LA CENA

Le hablaba, pero él no podía concentrarse en sus palabras, no seguía la conversación más que con un leve movimiento de cabeza que nunca expresaba afirmación o negación, por si acaso le comprometía. Al no escuchar, una respuesta en un sentido o en otro podía ponerle en una situación incómoda. En este y otros casos siempre optaba por un leve e inofensivo balanceo corporal, algo neutro, aséptico, parecido al de los barcos cuando están amarrados a puerto: se mueven pero no se desplazan. Miraba, pero poco más, todo su esfuerzo era intentar averiguar con quién estaba hablando, quién se escondía detrás de esa boca. Por el principio de la conversación intuía que tiempo atrás habían sido bastante amigos, debieron de jugar juntos al fútbol y compartido alguna que otra noche interminable. Pero como había dejado de escucharle no podía cristalizar su imagen en el pasado. Todos sus sentidos estaban puestos en la cara que tenía enfrente, en escrutar cada centímetro de piel en busca de pistas.

Aparentar que sigues una conversación es mucho más complicado que seguirla, requiere una gran destreza para ser capaz de desconectar, pero también de estar atento a cualquier posible pregunta del rival, a cualquier silencio que requiera una interactuación verbal. Por eso, mientras uno elucubra sobre la identidad del oponente, debe dejar un puñado pequeño de su cerebro destinado a captar posibles interrogantes, olfatear las pausas largas del oponente, rellenando los silencios con nada, con una nada que no comprometa, que no implique que el otro responda, una nada inofensiva, débil.

Pasados diez minutos de monólogo, se acercó Pilar y les dijo que ninguno de los dos tenía pegatina.

—Una para ti, Antonio Crespo Balbuena. Y otra para ti, Álvaro Fernández Gómez. Así no habrá confusiones, que llevamos mucho tiempo sin vernos y todos hemos cambiado, y a veces cuesta reconocerse o acordarse de con quién hablamos. De esta manera, sólo tendremos que echar un ojo al papelito para saber a quién tenemos enfrente —dijo Pilar.

—Claro... Bueno, en este caso no, porque somos amigos desde pequeños, pero hay gente a la que no pongo nombre ni apellido —replicó Álvaro mintiendo piadosamente.

Los dos se miraron con disimulo las respectivas pegatinas para volver a cotejar los nombres.

«¡Madre mía! Si es Antonio Crespo... —pensó Álvaro—. Pero si está irreconocible. Es como si Antonio se hubiese comido a Antonio. Es Antonio al cuadrado». No habría adivinado nunca que era él. En veinte años, aparte de multiplicarse por dos y perder por el camino todo el pelo, le había cambiado mucho la voz. Sonaba aflautada, aguda, con un timbre impropio de ese cuerpo, era como si para encontrar el camino de salida esa voz necesitara hacer un recorrido muy largo que la hace llegar exhausta y salir casi sin fuerza.

Antonio Crespo y Álvaro Fernández fueron compañeros de pupitre e inseparables durante la EGB. Los dos vivían cerca del colegio. Su infancia transcurrió en la misma acera, esa que convertían en un campo de fútbol antes de que abrieran el colegio. Pasaban la vida el uno en casa del otro, compartían confidencias intrascendentes. Crecieron juntos y la vida los fue separando de forma natural, sin traumas: primero las chicas, luego ciencias o letras, más tarde tener que elegir estudios universitarios, diferentes ciudades, diferentes intereses, diferentes destinos. Ahora tenían que mirarse la pegatina para identificarse.

Hay momentos en la vida en que uno cree que es imposible que se rompa una amistad, no concibe el día a día sin el amigo con el que inventa refugios imaginarios donde resguardarse del mundo de los mayores. Pero, de repente, algo quiebra esa convivencia; puede ser la cosa más nimia, el más absurdo de los cambios. Desde que a uno le crezca el bigote primero hasta que te interese una chica demasiado pronto. Un detalle.

