ESTRELLAS

Hacía demasiado calor para ser finales de mayo, pero el verano parecía querer adelantarse. Los primeros yates empezaban a tomar posiciones frente a la bahía. Aquí, hasta la playa tiene un precio, los grandes hoteles se la han repartido literalmente en pedazos privados de arena ocupados por toldos y pérgolas patrocinados por marcas comerciales. La gente anónima sólo puede divisar estos lujosos oasis desde el paseo marítimo y contentarse con las dos esquinitas de playa que han descartado los ricos. Así, mientras los clientes vips hacen apología del exceso, bebiendo y bailando todo el día, despreocupándose de todo tumbados en sillones de piel blanca a la orilla del mar, a pocos metros los mortales se hacinan en un trozo de playa pública devorando sus bocadillos caseros.

La primera vez que ella visitó la ciudad —con lo que pudo ahorrar durante todo el invierno—, sus baños fueron en la arena reservada a los pobres, soñando siempre con poder dar algún día el salto al otro lado de la valla.

Ahora, sin embargo, desde su ventana de la habitación del Hotel Carlton, envidiaba más a los del bocadillo que a los del champagne, a los que podían llevar una vida normal haciendo cosas normales. En ese instante alguien llamó a la puerta.

—¿Quién es?

—Señorita Andrea, venimos a traerle las joyas.

—Espere un momento.

Andrea se puso el batín de seda con las iniciales del hotel y abrió.

—Buenas tardes. Éste es el cofre, aquí tiene el collar y los pendientes. Y él es Mario. Se quedará con usted hasta que se marche y la acompañará a la alfombra roja y a la fiesta en la villa de la señora Brown. En cuanto usted regrese al hotel, subirá a la habitación y se llevará el cofre.

—De acuerdo. Así que Mario va a ser mi sombra...

—Eso es, señorita, ya sabe, normas de dirección.

—Lo entiendo, no todos los días lleva una trescientos mil euros colgados.

En cuanto salieron los dos hombres, Andrea se quedó mirando el brillo de las esmeraldas un buen rato. Debía ponerse en marcha enseguida para no romper el férreo protocolo del festival.

15.00 Peluquería.

16.30 Maquillaje.

18.15 Recogida.

18.30 En el coche camino del Palacio de Festivales.

18.45 Llegada a la alfombra roja.

Su vestido descansaba sobre la cama. Era de color rojo y al verlo derramado sobre las sábanas blancas le parecía una especie de huella de un crimen, un cadáver que se desangra, la silueta de alguna mujer misteriosa o el reflejo de lo que era ella ahora mismo. Su obligación era lucirlo, y mucho, y proclamar a los cuatro vientos de qué marca era para que la firma le siguiera prestando ropa. Descansando, estaban desnudos los zapatos de mil euros que tanto daño le hacían.

Su representante había peleado duramente para que pudiese estar allí esa noche; había peleado para que la invitaran, para que le dejaran las joyas, el vestido, los zapatos. Cuando tu carrera está en alza, no hace falta luchar, todos llaman a la puerta para vestirte e incluso perfumarte, se mueren por ser parte de ti. Pero no era el caso. Desfilar esa noche por la alfombra roja era quizá la última oportunidad para volver a encarrilar una carrera que se había ido apagando poco a poco, de forma progresiva. Las ofertas habían dejado de llegar y sus guiones cada vez tenían menos líneas. Incluso en su último trabajo ni siquiera tenía un diálogo, sólo aparecía enseñando el pecho en una película que veía el actor protagonista.

Lo suyo se parecía a una habitación que amanece rabiosa de luz y a la que poco a poco la sombra gana terreno. Eso era Andrea: una habitación en sombras, con apenas un rayo de luz, casi en penumbras, donde se cuela de vez en cuando, tímidamente, algún hilo de luz, como recordando el pasado luminoso que un día invadió la estancia.

En los últimos cuatro años no había protagonizado nada, y mucho menos una película. Habían pasado quince desde que dejó a todos con la boca abierta interpretando a una joven chica drogadicta en un papel que le sirvió para ganar un premio a la actriz revelación. En la fiesta que siguió a esa entrega de premios empezó su despegue. Por el contrario, la última en la que había estado había sido todo bien diferente: tenía órdenes de su representante de dejarse ver, de hablar con directores y guionistas, de demostrar que seguía existiendo. Y no es una exageración. Recuerda una conversación con un actor mayor con el que ya no contaba nadie que le dijo para lo que servían de verdad días como ése.

—Mira, guapa, ¿ves a la mitad de la gente de aquí? Pues ninguno tiene trabajo, ninguno tiene ni siquiera dinero para pagar el alquiler del traje que lleva.

—¿Y por qué vienen? —preguntó Andrea.

—Para que los productores y los directores sepan que no se han muerto. Yo vengo a eso: me doy un par de vueltas, saludo y a casa antes de que cierre el metro. Y si hay suerte, pues a lo mejor alguien está escribiendo una historia sobre viejos, o necesitan a un abuelo y dicen: «Coño, ¡si éste sigue vivo!». Y me sale un papelito.

