CORAZÓN

A Joaquín un día se le paró el corazón. No hubo aviso previo ni recibió una carta certificada notificándole la noticia: ocurrió de repente. Él supo que algo pasaba cuando comenzó a respirar con dificultad y a sentir que la sangre no recorría el camino habitual de un lado a otro de su cuerpo. Hacía tres o cuatro meses que le habían avisado de que eso podía suceder. Le dijeron que, llegado el momento, se sentara, cogiera el teléfono y llamara al hospital para activar el protocolo diseñado para corazones en paro.

Sentado en el sofá de su casa, aguantando los envites que le daba la vida con tan sólo treinta y siete años, marcó tranquilamente el número de emergencias.

—Hola... Soy Joaquín. Mi corazón no funciona. Me dijeron que llamara si me pasaba. Mi médico es el doctor Gómez.

—De acuerdo. Tenemos aquí su alerta, no se mueva, no haga ninguna clase de esfuerzo, intente respirar hondo y le mandamos enseguida una ambulancia.

Al cabo de quince minutos un grupo de enfermeros llegó a casa. Le tumbaron en una camilla, le pusieron oxígeno y una sonda y, atravesando la ciudad, le condujeron hasta el hospital. Medio adormecido, reconoció muchos lugares por los sonidos que la estridente sirena dejaba que se colaran. Pasaron por el colegio de Santa María Acogedora, donde se escuchaba a los niños corretear en el patio. Entre ellos seguro que estaba su sobrino, ajeno a que en ese momento su tío iba con el corazón detenido tumbado en una ambulancia.

Poco después reconoció a la Juana, la frutera de debajo de la casa de su madre, que ese día tenía de oferta las sandías y los melones. Y justo un minuto más tarde Mari decía que la suerte ese día terminaría en siete. El túnel de la calle América producía el mismo eco de siempre. Estaban a punto de llegar.

Con muchísima celeridad le llevaron a un quirófano, al menos eso escuchó él. No hacía falta ser muy listo para saber que le iban a operar de inmediato. Apareció el doctor Gómez, uno de sus ángeles de la guarda, el único que no le había desahuciado cuando le diagnosticaron un tumor maligno en el mismísimo corazón.

Gómez había estudiado una técnica que se había aplicado antes en Estados Unidos en corazones con un tumor como el suyo. Cuando enfermó, hacía tres años, todos los especialistas le recomendaron el trasplante, pero Gómez advirtió que las pastillas y medicinas que debería tomar para evitar que el nuevo corazón no fuera rechazado por su cuerpo sólo contribuirían a alimentar las células tumorales, así que, en este caso, la solución provocaría que renaciera el problema inicial y la ecuación se resolvería con la muerte del paciente.

A Joaquín siempre le había fascinado o aterrado aquello del rechazo: cómo un cuerpo puede repudiar un órgano vital. Se preguntaba los requisitos que debía cumplir, el currículo que debía presentar un corazón para ser aceptado por el resto de miembros. Imaginaba a los pulmones mirando de reojo al nuevo inquilino, al hígado y al páncreas refunfuñando sobre su color o su tamaño.

Ya le habían explicado cientos de veces que la clave estaba en la concordancia de tejidos y antígenos, que no sabía muy bien lo que significaba pero eran fundamentales. Cuando se barajó la opción del trasplante se documentó mucho sobre el tema y lo que más le inquietaba eran los plazos del posible rechazo. Se podía producir de forma inmediata. Te lo ponen, no gusta en tu interior y o lo sacan o mueres. Podía ser a los tres meses; es decir, todo parece que va estupendamente, empiezas a hacer vida normal, incluso retomas la actividad deportiva, y un día se acaba el idilio. La tercera vía era la de ir devorándote poco a poco, sin prisa pero sin pausa. Y como con todo establecía paralelismos, lo equiparó a una relación de pareja.

El rechazo instantáneo debía de ser algo así como una relación de una noche: dos se conocen en una discoteca, se besan, terminan en la cama del apartamento de alguno, pero, al despertar, abrir los ojos y ya sin los efectos del alcohol, uno de los dos amantes sale corriendo mientras termina de vestirse en el ascensor, casi espantado por lo que acaba de hacer o con quien lo acaba de hacer.

