LUCAS

El día había amanecido color gris plomo, con frío y mucho viento. Las hojas de los árboles poblaban calles desiertas. En el viejo almacén se oía el aire silbar, entrando por cada resquicio de la puerta, abriéndose paso entre las estanterías, que parecían temblar.

Las condiciones climatológicas le hicieron temer lo peor. Llevaba tantos meses esperando ese viaje que cualquier retraso sería para él y sus compañeros un mazazo del que sería difícil salir a flote.

Lucas, como el resto, había nacido dos años antes en una vieja y sucia fábrica situada a las afueras de Hong Kong. A todos les dibujaron la misma sonrisa y los ojos con las pupilas mirando hacia arriba, algo que les confería un aire de despiste imposible de disimular. Recuerda a menudo el momento en el que le metieron el rotulador en el iris y cómo se intentó mover para que el puntito negro cayera en el centro, pero no hubo forma, se quedó para siempre como un eterno observador del cielo.

Algunos de sus amigos corrieron peor suerte y en vez de rociarlos con un, al menos, decoroso amarillo chillón, los pintaron de diferentes colores. A Waltz le tocó la bandera estadounidense, su cuerpo entero de barras y estrellas le vendrían muy bien el 4 de julio, pero hasta entonces era el blanco de todas las bromas. Pero para americanismos el de Crish, a la que pusieron la cara de la Estatua de la Libertad, con antorcha incluida. Claro, que el peor era Darth, por Darth Vader: todos le hablaban con la voz ronca y afónica y le pedían que enseñara la espada láser. Waltz, Darth y Crish se convirtieron en sus mejores amigos.

Todavía se estremece al recordar su nacimiento, la risa y los gritos de los operarios, la crueldad que mostraban si alguno tenía un defecto: los tiraban al contenedor o los pisaban, e incluso apagaban el cigarrillo en ellos.

Después de sobrevivir a lo que él bautizó como el «matadero», fue a parar a aquellas baldas. Creía que iba a ser un paso transitorio, una parada técnica, pero los días caían sin descanso. Al principio, era frecuente el ir y venir de gente que nunca se detenía ante ellos, como si fueran invisibles. Cuando se metía el sol, se escuchaba el sonido del aire saliendo de algún cuerpo, algo parecido al instante en que un globo se desinfla, un soplido agónico que se producía cuando alguno de los gatos callejeros que merodeaban cada noche enganchaba una presa entre los dientes.

Toda aquella época estuvo dominada por la incertidumbre, se perdía la noción del tiempo y, aun habiendo luz, la oscuridad lo invadía todo. En mitad de las tinieblas conoció a Lucy, la más guapa del lugar.

Lucy le ayudó a sobrevivir, a no caer en la desesperación. Le daba ánimos cuando parecía imposible tenerlos. Juntos imaginaban un futuro mejor, hacían planes y se permitían fabular con vivir en el mismo sitio, algo que ya sabían que era prácticamente imposible. Es curioso, Lucy era diferente, tenía una mirada especial, miraba de frente, directamente a los ojos, de una manera que encogía el corazón. Luego supo que en la cadena de montaje ella sí había logrado moverse lo justo para que su pupila cayera en el centro.

Allí estaban, sufriendo por la tormenta que tenían encima. El viaje ya se había suspendido en noviembre por la mala situación económica de la naviera. Aquello les había desmoralizado mucho, porque tenían la ilusión de llegar en diciembre a América, conscientes de que en Navidades encontrarían hogar rápidamente. Viajando en enero, como mucho podían aspirar a ocupar un lugar preferente en un escaparate el día de los enamorados y que alguna pareja se encaprichase de Lucy y de él a la vez.

Un día, a primera hora de la tarde, cuando ya había perdido cualquier esperanza, la puerta del almacén empezó a abrirse. Un ruido ensordecedor despertó a todos de la siesta. Los murmullos y los gritos de júbilo se mezclaron con los nervios y la ansiedad.

Miró fijamente a Lucy. Bueno, miró fijamente al techo y le dijo: «Ha llegado el día».

