SEGUNDO AÑO

Compañeros del caos

pleca Enero 6. Llueve. Es mi cumpleaños. Les digo a las otras. Ellas se ríen.

—¿Cumpleaños? —me preguntan.

Amanecieron crueles hoy. Debe ser la lluvia. Con la lluvia hay goteras y las goteras siempre nos exasperan. Tenemos que andar corriendo de un lado al otro como cucarachas mareadas, huyendo de las goteras sin poder escapar de todas. Con la lluvia no se trabaja, no se consigue cartón. Hay menos gente en las calles. Nosotros nos volvemos más visibles. No tenemos dinero y sin dinero no tenemos comida. Y sin comida hay pelea, hay caras hoscas, hay piedras en el corazón.

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¿Para qué un cumpleaños? Siete años. Pues sí,… ¿para qué un cumpleaños?

De vez en cuando me acuerdo de mi mamá y eso le desagrada mucho a Doca.

—¿Todavía piensas en ella, niña? ¿Después de lo que hizo?

—Ella es mi mamá, Doca.

—Las nuestras también lo eran, Roliña —nos recuerda María Prieta.

No les hago caso. Mi mamá está en algún lugar, tal vez preocupada por mí, tal vez buscándome. Tal vez no. Pero me gustaría encontrarla. Sí, me gustaría mucho. Es mi mamá. Me tiene que decir por qué me abandonó. ¿Será porque hice algo mal?

No sé el nombre de ella. Jamás me lo dijeron. Y después de tantos años conviviendo con aquel apodo, dudo que ella se preocupe o se acuerde de otro nombre. Ella es gorda, malencarada y con tanta valentía y determinación en los ojos, como Doca. Todos la conocen como Lili Feiúra y tiene a más de diez niñas atrás de ella, todas con cara de pocos amigos.

Yo ya había oído hablar de Lili Feiúra. Tanto ella como Doca se disputaban cualquier cosa que hubiera en la plaza: papel, dinero, robos. Era algo de tiempo atrás, algo que había comenzado hacía mucho, y creo que ninguna de las dos se acordaba como había comenzado. Tan sólo reñían. Continuaban peleándose.

Yo estaba sola, con el carrito lleno de cartón, cuando ellas aparecieron, y rodearon el carrito y a mí.

—Eso es mío, chiquita —fue lo que dijo.

Doca apareció enseguida y las dos se insultaron, intercambiaron amenazas, rodaron por el suelo dándose golpes, mordidas, jalones de cabello. La policía llegó y acabó con todo. Nosotras corrimos. Peleas como esas se volvieron comunes después de aquel día. Fueron días difíciles. Muy difíciles.

Pidona no fue a su casa en Ferraz de Vasconcelos. Las cosas andan mal por allá. Son catorce y la casa es pequeña. El papá bebe hasta caerse y golpea a todo mundo, comenzando por la mamá. Pidona odia a su padre y odia a los hombres. Pidona es rebelde. No regresó a su casa. Tenía el cuerpo lleno de marcas, el dedo pulgar hinchado. No durmió y, en la mañana, comenzó a gemir como cachorrito. No quería decir lo que tenía, pero Doca insistió y ella habló. No dijo nada, nos enseñó. Pidona tenía el brazo roto. Sus ojos parecían dos bolas de fuego de tanto que brillaban cuando la doctora de Urgencias le enyesó el brazo.

—Yo lo mato, yo lo mato, yo lo … —no dejaba de repetir. Creo que ella se refería a su padre.

Volví a casa. Mamá ya no estaba ahí. Mamá ya se cambió. Las personas no sabían adónde había ido y me veían con desconfianza. Me asusté pero ahora ya me estoy acostumbrando. Todos nos miran de la misma manera. ¿Será que tenemos algo malo? ¿Será que ellos piensan que tenemos alguna enfermedad horrorosa?

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Conocí a Miss Nordeste. Que gracioso nombre. Pensé que las misses eran aquellas mujeres bonitas que aparecen en la televisión y… ella es fea, muy vieja y fea. No, no es tan vieja. Debe ser la pintura que se pone en la cara. Está orgullosa del cuerpo que tiene:

—Es el mismo de mis dieciocho años.

