HOMENAJE

Al volver a leer el inicio del libro, le pareció el mejor inicio posible, el comienzo que le hubiese gustado escribir, las palabras perfectas, ordenadas de la manera correcta, las sílabas conjuntadas, los acentos en su sitio. Acarició con la yema de los dedos cada vocal y cada consonante, veintiocho palabras, ciento treinta y seis caracteres sin contar las dos comas que le hacían tomar pausa antes de seguir paladeando el tesoro. Pensó en el hombre que escribió ese arranque y lo imaginó sentado en su escritorio pariendo letras, empujando con vehemencia cada una de ellas para que saltaran al papel, y cómo después de tener esa primera frase se echaría para atrás y, satisfecho, sabría que lo demás llegaría solo, tirando del hilo de su imaginación, hilando una idea con otra consciente de que todo viene de ahí. Pensó en la felicidad que debe de dar poder levantarte de la mesa, hasta entonces convertida en una cárcel donde cumplir condena a tres párrafos sin fianza antes de poder lograr la condicional y, una vez obtenido el permiso, poder decirle a alguien que lea en voz alta el inicio de tu libro.

Le divertía fabular sobre las reacciones de los lectores, que quizá pasarían por alto esa primera construcción, o lo leerían en cualquier estación más pendientes de la hora de llegada del tren que de otra cosa. Pero también imaginaba al lector que abría el libro por primera vez, después de una dura jornada, que se reservaba ese espacio del día sólo para su deleite y que, sentado en su sillón favorito, bajo la luz de un flexo, echaba un vistazo a la solapa y, pasadas las dedicatorias, llegaba al principio, al lugar donde empieza todo.

También le habría gustado mirar por una rendija la reacción de los editores o las editoras de ese hombre, cómo se les transformaría el rostro después de susurrar esas palabras, leídas casi en la clandestinidad, sin poder compartirlas con quien le pregunta la razón de su sonrisa. Seguro que el editor o la editora suspiraría ante semejante abuso de talento inicial, o sufrirían porque después de aquello no pudiese llegar nada mejor, por haber tocado techo antes de iniciar el camino.

Su sueño era escribir un libro. Por supuesto, no aspiraba a que llegara a ser siquiera parecido al que tenía entre las manos, sólo quería plasmar algunos de sus pensamientos en una especie de diario casi casi póstumo. Desde que le dieron el diagnóstico, le obsesionaba no poder dejar por escrito algunas cosas que le rondaban en la cabeza. Era consciente de que si la enfermedad iba a más, terminaría por devorarle la conciencia, lo vivido, los recuerdos. Cuando tuvo los primeros síntomas, le dijeron que podría dejar de reconocer a las personas más cercanas, a sus seres más queridos. Empezaría a tener alucinaciones y delirios, y su capacidad para el entendimiento se vería afectada. Pero, de todos los efectos letales de la dolencia, los que más le preocupaban eran los relacionados con el lenguaje. Sería incapaz de comunicarse y, sobre todo, se vería muy afectada la comprensión lectora. ¿Cómo iba a sobrevivir sin sus libros, sin releer lo leído cientos de veces, sin los personajes que lo habían acompañado en las luces y en las sombras de una vida intensa? Y esa fase estaba a punto de llegar.

Por el momento, comprendía lo que leía, si bien a los pocos minutos todo se evaporaba, se esfumaba de su cerebro. Sin embargo, al no ser consciente de ese olvido, volvía a disfrutarlo como si fuera la primera vez.

Hacía grandes esfuerzos por retener palabras y luego ser capaz de reproducirlas en alguna conversación, pero siempre se le escapaban.

La primera vez que fue al médico y él pidió que fuera todo lo realista que fuese necesario le dijeron que sería la música el último refugio donde resguardarse de la tormenta. Las melodías se quedan en algún lugar del cerebro dispuestas a ayudar a revivir. Probablemente, por eso volvían a su encuentro las viejas serenatas que cantaba siendo un adolescente y que tanto le ayudaron a conquistar a su mujer. De esa visita al médico salió reconfortado: la música era, por encima de la literatura, el arte que más le emocionaba, sin ella no podía vivir, así que le pareció poético que también fuese su última compañera en los días de oscuridad.

Uno de sus retos durante muchos años había sido escribir un bolero, pero tuvo que desistir. Dio con el argumento varias veces, pero le resultaba imposible traducirlo en la rima y la métrica adecuadas. Ahora, cada vez que escuchaba uno, lloraba y siempre era como la primera vez aunque el disco estuviese rayado por el uso. Tanto le gustaba la música que antes de enfermar no podía escuchar nada mientras escribía porque su mente se iba con la palabra cantada dejando abandonada la palabra escrita. Eso sí, cada vez que se tomaba un descanso apretaba el botón del radiocasete para dejar que las canciones conquistaran su cuerpo.

