VI

Revelamos más de nosotros cuando mentimos, que cuando tratamos de contar la verdad.

 

—DOROTHY SALISBURY DAVIS

 

 

—Oiga ¿y por qué en la guerra de las bandas de narcotraficantes de hace un mes nomás murieron agentes de la ley, de los que cobran cheque en el gobierno? —le preguntó Héctor al jefe de policía de Nogales, Sonora. Una pequeña ciudad fronteriza a un paso del desierto de Arizona.

—Fíjese qué chistosito —contestó el jefe, bebiéndose la cuarta cerveza, mientras el detective permanecía fiel a la Coca-Cola con limón—. Yo creo que ha de ser porque aquí a todas las policías nos tenían a sueldo los narcos, y entonces a la hora de las guerras pues los patrones no se iban a matar entre ellos, ¿verdad? Nos mandaban a unos policías contra otros, ¿no? Para eso está la infantería, ¿no?, para pelear las pinches guerras. Yo creo que ésa ha de ser la explicación, porque como tener razón, usted tiene razón, joven.

Héctor había leído algo del asunto en un diario del DF. Un mes antes, en lo que la prensa calificó como una guerra de bandas de narcotraficantes, habían muerto 11 policías en Nogales. Tres judiciales estatales, cuatro municipales, dos judiciales federales y hasta uno de la policía auxiliar (los que cuidan los coches en los estacionamientos) y uno bancario. Con saña y fuego. A uno de ellos, después de ametrallarlo a la salida de un cine lo remataron al día siguiente en el hospital. Tres cuates armados con cuernos de chivo tocaron la puerta del cuarto número 20 del Centro Médico y vaciaron los cargadores, 63 impactos le metieron al tipo. Tres de ellos murieron en un duelo en la puerta de una cantina. Dos aparecieron colgados de un árbol en el parque público, los intestinos colgando por una rajada de machete en el bajo vientre.

El jefe de policía era un panzón de rostro risueño. Buda de utilería fronteriza, llamaba al cariño maternal, a jugar con él a las canicas. Héctor se mantuvo en guardia. ¿Cuánto cobraría el cabrón este de los narcos locales?

—Dígame, jefe…

—Llámeme Manolito, como Manolete, el torero, pero en chico; yo era gran admirador…

—Ando buscando a una mujer.

—¿Usted también, joven? —dijo el jefe Manolito.

La oficina era particularmente sórdida. Paredes absolutamente desnudas y pintadas hacía años con un color verde pistache que hoy se descascaraba por aquí y por allá. Manchas de suelas de zapato a la altura de un metro señalaban la poco civilizada costumbre de los usuarios de matar las horas de espera dando patadas en la pared. El jefe de policía estaba hundido en una mecedora que movía de vez en cuando, por el simple método de impulsar un poco hacia adelante la papada, el resto lo hacía el equilibrio inestable.

—¿Y cómo supo que la mujer que buscaba andaba por aquí?

—Lo leí en el periódico —dijo Héctor mostrando la sección de sociales del Sonorense del martes pasado.

—Tenemos una buena prensa aquí en la frontera, m’hijo, muy responsable, bien informada, nada que pedirle a los periódicos gringos.

—Sale usted en la foto, ¿qué le estaba diciendo a Natalia?

—Le estaba pidiendo un autógrafo, no siempre tiene uno muchachas de éstas, actrices de la capital.

—¿Nada más?

—Pues ya entrados, le estaba dando un consejo.

—¿Y el consejo era para ella o para mí también?

El gordo dudó, balanceándose en su mecedora.

—¿Usted trabaja para Reynoso?

—Yo trabajo para la hija de Natalia.

El gordo jefe de policía, mostrando una agilidad insospechada, saltó de la mecedora y sacudió un tremendo periodicazo a una mosca que se posaba en su escritorio.

—¿Me la chingué? —preguntó. Héctor observó el cadáver.

—Para siempre.

—Está hospedada en el Hotel Rosales, hasta hace 10 minutos allá estaba.

Héctor agradeció con un gesto y comenzó a buscar la puerta.

—No se murieron todos… —dijo el jefe.

—¿Quiénes? —preguntó Héctor, la mano en la perilla.

—Los policías, en esa guerra de narcos de la que usted me hablaba, no se murieron todos…

—Eso me suponía —contestó el detective al salir.

