Los maestros vinieron del sur…
—PACO PÉREZ-ARCE
Primero llegó el rumor de los gritos; luego, desde el fondo de la avenida, extrañamente despejada de camiones y automóviles, inusualmente solitaria, aparecieron las enormes mantas a lo lejos, rojas y blancas, llenas de dibujos, que oscilaban como un mar en fiesta.
—Hay que ser muy pinche culero y mexicano de octava clase para que no te dé orgullo ver desfilar a esta raza —le dijo sentenciando Carlos Belascoarán, su hermano menor.
Héctor, que se sabía mexicano cuando mucho de tercera, no entendió bien el sentido de la frase. Le gustaban los maestros que venían del sur, sus rostros aniñados, su apariencia de campesinos sin tierra, sus bolsas de plástico con mangos rebanados, que parecían ser el único sustento existente y posible; su tenacidad, sus infantiles alegrías, su endiablada terquedad. Habían traído loco al gobierno durante los últimos dos meses con marchas, caravanas al DF, plantones, asaltos al local del sindicato amarillo, cortes de carretera, sentadas en el Zócalo. Le gustaban sus cantos originados en el remoto arsenal prehistórico de la izquierda nacional: el yo quiero que a mí me entierren de Óscar Chávez, el venceremos chileno, el no nos moverán de Joan Báez, mezclados con los cantos infantiles: naranja dulce, la bamba, la víbora de la mar, cambiando las palabras para exigir aumentos de salario y democracia sindical. Le gustaba la maestra del vestido floreado de tres piezas, que escupía en el asfalto para hacerse saliva, y el maestro con rostro de sacerdote maya, de no más de 18 años, que avanzaba con los dos puños en alto, casi inmóvil en sus movimientos, casi consciente de haberse vuelto parte de una fotografía, y la joven profesora de trenza y mandilón de cuadritos, con la timidez virginal pero el grito rasposo, y el profe de matemáticas de pelo negro erizado por la mezcla del sudor y la tierra suelta de la carretera. Le gustaban las mantas, pedagógicas, explicativas, llenas de dibujitos como los que se hacían en el pizarrón para ilustrar clases de historia, describir el sistema muscular, desarrollar las cuencas hidrológicas en Sudamérica, mostrar los cortes transversales de la corteza terrestre, explicar las miserias mexicanas. Le gustaban, pero no lo llenaban de orgullo, más bien lo inundaban de una vaga y difusa sensación de culpa. Eran como él, pero él no era como ellos.
—Mira, ahí está la licenciada Calderón —dijo Carlos señalando a alguien perdido bajo la enorme manta que encabezaba la segunda sección de la columna que avanzaba por Reforma, para invadir por segunda vez en aquella semana la plaza mayor, el centro ritual del DF, el Zócalo de todos y de nadie.
Héctor rastreó con la mirada y sólo vio una fila de maestros casi adolescentes y la mayoría chaparros, pero ninguna licenciada. Carlos hizo unos gestos y una jovencita de pelo muy negro, amarrado con una cinta guerrerense bordada, vestida con el uniforme de mezclilla de los activistas políticos de los 60 (época en la que debería haber tenido entre tres y cinco años), se desprendió de la columna y se acercó a la banqueta, donde los dos hermanos contemplaban el paso de la marcha tomándose una Coca-Cola en un puesto ambulante de hot-dogs.
—Quiúbole, Carlos.
—¿ Cómo estás, lic? Te presento a mi hermano Héctor.
Muy ceremoniosos, licenciada y detective se dieron la mano. Era más baja que Héctor, miraba con fijeza; el rostro de un color moreno muy suave, homogéneo. Traía el brazo izquierdo roto y enyesado, en cabestrillo.
—¿Éste es el hombre que nos va a encontrar al muerto? —le preguntó a Carlos la licenciada Calderón sonriendo. Tenía los ojos muy verdes.
