En el arte del detectivismo resulta de la mayor importancia saber distinguir entre los hechos accesorios y los fundamentales.
—SHERLOCK HOLMES
(según Conan Doyle en Los hidalgos de Reigate)
Tomó la camioneta rentada y manejó hasta la capital del estado por una carretera secundaria. Cuando estaba acercándose, las paredes pintadas comenzaron a repetir el mensaje: “Libertad Rivera.” Letras con goterones rojos resbalando de sus bordes inferiores que decoraban bardas y paredes de loncherías, rejas metálicas de refaccionarias y blancas paredes de supermercado. No habían perdonado una. Diferentes manos, diferentes botes de pintura, diferentes estilos, incluso variada ortografía: “Livertad Ribera”, que hacía suponer que algunos de los alumnos del profe no habían terminado el año.
Tuvo que dejar la pistola en las oficinas del director de la cárcel, junto con llaves y reloj. “Nada metálico”, le dijeron. Sin embargo sorteó los trámites sin que le pusieran demasiados obstáculos. Hasta parecían ayudar, favorecer. “No es día de visitas, las visitas son los martes y jueves, y en la mañana, joven, pero si usted vino desde México…” Parecían haberlo estado esperando. Recorrió los pasillos que daban vueltas interminables, con celdas enormes, de catres metálicos y suelo empedrado a ambos lados. No había presos en ellas. Fue a dar a un patio soleado donde una docena de reclusos haraganeaba o jugaba al frontón vigilada por tres policías con uniforme azul incompleto y máusers de cerrojo colgados al hombro. Su guía, un policía silencioso, le señaló a un hombre sentado en el suelo, la espalda contra una enorme barda coronada a unos tres metros de altura por alambre de púas, que buscaba la sombra mientras leía.
Otros cuatro presos, en calzoncillos y con el cuerpo cubierto de sudor, jugaban frontón contra la pared opuesta. Era un juego de parejas, dos peludos y dos calvos. Rivera estaba más vestido que ellos: pantalones vaqueros y una camiseta; lentes de arito colgando de la punta de la nariz. Leía una vieja edición del Fondo de Cultura de La región más transparente.
Héctor sonrió.
—Me contrató su abogada para que encuentre a Guadalupe Bárcenas —dijo Héctor.
El profesor Medardo Rivera levantó la cabeza de las páginas de Fuentes, llenas de niebla en un DF que ya no existía, casi a fuerza, como arrepintiéndose de tener que dejar de leer.
—Ya me dijo. A muchos compañeros no les pareció buena idea, pero a mí sí, me gustó la idea un chingo. Está a toda madre meter un detective en este desmadre. En México no hay. Un detective independiente… De pelos. Siéntese amigo.
Héctor permaneció de pie, encendió un cigarrillo. Rivera y él tendrían la misma edad, aunque seguro que Rivera tenía una mejor biografía, menos pendejadas cometidas, más amores colectivos. Atraídos por las voces de una discusión entre los jugadores de frontón se quedaron un instante contemplándolos.
—Los pelones son abigeos, robavacas, por eso les cortan el pelo, para que cuando salgan todo el mundo sepa. Los mechudos son maestros, presos políticos, por problemas de luchas de comunidades contra los caciques. Los trajo el ejército aquí, uno de ellos, el de la nariz chueca, estaba medio muerto.
—¿Y quién va a ganar el partido?
—Ganan los abigeos siempre, amigo. ¿En este pinche país qué se podía esperar?
—Que ganaran los profes y luego se los transaran a la hora de contar los tantos.
—Eso pasa cuando cuentan los polis de guardia, pero nosotros dijimos que si el conteo no se llevaba entre nosotros y en voz alta, se acababa el juego para siempre. Y aquí dentro tenemos la ventaja. Hay 27 políticos y, entre los que entran y salen, como 15 comunes nada más. Esta cárcel no es la realidad. Esta cárcel no sirve para las estadísticas. Sólo hay dos violadores de menores y están encerrados porque los demás amenazamos con darles un fierrazo si los soltaban en el patio. Tenemos libros y no hay que andar robándolos en las librerías, nomás pedirlos prestados a la biblioteca de la universidad y los mandan. Aquí es Jauja, amigo. Hasta se comen buenos tacos de chingaderas raras. Los cocineros son presos, no hacen trampas. Aquí no es México, es medio México, pero más libre, mejor organizado.
