III

Ahora bien, yo tengo por norma despojarme de todo prejuicio y seguir con docilidad la dirección en que los hechos me llevan.

 

—SHERLOCK HOLMES
(según Conan Doyle en Los hidalgos de Reigate)

 

 

Héctor caminó erráticamente por el pueblo, observando y sabiéndose observado; una escala inferior a la vigilancia: miradas hoscas por allá, curiosidad de niños, un comentario de un par de tipos que salían de una tlapalería con sendos sacos de cemento al hombro…

Un airecito helado bajaba de la sierra. La iglesia era muy pequeña, blanquecina, parecía más bien una capilla del desierto del norte que una iglesia barroca y deteriorada por la miseria del suroeste. El cura lo esperaba en la puerta, con un hábito negro empolvado.

—Hay que dejar a los muertos muertos, joven —dijo de entrada y sin saludar.

—¿Y si están vivos? —preguntó Héctor sintiéndose liberado del buenos días.

—Por algo será —respondió el cura, que a Héctor le latió era jesuita de Lovaina, adepto al tequila en casa de funcionario y al chocolate con churros en rancho de latifundista.

—Me dicen que usted vio a Lupe Bárcenas la semana pasada —dijo Héctor buscando una respuesta equívoca.

—Válgame Dios —respondió el cura, estornudando después.

—Cristo dijo que a los curas que mienten les crece la nariz como a Pinocho —dijo Héctor mezclando sabidurías infantiles.

El sacerdote carraspeó. Efectivamente, era un cura de nariz grande, digno de ser víctima de un soneto de Quevedo.

—El que busca problemas los encuentra, hijo mío —dijo el cura.

—El que busca la verdad da un chingo de lata, pero su fin justifica las molestias… Y además mi padre no sólo era ateo, también era gente decente —contestó el detective y le guiñó al cura su ojo solitario.

Héctor salió huyendo sin prolongar el duelo. Tenía que buscar a los aliados. Antes de poder encontrarlos, se le apareció a la vuelta de una tienda de abarrotes un hombre armado con una escopeta, que sin presentación le dijo:

—Fue de amores, joven. Había una mujer que los dos querían. Por eso se mata aquí, por males de amores, por pendejadas de viejas. Delitos de propiedad de nalgas, los llama el juez, que le pone nombres bien chinguetas a las cosas.

—¿Con quién tengo el gusto? —preguntó el detective.

—Ladislao Reyes, jefe de la rural, la policía municipal aquí —contestó el gordo mostrando la escopeta y rascándose con el doble cañón las cejas tupidas.

Detective y policía se miraron sin mirarse mucho. Luego se quedaron callados, contemplando el pueblo. Vieron pasar un camión repartidor de cervezas que circulaba levantando el polvo, una recua de mulas cargada de leña, un chavo gordito con una carretilla llena de ladrillos que se le ladeaba peligrosamente, dos beatas rumbo a la iglesia, siete borrachos vestidos de beisbolistas.

—¿A usted qué tal le cae el profesor Rivera?

—Mal, pero es derecho —contestó el policía.

—¿Y el tal Lupe Bárcenas?

—Bien, pero es un hijo de la chingada.

Héctor creyó descubrir un resquicio de solidaridad en la respuesta. No había tal, pura objetividad policial.

—¿Y a qué se dedica el muerto?

—Se dedicaba al pedo ajeno. Era dueño de la concesión de la Modelo en el municipio. Pa’l velorio hubo cerveza gratis para todos.

—Hasta para él, me dijeron —respondió Héctor.

—Alguna se ha de haber tomado… hasta después de muerto era bien pedo.

—¿Y la mujer de la que según usted estaban enamorados?

—La China, si quiere se la muestro. Yo lo llevo para que vea que hay buena fe de las autoridades del pueblo.

Héctor siguió al policía que iba haciendo pequeños molinetes con la escopeta. No había tenido que presentarse, ni decir qué andaba buscando. Todo era sabido. Una mujer que vendía tacos, un cura, un policía, le habían caído de frente dándole respuestas a preguntas que no había hecho. En este pinche pueblo todos eran adivinos, o él era excesivamente transparente y viajaba con un letrero en la espalda que decía: “pendejo averiguando”. Ninguna alternativa era satisfactoria. Apenas si caminaron unos cuantos pasos. No había puerta, sólo una cortina roja colocada a mitad de una casita blanca de una sola planta. La cortina se quedó flotando a sus espaldas un instante en el airecillo de la sierra.

