EFÍMEROS

De repente te das cuenta de que eres un recuerdo borroso, alguien a quien se evoca de vez en cuando, un tema de conversación, una fotografía guardada en el fondo de algún cajón; has existido, eres pasado, todo es ayer, todo es parte de la memoria, y poco a poco en torno a ti se ciñe el olvido, un olvido que te acaricia y te envuelve hasta dormirte por completo y dejarte en un limbo donde no sabes qué papel juegas.

Alberto había muerto cinco años atrás y se encontraba en ese lugar. Sus huellas parecían borrarse de una manera natural, despacio, sin hacer ruido, como una consecuencia del paso del tiempo. Antes de que se refirieran a él con pretéritos, estaba presente en cualquier reunión; sus amigos le echaban en falta casi a diario, en el bar, en el partido de fútbol, en los viajes que hacían una vez al año sin las chicas. Pero ahora se habían acostumbrado a que no estuviese.

Por supuesto, no les echaba en cara nada: era lo normal. La vida te prepara para asimilar golpes y superarlos poco a poco. Alberto tenía grabada la imagen de Fernando y Elio rotos de dolor en su funeral, deshechos, como si no fuese posible recuperarse de aquello, como si no existiese un mañana. Pero Fernando y Elio se casaron con sus novias de siempre. Elio tuvo un crío, y de alguna manera esa criatura sirvió también para paliar el daño. Los dos reconstruyeron su vida, los dos reinventaron sus días sabiendo que Alberto no estaba. Ya casi no hablaban de él, salvo en aniversarios y en momentos muy concretos, como al cruzarse con algún familiar. El tiempo fue cicatrizando esa pérdida.

Almudena llevaba un año, diez meses y catorce días saliendo con un chico. Alberto estaba almacenado en algún rincón de su cerebro. Surgía en el momento más inespera do, pero ya no se le quebraba el alma al acordarse de él. También, de forma gradual, se había ido atenuando su figura, y a día de hoy le costaba recordar con claridad su rostro. La sensación casi casi era la que se tiene años después de una ruptura. Al pasar un espacio de tiempo ra zonable después de una separación, salvo que sea de forma muy trágica, uno se acuerda de la otra persona de forma casi casual y esporádica, por alguna vivencia compartida, o por la fecha de cumpleaños, pero ese recuerdo no es doloroso, es, cómo decirlo, normal, incoloro, incluso a veces agradable. El otro se convierte en una isla remota situada en algún lugar de la memoria, en un puñado de besos que se dieron. Y cuando piensas en lo que será de esa persona, y te viene a la mente, le pones la cara de años atrás, como si siguiera viviendo en aquel momento y no hubiera envejecido o engordado, o se hubiese cortado el pelo.

Para Almudena, durante los tres primeros años de ausencia, Alberto siempre iba de la misma manera: con su vaquero desgastado, una camiseta azul con cuello ancho y estrellas en los bolsillos, unas zapatillas de deporte que ella le trajo de Japón y barba de dos días. Si cerraba los ojos, se le aparecía de esa forma. Y cerraba los ojos muy a menudo.

Cuando Alberto vivía, ya le había comentado todo esto a Almudena. Le había dicho lo insignificantes que somos, lo poco que duramos y cómo, a pesar de ser algo inevitable e incluso saludable, una vez muerto alguien, su rastro se va difuminando de forma sigilosa. Su teoría, que ahora estaba siendo demostrada, era que a pesar de la presencia capital en la vida del otro, nuestro cuerpo o nuestra cabeza activa un protocolo para regenerarse cuando sabemos que alguien no volverá.

Y eso a pesar de que te acostumbras a despertarte con su mirada, a desayunar con su silencio o su complicidad, a entender cada gesto y cada suspiro, a tener cada día tu parte del sofá asignada, a adivinar su presencia por la forma de pisar, a sentir su llegada unos segundos antes por su olor. Los dos seres se entremezclan, se confunden el uno con el otro, y la persona con la que compartes tus miedos y tus alegrías es una extensión de tu ser. Sabes que está y eso te hace sentir más seguro.

Cuando Alberto murió, además de una pena tan profunda que parecía no tener fondo, Almudena tuvo la sensación de que él estaba de viaje, una especie de vacío temporal. Durante un tiempo presintió que en cualquier momento regresaría y todo volvería a ser normal, entendiendo por normalidad algo parecido a la perfección.

A Almudena no le gustaban nada esas conversaciones, pero él insistía en tenerlas. Decía que si él muriera, llegaría un momento en que ella invadiría de forma inconsciente el otro lado de la cama, y que probablemente otro día desinstalaría ese horrible aparato de sonido que él había puesto en el salón, y ya no le buscaría con los ojos dormidos mientras tomaban el primer café, ni esperaría que la despertara de repente a primera hora secuestrándola de sus sueños.