Exagera también. No lo es, no. Bueno, las piernas todavía las tiene bonitas. Doca se la pasa merodeando a Miss Nordeste y la llena de mimos para que ella le cuente algunos secretos de mujer. Las dos hablan muy bajo y ríen mucho. Miss Nordeste a veces me cae bien, a veces no, principalmente cuando aleja a Doca de mí. Es prostituta. P-R-O-S-T-I-T-U-T-A. Aprendí esta palabra en la plaza. La digo cuando estoy enojada. Sé que no le gusta. De día es más fácil conversar con ella. En la noche, como ella dice, trabaja. Tiene planes, muchos planes. Nos cuenta que vino de Caruarú —“Miss dice ella— y que espera un papel importante en una película que todavía no tiene nombre y que no sabe cuándo se hará. Piensa que todavía va a ser famosa. Nos reímos mucho de ella.

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Las cosas se ponen feas cuando hay poca comida. Hoy María Prieta y Pereba se pelearon por un pedazo mayor de pan de dulce. El pan estaba duro y se desmoronó en las manos de las dos. Es el hambre. El hambre es fea.

Él es posiblemente el único hombre con quien Pidona ha podido entenderse. Nadie sabía como se llamaba. Nadie sabía cómo había llegado a la plaza. Era un mendigo, uno como tantos otros. Comenzaron a decirle Bachiller. Pocos lo conocen con otro nombre. Habla de manera complicada, a veces habla una lengua extraña y desconocida. Él dice que es “latín”. Trae un pesado libro debajo del brazo. Nadie sabe de dónde vino, algunos afirman que fue abogado, otros dicen que fue médico, y otros simplemente creen que es un loco.

Pero en realidad es encantador. Habla de mundos, de tierras y gente distantes. Cuenta historias que escuchó o leyó sin jamás repetir una siquiera. Es cariñoso, y respetuoso. Está siempre junto a la entrada del metro. Es ahí donde Pidona se encuentra con él para platicar días enteros. El hombre delgado y trémulo sólo deja de hablar para componerse los viejos lentes de aros redondos y arreglados con hilo y cinta adhesiva, o para vaciar poco a poco la botella que carga de un lado a otro, siempre llena de aguardiente

—Vas a acabar casándote con el Bachiller, Pidona —se burla Doca de vez en cuando. Nosotros nos reímos mucho y más aún cuando Pidona nos ve con cara de pocos amigos.

El Bachiller le da consejos a Pidona. Le dice que sea paciente con sus papás y que debe amar a su madre y a sus hermanos. Escucha todo lo que ella le dice. Ellos se entienden. Tienen problemas parecidos. Él comprende y hasta enjuga las lágrimas de Pidona cuando ella habla del odio que siente por los hombres, comenzando por el papá. Hay días que pasan mucho tiempo debajo de un árbol o de una marquesina, platicando. Se olvidan de la vida.

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Pidona me besó y dijo que me quería mucho. No entendí. Parecía asustada, y cuando le pregunté qué pasaba, se volteó y se fue a dormir. Extraño, muy extraño. Como ella.

Doca anda distraída, descuidada, parece distante. Está cambiando y no sé por qué. De vez en cuando, la encuentro por los rincones, triste, como si sufriera mucho. Ya no quiere jugar. No cuenta chistes. No sonríe. Prefiere la soledad.

Ya no somos niños. Tenemos edad de niños. Manera de ser de niños. Algunos aún tienen la mirada inocente de un niño, pero no somos niños, no. Hay algo dentro de mí diciendo eso y el grito es cada vez más fuerte. Grita. Grita. Grita. No sé lo que somos, pero no somos niños. No somos, no. Ser niño es soñar y nosotros no soñamos, no mucho. No como nos gustaría soñar.

Doca decía que él traía el infierno en las manos y ella nos mantenía bien lejos de él.