Los metieron a todos en el mismo palé y, antes de abandonar aquellas cuatro sórdidas paredes, intentó echar un último vistazo, pensando en que quizá, dentro de poco, llegarían otros Lucas y otras Lucys. De repente, sintió unas manos que arrastraban al grupo hacia una bolsa. Agarró a Lucy, advirtió a Darth, Waltz y Crish y sintió el vacío en su buche. Lo que más le preocupaba era que alguno de sus amigos se quedara en tierra. Pasó lista y todos contestaron. Respiró todo lo que se puede respirar en una bolsa cerrada y sintió que volaba de nuevo hasta impactar sobre una superficie dura.

El camión se movía violentamente, la lluvia golpeaba el techo y los baches de la carretera provocaban que unos se amontonaran encima de otros. El motor se paró y el sonido de las sirenas les hizo pensar que habían llegado a puerto. A través de una pequeña rendija Darth, con su voz metálica, iba retransmitiendo lo que sucedía: se acercaban unas enormes pinzas que atraparon el contenedor, lo levantaron. Otra vez los gritos y el miedo, porque parecía que en cualquier momento se iban a precipitar al vacío.

Era casi medianoche cuando zarparon. Lucas imaginaba la cantidad de sueños que había encerrados en ese barco. Al menos, a él y a Lucy les había tocado juntos. Se durmieron con sus cabezas apoyadas. Ahora, con la perspectiva que dan los años, lo recuerda como uno de los momentos más felices de su vida.

Un estruendo los despertó de golpe. Todo se movía, el aire y el agua entraban por las paredes oxidadas y agujereadas del contenedor, la noche se iluminaba y la furia del mar parecía que iba a partir en dos aquella mole. Se abrazaron como si un abrazo fuera a hacer que el peligro terminara antes, como si la desgracia fuera imposible teniendo al otro cerca. Pasaron horas y horas y no amainaba. El agua empezaba a inundarlo todo y pensó que el final estaba cerca, pero, de repente, en uno de los azotes de viento el contenedor comenzó a moverse más de lo habitual y se precipitó hacia el mar. Por vez primera, sentían el agua. Supuestamente, habían nacido para eso, para vivir mojados, pero nadie les había enseñado a nadar.

El impacto contra las aguas heladas provocó que la compuerta se abriera y se vieran en mitad de una noche que parecía interminable, en mitad de un océano que se les antojaba eterno. Tuvo el impulso de sentirse de verdad un pato de alas tomar.

Esperaron hasta que amaneció para intentar trazar un plan, que, fuera el que fuera, sería un plan desesperado, sin despegarse de Lucy. Los primeros rayos de luz le permitieron comprobar que el grupo era todavía bastante numeroso. Darth, Crish y Waltz también estaban a salvo, a ellos era más fácil localizarlos.

Miró hacia los lados y no divisó al carguero: no iban a volver a por ellos. Ése fue el principio, un principio sin nada en el horizonte, sólo agua y agua y más agua. Con el tiempo, supo que habían caído en mitad, justo en la mitad del océano Pacífico, en un lugar donde a la tierra ni se la intuye. En la línea del cambio de fecha.

Las mareas los arrastraban a su antojo, no eran más que una gran mancha de colores moviéndose sin aparente sentido. Durante las noches de tormenta era cuando más sufrían, entonces todos se agrupaban como un ejército para intentar no perder efectivos. Crish encendía su antorcha para aportar un poco de luz y en torno a ella los cinco se abrigaban con sus alientos. Al alba siempre comprobaban que habían perdido algún miembro. Cada vez que eso se producía se hacía el silencio, algunos lloraban de rabia y todos pensaban que no existía salida posible.

