LA CARTA

El señor Steve Moore era entonces el joven Steve. Habían pasado cincuenta y tres años, unos diecinueve mil cuatrocientos cuarenta días para ser exactos. No es gratuito decir los días, se entenderá de esta forma mejor la dimensión del hallazgo, pues el señor Moore abría todas las mañanas el buzón esperando que llegara la carta que, según sus cálculos, tendría que haber recibido el 24 de febrero de 1958.

El joven Steve estudiaba en la Universidad de Arizona. No sobresalía especialmente en nada: no jugaba bien al baloncesto pero lo practicaba, no era el mejor estudiante de su clase pero aprobaba, no tenía don de gentes pero había logrado integrarse en un grupo de chicos y chicas con los que de vez en cuando salía al cine, a la bolera o simplemente a sentarse en las escaleras situadas en la intersección de la Primera con Euclid Avenue. Podía pasarse tardes enteras tomando refrescos y charlando sobre música o béisbol. Los yanquis parecía que iban a volver a ganar el campeonato a pesar de que ya no lo hacían con tanta facilidad como antes. En las radios sonaban el Rave on de Buddy Holly y el One night de Elvis y todos aprovechaban para sacar a bailar a las damas.

Hacia la mitad de curso llegó una chica nueva a la universidad, Sarah Braun. Media altura, pelo largo moreno y grandes ojos negros en los que uno podía quedarse a vivir. Nada más verla, Steve se enamoró de ella. Él nunca consideró que fuera un flechazo, no creía en esas cosas; simplemente, era la mujer que llevaba esperando diecisiete años.

A Sarah le tocó sentarse dos filas por delante de él. Steve podía pasarse horas enteras mirando su nuca cuando ella se hacía una cola bien alta en el pelo. Tres lunares formaban casi un triángulo perfecto justo debajo del hueso del colodrillo. Junto a ellos, un pequeño remolino de pelo casi imperceptible, salvo que uno fuera un estudioso profesional, como era el caso. Muchas veces, Sarah hablaba con su compañera de mesa y entonces Steve radiografiaba rápidamente su perfil. Nariz ligeramente puntiaguda, tez blanca salpicada por otro lunar justo encima del labio, pestañas largas y negras, y los ya mencionados ojos que tanto le hipnotizaban.

Cuando llegaba a su cuarto del colegio mayor, podía prácticamente reproducir su perfil, y con ese perfil se besaba.

Un día, lo recuerda como si fuera hace cincuenta y tres años, ella llegó al bar en el que estaba reunido todo su grupo. Estaban tomando una limonada helada. Probablemente, aquél era uno de los días más calurosos que había vivido. Contaban que esa semana se alcanzarían los cuarenta y ocho grados. También se acuerda de que en la máquina de discos alguien puso Stagger Lee, de Lloyd Price, porque parecía que ella, más que moverse, se deslizaba al ritmo tranquilo de la canción. Se sentó en un taburete en la barra y pidió una soda. Steve dejó de escuchar a sus amigos y clavó su mirada en ella, apuró la limonada y decidió acercarse con la excusa de pedir otra. Le sudaban las manos, el corazón le latía tan fuerte que creía que se le iba a salir del pecho y un ojo empezó a temblarle en una especie de tic nervioso que no podía controlar. Al llegar a la barra le pidió a Sam otra limonada y, haciéndose el encontradizo, soltó un «hola». Ella tardó menos de tres o cuatro segundos en responder, pero él hubiera jurado que habían transcurrido minutos e incluso horas.

—Hola, ¿cómo estás? Soy Steve... Vamos a la misma clase...

—Eh... Hola. Yo soy Sarah. Ya sé que vamos a la misma clase, ya te conozco, bueno, ten en cuenta que tengo ojos en la nuca. —Y se rio.

Steve se ruborizó. En ese momento, además de sudarle las manos, tener la boca seca y el corazón latiéndole en la garganta, estaba rojo como un tomate.

—No te preocupes, te veo muchas veces por el rabillo del ojo. Cuando hablo con Mary, aprovecho para lanzar una breve mirada.

Steve se puso más rojo todavía y sin saber qué hacer ni qué decir pensó en soltar un simple «encantado de conocerte» e irse. Pero se le planteaba un problema: si Sarah era de las que daban la mano, iba a descubrir que las tenía empapadas y la sensación que se iba a llevar no era la aconsejable para una primera impresión. Así que trazó un plan.

—Sam, ponme otra limonada, por favor.

—No, no te preocupes, tengo la mía casi llena —dijo ella.

—No, perdona, es para Arthur.

Cuando Sam sirvió la otra limonada, Steve cogió una con cada mano y le dijo que encantado de haberla saludado. Ella se acercó y le dio un suave beso en la mejilla. También ese recorrido de unos cincuenta o sesenta centímetros que les separaban le parecieron una eternidad: vio su perfil aproximarse, el mismo con el que tantas veces se había besado ya, se acercaba su labio, su lunar, sus pestañas. Se acercaba todo y, justo en el mismo momento de producirse el contacto, a él se le cayó una de las limonadas. Ella volvió a reírse y él, entre disculpas, se sonrojó aún más.