Bombita. El nombre de él era Bombita. Era un contacto. Vendía droga. Estaba siempre por las esquinas, los ojos llenos de desconfianza, los cabellos escurridos y siempre oliendo a rancio, como si nunca los lavara o los lavara mal. Cualquiera podía encontrarlo desde lejos por la ropa que usaba: las camisas rojas, los tenis blancos y sin agujetas, y los pantalones sucios, muy sucios. Nadie sabía por qué era Bombita. Era tan viejo como su apodo. Andaba por las esquinas del barrio de la Catedral, escurriéndose por las calles de Ipiranga, desapareciendo cuando en cuando iba hasta la Avenida de la República.

Veíamos a la gente buscando el veneno. Gente rica, hombres en carros lujosos, motos enormes y ruidosas, lentes de espejo, chaquetas de cuero, mujeres nerviosas apretando sus bolsas, con miedo de los ladrones y de la policía.

Bombita vivía aquí. Vivía allí. Vivía en todas partes. Parecía alma en pena, como decía Doca. Una vez, me ofreció lo que vendía. Nievecita, mucha nievecita blanca. Doca me dio un manazo y gritó.

—¡Toma de eso, Roliña, y verás la cara del diablo bien de cerca todo el día!

Bombita nada más sonrió y se volteó, con cara de quien dice: ‘’Tú me quitas una y yo consigo otras dos”.

Aprendí a huir de él. No me gustan sus ojos. Son extraños. Nos hacen sentir mal.

—¡Prueba! ¡Te va a gustar! ¡Te va a hacer sentir muy bien! Bombita me ofreció la bolsa con la nievecita blanca, su boca torcida en una gran risotada. Me fui corriendo.

La calle nos vuelve peores, hace surgir cosas muy malas dentro de nosotros. Quiero matar. No quiero matar.

Mamá. Mamá. Mamá.

Miss Nordeste nos enseñó las fotos de sus hijos. El padre no la deja ver a los niños desde que ella lo abandonó para venir a Sao Paulo y hacerse famosa. Siempre se le llenan los ojos de lágrimas cuando habla de ellos, cuando nos enseña aquellas fotos, que llegan de vez en cuando. Por medio de ellas, Miss Nordeste ve a sus cuatro hijos creciendo. Tan sólo a través de ellas. Ella no puede regresar. Los niños ya no son de ella y las fotografías lo demuestran claramente. Miss Nordeste llora.

El guardia vino y picó al Bachiller con la punta de la bota. Lo despertó. Le gritó para que se levantara. Él se tardó y lo empujaron. Se cayó del banco y los guardias se rieron. Él insultó al guardia. Al guardia no le gustó y lo golpeó con la macana. Los otros lo agarraron y lo arrastraron hacia dentro de un carro. Nosotros vimos. Pidona le dijo al guardia que lo dejaran en paz. Se llevó una bofetada en la cara y cayó. El carro se fue con el Bachiller y los guardias. Pidona lloró toda la noche por él. No volvió a Ferraz de Vasconcelos. Se quedó en la plaza esperando al Bachiller.

Volví de nuevo a casa. Busqué a mi mamá. Nadie sabe nada de ella. Algunos simplemente no abrieron la puerta. Me insultaron. Por fin una mujer que barría la banqueta me llamó y me dijo algo sobre el barrio Pirituba. Mi mamá se cambió al barrio Pirituba. ¿La calle? ¿El nombre? Nada. Ella solamente escuchó a uno de los hombres que había hecho la mudanza quejándose del largo viaje. El barrio Pirituba fue lo que él había dicho.

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Sé que mi mamá está en Pirituba. Lo que no sé es si ella me va a aceptar de nuevo.

Vimos a Miss Nordeste en el periódico. En la primera página. La encontraron muerta en la Alameda Barón de Limeira, cerca de la Folha.

—Se volvió famosa —dijo María Blanca, queriendo hacerse la graciosa.

A nadie le hizo gracia. Doca lloró mucho.

Algo peculiar le sucede a Doca. Su cuerpo se está transformando. Algo dentro de ella se está transformando. Ella está cambiando. Nuevas formas. Senos. Ella ya tiene senos y están cada vez mayores y más redondos. Pegador la ve con ojos diferentes. Me da miedo. ¿Será que eso también me va a suceder a mí? Últimamente Doca y yo apenas si platicamos. Me quedo en un rincón, aburrida. Ella sólo tiene tiempo para Pegador.

