IX

He cometido un error fatal
—y lo peor de todo
es que no sé cuál.

 

—JOSÉ EMILIO PACHECO

 

 

Héctor entró al cuarto 226 del Hotel Gateway en el centro de El Paso, Texas, y dejó caer al suelo la bolsa azul con la que viajaba. Encendió un Delicado con filtro mientras contemplaba las paredes leprosas de la habitación. Alguien había escrito en la pantalla de una lámpara: “Ahí nos vemos cocodrilo.”

El detective tenía la ropa sucia, toda, ni una sudadera que pudiera ponerse. Sacó dos camisas, cinco calcetines, una camiseta y un paliacate y se dispuso a lavarlos en el baño. Las cucarachas lo estaban esperando. No eran muchas, dos grandes y dos chicas. Trataron de escaparse corriendo por las paredes de la bañera y una logró esconderse unos segundos tras la taza del baño hasta que la suela justiciera del zapato de Héctor dio con ella.

Los cadáveres de las cucarachas, a pesar de la exitosa batalla, lo deprimieron. Abandonó la intención del lavado. Se dejó caer vestido sobre una cama de ruinosa apariencia y dudosa limpieza. Allá afuera, a través de la ventana y las cortinas, alguien gritaba en español: “Ya vámonos, pa’ qué vinimos”, una y otra vez. En el cuarto de al lado se escuchaban risitas de puta. Se quedó mirando el techo con el ojo profundamente abierto. Con la mente en blanco. Los ruidos del cuarto de al lado y las voces que subían de la calle como únicos compañeros. Cuando se pasan en soledad muchos días, ya se agota hasta el monólogo interior. Tres suaves golpes en la puerta. Los Texas Rangers vinieron a sacarlo de la desesperación.

—¿Qué sabe usted de Reynoso? —preguntó el más joven; el que había tocado la puerta, un chicano de gran envergadura y cara bondadosa, vestido con un traje de mezclilla y que se había identificado como agente de la DEA. Su compañero rondaba por el cuarto como si la cosa no fuera con él. Un hombre negro extremadamente flaco, de unos 45 años, con una horrible chaqueta de cuadros.

—Hasta hace una semana no había oído hablar de él —dijo Héctor sentándose al pie de la cama, y verdaderamente enfadado consigo mismo por la falta de previsión. No compró ni una Coca-Cola antes de subir al cuarto.

—¿Y qué le dijeron?

—Que era un policía.

—¿Nada más?

—Que molestaba a mujeres que no querían nada con él. Me lo definieron como un tipo terco. Bastante pendejo, yo diría.

El grandote chicano le dirigió una mirada al gringo negro, que ahora curioseaba a través de la puerta abierta del baño; éste no le hizo mucho caso.

—¿Conoce usted a un tipo como éste? —preguntó sacándose una foto de la cartera; por la forma familiar de hacerlo, podía haber sido la foto de un pariente cercano, de las hijas y el perro. No lo era. Se trataba de un rostro desencajado, de un norteamericano sureño de unos 30 años, mascador de tabaco. Héctor nunca había visto antes la cara. Negó con la cabeza.

—Éste es Quayle —dijo el gringo desentendido.

El chicano se sentó en el sillón solitario haciendo a un lado la ropa que Héctor no había lavado un rato antes.

—¿Ha oído hablar usted antes de Lisardo Torres?

—Es un productor de televisión, hace telenovelas de vampiros en canal dos, allá en el DF —dijo Héctor, y de repente se dio cuenta lo lejos que estaba del DF, lo lejos que estaba de su rancho eléctrico y polvoriento, lo encabronadamente lejos que estaba de la tierra patria, de la insegura profunda inseguridad de sus cabronas calles, de sus venas cortadas de conocida y por lo tanto familiar luz mercurial; la enorme distancia que había entre él y su ciudad madre—. No será el mismo que ustedes buscan.