El calor lo hacía cojear. Lo aplanaba. Ciudades sin signos distintivos, más allá de su calidad de tierra final, frontera. El Hotel Rosales era un motelito de 10 habitaciones con alberca en el centro y los cuartos fabricando una medialuna. Había un par de árboles con mesas de jardín debajo. Héctor se lanzó hacia uno de ellos. Natalia apareció con dos cervezas de bote en la mano en el instante en que el detective se apoltronaba en una de las sillas, le robó el cigarrillo recién encendido. Otra vez la vieja costumbre. Natalia no fumaba, sólo unos toques robados a cigarrillos ajenos.

—Qué pinche terquedad la tuya —le dijo.

—Me dio la impresión de que dejamos una historia a medias —contestó Héctor.

—Yo soy la que ando dejando historias a medias —dijo ella devolviendo el cigarrillo.

—¿Quién es Reynoso? —le preguntó Héctor.

—El tipo ese que me seguía. El tipo que tiene la culpa de que yo ande vagando por la frontera… Ni es nada, una pendejada… También yo, que ando con los nervios de punta, cualquier tontería…

—¿Y a qué se dedica Reynoso?

Natalia caminó hasta la alberca, se quitó los zapatos y mojó uno de los pies en el agua; luego giró hacia Héctor.

—Es jefe de alguna policía allá en el DF. Si fuera bombero no habría tanta bronca. Me lo encuentro una vez en la cafetería de los Churubusco y me dice que está perdidamente enamorado de mí. Y que me da risa. Ahí se jodió el asunto. Esas cosas pasan, cuando estás en el cine esas cosas pasan de vez en cuando. Llega un pendejo y te dice que no puede vivir sin ti, que te pareces a una hermana que se murió de leucemia, que te vio en una película y que desde entonces no duerme, y pone encima de la mesa su dote: tengo un rancho con toros de lidia en Tlaxcala, soy dueño de una fábrica de pantaletas, tengo una casa en Houston y un avión privado, soy senador del PRI, esas cosas… Eso pasa, carajo, no me mires así.

—Tengo mirada de tuerto, hermanita, ¿qué coño quieres que haga? Miro fijo porque nomás veo con uno.

—Y que el tipo empieza a fregarme la vida. Le rompen dos costillas a un cuate con el que estaba saliendo, me mandan flores todos los días, llamadas de teléfono en las que no contestan. Y yo ni caso le hacía. Y empiezan las cosas mayores. Tirotean las ventanas. Me mata de un espanto ese hijo de la chingada, porque el cuarto que da a la calle es el de mi hija y que se despierta muerta del susto cayéndole vidrios encima de la cama y todas las paredes agujereadas. Y así. Entonces me entrevisto con el cuate, en un Sanborn’s, con testigos, nomás un café, ¿no? Y él me dice puras pendejadas, cualquier cantidad de zalamerías. Que si no puede vivir sin mí…—Natalia hizo una pausa, volvió a caminar hacia la alberca. Luego, quitándose un mechón rebelde de los ojos, dijo:

—¿De veras te interesa esta historia? A mí, la verdad es que me aburre. Me aburre a madres.

—Entonces viniste a la frontera para huir del tipo ese —afirmó Héctor.

Pero había algo raro en el aire. Algo que tenía que ver con preguntas, con dudas, con sospechas, no con afirmaciones. Algo malévolamente telenovelero.

—Eso —dijo Natalia Smith-Corona ofreciéndole una sonrisa al tuerto detective—. Eso y unas vacaciones de mí misma. Nunca había estado por acá…

—¿Y entonces?

—No, pues esperar que se muera el menso ese, o que lo metan al bote; no ha de tardar, o que se me acabe el dinero y dejar de girar… Que alguien decida. ¿A ti no te pasa eso? ¿No te pasa que a veces quieres que otros decidan?

—Sí, me pasa seguido que otros quieren decidir, pero yo soy más terco que persona. A lo mejor si no daban la lata yo dejaba correr las cosas…

—¿Sí, verdad? —dijo Natalia y se sentó en una de las sillas, alzó la mirada, cerró los ojos y dejó que el sol le diera de lleno en la cara. En lo que a ella tocaba, la conversación parecía haberse terminado. Héctor se descalzó y caminó despacio, para mojarse los pies en la alberca.

 

Como Héctor había sospechado, Natalia desapareció del Hotel Rosales durante la noche. Lamentablemente para sus desvelos y sus forzados insomnios, no fue entre las 12 y las 3 de la mañana, horas en las que se la había pasado montando guardia paseando por el escuálido jardín, ni después de las seis cuando despertó entumecido en una de las sillas de la alberca, sino en algún momento intermedio. El amanecer aumentaba la desolación del escenario, sintió el detective, mientras caminaba cojeando, con un calambre en la pierna izquierda, hacia el cuarto número seis. Desde lejos la puerta se veía entreabierta.

