Allí estaba hasta aquel viejo libro por el que tantas veces se habían peleado su hermano y él cuando compartían habitación. Estaba desvencijado. Le faltaban algunas hojas, probablemente algún capítulo, y la portada se había amarilleado por el paso del tiempo. Lógico. A Los Cinco no les sentaba bien estar encerrados: su hábitat natural era la calle, las aventuras al aire libre, descubrir pasadizos. Tim nunca sería feliz en ese enorme almacén. Al abrir, descubrió el índice de capítulos que tanto le excitaba:
VII. SUCEDEN COSAS EXTRAÑAS
XIV. UNA NOCHE DE TENSIÓN Y UNA MAÑANA DE SORPRESAS
XIX. OTRA VEZ EN VILLA KIRRIN
Eran títulos sensacionalistas, como de periódico barato, títulos que buscaban atrapar al lector. Al mirarlo, se preguntó dónde estarían ahora los cinco, quizá seguían pasando los veranos juntos a pesar de que hacía tiempo que no veía a ningún chico leyendo alguna de sus historias. A pesar de eso, para una generación, o para varias, aquellos cuatro adolescentes y su perro habían sido los héroes de unos veranos que ya no existían.
El libro estaba colocado en la misma estantería en la que había estado siempre. Si cerraba el plano de su mirada, aquel rincón era exactamente el mismo que le había visto crecer durante los primeros trece o catorce años de su vida. A la izquierda, su cama, de esas que se podían subir y bajar y quedaban escondidas como por arte de magia para dejar espacio libre; a la derecha, la de su hermano. En medio, un viejo escritorio también escamoteable en el que habían pasado horas y horas estudiando o mirando las musarañas. Se acercó a mirar de cerca la tabla que hacía las veces de mesa y acarició con la yema de los dedos las letras que una vez tatuó con la punta de un compás, JYS, encerradas en un corazón mal dibujado. ¿Qué sería de Susana, su primer amor? ¿Qué sería de esa niña de pelo largo rubio, piel ligeramente tostada, nariz pequeña y ojos azules insultantes? ¿Qué sería de la niña que le había robado el corazón en primero de EGB? Tendría la vida resuelta: era tremendamente lista y estudiosa. Se la imaginaba como jefa de alguna multinacional, hablando varios idiomas, muy viajera y casada, con dos niños, y manteniendo intacta esa belleza que a sus ojos la hacía levitar. Aunque para él ella seguía viviendo en 1984, correteando por el patio de un colegio que era su pequeño mundo, un mapa por explorar, un territorio en el que no se podía dar un paso en falso. No era lo mismo tomar el bocadillo en la escalera de subida a las gradas del campo de fútbol, destinadas a los grupos algo más mayores que querían esconderse para echar un cigarrillo y para parejas incipientes que se daban pequeños besos en la boca, que colocarse, como él, en el último peldaño de la escalera de entrada, donde te asegurabas ver a todo el mundo y, por tanto, a Susana. Nunca habló con ella, fue un amor silencioso, de los que se sufren desde el pupitre de atrás, de los que se miran pero no se tocan, batallas perdidas de antemano. El colegio, como el patio, era un lugar con jerarquías establecidas: si eras el guapo eras el guapo, si eras el pardillo eras el pardillo, si eras el empollón eras el empollón, el raro, el raro. Cada uno tenía su estatus y cambiarlo era prácticamente imposible. Él siempre fue el raro.
—Perdone, ¿puedo ayudarle en algo? —interrumpió bruscamente alguien, sacándole de su estado de ensoñación.
—Sí, gracias. Venía para recuperar parte de los enseres de la familia Valiente —respondió Javier.
—Veamos... Sí, es todo esto que ya ha visto, más lo que hay justo al otro lado del pasillo, junto a los carteles esos de helados —respondió el encargado.
Al darse la vuelta sonrió al ver las fotografías de un Colajet descolorido, un Tiburón que ya no era azul y un Caraibo que nunca fue santo de su devoción.
—¿Viene gente a reclamar esos carteles? —preguntó al encargado.
—Muy poca, la verdad. Hace años alquilar un espacio aquí era muy barato, salía más a cuenta traer los trastos que tirarlos. Hubo una especie de boom. Ahora se alquilan por necesidad, gente que no puede pagar la casa y lo guarda hasta que vengan tiempos mejores, negocios embargados... Lo que pasa es que luego casi ni se acuerdan de lo que tienen aquí. Cuando mi antiguo jefe montó el almacén daba la oportunidad de guardar las cosas durante cinco o diez años, en este momento ya no se puede contratar más de uno. Y ahora es cuando están caducando los contratos más antiguos. Pero muchos de los dueños han muerto y los hijos no quieren saber nada del tema o no hay manera de localizarlos, y entonces lo sacamos a subasta. De vez en cuando viene un coleccionista y se lleva alguna cosa, siempre que el plazo de salvaguarda haya terminado.