Su mujer entra de vez en cuando en el despacho y si, como suele ser habitual, le ve sin hacer nada, se sienta a su lado a escuchar alguno de los temas que han recorrido sus biografías, porque las biografías se pueden escribir, pero también escuchar: uno puede retroceder en el tiempo a través de canciones que le llevan de viaje a un momento concreto de un tiempo que ya no volverá. Y ella, a la que tantas veces ha escrito, a la que tantas veces ha convertido en el centro de sus historias, apoya su cabeza sobre su compañero y los dos, sentados, dejan pasar las horas en silencio, él sin saber que, por ejemplo, durante una época, el concierto para piano número 3 de Béla Bartók no paraba de sonar entre esas mismas cuatro paredes y que sonó tanto que terminó por colarse de alguna manera en uno de los libros que él ahora no sabe que escribió.

El teléfono de la casa suena a menudo, unas tres o cuatro veces al día, siempre para lo mismo, siempre solicitando una entrevista, la entrevista imposible, la soñada, la que catapulte a un joven a la fama, la que consagre a un veterano. Los periodistas quieren ser los primeros en cualquier cosa, y cualquier cosa les vale. Los primeros en saber algo de su salud, los primeros en decir que ha muerto, los primeros en hablar con él después de años en los que no habla con ninguno. Pero siempre reciben la misma respuesta, cortés y definitiva, siempre se les dice que ahora mismo está ocupadísimo trabajando sin parar en su próximo libro y que no dispone de tiempo para nada, para nadie, para ninguno. Hubo una época en que contestaba amablemente las preguntas de quien le requiriera; sobre todo, por haber formado parte de ese gremio, haber compartido penurias y negativas. Pero un día decidió dejar de responder, guardar silencio. Todos esperaban de él respuestas geniales, diferentes, pero nadie le cambiaba las preguntas, que siempre se parecían unas a otras. Así que para estar a la altura decidió intentar cambiar las contestaciones y advirtió que más que periodismo lo que se publicaba era un nuevo género de ficción consistente en el mundo inventado por alguien real, y puso punto final a aquella no dramatización de la realidad. Además, su timidez y las supersticiones que siempre le acompañaban se lo hacían pasar mal cada vez que tenía que exponerse públicamente.

Desde que tuvo uso de razón fue un cuentista. En casa, no les leía a sus hijos, sino que les contaba cosas que hubiesen sucedido, hechos reales barnizados con imaginación. En cualquier reunión, las anécdotas que en boca de otros podían ser no más allá de tres o cuatro minutos de conversación banal se convertían en un espectáculo en el que iba mezclando elementos ficticios que se le iban ocurriendo sobre la marcha de tal manera que para describir, por ejemplo, a un vecino podía estar diez minutos. Daba importancia a cada matiz, a cada detalle, consciente de saber que no es lo mismo decir «una señora mayor gorda en la bañera» que «una abuela, desnuda y grande, que parece una hermosa ballena en la alberca de mármol». Luego, si pasados unos días repetía la anécdota o la historia, variaba el contenido, o añadía escenas, o mutilaba personajes que creía superfluos. Ésa era para él la esencia del cuento y el mejor cuento, siempre decía, el que moría al ser contado.

Ahora ya no recuerda ninguna anécdota, ningún cuento. Cuando se queda a solas, deambula por el despacho, camina de un lado para otro haciendo largas paradas enfrente de la librería, tomándose su tiempo para decidir con qué libro pasar los siguientes días mientras espera que le llegue la inspiración que le haga empezar a escribir.

Él no sabe que siempre ha escrito de lo vivido, de exprimir su memoria, de revisitar rincones y esquinas de su vida que le golpeaban sin previo aviso y provocaban una actividad febril que le tenía encerrado noche y día. No podía saber, mientras seguía caminando de un lado a otro de la habitación, que la soledad, esa que ahora sufre su cerebro, había sido siempre su mayor fuente de inspiración, el lugar al que siempre volvía, el ADN de su escritura.

Todo había empezado poniendo nombre a las cosas mientras paseaba de la mano de su abuelo y escuchaba a la abuela contar viejas leyendas de la comarca donde había crecido hablándole a los muertos. Más tarde, Kafka y La metamorfosis y su Gregorio Samsa, y sobre todo Sófocles y Edipo rey le convencieron de que lo suyo era narrar.

Se tumba en el sofá y vuelve a poner música, con el libro del comienzo perfecto todavía entre las manos, envidiando el talento del tipo con bigote que le mira desde la solapa. Vuelve a acariciar esas palabras, las relee, sabe que las cuatrocientas cincuenta páginas siguientes sucederán en el efímero instante que resta para que el pelotón de fusilamiento abra fuego. Veintiocho palabras, ciento treinta y seis letras, dos comas. Cierra los ojos y mientras el sonido del piano se va colando por cada orificio de su cuerpo se queda dormido, y en ese sueño recuerda, porque nadie ha demostrado que en los sueños no se pueda recordar, la vez en que le llevaron por primera vez a conocer el hielo.