—Pues que tenga usted mucha suerte.

—Gracias, maja.

En realidad, ella estaba casi para lo mismo, no tanto para demostrar que no había muerto, pero sí para refrescar la memoria de muchos.

La noche en la que ganó el premio, cuando todo el mundo quería hablar con ella y ofrecerle trabajo, conoció a Roberto Torres, el representante más poderoso del país, el hombre que parecía tener una varita mágica con la que podía hacer realidad todos los sueños. Hablaron y le hizo una oferta, le prometió Hollywood, y Andrea dijo «sí quiero» olvidando leer la letra pequeña, que prácticamente anulaba su personalidad. Ahora ponte esto, ahora lo otro, habla con fulano, éstas son las fiestas donde debes aparecer, ve al gimnasio, no salgas con este chico, no aceptes ninguna entrevista sin consultarlo, yo te filtro los guiones, posa para esta revista, acude a este estreno, di que lees este libro... y así hasta controlarlo todo.

Por supuesto, ahora en Cannes, Roberto no la acompañaba, Andrea había dejado de ser rentable hacía mucho tiempo y se mantenía en la agencia casi casi por lástima. Una sola foto en aquel estreno haría bueno el viaje.

A las seis y media estaba puntual en el hall del hotel, donde un miembro del personal del festival se encargó de ella y de Tomás, el chico al que Roberto había encargado la incómoda misión. Y de Mario, claro, que debía ir con ellos.

Dos minutos más tarde se montaron en el coche y empezaron a recorrer los escasos setecientos metros que separaban el hotel en el que Cary Grant se paseaba como un ladrón y el Palacio de Festivales. Un paseo repleto de gente que se asomaba a los coches esperando ver a otra que no era ella.

Durante el trayecto, con el embotellamiento que había, le dio tiempo a fijarse en un viejo tiovivo decorado con carteles de películas míticas. Volvió a acordarse de aquella primera vez en la ciudad y de cómo ella y su amiga Virginia tenían que comer en un banco unas fresas que vendía un hombre en un quiosco. El hombre seguía ahí, con la piel más arrugada y ennegrecida por el sol, vendiendo quién sabe si esos paquetitos a otras Andreas y otras Virginias que querían comerse el futuro como deseaba ella.

Tomás la sacó bruscamente de esos pensamientos.

—Andrea, recuerda, párate todo el tiempo que puedas en la zona central, intenta sonreír mucho, súbete un poco el vestido y enseña la pierna para que los fotógrafos griten y así los de seguridad no puedan decirte que te des prisa.

»Mira este pequeño plano: aquí, en este lado de la alfombra, está la cámara del festival, y aquí, las de las agencias internacionales. Tenlo en cuenta, porque, con suerte, si al encargado de editar las imágenes le gusta lo que haces o le pareces graciosa o espectacular, las incluye en sus envíos y probablemente lleguen a alguna cadena española.

—De acuerdo, pero ¿y si viene alguien de la organización y me pide que entre? —replicó Andrea.

—Haz que no le entiendes. Improvisa.

—Vale.

—Yo estaré detrás del director del festival, justo en la puerta de entrada.

El coche la deja en la boca de la alfombra, ahora es cuestión de dejarse engullir y actuar. Andrea se baja y empieza a saludar con la mano a un lado y a otro, mira hacia arriba como si conociese a la gente que, previo pago de tres mil euros el día, tiene un apartamento mirando al palacio. Los fanáticos de la primera fila que se pasan horas esperando pertrechados con sombrillas y escaleras la observan con indiferencia; un par de jóvenes le piden un autógrafo, pero antes le preguntan si es famosa. El sol todavía calienta. Le ruegan que vaya rápido a la alfombra. Comienza a desfilar, intenta recordar la posición de las agencias, y justo cuando va a subirse un poquito el vestido para adoptar una postura sensual, un tipo enorme le exhorta a que entre rápido. Ella finge no entender, pero entiende, entiende que detrás llega el equipo de una película con una exultante pareja protagonista, entiende que los gritos no son ninguno para ella, entiende que los gestos de los fotógrafos quieren decir que se aparte. Casi a empujones, sube las escaleras; el director del festival, que siempre espera allí, la ignora. Tomás mueve la cabeza contrariado.

Al legar al hotel después de una fiesta en la que tampoco ha brillado, tiene un hambre atroz. Mario la acompaña a la habitación, le ayuda a quitarse el collar y mete las joyas en el cofre.

—Es usted la mujer más guapa que las ha llevado —dice antes de irse y cerrar la puerta.

Andrea sonríe y da las gracias, después se deja caer sobre la cama y empieza a llorar. Suena el móvil. Es Roberto, no quiere hablar con él, no quiere hablar con nadie. Abre la ventana, la música de las fiestas se entremezclan, los yates aparecen iluminados.

Sale de la habitación y baja a la playa, a la pública, a la normal. Se mete en el agua con el vestido rojo. Y se queda tumbada boca arriba mirando un cielo de estrellas en el que ella dejó de brillar hace tiempo.