Por eso evolucionó,
por amor a la realidad.
—ENRIQUE CORTÁZAR
La encontró en Mexicali, dos días más tarde. Apareció como había desaparecido de repente del motel de Piedras Negras, dando la vuelta a una esquina.
La primavera estaba cerrada por ser domingo. Quizá mañana lunes la abrirían y les permitirían entrar en ella.
Belascoarán tomó a Natalia del brazo y la metió en un café, sacándola de aquella tarde polvorienta.
—Son cosas que pasan —dijo ella soltándose del apretón y dejándose caer en uno de los asientos anaranjados, frente a la mesa de reluciente vinil verde pistache.
¿Y qué se dice ahora? Cada quien su vida. Cada quien su roñosa conciencia a cuestas.
—No creas que me gustó. A nadie le gusta esto.
—Siempre se puede ir uno. Pero irse, de verdad, no como tú, que no te fuiste a ningún lado, nomás te desvaneces de repente —contestó Héctor.
—Pues sí, supongo que sí. Había dejado cosas en el hotel Lux, tenía que recogerlas. Además te advertí que al final todo iba a ser peor. ¿No te lo advertí?
Héctor encendió un cigarrillo. Natalia intentó quitárselo pero el detective retiró la mano dejando la de ella a la espera, en el aire.
Desde el interior del café se veían los remolinos que el aire producía, los papeles viejos volando.
—¿Tú tuviste algo que ver con lo que pasó? Con el tiroteo… Eras el único que sabía. No sé para qué te dije dónde…
Héctor hizo un gesto con los hombros. ¿De qué tiroteo? ¿De qué le hablaba? Contestó con una pregunta:
—¿Y ahora qué vas a hacer?
—No sé, daré vueltas por ahí hasta que se me acabe la cuerda… Regresaré al DF a terminar la película. A lo mejor nadie sabe por qué me fui. A lo mejor ni caso me hacen. A lo mejor ni saben cómo me llamo, ni qué se me había perdido por aquí. Así es de rara la vida, hermanito —dijo Natalia, y durante un instante volvió a ser la misma, la de siempre, la de nunca.
Pero Héctor sabía que no podía durar, que era fugaz ese rostro entrañable, esa mirada acuosa y llena de ternura, ese aire de estar en otro lado esperando que las hadas madrinas dejaran de recoger los cadáveres en Tlatelolco y vinieran a correr el telón de la función mágica.
Los enanitos de Blanca Nieves echando hielo seco en tu fiesta de 15 años. Los detectives independientes mexicanos rescatando en el último instante a las actrices con nombre de máquina de escribir. Héctor le besó la punta de la nariz a su vieja y amada amiga y renqueando salió de la cafetería. Adiós a Peter Pan. Adiós a todo eso.
Un chino joven, de unos 25 años, con lentes de miope de armazón negra, vestido con camisa blanca de manga larga abotonada hasta el cuello y pantalones negros, estaba comiendo un mango en la esquina. Contemplaba a los pajaritos que a su vez comían migas de pan cerca de las bancas en el Parque Revolución, a unos pasos de la frontera norteamericana. Héctor pasó a su lado envidiándole el gesto goloso con el que se apropiaba de la pulpa de la fruta. Un chino. No cualquiera. Obviamente un futuro record man.
El chino tomó carrera y se dirigió hacia la reja verde. Sin dudarlo comenzó a treparla. Héctor, espectador parcial, le deseó la mejor de las suertes. Cuando el chino volaba en el aire hacia el otro lado, después de haber sorteado el obstáculo, el detective le dio la espalda. Comenzó a caminar hacia la estación de autobuses. Natalia nunca había podido saltar esa reja, se había quedado prendida en la mitad del espacio, inmóvil a mitad del paso de danza, congelada por los reflectores de la televisión y los 35 milímetros que hacían la magia cinematográfica.
El chino debería estar ingresando ahora al sueño americano. Pronto se aburriría de él y volvería a saltar la barda en sentido inverso; pero por ahora había logrado la victoria, se le había escapado al sistema, había saltado. A Héctor le gustaban las historias con final feliz.
México DF, Navidad de 1989.