MARTA

Temprano, como cada mañana, atraviesa la ciudad para llegar a una oficina que en realidad no es una oficina. Aprovecha para hablar con todo el que se cruza en su camino, sabiendo que tendrá que pasar todo su turno callada. Le esperan horas de silencio. Es una de las cosas que peor lleva: no decir palabra durante tanto tiempo. A veces le dan ganas de responder a alguien, o consolar a alguno de los niños que huyen de ella, o mandar a tomar por saco a los pocos groseros que le sueltan improperios. Pero tiene que ser fiel al contrato y a la cláusula veintitrés, que dice claramente que bajo ninguna circunstancia emitirá sonido alguno.

La imposibilidad de hablar es una de las mayores dificultades; la otra es la visión complicada y semiperiférica. Son diez centímetros de ancho por cuatro de alto lo que miden sus ojos. Un pequeño rectángulo a través del cual mirar el mundo. Sus ojos están en la boca, es decir, y aunque suene a lío, mira por donde debería hablar, o si se quiere ser más romántico, mira por donde otros besan. Lo pasa mal porque para poder adivinar los obstácu los del camino tiene que inclinar la cabeza entera. Sólo puede ver lo que tiene de frente, todo lo que esté situado a los lados, en el suelo o en el cielo son puntos muertos que debe vigilar.

Marta estudió arte dramático. Sus asignaturas favoritas eran Cuerpo y Voz y Verso y Métrica. Ninguna le sirve en su nuevo puesto. A pesar de todo, le gusta lo que hace, es el centro de todas las miradas. Todo el mundo la saluda y le piden autógrafos cada cinco minutos sin darse cuenta de que físicamente no puede.

A la oficina que no es oficina, sino un vestuario, llega pasadas las siete de la mañana. Abre los dos candados que custodian el enorme armario y allí aparece su otro yo. Ya está habituada a verlo. Antes de ese día ha recorrido el mundo con él a cuestas: lleva dos años metida en esa otra piel. Ha paseado por Estados Unidos, ha posado frente a la Torre Eiffel e incluso ha desfilado por la Plaza Roja de Moscú. Todos esos recuerdos los tiene perfectamente archivados en un álbum, pero casi no lo enseña, porque, a pesar de ser ella, nadie la reconoce.

Y ahí está, dispuesta a empezar una jornada que quizá es la más importante de su trayectoria. Gira la llave y quita el primer candado, quita el segundo y abre el portón metálico. Saca el traje, introduce primero un pie, luego el otro, los ata con unos cordones para que no se separen. Se agacha y va subiéndoselo poco a poco. Al llegar al cuello, se ajusta bien la cabeza. Entonces llama a Juan, uno de sus compañeros, para que le ajuste las varillas metálicas que van ancladas a una pequeña estructura que se debe colocar sobre el pelo.

—Juan, ya puedes darle al botón —dice.

—Voy, Marta, espera que te ajuste bien esto. ¿Cierro ya la cremallera?

—Sí, dale, ten cuidado de que no se pille con los bordes, que puede hacerse algún agujerito —responde Marta.

—Vale, no te preocupes, allá voy.

Y Juan aprieta el botón. El traje empieza a inflarse, en unos treinta o cuarenta segundos termina la operación.

—Marta, te meto en este bolsillo la batería. Recuerda que cuando veas la lucecita roja, tienes que volver corriendo, que si no esto se viene abajo y saldríamos en todos los papeles y seríamos el hazmerreír. Y recuerda: no te pongas nerviosa si ves al rey. Seguro que te da unas palmaditas y ya está. Venga, ensaya otra vez los saltitos. Muy bien. Y ahora adelante y atrás, bien. Y por último, saluda con las alas, ¡estupendo!

Es 20 de abril de 1992, en Sevilla empieza la Expo y hasta el 12 de octubre Marta será Curro.

Durante los viajes y los ensayos Marta había ido puliendo detalles del disfraz, aprendiendo a dominar el espacio, a saber, por ejemplo, que el enorme pico que le habían colocado llegaba sesenta centímetros antes a los sitios que su cuerpo. Ese pico es una buena arma, y la utilizará si es necesario. Si alguien se pone pesado, le arrea con el pico y punto. Además, como siempre está sonriendo, nadie se enfadaría con ella.

Al salir a la luz encamina sus pasos hacia los tornos de entrada. Su primera misión es hacerse una foto con los primeros cien visitantes. Durante esa aventura inicial se da cuenta de lo que le espera los próximos meses. Los niños le estrujan, le dan patadas y tiran de sus alas, y a pesar de que el guía que los acompaña explica que Curro es un pájaro, que no puede hablar, todos se empeñan en decirle algo. Transcurridas dos horas, escucha unos leves pitidos: son las baterías. Disimulando, emprende el vuelo de vuelta a la base de operaciones.

Una vez recargadas las pilas, encamina sus pasos hacia el pabellón de España. Está previsto que acudan los reyes y el resto de autoridades una vez terminada la ceremonia de inauguración. Don Juan Carlos se dirige hacia él al grito de:

—¡Curro, Curro! —Cuando llega a su altura, le estrecha el ala—. ¿Cómo te llamas? Quiero decir, ya sé que eres Curro, pero ¿cómo se llama quien hay dentro? —Segundos de silencio—. ¿Eres chico o chica? —contraataca el rey. Curro contesta moviendo la cabeza de arriba abajo—. Chico y chica, es chico o chica este Curro...

