V

En las mañanas, cuando permanecía indefenso ante el espejo del baño, secretamente se admitía a sí mismo, se confesaba, que con cada día que pasaba, comenzaba a parecerse un poco más al retrato de su licencia de automovilista.

 

—LAURENCE GOUGH

 

 

—Es una ceguera temporal, por simpatía. El ojo malo arrastra al ojo bueno, lo afecta. El caso es que, durante varios años, un ojo ha estado haciendo el trabajo de los dos y entonces… Es como si el que hubiera trabajado más se quejara con el otro… Yo que usted no me preocupaba. Hasta puede ser nervioso, y como viene se va —dijo el doctor.

Héctor dirigió el rostro hacia la voz del hombre. Buscó un cigarrillo en la bolsa de la chamarra y se lo puso en la boca.

—¿Me lo puede encender?

Escuchó el sonido del encendedor y supuso que la llama estaba allí. Aspiró a fondo. Sintió el humo del tabaco caminando por la garganta. Localizó el cenicero tanteando y depositó el cigarrillo.

—¿Usted dónde se licenció en medicina, doctor? —preguntó Héctor tratando de disipar la súbita sospecha de que se encontraba ante un dentista.

—En la Universidad de Oaxaca; no soy oculista, yo me dedico a partero, pero lo suyo es como muy clarito, ¿no? —contestó la voz anónima.

Nada es verdad del todo si no se ve, pensó Belascoarán con una sonrisa amarga destinada más a sí mismo que al doctor adivinado: barbita de chivo, chaqueta blanca con manchas de mole en una de las mangas, aventuró.

—Entonces, voy a estar ciego —hizo una pausa buscando precisar—. Una semana, un mes, unas horas, quince días… ¿Cuánto?

—No lo sé —dijo el doctor.

Héctor adivinó que alzaba los hombros.

 

Un Héctor Belascoarán Shayne envarado y vacilante recorrió las calles de San Andrés tropezando con ramas de árbol derribadas por la lluvia, titubeando al cruzar las calles, perdido en el laberinto real de la ceguera, buscando en su cabeza referencias que no existían, borracho a los ojos de mujeres también inexistentes que se le aparecían de súbito en la conciencia a través del rumor. Perro enloquecido de Comala, blanco móvil macdonaldiano. Trató de endurecerse apelando al humor negro, recordando todos los chistes de ciegos que conocía, el de Stevie Wonder moviendo la cabeza para localizar el micrófono, el del perro de José Feliciano. Se detuvo en una esquina buscando las arrugas de la pared para afianzarse y unirse a algo, encendió un nuevo cigarrillo. Sabían diferente cuando no se veían. Más suaves, distintos. Las cosas eran otras; no sólo era que no las pudiera ver, también habían cambiado. El mundo alrededor de él mutaba. No se limitaba a ser un ciego, era un ciego absolutamente vulnerable.

Tropezó con un hombre que se identificó como vendedor de periódicos ofreciendo su mercancía y que a cambio de unas monedas (¿mil?, ¿cinco mil pesos?, ¿quinientos?, ¿ochocientos?) lo acompañó, tomándolo de la manga de la chamarra, hasta una casa donde había servicio de larga distancia. Le pidió a la operadora que le marcara unos números de teléfono arrojándole una libreta de pastas negras y esperó arrinconado como feto en una pequeña cabina. Cuando escuchó el familiar sonido del llamado telefónico comenzó a tranquilizarse.

En rápida secuencia habló con la esposa de David, un amigo de la infancia que ahora andaba en Oaxaca y que se dedicaba a la ingeniería solar, construyendo secadores de café, calentadores de agua y cosas así para las comunidades, y que le explicó que su amigo estaba en algún lugar de Nochixtlán sin teléfono, montando un horno en una fábrica de azulejos. Intentó sin suerte localizar a una amiga en el norte de Chiapas que había pasado de jipiosa a industrial del turismo y cuyo teléfono había cambiado y terminó hablando con el contestador telefónico de su empleadora, la licenciada Calderón, sin atreverse a confesarle a una máquina que estaba totalmente ciego.

 

Salió del sueño violentamente, alertado por el chirrido de la puerta. Llevó la mano a la pistola que debía estar bajo la almohada y no la encontró. Manoteó la colcha mientras trataba de que los sonidos le dieran alguna clave. La pistola estaba colgada de la bola que coronaba la cabecera de madera. Apenas llegó la mano a ella cuando una voz dio cuenta concreta de la presencia en el cuarto.

—Me dijeron que andaba ciego, ¿es cierto?

Héctor se cubrió las desnudeces con la sábana húmeda por el sudor de la noche y dejó descansar la pistola a su lado.

—Adelante, está usted en su casa —dijo. La voz le resultaba absolutamente desconocida. No tenía ninguna resonancia familiar. Pero estaba allí, y el miedo era a los fantasmas, no a las personas, ni siquiera a las que no podía ver.

—También me dijeron que me andaba buscando.

—¿Y usted quién es? —preguntó el detective tocándose el ojo recién perdido con las yemas de los dedos índices.

—El muerto —la voz salió carraspeando, como si su dueño sufriera un ataque de timidez.

—¿Guadalupe Bárcenas?

—Eso mero. Y ya me voy, nomás vine por curiosidad.

Héctor apuntó la pistola hacia donde creía haber escuchado la voz, pero no se atrevió a disparar. La puerta crujió como una retórica despedida.

Tenía hambre, no había comido desde la mañana del día anterior, cuando salió hacia la capital del estado para visitar al profesor Rivera en la cárcel. También tenía miedo de vestirse y salir a la calle a buscar qué comer. Tenía miedo de ponerse los zapatos al revés, de entregar el billete equivocado para pagar dos docenas de tacos de camitas con guacamole. Se rió de sí mismo. Pero el miedo no se iba. La conciencia del miedo al ridículo no mataba el miedo. Se secó el sudor con la sábana y permaneció inmóvil rastreando los sonidos, los ruidos, los crujidos de la madera, las voces amortiguadas por los cristales de la ventana, la televisión encendida, el llanto de un recién nacido, las musicales resonancias de botellas rotas en la calle. Esperó. Trató de descifrar en aquel nuevo mundo de los sonidos alguno que le resultara amigo, que fuera portador de buenas nuevas. No existió tal.

 

Se descubrió entrando y saliendo del sueño, vagando por el cuarto, tropezando con sillas y botellas vacías, buscando la puerta del baño sin encontrarla, bebiendo agua del lavabo. Desesperado. Sin saber si afuera era noche o día. Sin saber si habían pasado diez horas o dos años. Sin saber si moqueaba en medio del llanto o tenía una hemorragia nasal. Enloquecido.

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—Yo soy José Independiente Mondragón —dijo una voz que apareció tras el crujido de la puerta. Una voz juvenil.

—Pasa, mano.

—Soy alumno del profe Rivera. Tengo diez en historia y nueve en matemáticas.

Belascoarán suspiró. Habían llegado los refuerzos.

—Me dijo mi padrino que el profe Rivera me encargaba que le contara la historia del pueblo.

—Soy todo orejas, mano. Y si me compras dos pepsicolas en la tiendita de la esquina, me las tomo mientras me cuentas.

—¿Está ciego? —preguntó el niño.

—Nomás un rato. Estoy ciego por simpatía, mano.