Estoy celebrando mi segundo cumpleaños desde que estoy con Doca y las otras niñas. Fui a Pirituba. Mi mamá está en algún lugar de ahí pero nadie la conoce. Pregunté, pregunté, pregunté. Nadie conoce a mi mamá. Su nombre es desconocido para todos. Me regresé a la casa con los pies llenos de dolor y el corazón apretándome el pecho. Sintiéndome inútil y completamente abandonada.
No quiero celebrar mi cumpleaños. ¿Para qué?
Hacía días que los niños de una barraca vecina molestaban a Doca. Ella no decía nada. Se hacía la tonta e ignoraba los silbidos, y los murmullos divertidos de los chicos. Ella sólo tenía ojos para Pegador. Todos sabían eso y la mayoría se quedaba con un chiste aquí, una mirada ahí, pues ya sabían cómo era Pegador cuando se trataba de Doca. Sin embargo, de vez en cuando aparecía uno, más atrevido, que se acercaba, andaba cerca de ella y se arriesgaba a darle un besito. Pegador jamás veía. Él nunca estaba cerca cuando eso sucedía. ¡Claro! ¿Quién se arriesgaría a acercarse a Doca cuando él estaba cerca? Mientras tanto, había siempre alguien listo para delatar al infeliz y entonces… entonces había bronca. Generalmente en la noche. Pegador esperaba al atrevido en un rincón. Solo. A decir verdad, él jamás atrapó a nadie de manera cobarde o con ayuda de otros. Él era atrevido, peleaba cara a cara y con rabia en el corazón. Y golpeaba, golpeaba mucho. Nadie era mejor que él para la pelea. Tan sólo una vez Pegador no pudo esperar hasta la noche. Fue la única vez en que él llegó a la hora en que uno de los tales atrevidos decía tonterías al oído de Doca. La sangre se le subió a la cabeza y, cuando nos dimos cuenta, ya estaba encima del desdichado. Entonces comenzó el intercambio de golpes aquí y allá que sólo terminó cuando el niño quedó tendido en el piso, casi muerto.
¡Dios! Llegamos a pensar que estaba muerto de verdad. Claro que lo pensamos. Fue por poco.
Pegador era terrible cuando se enojaba y nosotros siempre teníamos miedo de él, de que tomara el arma y saliera dando tiros. Tenía aquellos ojos brillantes de Dios-me-libre que nos preocupaban. Aquellos ojos de demonio, de fuego, que nos quemaban, los ojos de alguien que esconde dolor y miedo detrás de esa rabia que nos asustaba.
Después de aquel día, nadie más se metió con Doca. Pegador llevó al niño con sus amigos. Nadie lo volvió a ver. Pero veíamos el miedo en los ojos de los chicos siempre que se encontraban con Pegador. Era un miedo de muerte. Era una cosa de asustar y de dejarnos con ciertas ideas en la cabeza. Comencé a ver a Pegador con más miedo.
María Blanca se fue con Cai-Zé. Doca trató de convencerla de que se que se quedara pero fue una pérdida de tiempo.
—No quiero pasarme toda la vida juntando papel, Doca —dijo ella. Y se fue.
Me gustaría creer que ella está bien y feliz. Me gustaría mucho. De veras.
Una mendiga trajo a Santiña a la casa. Dios. No podíamos creer que fuera Santiña. Su ropa estaba rasgada y ella muy lastimada. Sangraba. Tenía arañones en los brazos y las piernas, tenía vergüenza en los ojos bajos y llorosos.
—Unos hombres abusaron de ella —dijo la mendiga—, ¡pobrecita! Sufrió mucho.
Santiña se desmayó. Pegador la cargó y la llevó adentro de la barraca y después salió con la mendiga. La fiebre se apoderó de Santiña. Todos pensaban que no resisitría.
—Yo la voy a cuidar —dije.
María Prieta me miró sorprendida. Parecía no creerlo. Pereba lloraba. Doca no dejaba de proferir insultos. María Prieta pudo dormirse. Yo me quedé despierta con Santiña.
Al día siguiente, los dos hombres aparecieron muertos. Nadie dijo nada. Todos sabían que eran los responsables del sufrimiento de Santiña. Pegador regresó un poco después. Nadie hizo preguntas. ¿Para qué?
Santiña no deja de llorar. Tiene vergüenza frente a nosotras. Se ve en su cara. Platico con ella. La consuelo. Nos hablamos. Mira las estrellas. Platicamos tonteras.
Santiña me pidió disculpas por todo lo malo que me había hecho. Nos abrazamos y lloró como boba. Lloró. Lloró. Lloró tanto y me apretaba tanto que hacía que me doliera la espalda. Quiero que ella olvide lo que sucedió, pero duele y, mientras duela, ella no olvidará. Tal vez va a doler para siempre. No odio a los hombres como Pidona los odiaba, pero no entiendo por qué tienen que hacer esas cosas. ¿Qué placer hay en hacer sufrir a alguien? Es extraño… muy extraño.
Me gusta la lluvia. Me gusta el cielo lleno de nubes negras, las nubes retorciéndose como personas heridas, como una madre con dolores de parto. Me gusta el viento soplando amenazas en mi rostro. Me gusta la lluvia tamborileando sobre mi cuerpo, en mi cara. La vida en la ciudad se vuelve más clara. Las luces se transforman en manchones extraños y muy distantes. Hay paz en el aire. La soledad es más grande. La vida no se vuelve peor ni mejor. Es tan sólo la vida. El viento ruge incertidumbres. La barraca se estremece. Alguien reza. Llueve. Llueve. Llueve. Hay una gotera en mi cabeza. Aun así me gusta la lluvia, el cielo lleno de nubes negras, las amenazas del viento. Soy lo bastante fuerte para enfrentarlos.