—¿Le gusta la cárcel profesor?
—Nos hablamos de tú, ¿no?
Héctor asintió. Rivera se quedó pensando.
—El bote… No. Pero son vacaciones, amigo… ¿Y tú eres de la escuela deductiva o inductiva?
—Soy de la teoría de la terquedad.
—Coño, ésa es nueva. ¿Habrás leído un cuento de Conan Doyle que se llama El bote oculto, verdad? Uno de Sherlock Holmes.
—No —contestó Belascoarán con todo cinismo, porque lo había leído, aunque hacía tiempo, un par de veces.
—De ahí es de donde saco todas mis desconfianzas con el método deductivo. Por culpa de ese pinche cuento le dije a mi abogada que ni loco te contratara sin antes estar seguro de que eras absolutamente irracional, compadre.
Héctor encendió un nuevo cigarrillo con la colilla del anterior y contempló las paredes blancas que rodeaban el patio. De cualquier manera, Medardo Rivera le iba a contar la historia. Así eran todos los maestros de escuela que había conocido, hasta los buenos.
—Un tipo entra al 221 B de Baker Street, Holmes lo invita a sentarse, lo contempla atentamente y ante un Watson totalmente apendejado, le dice: “Usted, pinche monito, es periodista, está casado con una pelirroja y acaba de dejar el vicio del tabaco, lo que lo tiene muy angustiado. Es zurdo, católico, soldado que ha regresado recientemente de la guerra anglobóer, usa el reloj de su padre difunto y antes de pasar por aquí ha comido cerezas.” Al tipo se le cae el fundillo al suelo y confiesa que sí. Que sí, que todo sí. Y entonces, uno, de pendejo, adora a Holmes y ya te vale madre toda la explicación que el pinche cocainómano flaco te echa después. Sólo la realidad puede ser tan mamona como la literatura.
Rivera hizo una pausa, le pidió a Héctor un cigarrillo con un gesto y se acuclilló en el suelo. Los dos jugadores de frontón derrotados, que habían dejado paso a una retadora, se unieron al grupo. Héctor se recostó en la pared.
—Lo del reloj está fácil: lo trae en un bolsillo del chaleco y es de tamaño inadecuado, hay que esforzarse para meter el reloj de concha, los bordes del pequeño bolsillo delantero están levemente descosidos, nadie usaría un reloj así si no fuera una prenda de estima, sin duda familiar, de un padre, por ejemplo, y nadie usa el reloj de su padre si no es porque el pinche padre este ha muerto recientemente y en un gesto de amor filial te lo encadenas al chaleco y… Lo de casado con una pelirroja, Holmes la tiene fácil, lo deduce de las hebras de pelo de una longitud no habitual que el personaje lleva adheridas a la solapa, y de que los puños de la camisa del ciudadano están cuidadosamente recosidos, del modo familiar que sólo la esposa haría, remendando una y otra vez la insalvable camisa, muy lejos del desaseo habitual que el pendejo de Conan Doyle atribuye a los solteros. Del bolsillo del chaleco en que lleva el reloj se deduce fácilmente que nos encontramos ante un zurdo y eso explica las manchas de tinta fresca de imprenta que ostenta en el dorso de la mano izquierda, cerca de la muñeca, mucho más atrás que en el punto en que habitualmente apoya la mano izquierda un diestro cuando escribe. Las manchas de tinta sugieren un corrector de galeras, un tipógrafo, un periodista, pero los tres diarios que el personaje lleva descuidadamente doblados en el bolsillo de la chaqueta lo hacen pensar en un periodista, uno de los pocos personajes en el mundo victoriano que se toma la molestia de leer más de un diario, ello sobre todo por razones profesionales; y esta idea se confirma por la libretita de notas que asoma del bolsillo donde habitualmente debería portarse un pañuelo. El vicio del tabaco se muestra en las manchas de nicotina entre los dedos índice y corazón de la mano izquierda, nuevamente un zurdo, pero manchas viejas, ya desteñidas, no recientes, lo cual, unido a la ansiedad que el personaje muestra y que se expresa en que no sabe qué hacer con las manos, cosa normal en alguien que ha dejado de fumar y que acostumbraba tenerlas ocupadas con el cigarrillo, lo hacen concluir que se trata de un reciente ex fumador; la religiosidad ha sido detectada por la pequeña cruz que le cuelga del cuello y por el desgaste de la tela de las rodillas del pantalón, que obedece sin duda al nefasto hábito de ir a misa frecuentemente. ¿De dónde sale lo del soldado, la guerra anglobóer y demás? Muy sencillo, se dice Holmes, que ya está fumando en pipa, para hacer las desdichas del otro pobre güey ex fumador: el tostado sobre la frente con la franja pálida, porque allí no han dado los rayos del sol, que produce un salacot; la reciente llegada a Inglaterra de heridos de guerra, lo que explicaría la leve cojera, y así hasta llegar a los huesos de cereza en las valencianas del pantalón…
—¿Y luego? —pregunta Héctor rompiendo el compás de espera.