La idea de organizar una cena de la promoción del 74 la tuvo Pilar. A través de las redes sociales hizo una convocatoria más o menos formal y la gente fue apuntándose de manera ordenada. Álvaro entraba de vez en cuando en su ordenador para ver la gente que había confirmado su asistencia. En ocasiones se metía a husmear las fotografías de los perfiles para situar en su pasado a tanta gente. A muchos no los ubicaba, su recuerdo aparecía nublado. Las caras que guardaba su memoria no se parecían a los rostros que le devolvía el ordenador. Cuando los asistentes llegaron a sesenta, y empujado por Fran, con el que mantenía contacto, decidió dar el sí quiero a lo que, sin duda, iba a ser una noche llena de reencuentros.

En sus años de colegio los cursos se dividían en tres grupos: A, B y C. Álvaro estuvo hasta octavo en B, luego, al pasar al BUP, los repartieron. La dispersión fue traumática, pero la atenuó un aliciente: las chicas. Vetadas en la pubertad, siempre habían estado separadas por una reja y los más lanzados entablaban conversaciones con ellas como las entablan los reos. Estaban condenados a verse, pero sin tocarse.

El choque con el sexo contrario fue de los cambios más grandes de su vida. De repente, tenía que relacionarse con alguien que parecía que hablaba en otro idioma, que pensaba de forma extraña, que sentía de otra manera: convivir con seres con los que, excepto en casa, no había tratado. Aprender a descifrar las miradas, las palabras dichas entre líneas, el lenguaje gestual. Menos mal que para aquel entonces ya había pegado el estirón y crecido unos cuantos centímetros, si no habría corrido el riesgo de convertirse en su mascota, como le ocurrió a Pedro, el llavero de todas, el pañuelo de algunas.

Elena, Fuensanta, Eva, Inma, Ana, Marisa y Andrea, además de la propia Pilar, se convirtieron a partir de entonces en parte del paisaje diario. Veinte años después no mantenía relación con ninguna, ni siquiera con Elena, que había sido una de sus primeras novias: ésa a la que robaba besos en el portal de su casa y que provocaba que llegaran enormes facturas de teléfono, cuando los teléfonos tenían hilo. El entontamiento de la edad hizo, contra la voluntad de sus hermanas y de su madre, que unas Navidades se gastara todos sus ahorros en un reloj. Ella le dejó cuatro días después.

Todas habían ido a la cena, todas estaban allí. Ahora se trataba de hacer como en el colegio, romper el hielo, acercarse sabiendo que no había barrotes de hierro separándolos.

Siempre había creído que se conservaba bien para los años que iba cumpliendo, no se identificaba con el físico de los chicos de su edad, a los que veía avejentados, canosos, paseando carritos de bebés, vestidos siempre de traje y hablando de mujeres de otros en los cafés de la mañana. Ahora se daba cuenta de que algunos de sus amigos de entonces mantenían el tipo tanto como él.

Estaba Joaquín: ojos tristes, mirada triste, cara triste. Lo último que supo de él fue a raíz de la muerte de su hermana, una chica preciosa, tres o cuatro años menor que ellos, que decidió acabar con su vida un día de verano tirándose desde lo alto del esqueleto de un edificio en la playa. Aquella noticia conmocionó al barrio. Como desde que sucedió no había vuelto a ver a Joaquín, le parecía que su tristeza era la misma que la de hace doce años. El tiempo pasado en paralelo era inexistente, porque ni siquiera había pensado en él. Así que, al tenerlo delante, todo parecía que había ocurrido la víspera. Como si no hubiese habido duelo, como si las heridas siguieran en carne viva. Álvaro le habló a Joaquín con la prudencia con la que había hablado hacía doce años, hasta que se dio cuenta de que la realidad de Joaquín era otra. Vivía feliz con su pareja, tenía una niña de dos años que le robaba el tiempo, regentaban una panadería artesanal cerca del colegio donde estudiaron y, por su forma de hablar, el dolor de perder a una hermana estaba encerrado en algún lugar del que imaginaba que sólo salía de vez en cuando para golpear.

De repente, se acercó Martínez, el guapo de la pandilla, el primero en todo: en fumar, en drogarse, en acostarse con una chica, en tener moto y también el primero en fracasar. Se abrazaron como se abrazan las personas que no se ven desde hace siglos y después de un breve y cortés intercambio de palabras, Martínez empezó a maldecir a Julia. No podía ser, había terminado con Julia, la niña mona de familia bien por la que suspiraba medio colegio. La primera también en todo: en clase, en vestir, en viajar. Cuando acabaron el colegio se encontraron en un bar de Londres, donde ella aprendía inglés y él intentaba buscarse la vida, y se enamoraron.

