El miércoles 13 de marzo de 2013, después de asistir a la fumata negra del final de la mañana y disfrutar con mis colegas de mi habitual plato de verdura y calamares a la plancha en la Trattoria Da Roberto, situada en el Passetto di Borgo, salí del Vaticano para regresar a la redacción de La Stampa en via Barberini. Desde que los periódicos son también páginas web multimedia, los periodistas del papel impreso deben realizar además directos televisivos y reportajes audiovisuales. «Si esta tarde hay fumata blanca —me había dicho el jefe—, tendremos que hacer inmediatamente un directo en tiempo real y comentar el anuncio.» Los cardenales llevaban casi un día entero encerrados en el Vaticano, sin comunicación con el exterior, y las previsiones de los periódicos y de diversos purpurados hablaban de un cónclave «difícil» e «incierto», que sin duda sería más largo que el de 2005, del que salió elegido Joseph Ratzinger. A falta de un candidato fuerte como lo fue ocho años antes el prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, capaz de obtener un amplio número de votos, la designación del 266.° obispo de Roma sería, pues, más larga y laboriosa.
Y sin embargo, justo aquel día un querido amigo y colega mío, Gerard O’Connell, me advirtió: «En mi opinión, podríamos tener papa esta tarde…». Por la mañana salí de casa con un pequeño volumen en mi bolsa: El jesuita, el libro-entrevista al cardenal de Buenos Aires, escrito por Sergio Rubin y Francesca Ambrogetti. De los cardenales «papables» del cónclave, Bergoglio era el que mejor conocía. Le entrevisté una sola vez, en febrero de 2012, para Vatican Insider, el canal web temático de La Stampa, pero en los últimos años he tenido varias oportunidades de reunirme con él con ocasión de sus pocos viajes a Roma. Juntos hemos disfrutado de unas cuantas conversaciones acerca de la vida eclesiástica. He conocido e incluso acogido en mi casa de Roma al padre Pepe, uno de esos sacerdotes suyos que anuncian el Evangelio en las llamadas «villas miseria», los barrios de chabolas de Buenos Aires.
De Bergoglio me ha llamado la atención siempre la profundidad de su mirada llena de fe, su humildad, sus palabras capaces de alcanzar el corazón de las personas y de ayudar a percibir el abrazo de la misericordia divina. He tenido ocasión de mostrarle artículos o reflexiones publicadas en el blog, aunque también de pedirle oraciones. Al final de cada encuentro, su infalible petición ha sido siempre: «Reza por mí, te ruego que reces por mí…».
Cuando estoy en Roma, vivo puerta con puerta con mis amigos de toda la vida Gianni Valente y Stefania Falasca, lo cual me ha permitido ser testigo de la amistad que durante estos años ha unido a su familia con el padre Bergoglio. Asimismo, he podido escuchar sus relatos, sus experiencias de pastor y sus encuentros con esos fieles que tanto le han amado, reconociendo en él a uno más entre ellos: alguien que ha venido a servirles, no a destacar. Alguien que ha venido a compartir, no a ejercer sobre ellos un poder sagrado. Alguien que ha venido a atraerles con la sonrisa de la misericordia, no a regular la fe. Alguien que ha venido a facilitarles el encuentro con Jesús. Las palabras del padre Bergoglio son proximidad, misericordia, dulzura, paciencia. Este pastor ha contado que su mayor dolor de obispo fue averiguar que «algunos sacerdotes no bautizan a los hijos de las madres solteras porque no han sido concebidos en la santidad del matrimonio».
Le había visto sumamente tranquilo en los días previos al cónclave. «Por la noche duermo como un niño», les confesó a Gianni y Stefania. Nos dijo que ya tenía preparada la homilía del Jueves Santo que leería en cuanto volviese a Buenos Aires, nos habló del vuelo de regreso ya reservado para el 23 de marzo y de una cita con la comunidad judía a la que no quería faltar. «Tengo que volver con mi Esposa», repetía siempre, aludiendo a su diócesis con la sonrisa en los labios, este obispo que de verdad ha considerado a la Iglesia de Buenos Aires una esposa, amándola y sirviéndola en todo y a través de todos, empezando por los más pobres. No eran detalles subrayados de forma casi supersticiosa por quien quiere exorcizar una inminente responsabilidad. Eran los relatos de la vida de un hombre sencillo.
Y sin embargo, nunca como en los días previos al inicio del cónclave me había parecido percibir en el cardenal Bergoglio tanta serenidad y tanto abandono a Dios, cualquiera que fuese el proyecto que se iba preparando.
Quizá en parte por eso la tarde del 13 de marzo, nada más llegar a la redacción, empecé a escribir apuntes sobre él mientras oía varias veces con los cascos una pieza musical que encuentro especialmente relajante, el célebre Canon en Re mayor de Pachelbel, interpretado por la London Simphony Orchestra. Una vez tuve ocasión de escucharlo en una versión para arpa mientras me encontraba con el padre Bergoglio y otros amigos. Luego, a las 19.05, después de que una gaviota se posase varias veces sobre la chimenea de cobre situada sobre el tejado de la capilla Sixtina, aparecieron las primeras volutas de humo blanco. El Papa había sido elegido. Junto a mi colega Paolo Mastrolilli tuve que llevar a cabo en vídeo un directo en tiempo real en la página web de La Stampa. Esperamos el anuncio contándoles a los internautas lo que estaba a punto de ocurrir. Cuando el cardenal Jean-Louis Tauran, después de decir las palabras rituales «Habemus papam», empezó a pronunciar las iniciales «Geo…», de Georgium, exclamé: «¡Bergoglio!». Empecé a contar algo de él, de su vida, de su historia, de su forma de ser obispo, de su sencillez y humildad, de su crítica de la «mundanidad espiritual» en la Iglesia.
«¿Cómo has conseguido no llorar en directo? Todos nosotros llorábamos…», preguntó mi mujer desde Milán, a través de Skype, cuando por fin pude hablar con ella.
La sencillez del papa Francisco, la profundidad de su forma de inclinar la cabeza para recibir la bendición invocada sobre él por su pueblo, ese espontáneo saludo suyo —«Buenas tardes»—, ese modo de seguir siendo él mismo, incluso como obispo de Roma y Sumo Pontífice, conmovió el corazón de millones de fieles.
No quiso la muceta roja ribeteada de armiño, ni los zapatos rojos. No quiso cambiar su pobre cruz de hierro ni el modesto anillo. Al día siguiente fue a rezar ante la imagen de Maria Salus Populi Romani en Santa María la Mayor sin hacerse acompañar por el pomposo aparato de representación ni por el imponente dispositivo de seguridad que con demasiada frecuencia puede llevar a los fieles a confundir al obispo de Roma, un pastor, con el presidente de una superpotencia. El padre Bergoglio, el papa Francisco, el primer pontífice jesuita, el primer latinoamericano, el primero en escoger para sí el nombre del gran santo de Asís, con sus pequeños pero grandes gestos y sus palabras, en el alba de su pontificado, está dando ya a entender qué significa hoy en día seguir a Jesucristo.
«No cedamos nunca al pesimismo —pidió al reunirse con los cardenales en la sala Clementina—, ni a la amargura que el diablo nos ofrece cada día; no cedamos al pesimismo y al desaliento: tengamos la firme certeza de que el Espíritu Santo proporciona a la Iglesia, con su poderoso aliento, el coraje de perseverar y también de buscar nuevos métodos de evangelización, para llevar el Evangelio hasta los confines de la Tierra.» Y en la tarde del 13 de marzo el mundo tuvo un claro testimonio de ello.