INELUCTABLE FIN DE VENUSTIANO CARRANZA
I. PABLO GONZÁLEZ
El 5 de mayo por la mañana, la situación política y militar de Venustiano Carranza no tenía remedio.
Las olas del descontento en armas, de la rebelión, de la defección, habían venido propagándose desde las más remotas comarcas del país hasta el interior mismo de los salones presidenciales. Ya no era sólo Calles en Sonora, ni Estrada en Zacatecas, ni Obregón en los estados del Sur, donde las tropas acogían al rebelde y se pronunciaban. Era Pablo González, que se mantenía en Texcoco rodeado de partidarios, como en acecho, y que no necesitaba sino extender la mano para adueñarse de la capital. Y entre tanto, Carranza, aparte de ignorar quiénes lo acompañaban todavía para sostenerlo, y quiénes para traicionarlo oportunamente, veía apartarse de su lado a militares y civiles que horas antes le protestaban adhesión; veía cómo defeccionaban hasta sus regimientos preferidos, aquellos cuyos jefes y oficiales recibían paga y sobrepaga, y cuyos soldados rasos tenían haberes de sargentos.
¿Tan insensato se juzgaba su propósito de entregar la Presidencia a don Ignacio Bonillas, tan criminal su idea, que así lo abandonaban o negaban casi todos? Sola surgía esta pregunta en el espíritu de cuantos entonces penetraban a fondo lo que estaba ocurriendo; sola se le formulaba a él. Y como él sabía historia, bien hubiera podido pronosticar para sí mismo, interrogándose y respondiéndose, cuán funesto habría de serle aquel error, y cómo habría bastado el más somero análisis para entender el vacío a que se asomaba poco a poco.
Porque hay una hora, si se produce, que nunca falla en el derrumbamiento de los gobernantes mexicanos: la mala hora en que se proponen, con olvido de su origen, provocar una repulsa verdaderamente nacional, una negativa a la que después tratan de enfrentarse. Y esa hora la había sonado él queriendo improvisarse un sucesor, y luego la había acortado empeñándose en sacar de la nada, o casi de la nada, al hombre dispuesto a constituirse —de hecho o en apariencia— en heredero de una situación política que nadie, ni el propio Carranza, podía legar arbitrariamente, ya que otros, con muy buenos títulos, también la consideraban suya.
La realidad exterior era así. La realidad en el espíritu de don Venustiano, la que su carácter le imponía. Porque nada superaba en él a su obstinación; nada a su incapacidad para reconocer sus errores. Pudiendo rectificar, ni un minuto pensó en hacerlo, y, menos aún, en rendirse; ni se acordó de la mano que apenas la víspera le había tendido Pablo González a cambio de no llevar adelante el delirio de la imposición. Pensó que le quedaban leales Diéguez en el Norte, Iturbe en Sinaloa, Aguilar en Veracruz —sin considerar que no siempre la lealtad de los jefes asegura la de los soldados—, y se afirmó, inconmovible e impasible, en la evidencia de que el único sendero, como siempre hasta entonces, era el suyo, el que él se trazaba. Es decir, que tuvo la visión de estar cumpliendo un destino —claro y acariciador a la luz de su ceguera— mientras de hecho, inconsciente e implacablemente, caminaba hacia otro, negro y cruel, que estaba aguardándolo.
Aquella tarde, por los informes de Urquizo, comprendió que su estancia en la Ciudad de México era ya insostenible, y esa misma noche, en consejo que más que de gobierno parecía de familia, resolvió trasladar a Veracruz la capital, llevándose allá consigo los otros poderes federales.
Según su hábito, él lo acordó todo. Él dijo que saldrían hacia Veracruz; él, que el viaje se haría por la línea del Ferrocarril Mexicano, resguardada para eso desde días antes por las fuerzas de Francisco Murguía; él, que se iniciaría la marcha a primera hora del día 7; él, que lo acompañarían, además de las tropas, cuantos políticos y burócratas quisieran hacerlo. Un recuerdo lo inspiraba: la evacuación de seis años antes, también hacia Veracruz, cuando la Convención de Aguascalientes lo depuso de la Primera Jefatura. Así hoy: habían de seguirlo todos los poderes, todos los órganos de la administración, todos los funcionarios y empleados, y hasta algunos presos políticos, no pocos muebles de las Secretarías de Estado y parte de la maquinaria de las fábricas militares.
¿Bastaban apenas veinticuatro horas para tamaño proyecto? Tenían que bastar. Así se había decidido, aunque con menos agobio, en noviembre de 1914, y las cosas habían terminado bien.
Muy tranquilo, como si la ansiedad de aquellos preparativos fuera modo de vida normal, don Venustiano dedicó todo el día 6 a resolver con Paulino Fontes los problemas, grandes o chicos, del traslado de su gobierno.
Quienes lo vieron ese día no echaron de menos en él aquel gesto, tan constante y tan suyo, con que gustaba acariciarse la barba morosamente. Lo vieron expresar, ya por las palabras, ya por la actitud, que estaba ocupándose en un asunto casi cotidiano. Para él no se trataba de la fuga de unos poderes políticos tambaleantes bajo el ímpetu de fuerzas avasalladoras e incontenibles, sino de un cambio transitorio de capital en medio de circunstancias adversas; de una maniobra por razones sólo militares. Problema político, trascendental o de fondo para el país, no había ninguno.
Su manifiesto, publicado en los diarios de esa misma mañana, fue claro y terminante, y respiraba, como toda su persona, fortaleza y dignidad. Exponía allí lo impecable de su conducta, hija de sus responsabilidades históricas, hija de la Ley; anunciaba su propósito de no entregar la Presidencia sino legalmente, y eso hasta después de sofocada la rebelión; explicaba cómo su postura sólo era delicada por no saberse con exactitud qué parte del Ejército se conservaba pronta a prestarle apoyo y cuál se disponía a combatirlo de verdad. Y en seguida agregaba: «Se equivocarán quienes me supongan capaz de ceder bajo la amenaza del movimiento armado, por extenso y poderoso que sea. Lucharé todo el tiempo que se requiera y por todos los medios posibles. Debo dejar sentado, afirmado y establecido el principio de que el poder público no debe ya ser premio de caudillos militares cuyos méritos revolucionarios no excusan posteriores actos de ambición.»
Los militares aludidos eran Obregón y Pablo González, caudillos del movimiento que lo había llevado al poder y que ahora ambicionaban el puesto que él disfrutaba desde hacía seis años.
Al día siguiente, con sólo acercarse al Tren Dorado, que iba a conducirlo, pudo darse exacta cuenta de la discordancia entre los hechos y los mandatos de su desmedida voluntad.
En las estaciones todo era confusión y desorden. Habían desertado, no presentándose, jefes de las graduaciones más altas y oficiales de los estados mayores; varias de las unidades habían llegado incompletas; la marcha, que debió iniciarse a principios de la mañana, no daba señales de empezar nunca. Bloqueaban las vías más de sesenta trenes que se estorbaban unos a otros. Faltaban conductores, maquinistas, despachadores. Faltaba lo principal del personal ferroviario, simpatizador de Pablo González o de Obregón.