—Julia es una zorra, va a terminar conmigo, tengo que pagar la casa donde yo no vivo, por cada moco me saca un ojo de la cara y encima quiere que los vea únicamente una vez al mes. Pero ¿qué se ha creído? —gritaba Martínez.

Evidentemente, no les había ido bien. Odiaba esas escenas, y sólo se le ocurrió decir una cosa.

—¿Viene Julia esta noche?

Martínez apuró el cigarro, le fulminó con la mirada y dijo que si se le ocurría pasar por allí, no sabía lo que sería capaz de hacer.

Con la excusa de ir al baño aquel minigrupo se disolvió. Mientras se entretenía apuntando al dibujo de una araña en el urinario escuchó un grito.

—¡Álvaro Fernández! No me lo puedo creer, eres tú, ¿verdad, Álvaro?

Lo primero que pasó por su escrupulosa cabeza fue trazar un plan para lograr no darle la mano hasta que no se las hubiese lavado. Después se preocuparía de averiguar su identidad. Hábilmente, logró alcanzar el lavabo.

—¡Espera, hombre, que me lave las manos, para darte un abrazo como mereces! —exclamó Álvaro.

El hombre captó el mensaje y se acercó también a la jabonera. En esos pocos segundos pudo echar un vistazo fugaz a su pegatina.

«Iván Ramis, no me lo puedo creer». Iván era el tipo por el que le había dejado Elena, un cretino integral, un pijo redomado, la persona que más había odiado durante años.

—¡Hombre, Iván! ¡Cuánto tiempo! ¿Cómo estás, tío? ¿Cómo te va la vida? —dijo Álvaro.

—¿Qué tal? Muy bien, soy economista, tengo una empresa que se dedica a la compra y venta de acciones, ya sabes: dinero por aquí, dinero por allá, alguien pierde y yo siempre gano —contestó entre risas sin venir a cuento.

—¡Ah, qué bien! Suena interesante. Bueno, pues nada, encantado de verte de nuevo. Un abrazo —respondió Álvaro.

—¿Cómo que un abrazo? Vamos a mojar esto, nos tomamos unos chupitos y celebramos el encuentro. Que la noche promete y podemos recordar viejos tiempos con alguna. Acuérdate de los que nos bebíamos antes, uno tras otro y mezclando todo, y si nos entraba angustia, íbamos al baño, nos metíamos el dedo, vomitábamos y seguíamos.

Iván, el imbécil de Iván, al que no le faltaba razón, quería hacer presa, probablemente nadie se había acercado a hablar con él, así que tocaba trazar una nueva escapatoria. Estas cenas, seguido de bodas, bautizos y otras celebraciones, requerían de grandes dosis de habilidad y sangre fría para zafarse de contrincantes en cualquier momento. Además, el alcohol viajaba ya camino de la cabeza y en cuestión de minutos iba a empezar a enturbiarle la razón.

—Vale, Iván, ve pidiendo esos chupitos mientras busco a Joaquín, que le prometí que tomaríamos algo juntos —le dijo Álvaro.

El primer asalto estaba salvado, pero era sólo un aplazamiento, retrasar el infortunio, el bochorno, las ganas de pegarle la hostia que no le había pegado cuando eran unos críos. Era consciente de que volvería al asalto.

Al cruzarse con Pilar, ésta, en su papel de perfecta anfitriona, le preguntó que cómo iba la noche y que si había cenado lo suficiente, y le entregó un papelito canjeable por una copa. En todas las promociones hay alguien como Pilar, altruista por naturaleza, encantada de encargarse de la infraestructura de cualquier operación, necesariamente mandona para que todo salga bien, con un punto de ingenuidad creyendo que su papel es vital esa noche y buscando el reconocimiento en cada conversación. Álvaro sabía que nada la haría más feliz que la frase que iba a pronunciar.