Se despidieron hasta el día siguiente.

Aquella noche no pudo dejar de pensar en ella, seguía reproduciendo toda la conversación y analizando el beso.

Durante varias semanas, la situación siguió siendo la misma. Él, convertido en el mejor guardaespaldas de su nuca y ella, soltando de vez en cuando una mirada rápida y casi furtiva para ver si todo estaba en orden.

Un martes del mes de julio, Sam le pasó una nota. Era de ella. Estaba escrita con lápiz y decía: «¿Por qué no tomamos una limonada mi nuca, tú y yo esta tarde en el Stein?». Otra vez el sudor de manos y el corazón descontrolado. Al acabar las clases reunió el valor suficiente y le preguntó la hora a la que se verían. Quedaron a las siete y media.

Desde aquella tarde prácticamente no se separaron. Empezaron a sentarse juntos en clase. La nuca se sentía abandonada, pero, a cambio, el perfil ya no estaba huérfano. Se besaban siempre que podían, en cada esquina de la universidad, en el autobús, en el Stein, en las escaleras. Iban con el resto del grupo, pero siempre parecían solos. Durante un mes Steve no supo ni en qué día vivía, el tiempo se sucedía sin importarle nada, salvo que sonara el despertador para volver a verla.

Un día, Sarah estaba más seria de lo habitual. Al salir del campus le pidió que pasearan por el parque y le contó que se mudaba de ciudad, que dejaba la universidad: a su padre lo trasladaban a California. Hasta ese momento Steve no supo lo que era sentir que el mundo se acababa. Ella se acercó y con su mejilla buscó la suya. Se acariciaron, se besaron, y las lágrimas se mezclaron con la saliva dando a aquel beso un sabor salado que en realidad era amargo.

Sarah dijo que no tenía por qué cambiar nada: podrían escribirse todos los días y verse en vacaciones. Eso hasta que terminaran los estudios y después decidirían dónde vivir. Nada se iba a interponer entre ellos. «Sueños de adolescentes», pensaba ahora, «el primer amor siempre parece el último». Pero ¿cómo era posible que le hubiese marcado tanto?

Llegada la hora del adiós, o del hasta pronto, quedaron en el parque de siempre, en el lugar donde eran capaces de pasar tardes enteras abrazados el uno al otro. Ella le dijo que debía volver pronto a casa para terminar de ayudar a su madre a guardar las cosas. Se irían muy temprano. Volvieron a llorar, le besó la nuca, se la acarició como si esa parte del cuerpo necesitara una despedida especial, dedicada, minuciosa. Prometieron escribirse. En cuanto Sarah llegara a California le mandaría sus señas, antes del fin de semana ya tendría la primera carta en el buzón.

Al día siguiente hacía frío, o al menos sintió más frío que nunca. No podía creer que el despertador iba a sonar ya sin ningún sentido. No iba a verla por los pasillos de la universidad, ni al doblar cualquier rincón; no iba a encontrarla en las taquillas ni iban a intercambiarse sonrisas lejanas en la pista de baloncesto. El despertador marcaba de alguna manera también el inicio de una nueva vida.

Han pasado cincuenta y tres años. Desde entonces, Steve abre cada mañana el buzón de la casa que heredó de sus padres. Lo hace esperando que entre la propaganda y las facturas se cuelen unas letras que reconocería al instante. No ha pasado ni un solo día sin acordarse de ella, sin repetir en su mente cada palabra que se dijeron aquella tarde. ¿Qué pudo pasar? ¿Por qué no había recibido siquiera una explicación?

El 12 de julio de 2011 Steve cumplió con el ritual: cogió el periódico que estaba sobre el césped y abrió el buzón. Y en ese momento le empezaron a sudar las manos y a subir las pulsaciones. Era su letra, la misma que escribió aquella nota en clase. Era ella, y en el matasellos aparecía escrito «21 de febrero de 1958». Se apoyó en un árbol, se mareó, sintió que se ahogaba. Logró llegar a la cocina y beber agua. Sentado, abrió el sobre y leyó la carta:

Querido Steve:

Sólo llevo un día en California, pero es suficiente para saber que no me va a gustar. En realidad, creo que no me va a gustar ninguna ciudad en la que no estés tú. Te mando mi dirección para que me escribas todos los días. Necesito leerte y sentirte cerca. Te echo de menos tanto como siempre y te amo mil veces más.

Se despiden mi nuca y yo,

S.

Se acercó a la oficina de correos para pedir una explicación o, más bien, buscar algo que pudiera aclarar lo que había sucedido. Después de esperar un buen rato, una chica le dijo que en 1958 se había hecho una reordenación de los códigos postales en la ciudad y que se había producido tal caos que muchas cartas se quedaron esperando en las sacas.

Cruzó la calle y entró en la agencia de viajes. Compró un billete a Los Ángeles para el día siguiente. Cuando llegó, se dirigió al lugar del remite de la carta. Con suerte, igual también había heredado la casa y seguía viviendo allí. Llamó dos veces.

—Hola, buenas tardes, ¿qué desea? —dijo una señora.

—Hola, soy Steve, Steve Moore. Vengo a vigilar su nuca.