Dieron las ocho, dieron las nueve. Cuando ya debían encontrarse a muchos kilómetros de la Ciudad de México, no acababa el embarco de hombres, animales y cosas. El movimiento de los andenes seguía impedido por montones de muebles, de cajas, de uniformes; los caballos del presidente no estaban en el tren; su guardia no aparecía por el sitio señalado. Y en medio de aquella batahola llegaban noticias alarmantes: la defección de toda la caballería —cuatro regimientos— destinada a cubrir uno de los flancos al paso de los convoyes por la Villa de Guadalupe. De hecho, el escuadrón de alumnos del Colegio Militar era la única fuerza montada que se hallaba lista y en su sitio.
Total: que no empezaban a rodar los trenes cuando ya se sabía que las tropas de Pablo González estaban entrando en varios de los suburbios, y que no sólo las ayudaban en sus maniobras los informes de los jefes emboscados en la Secretaría de Guerra y en la Comandancia Militar de la Plaza, sino que fraternizaban con ellas los soldados y oficiales que las aguardaban en los cuarteles.
Sereno y calmoso en el coche–salón de su Tren Dorado, don Venustiano Carranza departía con Paulino Fontes. Lo rodeaba su personal político más próximo. Estaban con él ministros, generales, ayudantes de su Estado Mayor.
Urquizo y otros llegaron con la inquietud que les producía tan grande retraso.
—Sí —observó él—; ya debiéramos haber salido.
Y, volviéndose a Fontes, ordenó, alterado apenas su reposo:
—Paulino, haga usted salir los trenes inmediatamente.
Al fin, pasadas las diez, aquello se consiguió. Empezó a moverse el Tren Dorado. Otros, cuatro o cinco, iban delante; todo el resto, él así lo esperaba, vendría detrás.
Hubo que detenerse un momento en la Villa de Guadalupe, expuesta al ataque de Pablo González. Se veían desde allí, por el camino de Puebla, las polvaredas que el enemigo levantaba en su avance hacia la Ciudad de México. Varios funcionarios encargados de ordenar la marcha, Urquizo entre otros, vinieron a decir a don Venustiano que todo iba saliendo mal. Él no se alteró: les ordenó, con su calma de siempre, que no se demorara más el movimiento. Eso era todo lo que importaba: esquivar allí el ataque enemigo, alejarse un poco para dejarlo atrás. Después, el orden indispensable entre los convoyes se iría resolviendo solo y el peligro desaparecería al mismo paso. «Una jornada de ventaja era siempre salvadora para quienes sabían cómo aprovecharse de ella.» Siguió su tren y siguieron otros; pero el posible ataque enemigo no se evitó. Alcanzados durante la salida, los últimos convoyes habían chocado, o no habían podido moverse, y, sorprendidos así, quedaron presos con cuanto llevaban. Se perdieron las municiones, la artillería, parte de la aviación y de la maquinaria militar; se perdieron miles de caballos, incluso los del presidente; se quedaron miles de soldados con sus oficiales, jefes y generales.
Sin detenerse, corrieron los trenes hasta Tepexpan. Por la tarde pararon en San Juan Teotihuacán. Allí se presentó el general Murguía, ya con su gente dispuesta en convoyes, y pronta a tomar el servicio de vanguardia. Allí también escuchó don Venustiano detalles, precisos en cierta forma, de lo desastroso de su salida, que le costaba en hombres y elementos más de la mitad de lo que creía traer. Era lamentable, pero cosas peores acaecían en la guerra.
Oyendo lo que unos contaban y lo que comentaban otros, advirtió cómo los más de los hombres que venían con él disimulaban apenas el desaliento, y cómo algunos se reprimían para no desbordarse en indignación. Él, silencioso, acaso empezara a libar para sí la amargura que habría de depararle aquel éxodo militar y político, el luto de aquel viaje presidencial en el que iba encontrando, como respuesta a su íntima desolación, la indiferencia, también desoladora, que por todas partes lo recibía. En efecto, al atardecer se reanudó la marcha, y ya de noche no eran pueblos con vida, sino fantasmas de pueblos, desiertos y tenebrosos, los que turbaba, con el resonar de un ruido encajonado, la interminable fuga de los trenes.
Pero si en el alma de don Venustiano iba definiéndose aquel sentimiento, ni su rostro, ni sus ademanes, ni su actitud lo dejaban ver.
A la mañana siguiente los convoyes se detuvieron en Apizaco. Se incorporaron allí una sección de artillería y un regimiento de caballería. Se presentaron dos generales y otros militares y civiles procedentes de Puebla y Tlaxcala.
Murguía, en quien Carranza había puesto el mando, dijo que aquél era el sitio y el momento de organizar las tropas. Así se hizo. Y en un caballo que le consiguieron prestado, el Presidente de la República pasó revista a lo que le quedaba del Ejército Nacional, aquel ejército de quien él todavía se sentía jefe. Eran cuatro mil hombres. Le presentaron las armas, lo saludaban con la marcha de honor, mientras, al paso de los caballos, le daba escolta un séquito de quince o veinte generales.
Quizá fuera irónico que allí desfilaran con él amigos como Lucio Blanco, a quien en las horas risueñas y prósperas él le había negado todo, o casi todo, por complacer a otros; quizá fuera instructivo que entre aquellos otros descollase ahora Obregón, el mimado de antes y hoy cabeza de la conjura militar empeñada en arruinarlo a él, que tanto lo había considerado. Pero tales reflexiones eran puntos de mero sentimentalismo. Lo importante, lo práctico, estaba en que aparecían tangibles sus propios movimientos, y que esa realidad le infundía confianza para la lucha a que se le obligaba. Con cuatro mil hombres suficientemente armados y equipados, y él con su investidura de Presidente Constitucional frente a políticos y militares expuestos al desprestigio por sus ambiciones y su violencia, no era ilusorio esperar el triunfo. ¿Con cuánto menos no había empezado siete años antes la guerra contra Victoriano Huerta? Todo se reducía a llegar a Veracruz, donde las tropas de Cándido Aguilar, que era su yerno y continuaba fiel, se apresurarían a resguardarlo y sostenerlo.
Por lo pronto, bastó una parte de sus cuatro mil hombres para la derrota de la gente que se atrevió a enfrentársele por el lado de Tlaxcala. Pero, en rigor, bien pudo haber calificado de excesiva aquella conclusión optimista. Porque, horas después, el enemigo atacó de nuevo los trenes que avanzaban hasta San Marcos, y aunque se le rechazó y casi se le dispersó, o pareció que así ocurría, sobrevino allí la deserción de un regimiento casi íntegro.
