LA VENGANZA

Se levantó decidido: lo había meditado durante toda la noche y no iba a dar marcha atrás. Se duchó y mientras le caía el agua revivió otra vez aquel día, aquella mañana que durante cincuenta años le había acompañado cada minuto; esos cinco minutos que le sumieron en una depresión tras otra. Se secó minuciosamente, sacó del armario la camisa que había recogido de la tintorería la tarde anterior; combinó el traje de chaqueta azul oscuro con una corbata roja, limpió con obsesión los zapatos. Quería parecer alguien importante, dar una imagen impecable. Además, seguro que salía en periódicos y televisiones. Él, que no había sido nunca nadie, tendría quizá dos o tres columnas en la página de sucesos y, con suerte, un minuto en el noticiario de la noche. Regó las plantas, se sentó a desayunar, volvió a recrear el momento. Fregó la taza y el plato y cogió el paquete.

Durante el viaje en autobús vio su reflejo en el cristal y se maldijo a sí mismo y su existencia. No había logrado conocer a una mujer que pudiese hacerle compañía. Por supuesto, no había tenido hijos. Prácticamente, no conservaba amigos, si exceptuamos al dueño del quiosco de la esquina de su calle con el que de vez en cuando charlaba sobre la actualidad. Sus padres, muertos hacía diez años, jamás entendieron su timidez, ni siquiera le apoyaron el día que todo pasó. No tenía hermanos y la familia más cercana estaba demasiado lejos. Hasta su jubilación, Andrew había trabajado como guardia de seguridad en un viejo almacén de las afueras, sin contacto directo con ningún compañero. Podía llegar a pasar días, e incluso semanas, sin intercambiar una sola palabra con alguien. Se había acostumbrado tanto a no hablar que a veces le costaba recordar cómo se hacía.

Una de sus máximas preocupaciones era que en la cárcel tendría que compartir celda, entablar unos códigos de convivencia con alguien. Pero sabía que existían lugares de aislamiento dentro de las prisiones, así que con suerte podría terminar en uno de ellos.

El autobús atravesaba los barrios industriales y populosos para adentrarse en la parte alta, llena de casas con jardín y piscina. Los pasajeros que quedaban a esas alturas de trayecto eran, ya en su mayoría, empleados de servicio dispuestos a limpiar la mierda de los ricos. Era la primera vez que frecuentaba ese paisaje, a pesar de estar a menos de treinta minutos de su casa. A veces pensaba por qué nunca nadie había diseñado una ciudad igual en la que no hubiese casas mejores que otras. Siempre había creído que eso dividía a las personas y acentuaba la diferencia de clases. Barrio alto, clase alta, barrio bajo, clase baja, barrio medio, clase gris. El autobús era un medio de transporte para los de la zona gris y baja. Una especie de intruso en ese lugar lleno de casas donde se hacía carne a la parrilla. Al echar un vistazo a sus compañeros de viaje comprobó lo poco que habían cambiado las cosas desde los tiempos en los que un carromato llevaba a los esclavos a trabajar. Los pasajeros se fueron apeando en un goteo incesante parada tras parada, se veían perderse en mansiones y residencias que sólo los aceptaban ocho horas al día a cambio de las migajas. Ellos, que habían sido en sus países médicos, profesores o arquitectos, estaban condenados ahora a ir con la cabeza baja y a ser invisibles para no ensuciar el idílico paisaje. Y encima debían considerarse afortunados, otros compatriotas suyos seguro que habían corrido peor suerte.

En ese barrio, el barrio al que él nunca pudo aspirar, residía Evan, probablemente llevando el tipo de vida que él siempre había querido llevar, con un trabajo bien considerado, una mujer atractiva, hijos y con barbacoas los domingos.

Al bajar del autobús le volvió a atacar el pasado, las risas, la burla, la sensación de impotencia y de rabia. Aquello pasaba constantemente en la universidad y la gente lo superaba con normalidad, pero para él había supuesto el principio del fin.

En el número 32 vivía, según rezaba el letrero del buzón, el señor Evan y Linda MacGregor. Llamó al interfono y la voz de una mujer extranjera le pidió identificarse.

—Hola. Disculpe, soy Eddie Fisher, de la agencia de transporte Union Mail. Traigo un paquete para el señor MacGregor, Evan MacGregor —dijo Andrew.

—Espere un momento, voy a decírselo al señor —respondió la mujer.

Pasados un par de minutos la mujer le dijo que el señor lo recibiría en la puerta de entrada de la casa.

Entró y observó lo bien cuidados que estaban el césped y las flores, parecía un bosque con tanta variedad de plantas. Sin duda, tenía instalado riego por goteo, o quizá se podían permitir pagar a un jardinero para que se encargara del mantenimiento. Maldijo en voz baja cuando las gotas del aspersor le mancharon ligeramente los zapatos. Al llegar a la puerta, tocó el timbre y casi al instante se abrió.

—Buenos días, no esperaba ningún paquete. ¿Quién lo manda?