—No lo buscamos: ya lo encontramos, y es el mismo, amigo… ¿Y usted quién chingaos es? —preguntó el chicano con acento chihuahuense.

Héctor no contestó, fundamentalmente porque no sabía qué contestar.

—¿Qué opina usted del tráfico de drogas? —le preguntó el negro con un impecable acento. Si se comiera algunas eses, bien podría pasar por jarocho.

—Que es una mierda… ¿Ustedes para quién trabajan?

—Ya nos identificamos, amigo —dijo el chicano.

—Sí, ya vi que son de la DEA, pero ¿para quién trabajan? Me contaron que los de la DEA de Texas trabajan para los narcos colombianos de Houston.

—¿Ves lo que pasa por tratarlos como personas? —dijo el negro en inglés.

—Oí esa frase alguna vez en Alabama, allá por el final de los sesenta —dijo Héctor en inglés, dejando que su ojo sano bailara con una chispita de buen humor.

—Estábamos pensando detener a la actriz y esperar a ver quién se movía primero, si Reynoso, Quayle o Lisardo Torres. Pero usted se nos sale del cuadro. Es como si viniera de otro canal de televisión.

—Vengo de otro canal de televisión. La traigo jodida, ni siquiera me sé de qué fueron los capítulos anteriores de la telenovela.

El detective negro entró al baño y se puso a mear con la puerta abierta. Salió sacudiéndosela lo más públicamente posible. Luego volvió a rondar por el cuarto como si la cosa no fuera con él.

—Yo sigo a una mujer que anda danzando por la frontera como yoyo. Y eso es todo —dijo Héctor.

—Ahí se equivoca, ella no anda sin rumbo, amigo, ella va de cita a cita. Con un cuadernito —dijo el chicano.

—¿Citas con quién?

—Citas con un cuate que no llega, con Quayle. Y cuando llegue a la cita…

—¿Usted por qué la sigue? —preguntó el negro.

—Porque una adolescente que es hija suya me lo pidió.

—¿Habías oído algo tan pendejo? —le preguntó el chicano a su compañero. Éste negó con la cabeza. Héctor pensó que él tampoco había oído nunca algo tan pendejo. El negro le sonrió y, aprovechando que su compañero, el chicano grandote, le sostenía la puerta abierta, abandonó el cuarto. El otro dudó antes de seguirlo.

Héctor no pudo dormir.

 

Las tiendas en El Paso abren a las nueve, pero si se trae el horario mexicano, en el reloj pueden ser las ocho de la mañana. Desayunó un huevo frito de forma extraña y con tocino en un Mc Donald’s y luego comenzó a vagar por la zona comercial del centro. Por 10 dólares y 45 centavos más tax, Héctor se compró un juego de cuchillos de cocina, tras escoger entre la variada oferta de las tiendas de la calle Mission. Compró los que le parecieron más amenazadores, más letales. Cobra swords. En la caja, ostentaban al lado su nombre en inglés: slicer, chef, bread, meat, chopper. Una cuchilla de carnicero para cortar huesos de costillas le parecía particularmente asesina. Brillaban. Una docena de cuchillos de cocina. El cebollero estaba dotado de una hoja intimidatoriamente afilada, de por lo menos 30 centímetros.

Otra vez se hallaba en una historia equivocada. Si había de ser así, nadie lo sorprendería desarmado. Cuando se aburrió de vagar por las calles se sentó a leer el periódico en una plaza. Abundaban los vagabundos. Los miró con recelo. Eran vagabundos rubios, anglos.

Desde un teléfono público hizo una llamada a Los Ángeles.

Cuando dejaron de oírse ruiditos en la línea, Héctor, sin identificarse, preguntó:

—Oye, mano, ¿por qué tendría yo que conocer a un tipo que se apellida Quayle? Con Q, Quayle…

Desde luego, su cuate Marc Cooper, un periodista freelance de Los Angeles Times, le contestó que quién estaba hablando.