Tras nuevo combate, su tren y el grueso de los convoyes se reunieron con la vanguardia, ya en San Marcos, la tarde del día siguiente. Don Venustiano sospechaba que de un momento a otro lo volverían a atacar, y así fue. Sólo que el golpe cayó ahora sobre las fuerzas de caballería que avanzaban a retaguardia, compuestas del escuadrón del Colegio Militar y del regimiento venido de Tlaxcala. Los cadetes, sencillos y estoicos, pelearon tan serenos que parecían hacer práctica o estar en maniobras. Se rechazó al enemigo otra vez, aquel enemigo, múltiple y ubicuo, que tan pronto se dispersaba como reaparecía.
Pesada, interminable, la inmensa fila de trenes se detuvo allí hasta otro día a la medianoche, e igual que en todos los altos, por la mañana y la tarde salieron cuadrillas a destruir los puentes que habían quedado atrás.
Llegaron hasta don Venustiano noticias y rumores del mundo minúsculo que viajaba con él. Una nota predominaba: el desaliento de todos, el pesar de muchos, que no se explicaban el verse metidos en tamaña aventura. Hubo intentos de levantar los espíritus reavivando el fugaz optimismo que dos días antes se había logrado con la revista de las tropas; pero fue inútil. Apenas si por un momento cobraban ánimo aquellos que se acercaban a Carranza y lo veían, tranquilo, ocuparse con Murguía en los asuntos militares, resolver algunas cuestiones mínimas, recibir a las personas, unas cuantas, que por allí pedían verlo.
A las desventuradas noticias que ya tenía acerca de lo sucedido en la Ciudad de México, en San Marcos se sumaron otras. Se habían estrellado por Texcoco los dos aeroplanos de Felipe Carranza, que se proponían unírsele, y de los tripulantes, uno quedó herido, dos prisioneros, y el jefe se suicidó. Se sabía también, aunque vagamente —eso era lo peor—, de una columna mandada por Jacinto B. Treviño, que avanzaba, reparando puentes, para caer sobre los trenes por detrás, y destrozarlos.
Era firme en don Venustiano el propósito de ganar cuanto antes las tierras de Veracruz, e inconmovible su idea de que allá lo esperaba la misma situación favorable que en 1915. Pero fuerzas pequeñísimas, casi inexistentes al lado de la voluntad de él y de su fe, no sólo se le sobreponían para retrasarlo, sino que casi lo paralizaban: no había bastante agua, faltaba carbón para aquella larguísima serie de trenes. De cualquier modo, como Murguía, Urquizo, Fontes, Mariel y otros acudían a todo, él apenas si tenía oportunidad de sugerir ni ordenar nada. Sin confesárselo, acaso fuera naciendo en él la sensación —no la idea— de que muy poco le valdría avanzar. A dondequiera llegaba tal cual había salido de México: cercado por tropas que lo acechaban, metido en el círculo de un enemigo encubierto que ni se mostraba todo ni lo acometía de frente, sino que en parte se dejaba ver, para atacarlo, y en seguida, descubierto apenas, sólo parecía querer hostilizarlo de lejos y empujarlo a no se sabía qué ocultos desastres.
II. GUADALUPE SÁNCHEZ
La interminable procesión de los trenes salió de San Marcos hacia Rinconada el 10 de mayo a la medianoche. Ya casi no la impelía más que la inercia inicial, pues aparte don Venustiano, cuantos allí iban se abandonaban más y más a la certeza de que no llegarían nunca a Veracruz. Cada kilómetro suscitaba temores nuevos; cada estación descubría mayores amenazas.
Camino de San Marcos se había recibido un propio del general Mireles con un mensaje de Obregón. Dijo que Mireles dominaba toda aquella línea, desde allí hasta Esperanza, y que Obregón ofrecía a don Venustiano manera y seguridades de llegar a Veracruz, siempre y cuando que el presidente renunciara a su investidura y prometiera embarcarse para el extranjero. Contestó Carranza que estaba bien; que ya llevaría él en persona la respuesta; y aunque eso confirmó que su ánimo se conservaba entero, no cabía dudar de la amenaza de Mireles: sus palabras anunciaban que cerraría el camino.
En Apizaco, además, se oyeron unos extraños telegramas. También eran de Obregón: iban dirigidos a Guadalupe Sánchez y daban a entender que éste, desconociendo a Cándido Aguilar, se había unido a los pronunciados, y que lo seguían todas las tropas de Veracruz. ¿Era cierto? ¿Era un ardid que, para confundirlo, empleaba Obregón, muy dado a procedimientos de tal clase? Don Venustiano, que lo conocía bien, podía suponer eso y aun asegurarlo; así convenía con su carácter, inquebrantable y voluntarioso; pero los demás no. En éstos la noticia no hizo sino ennegrecer más todas las anticipaciones.
El rodar de los trenes fue lento, intermitente y con indicios de que no habría de durar. Pasadas tres o cuatro horas despertó a don Venustiano un tiroteo que parecía precisarse hacia la vanguardia y que, de allí a poco, consiguió, otra vez, que el convoy se detuviese. Amanecía y había niebla: no era fácil distinguir el paraje donde estaban. Clareando ya, alguien se presentó a informar que el enemigo, Mireles sin duda, les cerraba el paso a menos de un kilómetro de Rinconada, pero que Murguía estaba tomando las providencias necesarias para batirlo y seguir adelante.
En efecto. A poco se vio cómo Murguía, sólo con su escolta, avanzaba sobre un cerro de la derecha, todo cubierto de fuerza enemiga, y cómo, tras ser rechazado con fuego hasta de cañones, hubo de dictar nuevos dispositivos y empeñar seriamente la acción. Se bajaron las dos piezas de artillería; se dispuso en orden de combate lo más de la infantería, alineada a uno y otro lado de sus convoyes; se rehicieron por el frente las filas de caballería de Heliodoro Pérez, para contener a los atacantes emboscados por la izquierda. Y de ese modo continuó el encuentro.
No fue larga ni muy difícil la primera fase de la lucha. A las dos horas ya estaba destrozada el ala derecha enemiga, la cual se retiró dejando en el campo todos sus muertos y sus heridos. Pero por el ala izquierda faltaba todavía desalojar a los ocupantes del cerro. Sobrevino una tregua espontánea, tregua sólo interrumpida hasta media tarde por el fuego de los cañones y vivida con ansiedad, como lo había sido la pelea, por los civiles, que se apiñaban en los trenes tendidos a retaguardia hasta el horizonte, A caballo, en medio de generales y oficiales de Estado Mayor, el presidente recorría la línea de combate.