La cama estaba deshecha, periódicos rotos en el suelo, ropa tirada a la salida del pequeño baño. Sobre la mesita de noche un pequeño reloj de pulsera. ¿Lo traía en la tarde anterior? De repente Héctor sintió una presencia a sus espaldas. Giró para encontrarse ante un jardinero chaparrito, aún con la manguera en la mano.

—¿Se fue sin despedirse, verdad, jefe?

—Algo hay de eso, amigo.

—No se fue a la buena, se la llevaron…

Héctor guardó silencio, si algo iba a decir el jardinero lo haría por su buena voluntad, sin estorbos ni preguntas. El tipo contempló al detective que se masajeaba la rodilla. El calambre desaparecía, pero se quedaba la herrumbre de los huesos, la oxidación de las viejas heridas, la inflexibilidad de las malas cicatrizaciones. Estaba hecho una reverenda mierda. Ni brincar la reata con las niñas iba a poder.

—Se la llevó un cuate flaco, alto, un gringo… Como que ella no quería, pero sí quería ir. No pidió ayuda, amigo.

—¿Y si hubiera pedido? —preguntó Héctor dirigiéndole media sonrisa al chaparrito, que no se había apeado el sombrero ni soltado la manguera.

—Me lo enfierro —dijo el jardinero sacando de la bolsa posterior del overol azul una navaja de resorte de 15 centímetros que chasqueó al abrirse—. Hace el resto que quiero ensartarme a un gringo grandote.

¿Y ahora?, se preguntó Héctor encendiendo un cigarrillo. El jardinero se guardó su navaja y sacó de la bolsa delantera del overol unos Delicados sin filtro medio ajados.

Héctor, al darse cuenta, se disculpó:

—Perdón, no le ofrecí.

—No hay pedo, a mí me gustan sin filtro, le iba a desperdiciar el filtro al suyo.

—¿Sabe algo que pueda servirme para encontrarla? —preguntó el detective.

—Una camioneta negra de cuatro puertas, con placas de allá del otro lado. Iban solos.

Una tercera presencia tapó la luz del amanecer que se deslizaba ya por la puerta del cuarto. Héctor giró para ver el rostro ajado del gordo jefe de policía.

—¿Qué hacen usted y este pinche oaxaquito en un cuarto que ni es suyo? Si me perdona la pregunta.

—Visitaba a una amiga, pero parece que se fue, jefe.

—Dígame Manolito, hombre. Cómo son rancheros ustedes los de la capital —dijo el jefe de policía. A sus espaldas un tipo con una escopeta en la mano se asomó al cuarto, el jefe sin mirarlo lo despidió con un gesto.

Héctor permaneció en silencio. Nada se podía hacer por aquí. Natalia Smith-Corona, en su nuevo papel de La Mujer Fantasma. Tenía la garganta reseca, acaso por el polvo de la ciudad.

—Detengan a ese pendejo, ha de saber algo —dijo el jefe a nadie. Uno de sus subordinados entró al cuarto dirigiéndose al jardinero.

—No, vino detrás de mí para decirme que no podía entrar al cuarto

—dijo Héctor cruzándose entre el jardinero y el policía.

—Entonces, el que ha de saber algo es usted —dijo el jefe Manolito, rascándose tímidamente en la bragueta.

—Salió antes de las seis de la madrugada y después de las cuatro. Eso sé.

—Pues no es gran cosa, ¿verdad?

—Me está dando curiosidad —dijo Héctor—. ¿Por qué le interesa tanto una actriz de cine que anda paseando por la frontera?

—Me recaga que se hagan negocios en Nogales sin avisarme. ¿Podría darle el recado a alguien?

—Pues como no sea a la hija de Natalia, que fue la que me dio el trabajo, no veo a quién —dijo Héctor encendiendo un cigarrillo más y ofreciéndole uno al jardinero, que negó con un gesto.

—Me reemputa esa falta del pinche respeto que se le debe a uno que tienen estos pendejos de la capital. Llegan a la casa de uno y se tiran un pedo… ¿Usted conoce algo de la tele? ¿A uno de esos de Televisa, uno que mueve muchos billetes, un productor? Torres.

—No tengo televisión —dijo Héctor. ¿Para qué, si todo pasa en vivo y no hay que aguantar los anuncios?, pensó.