—Buenos días. En realidad, no es ningún paquete. En realidad, no he venido a entregarle nada. He venido a matarle. He venido a matarte, Evan —dijo Andrew mientras sacaba un revólver del calibre 45 de la bolsa—. Ni siquiera te acuerdas de mí, ¿verdad? Han pasado muchos años, pero deberías saber quién soy. Yo a ti no te he olvidado, me has acompañado cada día, cada hora, cada minuto de mi asquerosa vida.

—Pero, pero... ¿Quién es usted? ¿Qué está diciendo? ¡Está loco!

—Soy yo, Andrew Sheperd.

—¿Andrew Sheperd? ¿El Andrew Sheperd del colegio?

—El mismo. El tipo al que arruinaste la vida.

—¿Perdone? ¿Que yo le arruiné la vida? ¿Cuándo? ¿Cómo? Si casi no hablamos ni una palabra...

—Lo sé, lo sé. Tú eras el guapo, el apuesto, el atleta, el tipo que todos queríamos ser, el triunfador, el que siempre estaba rodeado de gente, el que nunca estaba solo. Yo era el que deambulaba de un lado a otro sin detenerse para no dar la sensación de no tener a nadie con quien estar. Era la sombra que quizá veías al fondo de la clase, la silueta borrosa que metía sus cosas en la taquilla vecina a la tuya, el tipo al que nadie recuerda, el hombre sin nombre cuando repasas la orla amarilleada por el paso del tiempo. Soy alguien que no fue. Nunca recaisteis en mi presencia, no hubo unas palabras de aliento cuando me caía haciendo deporte, ni una mano que me ayudara a levantarme, jamás se me invitó al baile de fin de curso. Soy el que escuchaba cuchicheos y risas amortiguadas por las manos cuando pasaba delante de un grupo de chicas, el blanco de ninguna mirada. ¡Maldita sea! No fui nadie y he seguido siéndolo toda mi vida. Pero a eso me acostumbré: a no llamar la atención, a vivir sin estar. Lo que no puedo perdonar es lo que me hiciste. Recuerdo a todas las chicas mirándome, señalándome, con caras que expresaban repugnancia, caras nauseabundas. Y tú alentando a los demás para que te ayudaran a tirarme en el suelo y andar como un perrito por el campus.

—Han pasado cincuenta años. Éramos unos...

—Cállate, no hables —interrumpió Andrew—. Como no tenías suficiente le dijiste a Phil que me ordenara que me quitara los calzoncillos y me los pusiera en la cabeza. Y así me tuviste un buen rato, no recuerdo cuánto, pero para mí fue una eternidad.

—Pero, Andrew, de verdad, en aquella época yo era un imbécil, un completo estúpido... Te pido perdón —balbuceó un Evan que ya se había dado cuenta de que el grado de locura de su antiguo compañero era preo cupante.

Empezó a hacer cálculos sobre la hora a la que llegaría su mujer, de si ese día tocaba visita de alguno de sus hijos, pensó incluso en el cartero. Todas las posibilidades pasaron por su cabeza a una velocidad endiablada. Intentar arrebatarle el arma se antojaba muy complicado, le separaban unos dos metros y los tres escalones de subida al porche. Dispararía antes de que pudiera llegar a él.

—Me da igual lo que digas. Sólo importa lo que hiciste: me robasteis la vida. Cuando me levanté del suelo, habías tirado la ropa y tuve que atravesar todo el colegio desnudo, caminar por la ciudad con las manos puestas en los genitales. Los coches tocaban el claxon, me tiraban cosas, me insultaban. Eso no se supera. —Mientras hablaba Andrew seguía apuntando a su antiguo compañero.

—¡Teníamos quince años! ¡Éramos unos críos, no sabíamos lo que hacíamos, de verdad!

—Desnúdate —ordenó Andrew.

—¿Qué?

—He dicho que te desnudes.

Evan comenzó a desnudarse hasta quedarse en ropa interior y dejar al descubierto un cuerpo que ya no era el del atleta que enamoraba a todas.

—Ponte a cuatro patas, como un perrito, y empieza a dar vueltas por el jardín —sentenció Andrew.

Evan obedeció y estuvo un buen rato paseando por el jardín, asustado, llorando. Hubo un momento en el que el miedo hizo que se orinara encima.

—¡Ahora quítate los calzoncillos y póntelos en la cabeza! —le gritó Andrew.

Evan obedeció y así estuvo otro rato.

Al ser un barrio residencial con parcelas individuales nadie advirtió lo que estaba sucediendo. El silencio de aquella mañana sólo se interrumpió con el estruendo de los dos disparos: un sonido que recorrió la urbanización de un lado a otro. La asistenta que había abierto la puerta llegó apresurada al jardín y empezó a gritar.

Andrew se sentó tranquilamente, el agua le caía sobre la cara y empapaba su traje. Observó el rostro desfigurado de Evan. «Tenía su merecido —pensó—. Ahora estaban igualados».