Ellos tienen todas las caras. Negros. Blancos. Amarillos. Son todos iguales. Prometen, ¡ay! ¡Cómo prometen! Buena vida. Mucha comida. Paseos en carrazos. ¿Los Santos Reyes? ¿O quienes son? Doca dice que son los rufianes. Andan siempre con mujeres a su alrededor y tienen siempre una sonrisa en la cara. Dice que las serpientes son menos peligrosas que ellos. ¡Vemos cada cosa en las calles! Uno de ellos vino a hablar conmigo. Doca y las otras lo ahuyentaron. Al día siguiente él insistió.

—¡Loco! ¡Degenerado! —Doca y las otras no dejaban de gritar, empujándolo hacia la multitud que llenaba la plaza. Hasta la policía llegó. Hubo un gran alboroto. Doca me jaló de la mano y nos fuimos. Él ya no volvió. Pero los otros andan por aquí. Son tantos y tienen tantas mujeres… A muchas las golpean. Las golpean en la cara, allí en la plaza para que todo el mundo vea.

No entiendo cómo las personas pueden aceptar ciertas cosas. ¿Por qué esas mujeres dan dinero a los hombres? ¿Para que no las golpeen? ¿Por qué no llaman a la policía? Es extraño…

Su nombre es Cai-Zé. Un rufián. Todo el día está por ahí. Nos anda rondando. Nos acecha en la plaza y nos promete el mundo. Por lo menos la mitad. La otra mitad se la queda él. Nos dice para lo que nos quiere. Dice que somos niñas, pero con el tiempo… ¡Nos da asco! ¡Mucho asco! Asco por lo que dice, por lo que ofrece, hasta por la sonrisa y la ropa bonita que usa. No nos cae bien y Pegador ya dijo:

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—¡Un día tú vas a caer, Zé!

Pegador habla en serio. Él no juega con esas cosas. No, no juega.

El Bachiller apareció. Muy lastimado. No daba pie con bola. Ni reconoció a Pidona. El vendedor de hot-dogs llamó a la ambulancia para que se lo llevaran. Se tardó y cuando llegó los enfermeros no lo querían levantar.

—¡Apesta! —dijo uno de ellos, haciendo gestos.

Discutimos largo rato. El vendedor de hot-dogs y algunos hombres cargaron al Bachiller para meterlo en la ambulancia. No salió de la plaza.

—¡Está muerto! —rezongó uno de los enfermeros, que bajó y lanzó una palabrota, mirándonos como si fuera nuestra culpa. Pidona perdió nuevamente. Anda cada vez más distante. No le interesa nada. Muerte, vida, alegría, sufrimiento. Nada.

Extraño. Hace días que Pidona no viene. Bueno, ella se estaba poniendo muy rara. Está creciendo y poniéndose muy extraña. Solamente hay una cosa en la que no cambia: odia a su padre, odia a los hombres.

Tenemos que ser astutos o el mundo nos traga. ¿Quién es el mundo? Es la policía que nos golpea y nos patea, que nos arresta. Es la Institución para menores, sea lo que sea eso. Es el hombre que compra el cartón y siempre trata de hacernos tontas. Es el “contacto” que trata de llenarnos con cualquier cosa (primero es gratis, después uno paga y paga caro). Es el rufián siempre rondando, siempre prometiendo, siempre llenándonos de palabras los oídos. Son las personas que pasan apresuradamente, que nos evitan como si tuviéramos algo malo. Son aquellos que dan limosna antes de que les pidamos y se sienten bien con Dios, como si eso hiciera que Dios los mire con mejor cara. El mundo es todo aquello que nos hace daño.