Otro de los peligros eran los tiburones y las ballenas que, de vez en cuando, se cruzaban en su camino. Menos mal que ellos no eran un manjar apetecible. No desprender olor era toda una ventaja. Pero, en ocasiones, pasaban tan cerca que al abrir sus enormes mandíbulas, por accidente, engullían a alguno de los suyos. Lucas sabe bien de lo que habla: ha estado dentro de uno de esos monstruos marinos. Un día se separó del grupo unos metros para airearse y pensar en soledad. De repente, divisó una giba enorme, sonó un estruendo y sintió cómo un remolino lo absorbía sin remedio. Los graznidos de Lucy y el resto dejaron de escucharse y se hizo de noche en pleno día. Pasaron dos o tres interminables minutos. Entonces se dio cuenta de que no estaba solo, Crish iluminaba con su antorcha la tétrica cueva. El paisaje era desolador, cientos de peces se movían enloquecidos tratando de huir de su destino, una especie de desagüe que se encontraba al fondo. No cabía duda: estaban dentro de una ballena y a punto de acabar en su estómago. Aquel mastodonte se había tragado de todo: un guante, una pelota de golf... El trozo de cinta aislante les podría ser útil. Crish, en un alarde de genes americanos, propuso hace un lazo y rodear uno de los dientes para fabricar una especie de liana. Si la ballena salía a superficie y abría la boca se impulsarían al exterior. La operación fue un éxito: salieron despedidos unos cuantos metros. Mientras volaban vieron un hermoso chorro de agua salir de aquella bestia.

Recuperados del susto, tardaron un buen rato en reincorporarse al grupo y seguir la marcha. Se abrazó a Lucy y todos celebraron su vuelta.

Alguna vez, la marea los devolvía a tierra, a la orilla de algún islote desierto. Entonces, aprovechaban para dormir todo lo que podían. Ni los ronquidos metálicos de Darth, sacados de la mismísima guerra de las galaxias, eran capaces de derrotar semejante agotamiento.

Lucas siempre se aseguraba de soñar muy cerca de Lucy, pico con pico. Sabía que la vuelta al mar no dependía de ellos. En cualquier momento, una ola sacaba fuerzas, lamía la arena y los transportaba de nuevo hacia dentro.

Los días de mucho sol en mitad del océano eran especialmente duros, su color amarillo empezaba a resentirse; en cambio, el verde de alguno de sus compañeros aguantaba bastante mejor. Algunas veces, Lucas tenía pesadillas en las que se derretía y su existencia quedaba reducida a una pequeña mancha en mitad del océano.

Perdieron la cuenta de los meses que llevaban a la deriva. Vivían al capricho de las mareas, que los desplazaban de un lado para otro.

Lucas calculaba que de los veinte mil que habían caído del carguero, en esos momentos quedaría la mitad. Hacía tiempo que no dejaba que su cabeza pensara en América y en surcar bañeras confortables entre pompas de jabón. Estaba perdiendo la ilusión, sólo sus amigos le impedían enloquecer.

Pasaban los inviernos y sus huracanes y sus tormentas, pasaban los veranos y su calor implacable, llegaban días tranquilos en los que no pasaba nada y nada era lo mejor que les podía pasar. Hong Kong y el día que embarcaron le parecían algo irreal, le costaba discernir si había sucedido o no. Maldecía su mala suerte, después de dos años en un almacén su condena final iba a ser a cadena perpetua en mitad del mar.

Uno de los peores momentos de ese viaje no deseado ni planeado llegó un frío día de invierno: una ola los escupió sin piedad sobre el hielo. No recuerda una sensación parecida, sentía arder la base de su cuerpo y el pico le castañeaba. Llevaban un rato en ese inhóspito territorio cuando aparecieron ellos. Los pingüinos sólo querían jugar, pero, entre juego y juego, más de uno les daba un bocado que provocaba una vía de agua en su cuerpo. De repente, cuando aquellos bloques inmensos comenzaron a derretirse y volvieron a estar a merced de las aguas, Waltz empezó a gritar. Al mirarle, vieron que se escoraba demasiado hacia un lado. Se acercaron, lo inspeccionaron y comprobaron que tenía un agujero debajo de una de las alas, justo sobre una de las estrellas medio borrada. Los cuatro le rodearon a modo de chaleco salvavidas, de barco de arrastre. Aguantaron todo el tiempo que pudieron, se turnaban en la tarea, pero el agua se colaba por el roto e iba inundándole por completo. El viaje así era imposible. Crish y Lucy no podían contener las lágrimas, sabían que no había salida para su amigo. Waltz miró a Lucas y le pidió que por favor le dejaran, su peso se había multiplicado por cuatro y era consciente de que todo se había acabado. Además, había nacido para flotar y ya nadie le querría en su bañera. Le abrazaron, le besaron y le fueron soltando. La última ala en separarse fue la de Lucas, que lloraba como nunca lo había hecho en su vida. Waltz le deseó suerte, le dijo que cuidara de Lucy y que ojalá llegaran pronto a algún cuarto de baño reluciente en el que los dueños se bañaran mucho con agua caliente y los mimaran. El mar tardó menos de un minuto en tragárselo, nunca podría olvidar aquella última mirada. Waltz Richmon era sin duda el más callado del grupo, un tipo cargado de sentido común que siempre tenía palabras de ánimo para todos. Ahora su cuerpo lleno de barras y estrellas iba directo a las profundidades de un mar que ni siquiera sabían cuál era.