Decepción. Sorpresa. No sé qué pensar. Estoy confundida. No entiendo bien lo que sucedió, pero tengo rabia de Doca. Ayer entré a la casa Empujé la puerta y entré. Vine antes que nadie. Habíamos vendido mucho papel y quería darle la buena noticia a Doca, que andaba medio mala.
—¡Doca! —grité, empujando la puerta, una enorme sonrisa en la boca, y entré.
Me detuve, confusa, asustada, horrorizada. Encontré a Pegador y a Doca en el piso… aquello… aquello… aquello… ¡Nunca pensé que Doca fuera capaz!
No era la primera vez que yo veía a un hombre y a una mujer haciendo eso. De vez en cuando encontrábamos a los mendigos haciéndolo en los rincones. Hasta nos divertíamos, nos reíamos mucho, nos burlábamos de ellos. Pero ellos eran mayores. Pensé que Doca jamás haría aquello. No, no Doca.
Somos niñas. Las niñas no hacen eso. No. Yo soy niña; Doca es una mujercita. Las mujercitas lo hacen.
Yo debía haber entendido que algo había cambiado cuando Doca dejó de jugar conmigo y con las otras niñas. Cuando comenzó a andar más con Pegador, los dos huyendo de nosotros por los rincones. ¿Entonces es a los doce años que una deja de ser niña?
Los dos se quedaron petrificados mirándome, sin saber qué hacer, sin saber qué decir. Yo no podía parar de temblar.
—Ya me voy —dije, cerrando la puerta.
Salí. Pegador salió poco después. Le mandé una mirada llena de rabia. Me sentí robada, robada por él y lo odié por eso. Él nos estaba quitando algo, a nuestra amiga, protectora, compañera. Me quedé allí sin mirarlo, sin hablarle, confusa, pensando en lo que le diría a Doca. Tenía miedo de lo que sucedería cuando la mirara otra vez. No sabía por qué.
Hoy Doca se sentó junto a mí.
—¿Estas enojada conmigo?
Sacudí la cabeza. Dije que no. Mentí, seguí con los ojos clavados en el piso. Ella comenzó a hablar. Aprendí cosas que no sabía y me asusté al saber lo que me esperaba cuando tuviera la edad de Doca. Mujercita. La palabra era necia. No decía nada. Pero me asustaba. Siempre que pensaba en crecer, me asustaba, me acordaba de Pegador y Doca acostados en el piso, en aquella barraca, en aquello que hacían cuando entré…
Corrí y hui de Doca. Me quedé el resto del día pensando en ella, en Pegador, en el momento en que los encontré. Con miedo de crecer.
Doca me buscó otra vez y me pidió disculpa por el mal que me podía haber hecho. Me avergoncé. La abracé. Nos quedamos abrazadas por un buen rato. Calladas.
La vida es una eterna separación.
La calle es pequeña, no tiene banqueta. Es sólo tierra. Tierra y hierbas. Se llama Corteza. Mi mamá está viviendo ahí. Lo sé. Yo la vi. Reconocí su rostro, su sonrisa, hasta volví a oír de nuevo sus palabras cuando me dejó. Ella tenía un bebé en los brazos y se me llenaron los ojos de lágrimas cuando le dijo hijita. Lloré por ella. No por mi mamá, sino por la niña.
Ella es muy bonita. ¿Cuánto tiempo pasara antes de que la abandona también? Será que el hombre que camina a su lado se irá como mi papá? ¿Será que mi mamá se desesperará y la dejará, con otra disculpa? ¿Sera que voy a encontrar a esa niña en las calles?
Me fui. De repente encontrar a mi mamá perdió cualquier sentido para mí. Regresé con Doca y las niñas. Regresé a casa.
Pensé en buscar a mi papá. Desistí. Sería una tontería. Él nos abandonó a mi mamá y a mí. ¿Por qué iría a quererme ahora?
Platico mucho con Pegador. Le estoy perdiendo el miedo. No es tan malo como parecía. Su cara llena de rabia es sólo una máscara para esconder a una criatura muy asustada y con miedo de todo. Me da lástima.
Pegador aprovechó que me encontró sola. Vi algo diferente en sus ojos. Le sonreí. Él me agarró y trató de besarme. Le rompí una botella en la cabeza, fue lo primero que encontré. Después me quedé asustada. ¿Y si me golpeara?
Él se rió. Rió mucho, y se fue.
No entendí.
Cambié de idea. Pegador es tan sólo otro abusador.
Me dieron ganas de llorar. Ella se murió como un pajarito, haciendo pío, pío, pío… sin decir una palabra. Me quedé allí, como tonta gimiendo:
—Doca…Doca…Doca…
Ella no respondió. ¿Cómo iba a responder? La muerte. Ella estaba muerta. Miré a los policías. Los miré bien a los ojos y quise gritar algo. Pero las palabras se me atoraron en la garganta. Fui tonta. Lloré, lloré, lloré hasta que me dolieron los ojos. Lloré y me abracé al cuerpo de ella con un sabor de soledad en la boca. Un sabor amargo, feo. Solté los calcetines que me había traído de la tienda. El barrio de la Catedral enmudeció y había gente de todos los rincones mirándome. Alguien susurró “ladrona”, pero yo no hice caso. Sólo sabía que tenía culpa en la conciencia. Yo robé los calcetines y ellos habían matado a Doca.
Doca. Doca. Doca.