—Muchas gracias. ¿Puedo quedarme un rato examinando lo que me voy a llevar?
—Claro, tómese su tiempo, hasta las ocho de la tarde estamos aquí.
Cerca de los carteles de helado descansaba una cuna de esas antiguas con barrotes de hierro forjado que parecen sacadas de un cuento de princesas. Imaginó que el dueño de esa cuna se haría mayor y sus padres prefirieron guardarla por el valor sentimental o por si aparecía un nuevo inquilino.
Una semana antes, el matrimonio que había comprado la casa de sus padres hacía ya unos cuantos años le llamó para avisarle de que había llegado un certificado urgente. Era un aviso del inminente vencimiento del contrato de un trastero a las afueras de la ciudad. Cuando fue a recoger la carta, la pareja le invitó a pasar y a tomar un café. Tras negarse un par de veces, y ante la insistencia casi casi soez, accedió a pasar un momento. Un escalofrío le recorrió el cuerpo: nada era como había sido, pero algo en el aire le hacía sentirse como en casa. Javier siempre había llamado «casa» a la de sus padres, había tardado muchísimo en hacerlo con la suya. Su casa era ésa en la que ahora se adentraba con paso sigiloso, explorando momentos que se le amontonaban en la cabeza.
—Aquí a la izquierda había una pequeña despensa donde mis padres escondían los regalos de los Reyes Magos —les dijo a los dueños, que entonces fueron conscientes de por qué se había negado a entrar al principio.
—¡Ah, sí! Nosotros decidimos darle todo ese espacio a la cocina.
En ese momento, en su cabeza se dibujó un 6 de enero en el que se puso la alarma para desenmascarar a los que decían llamarse Magos de Oriente. Nunca se le olvidará la cara de pena que puso su padre al verse sorprendido en lo alto de la escalera mientras le pasaba los regalos a su madre. Aquella madrugada dio el salto a una madurez que iba a ser más dura de lo que creía.
Hacía ya un rato que Javier no escuchaba a los que, de una forma irracional, veía como intrusos en su casa. Deambulaba escuchando su propia voz veinte o treinta años atrás. Se veía a sí mismo corriendo por el pasillo para ir a dar un beso a su padre cada vez que éste llegaba del trabajo. Veía a su madre sentada en un sillón haciendo cuadros de punto de cruz con motivos florales o con pájaros que colgarían de una pared que los nuevos también habían derribado. Nunca le gustaron esos cuadros que se hacían siguiendo una plantilla que compraban en la mercería de la esquina de su calle.
Se sentó a tomar café y sin apenas decir una palabra se marchó con el certificado de aviso en un bolsillo.
El aviso advertía de que el contrato vencía al mes. Acudió pronto al almacén, no fuera a ser que tuviese que tomar alguna decisión. De momento, no sabía si había sido buena idea ir. Allí, de pie, se veía viajando al niño que había sido viendo su pasado arramblado en una pequeña parcela en una nave industrial.
Aprovechando que tenía la tarde libre decidió dar una vuelta por todo el lugar, intrigado por ver junto a las cosas más peregrinas y absurdas restos de vidas enteras que habían naufragado, desde vajillas a enciclopedias, de bibliotecas a camas en las que alguien soñó alguna vez, desde relojes a maletas que con casi toda seguridad no iban a volver a salir de viaje jamás. Más extraño fue encontrarse con una colección entera de muñecas con aire un tanto siniestro, a algunas les faltaba un ojo o un brazo o ambas cosas, parecían recién salidas de la tercera guerra mundial. ¿Quién podría querer conservar esas criaturas y pagar por ello un alquiler? Mobiliario de oficinas, colchas, juegos de sábanas, frigoríficos famélicos, incluso un reloj de cuco que le sobresaltó la primera vez que lo escuchó.
Aquello le pareció casi pornográfico: un ataque en toda regla a la intimidad de cientos de personas cuyas existencias estaban escritas entre esos objetos. Le recordó a los viejos edificios que tiran abajo pero de los que todavía se puede ver una de las paredes empapelada, con marcas de cuadros o fotos que algún día colgaron de ella, o una pared con azulejos de baño. Son los restos de una vida de alguien que en un momento remoto tuvo la ilusión de ir a comprar un papel que fuera a juego con quizá unas cortinas, o alguien que se bañó ahí cada día al llegar de una dura jornada de trabajo.