El segundo tipo de rechazo sería similar al que se produce en esas parejas que ves que no se separan ni para ir al baño, que todo lo hacen juntos, que se besan entre bocado y bocado de la comida, empalagosos hasta la mala educación y que hacen sentir raras a las parejas normales, que llegan a dudar y se preguntan por qué ellos no viven esa pasión constante, si no tendrán un problema por no hacer semejantes demostraciones públicas, pero de repente, pasado poco tiempo y después de una semana sin verlos, preguntas por los caníbales y te dicen que rompieron por falta de entendimiento o por agotar los besos demasiado temprano.

La tercera clase de rechazo le recordaba a esos matrimonios, un par de generaciones por encima, que se aguantan por aguantarse durante muchos años hasta que un día uno de los miembros, contra todo pronóstico, da un paso adelante y deja de aguantar.

La época en la que fue candidato al trasplante, de esos tres el que más le aterrorizaba era el rechazo a lo trimestral, el de la pareja efusiva a los que se les rompe el amor al poco tiempo. Tenía miedo de hacerse ilusiones y que un día todo se viniera abajo.

Esos miedos se pospusieron cuando el doctor Gómez entró en escena y después de hablarle de compatibilidades y de los famosos tejidos y antígenos le expuso la única solución posible para él: vivir sin corazón una temporada. La primera vez que escuchó esa teoría se le aceleró el órgano que estaba en juego. Gómez quería sacarle su corazón defectuoso e instalarle dos bombas: una que mandara sangre a los pulmones y otra que la mandara por la aorta. Si pasado un año el tumor no se había extendido, podría llevarse a cabo un trasplante.

Eso de ir sin corazón por la vida le dejó perplejo. Siempre había creído que el corazón era de esos órganos sin los que era imposible existir y, más allá de toda la literatura que se puede hacer en torno al caso, ¿cómo poder explicarlo de forma fría y seria a cualquier persona?

A su familia aquella técnica no le hacía mucha gracia. Le decían que era imposible que un hombre viviera sin el órgano más importante de todos, tildaron de loco a Gómez, incluso llegó un momento en que amenazaron con denunciarle si seguía metiendo ideas raras en la cabeza de Joaquín. Pero después de muchos estudios y de consultar a decenas de especialistas se dieron cuenta de que la solución era una locura, pero era la única locura posible. Así que ahí estaba, tumbado en la camilla del quirófano, dispuesto a dejar de ser un hombre con corazón.

—¿Cómo estamos, Joaquín? ¿Todo bien? No te pongas nervioso, ya sabes que no te vas a enterar de nada —dijo en tono tranquilizador el doctor Gómez.

—Estoy preparado, doctor. Sólo le pido una cosa.

—Dime... Lo que necesites —respondió.

—Hágale una foto a mi corazón para que pueda saber cómo era, y cuando sienta que no lo tengo, poder mirarlo, por favor.

—Eso está hecho. Ahora te vamos a dormir. Cuenta desde diez hasta uno y nos vemos dentro de unas siete u ocho horas —contestó el doctor.

—Diez, nueve, ocho, siiieeeteeee...

Nunca supo si sucedió o no sucedió, si fue producto de la anestesia, pero juraría que fue consciente del momento en el que le sacaron el corazón. Le invadió una especie de vacío, un instante de parón, de no ser dueño de su cuerpo. Dejó de sentir, no de sentir dolor o cansancio, sino de sentir sentimientos. Era muy extraño de explicar, pero es como si no tuviese conciencia emocional.

Las siete horas que le dijo el doctor se convirtieron en diecisiete días. Para no atemorizarle, se ahorró comentarle que iban a inducirle un coma con el fin de que la maquinaria se adaptara al ritmo de bombeo adecuado y su cuerpo también se acostumbrara a tornillos, tuercas y demás elementos extraños que se habían mudado a su interior.

Pasadas esas dos semanas, cuando le despertaron, se sintió estupendamente raro. Miró a ambos lados y comprobó que llevaba dos baterías en la cadera y que tenía una mochilita pegada a él en la cama. Su médico llegó de inmediato y le hizo un breve reconocimiento.

