Tu país en esta historia llena de tu país.
Variaciones sobre una línea del poeta.
—JUAN GELMAN
Cada vez que se presentaba un nuevo grupo la multitud aullaba. Héctor nunca hubiera supuesto que los marimberos tenían grupis. Fans organizados de la Marimba Aires del Suroeste, adoradores activos de las Maderas de Campeche, grupos de choque adictos a la Marimba Brisas del Golfo, recontrafans de Sonidos Mágicos del Caribe. Ni sólo sabiendo que no se sabe nada…
El Teatro Principal estaba a rebosar; además de los fans, había un millar de estudiantes de secundaria con variados uniformes y, en las primeras filas, los cuadros de la clase política. Héctor estudió los pasillos de acceso, el central y el izquierdo; el derecho estaba bloqueado por los técnicos de sonido. Localizó a los guardaespaldas y los policías. Bultos en la cadera, sacos deportivos cuando el día no obligaba más que a la uniforme guayabera. Si no tuviera que cumplir una misión, el detective tuerto hubiera gozado el Primer Concurso Nacional de Marimbas con opción para los tres ganadores de una fugaz aparición en televisión y un pase mágico con viaje en camión con aire acondicionado, las semifinales a celebrarse en Guatemala, y la final en Veracruz dentro de tres meses.
¿Ahora?, ¿en el intermedio?, ¿al final?
Optó por darle prisa al asunto. Caminó hasta el hall del teatro perseguido por el repique de las marimbas y se detuvo ante la puerta de un clóset de limpieza donde había dejado a Guadalupe Bárcenas encadenado. En la entrada, fiel, estaba la abogada fumándose un cigarrillo.
—¿ Cómo la ve?
—Ahora es tan buen momento como cualquiera, y mejor ahora que al final —dijo Héctor secándose el sudor de la frente con la manga de la camisa. Héctor entró en el cuarto de limpieza y observó un desolado Bárcenas encadenado a un tubo de ventilación entre escobas y mechudos.
—¿Qué pedo?, ¿pa’largo?
Sin responder, el detective abrió el candado y tiró de Bárcenas; el contrahecho personaje quedó momentáneamente cegado al salir al hall. La música de las marimbas los golpeó de lleno.
La licenciada abrió el paso deslizándose por el pasillo central, seguida por Héctor que arrastraba tras de sí a Bárcenas.
Cuando casi arribaban a la tercera fila, dos policías de la secreta se interpusieron.
—Aquí tengo al muerto, señor gobernador —gritó teatral la licenciada Calderón.
Un par de periodistas se acercaron, tras ellos, dos fotógrafos que comenzaron a tomar fotos de Bárcenas. El gobernador levantó la vista buscando el origen del ruido.
—Señor gobernador, aquí está el muerto —repitió Marisela Calderón Galván.
El gobernador pareció salir del ensueño marimbero e hizo una señal para que los guaruras no intervinieran. Marisela aprovechó para acercarse, pisando a la esposa del director estatal de la Conasupo y aplastando una bolsa llena de mangos, que tenía a sus pies la prima del director regional de Turismo, mientras cruzaba entre los asientos. La música no cesaba. Nada podía impedir que las marimbas triunfantes y wagnerianas compitieran por el premio que llevaría a la gloria chapina o jarocha a los ejecutantes.
—Éste es el hombre que decían que estaba muerto, el que decían que mató Medardo Rivera —dijo la licenciada señalando a un envarado Lupe Bárcenas, que era impulsado por Belascoarán hacia el centro del pequeño tumulto.
—¿Usted cómo se llama? —preguntó el gobernador.
—Guadalupe Bárcenas, señor gobernador —musitó el otro desde el pasillo.
El secretario de gobierno apareció tratando de llevarse a Marisela. El gobernador se puso de pie y salió al corredor. Entre empujones se formó una nueva comitiva que abandonó el teatro ascendiendo por la rampa del pasillo principal.
Al salir al hall el secretario de gobierno se había colocado al lado del gobernador y cuchicheaba.
—Señor gobernador, espero que usted tenga una sola palabra y que cumpla sus promesas —dijo Marisela enrojecida. Un policía la empujaba.
—Yo sólo tengo una palabra —dijo el gobernador.
—Señor, no sería conveniente… —sugirió el secretario de gobierno.
—Le entrego a Bárcenas, fírmeme una orden ejecutiva para sacar de la cárcel a Rivera.
—Procederemos con los trámites de acuerdo con las relaciones entre el Poder Ejecutivo y el Judicial.
—Ahora, señor gobernador, ni un minuto más. Han tenido tres meses en la cárcel a un hombre acusado de un asesinato que no existió —dijo Marisela sacando del morral un documento medio ajado. El gobernador ojeó el texto. Belascoarán contempló al gobernador. Guadalupe Bárcenas los miró a todos. A sus espaldas un mural bastante mediocre mostraba a fray Bartolomé de las Casas liberando de cadenas a los indígenas ante la mirada iracunda de un conquistador.
—¿Es éste el señor Bárcenas? —preguntó el gobernador a su secretario de gobierno.
—Eso creo —contestó el aludido. Los periodistas estaban llegando. Se les veía venir moviendo sus cuadernitos de taquigrafía y aprestando sus cámaras.
El gobernador firmó el papel. Héctor le entregó la cadena de bicicleta al secretario de gobierno, que la tomó con dos dedos, como haciéndole ascos a la inexistente grasa. Marisela se apoderó del papel y tomando al detective de la mano tiró de él hacia la salida.
Bajaban las escalinatas corriendo cuando el secretario de gobierno los alcanzó.
—¿Sabe qué, lic? —le dijo a Marisela—. Con todo respeto, no tiene usted madre. Pero lo que se dice no tener madre; se aprovecha de que el góber es un pendejo.
Belascoarán se llevó la mano a la bolsa y sacó una paleta de caramelo rellena de chicle. Lo mismo podía haber sacado su pistola, el tipo no le inspiraba la más mínima simpatía. Comenzó a chupar la paleta divertido.
—Abusa usted de que el góber es un pendejo para hacernos esto —insistió el secretario de gobierno.
Marisela, como si no hubiera escuchado, continuó arrastrando a Héctor hacia el estacionamiento en el que terminaba la escalinata del Teatro Principal, ondeando el papel que daría la libertad a Rivera en la otra mano. De repente se frenó y, como si se hubiera convertido en un personaje de película, en cámara lenta giró la cabeza para dirigirse al secretario general de gobierno, que se había quedado detenido a mitad de la escalinata de piedras rojizas.
—¿Conque el góber es un pendejo, eh? ¿Por qué no va y se lo dice a él? —gritó la licenciada Marisela Calderón sonriendo con sus maravillosos ojos verdes.