Así se sentía en ese lugar: como un edificio borrado, como una pared a la que habían dejado desnuda, indefensa, expuesta a las miradas de una gente que no sabe la felicidad que se vivió dentro.
Dio un par de vueltas por los restos de su salón y se sentó en la butaca en la que su padre pasaba horas y horas. Casi de forma instintiva palpó con las manos la tapicería buscando monedas. A su padre siempre se le caía alguna, incluso en ocasiones un billete. Y él, antes de ir al colegio, siempre se dejaba caer por esa butaca convertida improvisadamente en una especie de cajero automático de su niñez.
Se levantó y buscó en el mueble donde durante un tiempo descansó una vieja Telefunken: había películas grabadas en VHS, unos prismáticos con los que recordaba haber jugado, un par de radios y, justo al fondo de uno de los cajones, un sobre grande y abultado. Al abrirlo empezaron a salir muchas fotografías, la mayoría en formato polaroid. Automáticamente le atropelló el momento en que su padre trajo a casa esa cámara. A su hermano y a él les pareció un cacharro llegado del futuro; eso de ahorrarse ir a la tienda a revelar fue uno de los grandes descubrimientos de su infancia. La emoción de tomar la foto y ponerla boca abajo o agitarla y esperar a que se formara la imagen era impagable. El sobre estaba lleno de imágenes familiares, de días de playa, de celebraciones, de primeros pasos, de primeras pedaladas, de besos. El color ya no era el mismo, pero curiosamente en su memoria tenía ese mismo tono semienvejecido. Las tocó con delicadeza porque alguien alguna vez le había dicho que el líquido que guardaban en la parte trasera era tóxico. Seguramente era uno de esos bulos que te cuentan de pequeño y que se instalan en el subconsciente, como ese otro que le habían contado sobre una especie de nidos que se forman en los árboles y que si te caen encima te dejan sin pelo. Algo parecido. La niñez está llena de peligros casi mitológicos.
Junto con las fotos había un folio doblado. Al abrirlo, se dio cuenta de que era la letra de su madre.
Hola Javier o Ignacio:
No sé quién de los dos encontrará esta carta, ni siquiera sé si la encontraréis. Aquí estamos vuestro padre y yo. Escribo yo porque ya sabéis que siempre he tenido mejor letra que él, que parece un médico. Os escribimos desde la residencia, aunque ahora probablemente ya no estemos ninguno de los dos.
Cuando os fuisteis a trabajar a otro país, la casa se nos hizo muy grande. Antes, aunque no vivierais en ella, como a veces os quedabais a dormir, tenía sentido mantenerla; al marcharos, empezamos a pensar en ponerla a la venta e irnos a vivir a la residencia.
Sin embargo, nos daba mucha pena desprendernos de todas las cosas que han ido marcando nuestras vidas y, de alguna manera, las vuestras. Cada vez que vuestro padre o yo intentábamos hacer limpieza terminábamos inventando mil excusas para no tirar una cosa u otra. Pero cuando encontramos comprador, hubo que tomar una decisión, y entonces a papá, que ya sabéis que siempre está inventando, se le ocurrió alquilar un trastero para de alguna manera saber que todos los recuerdos estaban juntitos en algún sitio. Durante los primeros años íbamos de visita a pasar un rato y revivir lo vivido, e imaginar que estabais vosotros. Era un entretenimiento, una forma de viajar. Firmamos un contrato de diez años y nunca os dijimos nada porque papá quería que fuese como una especie de epílogo de nuestras vidas, sin ningún valor económico pero quizá con algún valor sentimental. Ahora os toca a vosotros decidir. No os preocupéis por lo que hagáis. Nosotros ya lo hemos disfrutado suficiente.
Un beso muy grande, os quieren y siempre os querrán, PAPÁ Y MAMÁ
P.D.: Javier, si has sido tú el primero en descubrirlo, lleva cuidado al bajar tu cama, ya sabes que caía a plomo y no quisiera que te volviera a salir un chichón. ¡Ah, sí! Que dice papi que mires mejor en su butaca.
Javier se dio la vuelta, intentó disimular las lágrimas que empezaban a caerle lentamente por la cara, se acercó al encargado y le preguntó que cuánto costaba renovar otros diez años el contrato.
—Ya le dije que tanto tiempo es imposible, pero puede ir renovando año a año —contestó el hombre.
—De acuerdo, pues hagámoslo así.
Desde entonces, al menos un par de veces al mes Javier va al trastero a pasar la tarde. Se sienta en su vieja cama, o en el sillón donde su madre tejía cuadros y coge uno de los libros que ya leyó. Y durante unas horas se olvida del mundo de los mayores y vuelve al refugio de aquellos años en los que nada podía pasar.