Antes de acometer la toma del cerro, se probó a seguir por la vía férrea. Avanzó el primero de los trenes hasta acercarse a la zona enemiga; pero lo recibió tan nutrido fuego de cañones y fusilería, que hubo de retroceder. Murguía se lanzó entonces al ataque, poniéndose, como en todos los episodios de aquella expedición, al frente de la primera línea. Detrás, con la infantería de la derecha, iba Mariel, y en ángulo recto, protegido por los terraplenes, Urquizo apoyaba el movimiento con la infantería de la izquierda. Al principio, la refriega fue terrible: junto a Carranza cayó, acribillado por las ametralladoras, un teniente de la guardia, mientras a él una granada le abatía el caballo, y, al propio tiempo, por el frente, morían o quedaban heridos cerca de Murguía los oficiales y soldados que lo emulaban. Murguía, sin embargo, maniobró con gran pericia, puso enorme violencia en el asalto, y, así, media hora bastó para tomar el cerro con toda su artillería y sus ametralladoras, más cuatrocientos de sus defensores. Por éstos se supo que sí era gente de Mireles y de Barbosa la que acababa de huir, y que la vía estaba minada kilómetros adelante, cosa que se comprobó en seguida yendo a desenterrar las bombas.
Don Venustiano regresó a su tren entre las aclamaciones y los vítores de los civiles y al son de las bandas de guerra. Renacían por un momento el entusiasmo y la fe; tornaban a sonreír los rostros como en las primeras horas de Apizaco. Pero todavía estaban en eso cuando se anunció otro ataque del enemigo, que ahora surgía desde la retaguardia. Esta vez hubo de recurrirse, como dos días antes en San Marcos, a la caballería del Colegio Militar, la cual en mucho contribuyó a que el peligro desapareciese; y si bien no fue muy difícil la victoria, lo inesperado de la nueva acción reprodujo el decaimiento de los ánimos.
En el postrer instante se desprendió desde las formaciones enemigas más próximas, solo y con increíble valor, un jinete que gritaba y gesticulaba invitando a que no le disparasen. Los cadetes hicieron fuego y el jinete cayó junto con su cabalgadura. Luego habría de saberse la verdad: aquel hombre intentaba llegar hasta don Venustiano para trasmitirle, de parte de Pablo González, un mensaje análogo al que ya Obregón había mandado por conducto de Mireles.
En San Marcos, Carranza había resuelto poner en libertad a Gaudencio de la Llave y a Carlos Arellano, dos antiguos rebeldes que traía presos desde México. En Rinconada, al amanecer el día 12, se fusiló al jefe de la artillería de Mireles, que estaba entre los prisioneros. Fue lo de siempre: podía perdonarse al enemigo de ayer; al de hoy se le mataba sin misericordia.
Se detuvieron toda aquella mañana en Rinconada, porque no había agua para las locomotoras. Hallaron vacíos los depósitos; las bombas no funcionaban. Don Venustiano dispuso que se tendieran cordones de hombres desde la vía hasta un jagüey —a cosa de tres kilómetros— y que de mano en mano, en cueros de pulque, en latas, en jarros, en lo que hubiera, se trajese el agua para las máquinas. La operación duró no menos de cinco horas, y todavía así no hubo toda el agua que se necesitaba. Algo se ayudaron con la que aún tenían las locomotoras de atrás, para lo cual se decidió abandonar allí los seis o siete últimos trenes. Se apearon varios cuerpos de infantería y toda la caballería. Los cuatrocientos prisioneros quedaron encerrados en las jaulas de los caballos de Heliodoro Pérez. Una parte de la impedimenta se abandonó también.
Mientras se hacían todas aquellas operaciones, don Venustiano, sentado por momentos en el coche–salón de su tren, paseándose a ratos por la entrevía, conversaba con quienes llegaban a saludarlo: se le acercaban Montes, Barragán, Marciano González, Cabrera, Urquizo, Lucio Blanco. Siempre reposado y sereno, y como si nada hubiera incierto o imprevisto en aquellas jornadas catastróficas, él hablaba y sonreía: ellos, todos, disimulaban apenas su inquietud ante la inminencia del desastre. Hubo un detalle simbólico: cerca de don Venustiano pasó un soldado a quien se le cayó un cartucho. Indiferente en su desaliento, el soldado no se detuvo ni a mirar; pero don Venustiano lo llamó y le ordenó que levantase lo que dejaba en el suelo. Para el soldado, ya nada hacía falta; para don Venustiano, aquel cartucho era todavía tan útil como todo cuanto llevaba él consigo.
Sería la una cuando se reanudó la marcha. El propósito era llegar hasta San Andrés si la escasez del agua no lo impedía. Lentamente fueron avanzando los trenes hacia San Francisco de los Aljibes. A retaguardia, a lo lejos, las patrullas exploradoras divisaban el humo de otros trenes: eran las tropas de Jacinto B. Treviño, que venían reparando puentes y haciendo más y más próximos sus movimientos de persecución. Esa tarde pudo llegar hasta Rinconada uno de los enviados de aquellas tropas, el cual, como los anteriores, venía a ofrecer a don Venustiano garantías y seguridades mediante un compromiso: renunciar a la presidencia y salir del país. ¿Rendirse él? ¡Mal lo conocían Obregón y Pablo González! Don Venustiano no contestó.
Como tampoco había agua en San Francisco de los Aljibes, se intentó repetir allí, para alimentar las locomotoras, la maniobra de la mañana; pero sorprendidos por un aguacero, nada pudo hacerse. Así y todo, se aprovechó el último aliento de las máquinas para ganar algunos kilómetros. Llegaron los primeros trenes hasta La Soledad, rancho enclavado en la hacienda de Los Aljibes, del cual no se pasó. Las locomotoras, ya sin carbón, ya sin agua, quedaron definitivamente muertas.
Amaneció el jueves 13 de mayo. Apenas una semana antes don Venustiano había publicado en los diarios de México el manifiesto que anunciaba su propósito de no ceder, su decisión de mantenerse en su sitio y luchar por que la rebelión quedara sometida. Ahora estaba, con todo su gobierno, con todos los poderes, con toda la Tesorería y la Comisión Monetaria, y con miles de funcionarios y empleados federales —algunos de ellos en compañía de sus mujeres y sus hijos— tirado, sin esperanza de socorro, sobre dieciocho o veinte trenes que no podían andar, y dueño apenas de arenales resecos y cerros inhóspitos y agrios, sólo buenos para ocultar el peligro. Guadalupe Sánchez, Mireles, Higinio Aguilar, Gabay, Lagunes y no sabía él cuántos más, lo acechaban desde allí. Por delante, la vía se hallaba levantada en muchos kilómetros. Hacia atrás, pese a los puentes quemados, se movían las avanzadas de Jacinto B. Treviño, que ya casi lo alcanzaba. ¿Era para desesperar y rendirse? Para que se rindieran otros, sí; él no. Ahora convenía deshacerse de los convoyes ferroviarios, ya inútiles, y encontrar la mejor manera de seguir la marcha a pie, conservando lo necesario y abandonando lo superfluo.