La raza, como si hubiera escuchado estas palabras y actuara en nombre de un conjuro social que funcionaba mejor que los pases mágicos de Merlín, comenzó a gritar: “¡Medardo Rivera, te queremos aquí afuera! ¡Medardo Rivera, te queremos aquí afuera! ” Héctor, que no creía en las coincidencias después de 38 años de mexicano en activo, pensó que los maestros del sur estaban mejor organizados de lo que cualquiera pudiera imaginarse.
Metió en una bolsa de mano dos camisas, dos novelas policiacas de Roger Simon y los Condenados de la tierra de Frantz Fanon (quién sabe por qué actuaba con el convencimiento de que sería el libro ad hoc para este nuevo viaje), seis pares de calcetines y un cuchillo cebollero que trajo de la cocina. Cuando tenía tres años había pasado un montón de horas arrullado por las historias de una sirvienta sureña, del mismo estado de los maestros insurrectos, y en la memoria le había quedado la poderosa certeza del recuerdo de que por allá se usaban los duelos a muerte con cuchillo cebollero. Por si las dudas guardó también una escuadra 45 y dos clips. Tras observarla de nuevo, se echó al bolsillo la foto del supuestamente difunto Guadalupe Bárcenas. Pegó sobre el espejo un pequeño recado destinado a la inexistente muchacha de la cola de caballo, que de vez en cuando se metía en su vida: “Me fui, al rato vuelvo”, y sin despedirse de la ciudad de sus angustias, tomó un taxi hasta la Tapo y ahí el primer camión hacia el suroeste de una línea de autobuses que llevaba el premonitorio nombre de Cristóbal Colón. La ciudad, interminable en la despedida, se fue haciendo distante.
Durmió las primeras seis horas del trayecto. Leyó una de las novelas durante las siguientes tres. Anochecía al llegar a Oaxaca. Alquiló una camioneta Ford que tenía vejez prematura y siguió largo viaje a las montañas. Llegó a San Andrés a las tres de la madrugada. Estacionó el vehículo enfrente del palacio municipal y bajo una farola, se acomodó en el asiento trasero y se durmió. Soñó con duelos de cuchillos cebolleros, librados contra japoneses practicantes de kung-fu, que mañosamente portaban sombreros de charro para desconcertarlo. Fue un sueño placentero, divertido incluso. Un sueño que se sabía sueño. La realidad era siempre más hosca.
El pueblo amaneció entre la niebla que bajaba de las colinas filtrándose por las rendijas de la camioneta y humedeciéndole la camisa, y el detective decidió que mientras no hallara al difunto se iba a dejar crecer la barba. La conexión entre ambas premisas no estaba muy clara, pero a estas alturas biográficas, al borde de encontrarse frente a los 40 años, no le importaba demasiado una minucia como ésa. Deambuló por la pequeña ciudad buscando las instalaciones de una feria que sabía no andarían por ahí. El pueblo tenía una sola calle asfaltada: la central; el resto, veredas malamente empedradas que subían y bajaban hacia cerros y cañadas. Tierra suelta por todos lados. Comió tacos de albóndiga que una mujer vendía en una esquina, ladeada sobre el fogón. —¿Usted conocía a Medardo Rivera?
—El maestro.
—Sí, el maestro.
—El maestro Rivera no mató a Lupe Bárcenas. Ese jijo de su madre hace una semana se echó un taco como el suyo, joven —dijo la mujer sin que se lo preguntara y luego volvió a sus asuntos removiendo el guiso.
Parecía que el pueblo había tomado partido ante los hechos. Eso esperaba. En la lógica de Belascoarán, eterno participante de historias ajenas, no había nada más terrible que las sociedades de observadores.
Héctor contempló con apariencia de sabiduría el taco que se estaba comiendo mientras pensaba en una nueva pregunta, pero la mujer se había encerrado en su guiso y tornado muda.
Encendió un cigarrillo y siguió caminando por San Andrés envuelto en un halo benigno.