—No, pues que al pobre tipo al que le adivinaron la vida, podrían habérsela adivinado mal, y todo es truco literario: podría no estar casado con una pelirroja sino ser puto y el pelo de la melena roja pertenecer a su amante que es pintor, y las manchas son de trementina o de amarillo de zinc o no sé qué pedo, y no ser periodista sino apostador en las carreras de galgos y el que se murió no fue su papá sino su padrote, y el que le cose los puños es el pintor que se le da muy bien la pinche costura, y no comió cerezas sino pinches ciruelas, y quién chingaos sabe cómo fue a dar un huesito de cereza a la valenciana de su pantalón, y no es católico, sino ateo pero le tiene miedo a los vampiros por eso trae la pinche crucecita y, de pinche soldado, nada, y menos que acaba de llegar de la guerra bóer, que la mera verdad es que está tostado por el sol del lado izquierdo de la cara porque se sienta del mismo lado siempre en los galgódromos y la cojera obedece a que se rompió la pata estando bien pedo.
Belascoarán se sumió en un silencio que quería parecer meditativo. Poco tenía que decir. Él ya sabía, mucho tiempo antes de estas extrañas revelaciones en una cárcel, que nada es lo que parece, que todo siempre es, más bien, lo que no parece; que toda explicación absurda se aproxima a la verdad más que otras, precisamente porque la verdad es absurda y se busca en un espejo de iguales.
—¿Dónde puedo encontrar a Guadalupe Bárcenas? —preguntó el detective de repente. Los jugadores de frontón se alejaron unos pasos. Una cosa era escuchar historias de Sherlock Holmes y otra meterse en negocios ajenos.
—Vete tú a saber, lo deben tener escondido, fuera del pueblo, en casa de la chingada. Capaz y le dieron bastante lana como para que se fuera para siempre y ahora ese güey ya no existe y ahora hay otro güey nuevo en Veracruz o en Puebla o en Los Ángeles poniendo otra pinche taquería más… ¿Juegas frontón, detective?
—No, profe, me chingué la pata en la guerra anglobóer, pisando unos huesos de ciruela que creí eran huesos de cereza.
Al salir de la prisión estaba lloviendo. Héctor caminó cansinamente hacia su automóvil rentado y descubrió que además de valerle absolutamente madre Sherlock Holmes, su ojo sano lagrimeaba, como si estuviera irritado. Sin saber por qué le dieron ganas de ponerse a tararear “La cama de piedra”, de Cuco Sánchez. Quizá un efecto retardado de su visita a una cárcel…
En la carretera se vio obligado a detenerse varias veces a limpiarse el ojo con un klínex. Cuando llegaba a San Andrés el asunto comenzó a inquietarlo seriamente, el ojo estaba produciendo excrecencias verdosas, como si estuviera moqueando víctima de una infección. Cuando se tienen dos ojos, la cosa es grave, pero cuando se tiene uno solo y te encuentras en territorio enemigo, el asunto es realmente patético. Caminó hacia la única farmacia que había visto en San Andrés, tropezando y sintiendo que viejos miedos volvían a entrar en él con el impudor de un huracán no anunciado. La farmacia estaba cerrada.
Volvió a dormir en el interior del automóvil, sacudido por pesadillas, lleno de miedos que retornaban de todos los posibles pasados, incluso de aquellos que provenían de la lejana infancia.