Así pensaba valerse, y eso iba anunciando a sus principales generales y colaboradores, cuando, pasadas las diez, el enemigo se volvió a presentar, con mayor furia que hasta entonces. No fueron ya las escaramuzas de Apizaco, ni los encuentros de San Marcos, ni los combates de Rinconada, reñidos y sangrientos. Era el abalanzarse, casi incontenible, de fuerzas en tanto número que amenazaban ceñirlo y desbaratarlo totalmente. Otra vez se sintió dentro del círculo que lo estrechaba desde su salida de la Ciudad de México, círculo más y más apretado y poderoso, más y más irrompible conforme a él se le habían venido reduciendo los hombres y agotándosele los recursos.
La presencia de su ánimo se sobrepuso de nuevo. Y Murguía, que estaba en todo lo militar y no se daba reposo, se apresuró a poner en línea tres mil soldados y se lanzó al combate. Mil caballos de Guadalupe Sánchez habían aparecido por la parte de Aljibes; dos mil infantes venían por las alturas de la derecha. La caballería de Heliodoro Pérez y el Cuerpo de Zapadores contuvieron a los primeros, mientras sobre las líneas de los segundos avanzó el grueso de los defensores. Algo ayudaban los cañones cogidos en Rinconada y los que se traían desde Apizaco; pasaban de ciento las ametralladoras, que barrían con su fuego desde emplazamientos improvisados en línea cuadrangular; volaba el aeroplano de Santana para descubrir las formaciones enemigas. Pero todo estuvo a punto de sucumbir al pasarse a los contrarios, en lo peor del combate, el regimiento de infantería mandado por el coronel Ruiseco, quien, verdad increíble, llevó hasta allí el espíritu de la deslealtad y la defección. Tan grande fue entonces el pánico, que cuantos no combatían abandonaron los trenes y fueron a refugiarse en un monte de la retaguardia. Hubo principios de confusión; se dispuso la quema de algunos archivos; se dieron órdenes para salvar el dinero y los valores de la Tesorería.
A media tarde el peligro pasó. Rechazado por el frente y la derecha, que era la parte amagada, el enemigo, aunque en orden, empezó a retirarse y desapareció al fin rumbo a San Andrés y la sierra; tan castigado iba, que dejaba entre sus muertos el cadáver de un general. Pero también entre los defensores había habido bajas de cuantía: murió en el campo el teniente coronel Emilio de León; el general Millán quedó mortalmente herido.
Don Venustiano, que, imperturbable, había estado en la línea de fuego, volvió al Tren Dorado poco antes del oscurecer. No lo saludaban aclamaciones ni dianas, como después de la primera victoria. Muy lejos de ocurrir así, en cuantos se le acercaban leía la fatiga, el desaliento, el temor; porque el triunfo, aunque efectivo y grande, estaba lleno de los peores presagios.
Se enteró el presidente del estado de Millán, para quien recomendó toda suerte de atenciones, y se dispuso tranquilo como en su despacho del Palacio Nacional, a exponer a sus ministros y generales la necesidad de deshacerse de los trenes, de aligerar la columna, de seguir hacia Veracruz sin más acompañantes que las tropas y el gobierno, ni otra impedimenta que el dinero y las municiones.
Menos él, aquella noche nadie se libró de la inquietud, o de la angustia, o del terror. Todos sabían ya que los trenes iban a dejarse, y por dondequiera había indicios de que la marcha pie a tierra se emprendería a la mañana siguiente. Además, se temió una sorpresa nocturna, o un golpe al despuntar el alba. Aunque derrotado, el enemigo no tardaría en regresar y en atacarlos más numeroso y atrevido que antes, por lo mismo que ellos, acorralados allí, no esperaban ningún auxilio ni había quien se los diera.
Por la mañana, desayunándose en su coche–comedor, decidió don Venustiano convocar a una junta de generales que acordara oficialmente lo que ya estaba resuelto. No se desayunó ni más aprisa ni más despacio que otros días; no habló con apresuramiento; no dio sesgo extraordinario a ninguna de las disposiciones que debían cumplirse. La defección de Ruiseco, a medio combate del día anterior, no minaba su fe: por fuerza habían de serle fieles todos los que seguían a su lado. Dispuso el orden de marcha, la distribución de las columnas, la requisa de carros y mulas para el transporte de la impedimenta. Sin descuidar allí la línea, los comandantes de la infantería harían que los soldados se alistaran para la marcha a pie; los comandantes de la caballería despacharían patrullas a recoger las mulas y los carros; nada se tomaría por la fuerza, se pagaría todo.
El enemigo no asomaba. Urquizo mandó hacer estados de fuerza y se puso a dictar, con las necesarias instrucciones, la orden general de la columna. En un automóvil se preparaba a salir hacia San Andrés el secretario de Cándido Aguilar, para ver si lograba noticias de su jefe. Desde temprano, Murguía andaba atendiendo a que se despejara el camino por el frente. A la izquierda, cerca de las casas de la hacienda de Aljibes, estaba acampada la caballería de Heliodoro Pérez, y a la vanguardia seguían emplazados los cañones; a la derecha, casi al pie de los cerros, se extendía la línea de loberas de los infantes, y a la retaguardia estaba el escuadrón de alumnos del Colegio Militar. Humeaban a mucha distancia los trenes de Jacinto B. Treviño, todavía demasiado remotos para que su amenaza fuera cierta. Por el frente, por la derecha, nada denunciaba como hecho probable la presencia de las fuerzas de Guadalupe Sánchez.
Carranza ultimaba, en su coche–salón, los pormenores de la aventura que iba a emprender; lo ayudaban algunos de sus oficiales. Y era tal el ambiente que de él se desprendía, que nadie hubiera creído posible la inminencia ni de un tiroteo. Como a las once se oyó un rumor. Lo hacían, al agitarse, casi todos los civiles y algunos soldados inmediatos a los trenes, entre quienes corría la voz de que pronto empezaría la marcha. De súbito, por los cerros de la derecha, sonaron tiros aislados. ¿Eran de una sección de infantes que parecía hacer por allá un reconocimiento? Luego se oyeron otros, luego más. Se propagó entonces la noticia de que Guadalupe Sánchez se acercaba, o de que ya estaba allí, detrás de los mismos cerros poco antes tan quietos en apariencia. Por el frente venían masas de caballería que se acercaban levantando grandes polvaredas.
¿Y Murguía? ¿Murguía dónde estaba?
Ocupados todos en los preparativos de marcha, las líneas de defensa se habían desorganizado. En las loberas apenas si se veían hombres; por la derecha, casi toda la infantería, preparando los bagajes cerca de los trenes, había dejado sus puestos; en cosa igual andaban los servidores de las piezas. Y entre tanto crecían pavorosamente los núcleos enemigos alerta ya sobre los cerros, y la carga de caballería, imprecisa pocos minutos antes, tomaba forma y se la veía venir a toda rienda.