—Oye, Pilar, de verdad, ¡qué bien ha salido todo! La cena estupenda, el sitio maravilloso. Ha sido un completo acierto, deberíamos repetir al menos una vez al año. —Lo soltó de la forma más convincente que pudo, incluso con un punto de emotividad que hacía más auténtica la sentencia.

—Jo, muchas gracias, Álvaro, es estupendo que hayas podido venir viviendo lejos. Una pena que no haya podido venir Elena, pero se le ha puesto un niño malo.

«Un niño malo, barata excusa», pensó Álvaro mientras Pilar seguía con su discurso de doña perfecta.

—Pero la verdad es que veros a todos aquí tanto tiempo después hace que el esfuerzo de estos tres meses se vea recompensado.

Pilar había sido de las que más le habían apoyado cuando sus padres se divorciaron. La que más vio el problema que supuso, la que le hizo verbalizarlo, porque en aquellos años un divorcio era un manchón, una vergüenza, algo que no se hacía público. Ese acontecimiento quebró su adolescencia y cosas tan simples como invitar a un amigo a dormir a casa se convirtieron en una tortura. Todas las novias que vinieron luego siempre le decían que en eso estaba la raíz de su aversión a las muestras de cariño. Le sometían a un constante psicoanálisis intentando bucear en su frecuente ataraxia, en una aparente frialdad que él siempre identificaba como pudor. El mismo pudor que le daba asistir a esa cena, chocar con el pasado, empezar conversaciones de cero o empezarlas donde se habían quedado hacía veinte años. ¿Cuáles habrían sido las últimas palabras que había dicho a muchos de ellos? ¿Qué conversaciones no se habían cerrado? Eran años de superficialidad, de no querer saber más de lo necesario, de fachadas llenas de grietas. Le gustaba imaginar el poder que tendría si pudiese viajar a aquella parte de su existencia con la mochila cargada de la experiencia de hoy.

Empezaba a hacerse tarde, la noche agonizaba. Pidió otra copa que le tocó pagar de su bolsillo. Iván alzó la suya desde el otro lado de la barra en un brindis imaginario.

—Gilipollas. Cretino —mascó entre dientes Álvaro.

Le hizo aspavientos para que fuera con él mientras señalaba con los ojos a Marta, una chica con la que Álvaro jamás había intercambiado una palabra. Había llegado a mediados de curso, en segundo de BUP, con el estigma que entonces tenían los que se presentaban a mitad de año a una clase. Casi siempre solía ser por un reciente traslado familiar a la ciudad, aunque la mayoría pensara en realidad que la chica era una fresca y por eso la habían tenido que sacar de su anterior colegio. Sonrió pensando en lo tontos que eran y en la cantidad de prejuicios que arrastraban.

Evitado Iván, se quedó en un rincón del bar, observando con perspectiva la escena, agazapado para que nadie le molestara. Ayudado por el alcohol, viajó en el tiempo, empezó a verles con las caras que tenían a los dieciocho años, cuando todo era una sueño por cumplir. Se fijó en Fuensanta y lo mal que lo pasó cuando se quedó embarazada, el viaje en coche con ella y Alfredo a una ciudad cercana para que pudiese abortar. Las lágrimas a la vuelta, la indefensión que sintieron. A Alberto se le fue la mano con las drogas, siempre al límite, cada fin de semana duraba lo que duraba el subidón de una pastilla, por suerte, logró separarse a tiempo de aquello y, con mucho esfuerzo, rehacerse. A Marisa y a Tomás siempre les fue bien, desde el colegio eran la pareja ideal, lo suyo era un futuro cantado, planeado, lleno de acordes afinados e hijos que estudiaban en escuelas bilingües. Y ahí estaban, bailando agarrados como si estuviesen en las fiestas del colegio, como si la vida se hubiera detenido en aquellas primaveras llenas de feromonas. A alguno de ellos les había traicionado el destino, muchos creyeron, en aquellos días azules, que el futuro era otra cosa, o simplemente no pensaban en ese futuro. Eran años en los que sólo preocupaba ser capaz de exprimir el momento. Cada minuto era una aventura. Aunque la aventura consistiera en sentarse en el portal de alguno a planear el fin de semana.

Aquella era su exvida, sus primeros años. Nada queda de lo que fue.