que amenaza con tragarnos. El silencio es la peor forma de muerte. Te escuchamos, Virginia.
Héctor apagó la radio y luego pateó el aparato, sin furia, con conciencia cívica, como cumpliendo una obligación que había que cumplir. Por más que lo intentaran, la voz de Virginia sonaría vacía. Por mucho que las palabras de Laura trataran de ayudarla, de revivirla, la voz de Virginia sonaría como lo que era: una adolescente muerta.
Una semana después, volvió a repetir el gesto, caminó hacia la radio y la apagó a mitad de una polonesa de Chopin. Le arrimó un suave patín al equipo estereofónico. Fue hacia la cocina buscando un refresco. Estaba cansado, aún le dolían las costillas; por eso, necesitaba cosas seguras: un refresco frío. Cosas seguras: las fotos de la muchacha de la cola de caballo, que estaban ahí, inmóviles, reteniendo un gesto para siempre. La calle que no se había movido, que seguía esperando tras la ventana. Una semana antes, cuando abandonaron el hotel, el Fantasma comenzó a llorar. El detective lloró un poco también. No le gustaba el recuerdo de dos tipos llorando tomados del brazo por Tacubaya, uno de ellos con un pañuelo sangriento cubriéndole la nariz, el otro, cargando, como si no pesara nada, una vieja maleta negra. Era un recuerdo extraño, sobre todo porque los vislumbraba en el cine de la memoria, desde lejos, desde afuera.
Se quedó un rato observando las fotos de la muchacha de la cola de caballo: ella bailando twist a los quince años; ella paseando por las islas de CU durante la huelga del 68; ella dándole un vaso de leche a su sobrino. Eran sólo fotos, se dijo. No se engañó en lo más mínimo. No había fotos, había recuerdos, había fantasmas.
Cuando acabó el refresco dejó cuidadosamente el casco en el suelo y fue por un segundo refresco. Siempre somos otros, se dijo. La angustia empezaba a ceder. Se quedó mirando el atardecer. Un sol rojo en una ciudad gris.
Los verdaderos fantasmas, el de una adolescente a la que le habían hecho trampa, y le habían falsificado no sólo un suicidio, sino una despedida. Los fantasmas de a deveras: el del Ángel I, un luchador que caía sobre la lona siempre bien y que le había prometido enseñarle, y el de una mujer llamada Celia, de la que el tipo estuvo enamorado un día, y ambos eternamente perseguidos por el fantasma de Zamudio, vagaban insomnes sin poderse encontrar. Eran historias de amor a medio camino.
Inexistentes historias de amor. Puras y pinches, culeras historias de amor derrotadas porque nunca fueron. “Como las mías”, informó el detective a su reacio subconsciente.
Se quedó pensando en que, de nuevo, todos habíamos perdido otra batalla.
Ciudad de México, primavera de 1989.