De una rocola llena de luces de colores salían muy suaves corridos norteños. Otra vez el equívoco, el norte del país se superponía al sur, cambiándolo, confundiéndolo. La cantina era tierra de nadie. Una mujer con un pecho al aire libre, escuálido y puntiagudo, y un par de rizos rompiendo el peinado. Dos borrachos tristes y silenciosos ignorando su pechuga y acodados sobre la barra, y una mujer en una de las tres mesas, descansando la cabeza sobre un mantel de plástico floreado y lleno de quemaduras de cigarrillo. El policía la señaló con la escopeta, luego se puso a rascarse el culo sobre el pantalón con la mano libre, como si sus servicios ya no fueran requeridos.

Héctor la contempló con calma. La mujer no parecía darse por enterada.

—China, aquí el señor te habla —colaboró el poli.

La mujer levantó la cabeza de la mesa y contempló al detective tuerto. Tenía la mirada vidriada, fugitiva. Desde luego, no parecía china. Una mestiza probablemente de origen zapoteco, con los pómulos erguidos y la piel brillante surgiendo de una blusa amarilla.

—Cuéntale del profe Rivera y de Lupe Bárcenas —colaboró de nuevo el policía.

—Venían aquí los dos, seguido venían —dijo la mujer casi recitando—. Y no les gustaba turnarse. Ellos dicen que fue por eso que se mataron.

Miró fijamente pero con desgana al detective. Héctor se preguntó quiénes eran “ellos”.

—Una vez Rivera amenazó a Bárcenas. ¿A poco no? —colaboró de nuevo el agente.

—Una vez —dijo ella—. ¿Pagas algo Ladislao?

—El señor paga —contestó el policía señalando a Belascoarán con la escopeta, prolongación de su brazo. Héctor asintió. Se hacían las cosas que se tenían que hacer.

—Le dijo que era una mierda, no le mentó la madre ni nada —comentó la China mientras se acercaba a la barra a recoger una copa de mezcal que le tendía la despechugada. Héctor arrojó sobre la barra una moneda de cinco mil pesos. La mujer la embolsó sin dar signos de devolver el cambio.

—¿Y estaban enamorados? —preguntó de repente el detective; la voz le salió más ronca que de costumbre.

—Uno del otro a lo mejor, chance eran putos y ni ellos lo sabían —se rió la mujer— …De mí ya no se enamora nadie —respondió la China. Luego se subió la falda roja hasta mostrar la ropa interior y se dejó caer en la silla. Héctor miró al policía.

—Ni modo, ¿qué quiere? —dijo el policía disculpándose y remató, alzando los hombros—: aquí las historias de amor son pinches.

 

Parado enfrente de la que le dijeron era la casa de Lupe Bárcenas contempló sobre la pared un crespón de luto. En una ventana apareció la silueta de una mujer vestida de negro. Héctor decidió no tocar el timbre a un lado del portón de madera.

Al pasarse la mano sobre las mejillas notó que la barba ya le estaba creciendo. Se sentía fuera de lugar mientras el aire frío de la sierra mataba los últimos restos del calor. Pero eso no era nuevo. Siempre estaba fuera de lugar. No había escenarios propios, tan sólo escenarios prestados, construidos a propósito para él, actor desesperado lanzado a mitad de la representación y en el centro de las tablas sin guión a mano, sin vocación posible, sin capacidad para improvisar. Estaba perdido en aquel pueblo en que los aliados no aparecían y todo el mundo tenía respuestas para inexistentes preguntas. Pero también había estado perdido en el centro del DF, en el interior de su cuarto hacía una semana, oyendo historias en la radio que hablaban de un país extraño que decían era el suyo. Comenzaba a perderse en la niebla de México, a no reconocerse en las calles. Estaba envejeciendo y con la edad venía la sensación de extrañeza, de ausencias, de pequeñas amnesias respecto a cosas que deberían haber sido importantes, pero que se le había olvidado apuntar en el corazón. Ni siquiera se sentía triste por sí mismo. Comenzaba a parecerse al hombre que estaba buscando. Ambos perdidos en San Andrés.