—Muy bien, Joaquín, todo ha salido estupendamente. Han pasado bastantes días desde la operación y podemos decir que las válvulas han caído bien en tu organismo. Mira, éstas son las dos baterías que alimentan a esas válvulas, duran entre diez y doce horas, y siempre tienen que estar cargadas, así que no te olvides, que esto no es como el teléfono móvil —dijo entre sonrisas el doctor Gómez.

—¿Y esta mochila? —preguntó Joaquín.

—Es el regulador, no debes preocuparte de nada, simplemente, llévalo colgado como un bolso. Te hemos puesto una velocidad de bombeo para cada válvula, suficiente para que puedas caminar de manera lenta y ser autónomo prácticamente para todo. Dentro de otras dos semanas te podrás marchar a casa. Y, según nuestros cálculos, deberás estar aproximadamente unos ocho o nueve meses así. En ese momento, podremos trasplantarte un corazón nuevo.

El primer día que llegó a su casa se sentó en el sofá donde un mes antes había esperado a la ambulancia. Le dijo a su familia que le dejaran solo. Quería acostumbrarse a hacer las cosas por sí mismo. Era verano y la ciudad permanecía callada, no se escuchaba nada. El silencio le sobresaltó, le aterró, descubrió que no podía ni siquiera oír su corazón. Se llevó el dedo medio y el índice a la muñeca, pero después de intentarlo un buen rato no encontró nada. Llamó al doctor. Se lo confirmó: no tenía pulso. Le invadió el miedo a no sentir miedo, los nervios de no ponerse nervioso, la angustia de no poder angustiarse. Llegó a la cama para intentar conciliar un sueño que le esquivaba, apoyó su oreja en la almohada y comprobó que no escuchaba su propio corazón retumbar en ella como siempre había pasado. Pensó en la de explicaciones que iba a tener que dar, en lo raro que sería ahora, por ejemplo, seguir intentando conquistar a África. ¿Cómo, en su situación, se podía ser romántico? ¿Cómo sabría si la situación era emocionante? Era evidente que aquello le iba a permitir ser más atrevido: no le iba a temblar el pulso a la hora de lanzar un beso o de ir más allá incluso. Sonrió al pensar que ahora iba a ver los partidos de fútbol también mucho más relajado. La desinhibición tenía sus ventajas, sólo debía ponerle límite, ser consciente de cuándo parar, de hasta dónde podía llegar. Entrenar un poco.

Imaginó que le invadía el temor que no podía sentir al recordar que esa situación duraría hasta finales de año y que luego se enfrentaría al trasplante. Volvió a repasar los tres supuestos.

Logró hacer una vida más o menos normal: iba a la compra, daba algún paseo, se sentaba a leer en el parque, rutina, bendita rutina.

Pasados dos meses le dijeron que podía ir a trabajar, con muchas prevenciones y cuidado, sin hacer grandes esfuerzos. Al llegar a la oficina todos le recibieron con una ovación, él, claro, no se emocionó. Su mesa se convirtió ese día en lugar de peregrinaje; en realidad, nadie, salvo Luis y Mateo, se habían interesado durante todo ese tiempo por su situación, pero aun así agradecía gentilmente las visitas.

Después de un par de horas dando explicaciones se levantó a hacer una fotocopia del parte de baja. Con una chaqueta disimulando las baterías y el regulador metido en una especie de riñonera —con lo que él había odiado las riñoneras—, caminó los aproximadamente veinte metros que le separaban de la copiadora.

Al levantar la cabeza vio al otro lado del pasillo a África, con la que jamás había intercambiado una sílaba. Ella le miró y dibujó en sus labios una sonrisa y un bienvenido que hizo que el corazón que no tenía se le saliera por la boca.

Mañana se lo contaría al doctor, ahora sólo quería disfrutar de ese momento todo lo que pudiese. Se tocó la muñeca, juraría que sentía alguna pulsación. Era imposible. Vio cómo África se perdía a lo lejos y pensó que si pudiera conquistarla, seguro que lo suyo sería el cuarto supuesto: ése en el que no hay rechazo, en el que las cosas terminan bien, en el que los pulmones saludan amablemente. Decidió que cuando tuviese corazón lo intentaría.