Desde el lugar en el que se encontraba ahora, Alberto sonreía al verla con Alejandro. Se habían vuelto inseparables. Era amor en estado puro, casi de adolescentes. Se dejaban notitas por la casa, se mandaban constantemente mensajes al móvil, no paraban de besarse en cuanto la oportunidad se presentaba. Y no era producto de la efervescencia de los comienzos, había pasado ya un año: simplemente, les salía de dentro. Se preguntaba qué habría pasado si él siguiese vivo, y le entró la terrible duda o sensación de que para que ella encontrara el amor de su vida había sido necesaria su muerte. De lo que no le cabía la menor duda era de que al principio Almudena seguía enamorada de él, pero estaba enamorada de algo inmaterial, de algo que no podía tocar, con lo que no podía hacer el amor ni discutir, ni abrazar, enamorada en el amor más imposible que existe.

El día del accidente Alberto no iba a salir de casa, pero a última hora decidió ir a recoger a Almudena al aeropuerto, no quería que fuera cargada con la maleta por el metro, así que le mandó un sms. Él ya estaba muerto cuando el avión aterrizó y ella sonrió al encender el móvil y encontrar el mensaje: «Estoy donde siempre. Deseando verte. Bs.».

Otro de los pensamientos recurrentes de Alberto era ése: ¿cómo es posible que alguien que es tan importante para uno esté muriéndose y mientras estemos pidiendo unos snacks a una azafata o leyendo un libro como el que tienen en sus manos, ajenos al golpe tan violento que vamos a recibir pocos minutos después?

Al salir de la zona de llegadas donde tantas veces le había hecho esperar y pasar más de media hora, decidió llamarle. El teléfono estaba apagado. Casi al instante, su móvil sonó. En la pantalla, escrito, «mamá». Se apoyó en la pared y, dejando caer la espalda poco a poco, fue perdiendo la verticalidad, hundió su cabeza entre las piernas y, ante la mirada de otros viajeros, que se reencontraban y abrazaban, se derrumbó. Ahí, desde luego, parecía imposible superar la pérdida o reencontrar la ilusión, que ya hemos visto si se reencuentra.

Donde su presencia no había caducado era en casa de sus padres, sobre todo para su madre. A la mujer se le dibujó la tristeza en la cara hacía cinco años y ahí seguía instalada. Llevaba el poso de la amargura, de saber que nada volvería a ser como fue. Los instantes de felicidad para ella duraban el espacio de tiempo justo entre el momento en que se acordaba de su hijo y el siguiente. Entonces, la existencia se nublaba otra vez. Alberto había llegado a la conclusión de que si seguía en ese limbo era por ella, porque continuaba muy vivo en su madre, y hasta que ella no muriera también, probablemente él no podría partir.

Lo peor fueron las primeras Navidades, todo en torno a la mesa y un hueco irrellenable. Aparecía en casi todas las conversaciones, como si su silla siguiese ocupada; poco menos que les faltaba pasarle la ensalada para que se sirviera un poco. Pero sus sobrinos ocuparon su sitio, con naturalidad, sin traumas, y aparte de la ya mencionada tristeza tatuada en la cara de su madre, sólo una foto en el salón levantaba testimonio de su paso por allí.

Pensaba muchas veces en su abuelo Miguel y en cómo cada minuto de su vida tenía en su mente a la abuela Teresa. Cuando le vio llorar como un niño al morir ella —eso fue cinco años antes de morir él y tres antes de morir el abuelo—, no se pudo hacer una idea de lo que suponía amar en soledad, amar lo que se tuvo. Cada vez que iba a visitarle, le encontraba con el pensamiento perdido, con los ojos posados en ningún sitio. Todos creían que era una consecuencia de la edad y la tristeza, pero su abuelo en realidad estaba instalado en otra vida, en otro lugar, en otro tiempo. Teresa era imborrable, una presencia invisible constante. Ellos dos fueron los únicos que le hicieron replantearse sus descabelladas teorías sobre lo efímero de nuestras pisadas y las huellas que dejan. Nunca se lo contó a nadie, pero el día que murió su abuela escuchó cómo su abuelo le dijo al sepulturero que cuando le tocara a él le enterraran con la cabeza mirando hacia ella. Pretendía verla siempre, estuviese donde estuviese.

Así que llegó a la conclusión de que es más difícil borrar a alguien de la memoria cuanto mayor es la vida en común. Por eso su madre no le dejaba escapar, por eso Miguel lloró a Teresa cada segundo. Lo suyo con sus amigos y con Almudena había sido más pasajero, y, si no pasaba nada, a todos les quedaba todavía mucho futuro por delante para poder recuperarse.

El calendario avanzaba, y Almudena tuvo el hijo que a ellos no les dio tiempo a tener, y la vida fue transcurriendo sin él. «No estamos hechos para ser inmortales», pensó.

Cuando murió su madre pareció que con ella por fin desaparecería para siempre. Pero un día, cuando iba a nacer el niño, Almudena decidió llamarle Alberto, y entonces todas sus certezas en torno al olvido que seremos se derrumbaron.