Urquizo, Olvera y otros generales daban órdenes y mandaban sacar y alinear a los soldados que estaban en los trenes, pues con el enemigo casi a tiro de fusil, seguían mudos los cañones y las ametralladoras. Fue preciso que, desmontado, el escuadrón del Colegio Militar acudiera a cubrir la línea por el frente; Hinojosa, jefe de la artillería, disparó por sí mismo un cañón; Heliodoro Pérez se lanzó, como pudo, al sitio más descubierto: quería cerrar el paso a los caballos de Guadalupe Sánchez, que ya llegaban. Y de ese modo, con cerca de tres mil hombres inactivos y desconcertados, poseídos de pánico ante lo inesperado e incierto, se trabó un combate de desesperación, un combate en el cual apenas había quien mandara ni quien obedeciera: combate contra un enemigo, siempre en aumento, más próximo a cada instante y más y más fuerte y amenazador, que parecía brotar al borde mismo de los sitios donde ya se le había vencido.
Peleaban serenamente los alumnos del Colegio Militar, pero no lograban detener la carrera de Guadalupe Sánchez, que ya estaba encima con la carga de no menos de dos mil caballos. Se vio a Murguía, salido no se sabía de dónde, tratando de reorganizar las fuerzas que le quedaban cerca. Pocos lo escuchaban; casi nadie lo obedecía, con lo que fueron creciendo el desorden y la confusión.
Pasó media hora de aquel choque inverosímil, en el cual el enemigo no llegaba a los trenes porque él mismo no se explicaba que fuera tan poca la resistencia que le oponían. Algo consiguió entonces hacer la caballería de Heliodoro Pérez para contener unos minutos el desastre. Muchos soldados, ya sin jefes, ya sin órdenes, se habían protegido entre las ruedas de los trenes y desde allí disparaban sobre la derecha, mientras los civiles, con sus bultos, con sus cajas, con sus maletas, corrían por el otro lado e iban a refugiarse en las casas de la hacienda. Se elevó Santana en su aeroplano y dejó caer algunas bombas sobre la gente de Guadalupe Sánchez, que lo derribó a tiros de fusil. Nada se lograba ya, nada se coordinaba, nada podía esperarse. Del tren de la Tesorería empezaron a bajarse cajas de dinero. Parte de ellas se pusieron en un camión que a poco se atascaba en los arenales. Los ministros, los magistrados, los políticos, requerían caballos y montaban como podían. Algunos vagones empezaban a arder.
Todo lo veía a medias don Venustiano por entre los cristales de su coche–salón; pero no lo levantaba de su asiento ni el golpear de las balas, cada vez más frecuentes, que llegaban hasta allí. Una sola idea parecía embargarlo: ¿hasta cuándo iba a durar aquella confusión? ¿Dónde estaba Murguía, que no lograba poner en orden a toda aquella gente? ¿Se acercaría así el enemigo si todos estuvieran en su puesto cumpliendo con su deber? Porque sólo eso faltaba: que cada uno, que todos volvieran a su sitio; y denotaba increíble ausencia de serenidad que, a tres metros de él, don Manuel Amaya siguiera ofreciendo, a gritos, quinientos pesos por un caballo. ¿Un caballo para qué? Aunque allí se les destrozara, no era para asustarse de aquel modo.
Llegó Urquizo hasta el pie de la ventanilla. No desmontó siquiera, y le dijo:
—Señor, estamos perdidos sin remedio. Baje usted del tren. Hay que escapar.
—No, Urquizo —contestó él, acomodándose los anteojos con el movimiento y la actitud que le eran peculiares—. No tengo por qué huir. Dentro de un momento Murguía reorganizará las tropas y el enemigo quedará rechazado.
Y fue inútil que Urquizo insistiera en que ni Murguía ni nadie era capaz de contener el pánico que ya estaba dispersando a todas las tropas. Don Venustiano reiteró su respuesta:
—No; no salgo. Aquí me quedo.
Lo cual dijo sin moverse de su sillón.
Se presentó el general Olvera informando que ya nadie defendía el frente. Fue igual. Impávido, Carranza oía tupirse el golpe de las balas que alcanzaban aquella parte del tren. Pasaban, montados y de huida, militares y civiles que le encarecían la urgencia de salir pronto, de abrigarse entre la muchedumbre que escapaba hacia la hacienda y los ranchos más próximos. Él seguía, inmóvil, pero no con la inmovilidad de quien se entrega a un destino irremediable, sino de quien está seguro, justamente, de que sí hay remedio y de que el remedio no está en huir.
Por fin llegó Murguía, no menos agitado y descompuesto que Urquizo, y también le pidió que bajara del coche y se apresurara a salvarse. Se oía ya la grita de los soldados enemigos echándose sobre los vagones: las balas levantaban polvo del suelo, silbaban por encima del tren. Don Venustiano aceptó entonces la verdad.
—No tengo caballo —dijo—; me lo mataron en Rinconada.
Urquizo le contestó:
—Aquí está el mío, señor —y saltó a tierra rápidamente.
—¿Y usted?
—Tengo otro, señor.
Y mostró Urquizo el caballo de mano que le traía su asistente.
Don Venustiano se apeó del coche; accedió a montar. Pero advirtiendo, conforme se acomodaba en la silla, que los estribos no le quedaban, desmontó otra vez y dijo, imperturbable y casi sin moverse:
—Estas aciones están cortas para mí: que me las alarguen un poco.
Lo hizo así el asistente de Urquizo. Don Venustiano montó otra vez, y cuando los pocos que lo rodeaban creyeron que ya iba a arrendar, se volvió en busca de Secundino, su asistente, para decirle, siempre con la misma calma, que subiera al tren y le trajera el maletín, lleno de papeles, que allí había dejado.
Se lo trajeron.
—Ahora sí, señores —dijo sin la menor prisa—. Creo que ya podemos irnos.
III. GABRIEL BARRIOS
A la cabeza del minúsculo acompañamiento que con él escapaba de los trenes de Aljibes, don Venustiano bajó la pendiente del terraplén, todavía entre las balas de los soldados de Guadalupe Sánchez; arrendó al paso su caballo, y sin nada que trasluciese precipitación o fuga, se encaminó por la izquierda hacia las alturas inmediatas. Lo seguían, en grupo informe, Murguía, Urquizo, Cabrera, Amaya y otros cuantos militares y civiles, entre quienes venía a guarecerse de aquel trance desastroso —era como el resto de un naufragio— la representación del gobierno constitucional que dos semanas antes se proponía el completo exterminio de los rebeldes.
Llevaban por delante fracciones de infantería, extraños grupos de soldados sin armas, de oficiales a medio vestir, de hombres con talegas de pesos sacadas del tren de la Tesorería; gente, toda ella, a la cual alcanzaron y dejaron atrás. A sus espaldas la lucha no concluía aún: disparaban fusiles y ametralladoras; se oía la algazara de los vencedores, dueños ya de todos los trenes: los rodeaban en tumulto, los saqueaban, los veían arder. Y entre tanto, los soldados vencidos seguían huyendo dispersos, o caían prisioneros, y una parte de los civiles, los más —hombres, mujeres, niños— pugnaban por refugiarse en el casco de la hacienda, que había ya enarbolado en el techo, a modo de bandera de paz, un trapo que lucía blanquísimo al sol deslumbrante de aquel mediodía.