El comisario de la exposición intenta explicarle que Curro no puede hablar, lo tiene prohibido. Entonces, el rey se acerca mucho hasta la boca de Curro y le vuelve a preguntar.

—¿Cómo te llamas?

Y Curro, que no es Curro, susurra la única frase que pronunciará durante la jornada laboral.

—Me llamo Marta, majestad.

El rey empieza a reírse sonoramente.

Pasado el sofocón inicial, Marta piensa que lo mejor para esa situación es empezar a hacer piruetas y saltitos para distanciarse poco a poco. Al llegar a la puerta de salida, respira aliviada.

A las tres de la tarde la cita es en el lago artificial. Le toca pilotar una moto de agua saludando a los visitantes, y por qué no decirlo, también salpicándolos, para vengarse de alguna manera de ellos. El paseo dura unos veinte minutos y es quizá el momento del día que más disfruta, y también en el que más miedo pasa. Todavía tiene fresco el recuerdo de lo ocurrido un año y medio atrás, en una de sus primeras apariciones públicas.

Isla de Santa Cristina, Huelva, noviembre de 1991. Día señalado para botar una réplica de la nao Victoria, el barco con el que Elcano dio por primera vez la vuelta al mundo. Curro aguardaba en uno de los camarotes hasta que le dieran la señal para subir a cubierta.

La hora fijada para estampar el botellazo con el que se iba a bautizar oficialmente a la nao era pasadas las tres de la tarde, para que los informativos de televisión pudieran conectar en directo. Una vez cumplida la tradición, la nao debía empezar a deslizarse por el carro, pero algún operario olvidó quitar una de las cuñas de protección y tuvieron que utilizar un pequeño remolcador que, con no pocos esfuerzos, cumplió su misión.

Una vez en el agua, Curro abandonó su camarote, subió a cubierta y empezó a desplegar todo su repertorio: salto hacia delante, salto hacia atrás, saludos con un ala, saludos con otra. En tierra se escuchaba a los fotógrafos.

—Curro, quillo, asómate un poco, ponte más cerca de la barandilla —soltó un famoso periodista local.

Curro hizo todo lo que le pidieron. Transcurridos veinticuatro minutos, el barco empezó a moverse de modo sospechoso. Se oyeron gritos en el muelle.

—¡Que se hunde, que el barco se hunde! ¡Que se está torciendo mucho! Curro, sal de ahí, muchacho.

Con su mirada periférica, Curro miró a babor y a estribor y, efectivamente, comprobó que estribor estaba elevándose mucho. Asustada, Marta decidió regresar al camarote para intentar quitarse a Curro de encima. Pero sin ayuda era imposible. Gritó, pero el caos ahogaba sus lamentos. Se golpeó contra las paredes pensando que quizá podría romper el disfraz. De repente, apareció un tripulante que la ayudó a rajarlo y a salir por una de las escotillas.

Al llegar a la orilla, que estaba a escasos diez metros, todo el mundo preguntaba por Curro. Ella recordó su contrato y guardó silencio.

Desde aquel susto, Marta lleva siempre una navaja encima por si necesita salir de su otro cuerpo con urgencia.

Aquella época no había sido fácil. Faltaba más de un año para la Expo y Curro era objeto de críticas por parte de algunos sectores de la sociedad. Todos piropeaban a un perro extraño nacido en Barcelona que tenía hasta su propia serie de dibujos animados. A Cobi lo conoció en una visita de cortesía que la mascota de los Juegos Olímpicos hizo a las obras de Sevilla. Eran prácticamente de la misma altura, unos dos metros, aunque la cresta multicolor de Curro le hacía parecer más alto. No se verían muchas más veces. Jaime, el chico que daba vida a aquel perro, le dijo que tuviera cuidado con Felipe González.

Ese mismo día recordaría esas palabras. Por la tarde, después de comer anónimamente en un chiringuito al lado del pabellón japonés, volvió a la oficina. Los pies primero, las varillas de la cabeza, la ayuda de Juan, el inflado y a recorrer ese microcosmos.

A eso de las seis toca acompañar en el recorrido a las autoridades. Curro empieza a hacer sus gracias delante del séquito, encabezado por el presidente del Gobierno. Después de dos o tres revoloteos, escucha un grito.

—Mi arma, deja de moverte y de mover las alitas, que me estás llenando de polvo.

La voz es andaluza. Al girar sus ojos rectangulares, le pone nombre: es Felipe González, que con gracia le mete un buen corte.

La jornada está llegando a su fin. Vaya día tan agotador. Al volver de retirada al vestuario, coincide con otros Curros. Todos regresan exhaustos. Prefieren no pensar en cómo será meterse en esos disfraces cuando llegue agosto. Ya les dijeron en la instrucción que la temperatura dentro de Curro sube unos cinco grados. Al mal tiempo, buena cara.

Al llegar a casa su madre pregunta a Marta cómo ha ido el día. No responde, no dice nada, dos minutos después cae en la cuenta de que no tiene el disfraz puesto y puede hablar.

—Bien, bien —contesta—. Ha ido bien.

En el informativo de por la noche de la tele hablan de la inauguración de la Expo. Ella aparece por todas partes, pero nadie la reconocerá nunca.

Se acuesta. Mañana toca volar de nuevo.