III

CASI UNA SEMANA ANTES

Luego se dedicó al arrepentimiento, ¿cómo iba a irse del DF? ¿Cómo podría irse del DF? ¿Cómo le iba a gustar alejarse del DF? Lejos, de verdad lejos, no a Cuernavaca. ¿Y si no me dejan volver?, se preguntó riendo de sus paranoicos ataques de chilanguismo.

Al día siguiente llamó a Justo Vasco y rechazó el trabajo, decidió dejarse el bigote, buscó las últimas postales que le habían llegado de la muchacha de la cola de caballo, cubiertas de coloridos timbres portugueses. ¿Lisboa estaba a la vuelta de Madrid? Aceptó el encargo con un nuevo telefonazo, y juró que estaría en Madrid en dos o tres días. Luego cenó carnitas, se empachó, tomó milanta y sal de uvas picot toda la noche en medio de eructos y diarrea. Llamó en la mañana de nuevo para decir que no podía irse, que estaba malísimo.

Recorrió la ciudad diciendo que sólo era un paseo, pero consciente de que se estaba despidiendo. Le gustaban los preparativos navideños, las lucecitas, la trampa sentimental. El trato de turistas que las autoridades del DF estaban dando a los nativos. En el mercado de Medellín compró dos docenas de guajolotes de barro, un burro, tres serpientes y un nopal con un pajarito bizco encima, para montar sobre su refri una versión personal de un nacimiento. Atea e iconoclasta, sin dioses ni pastorcitos. Buscó hasta encontrar en el clóset los restos del nacimiento que había montado en el 85, luego reunió su tesoro: hartos guajolotes, unos nopales floreados que terminaban en el nacimiento de un río, un gallo cojo, un conejo cogiéndose a un pollo, o algo así de kamasútrico, y dos cisnes verde bandera. Montó el nacimiento y se fue a bailar.

Se había inscrito en unas clases de merengue en la Casa de la Cultura de la colonia Condesa, llevaba asistiendo tres semanas y en la aventura encontraba la penitencia. Noches enteras con dolores de columna. La pierna rota tantas veces cobraba su precio en vértebras fuera de lugar, apretando los nervios, en músculos estirados como cables. Sin embargo no estaba nada mal eso de ir a bailar con adolescentes pecaminosas y amas de casa cincuentonas, sirvientas tímidas y lecheros rumbosos. El merengue era democrático. Detectives tuertos, choferes prófugos de sus patrones, tenderas del mercado de Michoacán, un encargado de gasolinera, tres amas de casa que ese mes se habían pintado el pelo de rojo, un estudiante de física con lentes oscuros. El merengue era solidario: a la tercera clase todos parecían paralíticos y se confesaban sus amores frustrados; habían corrido a un ayudante del maestro priísta por tratar de hacer reclutamientos chafas, y sabían tanto de Santo Domingo, cuna indiscutible del merengue, como Colón en un buen día.

Horas más tarde, en la puerta de la Casa de la Cultura, y por culpa del recuerdo y la promesa de asistir a la próxima clase, decidió que no se iba a ir a ningún lado, que fuera del DF era cadáver, que esta ciudad era su ciudad, la única que le interesaba. Había bailado como poseído, sudado como loco, aprendido un pasito en el que se avanzaba de costado con los brazos arriba y las palmas abiertas, girado hasta encontrar en el mareo una respuesta. Obviamente, no iba a ningún lado.

A la mañana siguiente tomó el avión.