Cuantos cabalgaban detrás de don Venustiano iban hundidos en el silencio de la derrota y del infortunio. En él sólo había el silencio de la reflexión, el silencio de quien medita en su catástrofe no para lamentarla, sino para apreciar los recursos que aún le quedan. Había esperado salir de la Ciudad de México con ocho o diez mil hombres perfectamente equipados y municionados, con artillería, con aviación que asegurara su marcha hasta los linderos de Veracruz. Las defecciones, el desorden, los choques provocados a última hora por el enemigo habían hecho que saliera con menos de la mitad. Había supuesto que con sólo alejarse de los núcleos rebeldes de Puebla y Tlaxcala, su avance se iría volviendo más y más rápido, más y más fácil. Sucedió al revés: el camino había venido estrechándose conforme él avanzaba, y el cerco que lo seguía desde su salida de la capital había acabado por estrangularlo. Había creído que se abrirían de brazos, para recibirlo y protegerlo, los doce mil hombres que Cándido Aguilar tenía en Veracruz. Todo lo contrario, eran fuerzas de Cándido Aguilar las que se habían puesto en acecho para destrozarlo en Aljibes. ¿Qué le quedaba entonces? Estaba muerta la esperanza de Veracruz, no existían los resortes de su gobierno, su ejército se componía del puñado de gente amontonada a su espalda. Pero Murguía, que en aquel momento se le emparejó, fue como la evidencia de que aún le quedaba bastante para recomenzar la lucha: le quedaban las tropas de Murguía en el norte de la República, acaso las de Diéguez, quizás las de Iturbe.
Vino a su encuentro, para darle escolta, el escuadrón de alumnos del Colegio Militar, con Casillas y Howell al frente. Don Venustiano siguió subiendo la cuesta del cerro hasta el rancho de Santa María de Coatepec, lleno ya de civiles, y de soldados en el más completo desorden. Había allí diputados y magistrados, empleados de todas categorías, algunos con sus mujeres y sus hijos. Sonaban toques de corneta que no obedecía nadie. Varios oficiales intentaban mandar.
Sin parar mientes en tales escenas, don Venustiano y su comitiva se detuvieron para considerar un punto la ruta que debía seguirse; y aunque ya él maduraba su plan de ir al Norte, se vio que lo urgente era esquivar la persecución que de un momento a otro empezarían Guadalupe Sánchez y Jacinto B. Treviño. A varios se les ocurrió que se podía ganar hacia Perote, o hacia el volcán, para internarse luego por la sierra de Veracruz; pero eso era ponerse en manos de Higinio Aguilar o de alguno de los vencedores de Aljibes. Luis Cabrera señaló entonces como el refugio más próximo y seguro la sierra de Puebla, intrincada y abrupta, y en la cual, de seguro, se contaría con el apoyo de Gabriel Barrios y sus fuerzas serranas. Luego, de la sierra de Puebla se pasaría a la de Hidalgo, de allí a Querétaro, de allí a la Huasteca potosina, y de allí al Norte. Don Venustiano aprobó el plan y pidió a Cabrera que sirviese de guía a la columna, ayudado por Mariel.
Dispuestas así las cosas, salieron de Santa María de Coatepec a los pocos minutos de su llegada. Antes de empezar el descenso por el otro lado de la altura, contemplaron cómo se aquietaba ya en torno de los trenes abandonados la postrera fase de la lucha, y divisaron, esto muy lejos y hacia Rinconada, el humo de los convoyes de Jacinto B. Treviño y las polvaredas de su caballería, tendida al galope rumbo hacia la hacienda de Los Aljibes.
Lentamente empezaron a bajar. Ahora venían entre la columna, que se había fortalecido apenas con unos cuantos dragones, la familia de Murguía y algunas otras personas que acababan de agregarse. Al lado de don Venustiano iban el propio Murguía y Luis Cabrera. Sin orden de ninguna especie seguían los demás: Urquizo, Bonillas, Mariel, Barragán, Aguirre Berlanga, Manuel Amaya, Francisco González, Mario Méndez, Francisco Serna, Marciano González, León Ossorio, Federico Montes, Pilar Sánchez, Bruno Neira, Gil Farías, Carlos Domínguez, Armando Z. Ostos, Landa Berriozábal, los Saldaña Galván, Octavio Amador, Ignacio Suárez, y así hasta más de cien personas. Cerraba la marcha, en perfecta formación, el escuadrón de alumnos del Colegio Militar.
Todavía sin señales de apresuramiento, caminaron toda aquella tarde. Pasaron poblados misérrimos, como San Miguel Malpaís, y haciendas casi abandonadas, como Pozo de Guerra. En este punto desmontaron para dar agua a los caballos y buscar algo que comer; pero lo segundo resultó imposible: apenas si había allí alguien; nadie vendía nada ni tenía nada.
Con la noche reanudaron la marcha. En la oscuridad, que apretaba las distancias entre unos y otros, su aire se hizo más vivo: empezaron a trotar y a galopar; mas no por eso la columna, triste hasta estar ausente la lumbre de los cigarros, que nadie encendía para no delatarse, iba menos ensimismada y silenciosa. Todos se reconcentraban ahora en un solo pensamiento: avanzar lo más posible al amparo de la noche, alcanzar y atravesar pronto las llanuras de San Juan, cruzar la línea del Ferrocarril Interoceánico para seguir hacia la sierra de Puebla desde un lado de Oriental, donde podían aparecer de un momento a otro fuerzas enemigas.
Casi sin tomar respiro, a las dos de la madrugada llegaron a la hacienda de Zacatepec. Cenaron, descansaron un poco y, despuntando el alba, volvieron a partir, pero ahora sin la familia de Murguía ni algunos otros civiles, que por no tener montura, o por su cansancio, o por otras razones, allí hubieron de quedarse, según lo dispuso Carranza en persona. Incipientemente organizados, una fracción en servicio de vanguardia y otra de retaguardia, los alumbró el sol según desembocaron en San Juan de los Llanos. Tal era entonces el decaimiento de la columna, que la detuvo y puso nerviosa la aparición de tres o cuatro jinetes que trataban de ocultarse a lo lejos. Luego se aclaró que aquéllos eran también fugitivos escapados de Aljibes —Paulino Fontes y dos o tres más—, y, de nuevo en calma, siguieron adelante.