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Fue todo muy rápido. Pensé que era un juego. Todas nosotras lo pensamos. De repente, el hombre se aproximó a Bombita y sonrió. Bombita no sonrió, puso cara de miedo, pero el hombre sonrió, dijo alguna cosa y lo picó en la barriga. Solamente vimos que el hombre se alejaba diciendo una palabrota y Bombita, con una cara horrible, se tambaleaba en dirección nuestra, rogando a Dios, los dedos como enterrados en la barriga. Vino cayéndose, cayendo, cayendo, cayendo por la calle Ipiranga. Le abrimos camino y él continuó cayendo, se precipitó por la calle Ipiranga hasta desparramarse sobre un puesto de periódicos, con las manos llenas de sangre, los ojos saltones, llenos de sorpresa, como si no creyera que estaba muerto.

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Pidona regresó. Se queda en un rincón. No dice nada. No trabaja. No come. Esta tristona. No dice nada y, cuando habla, es sólo para insultar y amenazarnos. Tiene miedo en los ojos. Creo que le está pasando algo.

Pereba se levantó haciendo un escándalo, decía que Pidona le estaba haciendo cosas muy raras, y que le decía cosas extrañas, tratando de darle un beso. Nos quedamos mirando a Pidona, esperando que ella dijera algo. Ella no dijo nada. A decir verdad, ni le importó que la mirásemos. Hace mucho tiempo que ya no le importa nada.

La policía estuvo allá en casa. Patearon la puerta. Entraron. Se llevaron a Pidona. Ella no quería ir. Pataleó. Gritó. Pateó. Luchó como un tigre. Dijo que sólo muerta iría. Pero fue viva, agarrada de los brazos y las piernas. El guardia dijo que ella había matado al papá en Ferraz de Vasconcelos. Ella no regresó. Hace una semana de esto.

—Debe estar en la Institución —dijo María Prieta. Noté mucho miedo en sus ojos. Algo en sus palabras parecía decimos que Pidona no regresaría jamás.

No encuentro a mi mamá y, por más que trate, no puedo explicar por qué necesito tanto encontrarla Es una necesidad. Ella es mi madre. Aunque me esfuerce, no consigo que me guste la calle. Me gustaría tanto tener una casa. No tener que soportar que me miren como a algo espantoso. No tener que ver a la policía con miedo. Tener a alguien que me proteja además de mí misma. Tengo tanto miedo de todo. Debe ser normal. Tan sólo tengo siete años.

Doca se levantó gritando como loca:

—¡Me muero! ¡Me muero! Nos despertó a todas.

—¡Ayuda! ¡Ayuda! ¡Ayuda!

Corría como una cucaracha loca, sacudiendo las manos llenas de sangre. Santiña dio un grito, asustada. Pereba tropezó con un montón de cartón que no habíamos podido vender y regó todo por el suelo. María Prieta corrió hacia el fondo de la barraca y se quedó allá, encogida, cobarde, con los ojos fuera de sus órbitas. María Blanca y yo nos miramos con cara de quien no entiende nada. Doca corría de un lado a otro, loca, con el vestido lleno de sangre, rogando a Dios, como si llamara a su madre, una mano amiga, el cariño, la calma de las palabras, la paz de una mirada. Finalmente pudimos lograr que se detuviera y dejara de correr. Buscamos la herida. La agobiamos con preguntas que sólo sirvieron para dejarla todavía más molesta. Irritada. Nos insultó. Nos mandó a muchísimos lugares, uno peor que otro.

Corrimos con ella hacia afuera de la barraca. Vagamos por la ciudad hasta encontrar un hospital. La doctora rió del miedo dibujado en nuestras caras.

—Lo único que tienes es la menstruación, querida mía —dijo ella.

Parecía algo natural: M-E-N-S-T-R-U-A-C-I-Ó-N. Nos explicó lo que era eso y dijo que sucedería más veces. Para que Doca no se preocupara.

—Ahora eres una mujercita—afirmó con una sonrisa maternal. Doca tuvo que aguantar las burlas mientras regresábamos a casa. Mujercita

Doca nos exigió que no dijéramos nada acerca de la tal menstruación Y nos mostró un puño cerrado, bien cerrado, como amenaza, frente a nuestras caras. Ella hablaba en serio.

—¿De que se ríen, tontonas? Eso les va a pasar a todas, ¡después!, ¡después! ¡Entonces la que se va a reír soy yo!

El asunto murió por la paz. pleca