Volvieron a caer los inviernos y los veranos y los días en los que sólo viajaban como una manada desorientada. El recuerdo de su amigo los acompañaba siempre, las bromas desaparecieron, y ni siquiera escuchar a Darth les arrancaba una sonrisa.

Aquella mañana era exactamente igual que las mañanas que habían sido. Era increíble cómo todos los días se parecían, cómo costaba distinguir ayer de hoy. Y siendo todo igual, el destino puede estar esperándote a la vuelta de cualquier ola, aunque en ese grupo ya nadie creyera en el destino. Por la posición del sol, debía de ser principios de verano. El mar estaba más azul que de costumbre. Sus ojos dibujados para vigilar constantemente el cielo vieron pájaros moverse. No era la primera vez, pero en esta ocasión eran de una especie que no habían visto nunca. Tenían el vientre y el lomo negros y un gracioso pico naranja que les servía para precipitarse a por peces. A ellos, por fortuna, no les hacían ni caso. Horas después, el grupo, que vagaba aletargado, se conmocionó. Empezaron a escuchar un murmullo que al rato se convirtió en gritos. Debían de haber pasado años desde la última vez que habían oído algo parecido. Una suave ola le dio la vuelta y, de repente, Lucy, que era la que mejor mirada tenía, empezó a gritar: «¡Son personas! ¡Es una playa llena de personas y nos señalan!». Lucas pensó que se trataba de una alucinación. Le pidió a Crish que le pellizcara fuerte, pero la realidad no cambió.

Cuatro olas más tarde ya estaban en la orilla. Los niños corrían hacia ellos y los mayores iban detrás. De repente, vio que alguien cogía a Lucy en sus manos. Trató de nadar a contracorriente para llegar hasta allí y que las mismas manos le rescataran también a él, pero las manos fueron a por otro. Quedó atrapado en una especie de red. Le sacaron del agua y, mientras iba por el aire, pudo ver cómo un mocoso jugaba con Lucy lanzándola al mar una y otra vez. Unos metros más allá a varios colegas los apretaban con saña: Crish estaba clavada sobre la arena y sólo asomaba su cara y su antorcha. A Darth le hablaba un grupo con tono burlón. Empezó a llorar sin lágrimas. Después de tanto sufrimiento, ése no podía ser el final.

La playa estaba revolucionada. Corrían con ellos en la mano como si pudiesen volar, los enterraban y desenterraban, los zambullían. Era una pesadilla. Alguien agarró a Lucas. Era un tipo que lo sujetaba por el pescuezo y lo mostraba a una cámara de televisión: «Éste es uno de los treinta mil juguetes de plástico que hace diez años se cayeron de un carguero en mitad del océano Pacífico, justo en esa mítica línea que determina el cambio de fecha. Han hecho un viaje de miles y miles de kilómetros, han sorteado seguro que muchísimos peligros, incluso los científicos han estudiado su ruta para ver los movimientos de las mareas, pero esa aventura ha terminado para muchos aquí, en la playa de Laxe. No sabemos qué dirían si pudieran hablar, pero seguro que nos contarían una historia apasionante».

Lucas descansa ahora en una estantería, justo encima de mi bañera, mirando hacia una gotera que tengo en el techo. Con el tiempo, hemos aprendido a comunicarnos y le he prometido que todos los veranos iremos a esa playa para ver si aparece alguien con Lucy en los brazos. Incluso he puesto un anuncio en internet: compro patitos de goma que la gente tenga en su casa siempre que los consiguieran aquel día. Pido que me manden una foto. Sólo esperamos que en alguna alguien nos mire directamente a los ojos, de frente, como sólo ella sabía mirar.