Desde donde cruzaban se veían a la derecha, muy lejos, el Cofre de Perote y las nieves del volcán de Orizaba; al fondo, la masa oscura y neblinosa de la sierra de Puebla, tan codiciada y todavía tan distante, y a la izquierda, no tan lejos, la estación y el pueblo de Oriental. No se alzaba en el horizonte humo que anunciara la presencia de trenes, que, de haberlos, serían por fuerza enemigos. ¿Se podría seguir? ¿Lograrían pasar? La pregunta les nacía del fondo de un estremecimiento, pues aparte don Venustiano, para todos, o casi todos, iba a parecer interminable el paso por aquellas llanuras de San Juan, expuestas al ataque, a la sorpresa, a la ocultación enemiga detrás de los terraplenes del ferrocarril. Nada les ocurrió: cruzaron al trote por Torija, atravesaron la vía, rápida y felizmente, y también al trote siguieron toda la mañana hasta Coyotepec, y luego hasta el ramal de Oriental a Teziutlán, línea que intentaron interrumpir quemando algunas alcantarillas.
Comieron y descansaron en Santa Lugarda; dieron agua y maíz a los caballos; escribieron cartas; se proveyeron de lo necesario para el alto de la noche, y siguieron adelante. Con la llanura y las vías férreas a la espalda, la huida parecía presentarles ahora menos peligro.
Rendían esa noche la jornada en la hacienda de Temextla, a la entrada de la sierra de Alatriste, cuando empezaron a respirar. Desensillaron por primera vez desde su salida de Aljibes, cenaron lo que llevaban, y, medianamente seguros y tranquilos, se tendieron a descansar hasta la mañana siguiente.
Mientras los demás dormían, el escuadrón del Colegio Militar hizo el servicio de vigilancia, igual que lo había cubierto durante el alto de la tarde.
Con el alba del día 16 montaron de nuevo, y, temerosos de encontrar enemigo en Zautla, prefirieron el rumbo de Tetela, por San Francisco Ixtacamaxtitlán. Iban otra vez al trote y al galope, su cansancio aliviado por el sueño de varias horas y por la proximidad de la sierra, que ya parecía acogerlos y salvarlos. Según avanzaban, los caminos se volvían más estrechos y más sinuosos, y las pendientes se acentuaban más. Pasaron por San Andrés, por San Francisco, por Tecahuitl, pueblecitos serranos entre cuyos moradores había hombres de máuser pertenecientes a las fuerzas de Gabriel Barrios. Por preguntas que les hicieron se supo pronto que el jefe estaba en Tetela.
Se detuvieron en Zitlalcuautla, no sólo para dormir, sino para considerar la conveniencia de que la columna parara algunos días en Tetela rehaciéndose al abrigo de las montañas. Así lo quería don Venustiano, a quien Cabrera informaba que dos hermanos suyos debían de andar ya por aquellos rumbos al habla con Gabriel Barrios, y así lo aconsejaba el deplorable estado de casi toda la comitiva. Porque tan faltos iban de todo, que, esa misma noche, don Venustiano mandó pedir a Urquizo una muda de ropa interior, para poder deshacerse de la que traía, ya intolerable.
Durmieron mal. La lluvia los obligó a interrumpir el sueño y a reanudar la marcha, así fuese a oscuras.
Corrida la mañana, las veredas que los conducían los llevaron a un camino carretero, por donde, entre las doce y la una de la tarde, llegaron a Tetela. Como estaban seguros de poder instalarse allí, buscaron alojamientos y sitio para bañarse; pero apenas acababan de encontrarlos cuando Carranza supo que Gabriel Barrios había salido hacia Cuautempan, noticia que pareció bien extraña a Murguía, a Cabrera, a Mariel y a todos los que confiaban en que el acogimiento fuera alentador y cordial. Se supo asimismo, por informes de las fuerzas serranas, que una columna de caballería, al mando de Jesús Guajardo, entraba ya en la sierra por el mismo camino que traían ellos y que amenazaba alcanzarlos si no se daban prisa. Ordenó don Venustiano que se tocara reunión y botasilla y volvieron a montar. Instantáneamente, de un solo golpe, se derrumbó la esperanza que en todos había encendido el sentirse en la sierra bajo la protección de Gabriel Barrios, y otra vez se hundieron casi todos en el desaliento y la inquietud. Con Murguía, con Mariel, con Urquizo, con Cabrera, don Venustiano seguía hablando de la marcha al Norte.
Llegaron a Cuautempan por la noche. Gabriel Barrios tampoco estaba allí, y por lo que de él se dijo, y de sus fuerzas, don Venustiano pensó que los serranos no lo apoyarían: simplemente lo dejaban pasar. Otra noticia los volvió a la esperanza: Lindoro Hernández, subordinado de Mariel, acababa de llegar a Huauchinango y Beristáin. Seguro Mariel de que aquellas fuerzas se mantendrían leales al señor Carranza, Murguía ordenó que se les mandaran propios con instrucciones de venir inmediatamente en ayuda de los fugitivos. ¿Eso al menos se conseguiría?
La noche del 18 de mayo la pasó Carranza en la mejor choza de Cuautempan; y a la mañana siguiente, desayunándose con sus principales acompañantes, les expuso la necesidad de aligerar la columna, librándola de elementos inútiles, y la urgencia de reforzarla con el mayor número posible de fuerzas de caballería, para realizar rápidamente el paso de la sierra de Puebla a la de Querétaro y seguir luego las jornadas hacia el Norte. Murguía propuso, a falta de nuevas noticias de Lindoro Hernández, que Mariel mismo fuera a buscarlo, pues a Mariel, de seguro, se le atendería mejor que a cualquier otra persona. Don Venustiano no lo aprobó; dijo que aquello podía dejarse para después, para cuando todos estuvieran más cerca de los sitios ocupados por Hernández. También dispuso allí que el escuadrón del Colegio Militar no siguiera exponiéndose a las contingencias de marcha tan azarosa: debía separarse de la columna y volver a México desde Cuautempan. Lo más del Ejército, con sus generales al frente, había faltado al cumplimiento de su deber. ¿Cómo aceptar entonces el posible sacrificio de aquellos jóvenes, algunos casi niños, por más que los impulsara la voluntad de permanecer fieles a la tradición de su instituto? Y no era que a él la situación se le presentara ya con visos irremediables. No: él y quienes lo acompañaban saldrían de aquellas comarcas infestadas de enemigos, llegarían al Norte, encontrarían tropas leales en número suficiente para recomenzar la lucha y restaurar, por virtud del derecho y de la fuerza, el imperio de la ley. Mas, por de pronto, los peligros eran tantos que no debía el Presidente de la República consentir en que lo protegiera el Colegio Militar. Y en vano protestaron Rodolfo Casillas, Jesús Loreto Howell y no pocos de los cadetes: la orden fue terminante y hubo de obedecerse.
En esto estaban cuando el teléfono les avisó que el enemigo entraba ya en Tetela. ¿Era cierto? ¿Eran ardides de Gabriel Barrios, que buscaba, indeciso entre protegerlos o combatirlos, el modo de que se alejaran? En cualquier caso, había que partir. Al trote salieron de Cuautempan, y después de subir y bajar cuestas llegaron a Tomoxtla. Allí se separó el escuadrón del Colegio Militar; allí, nuevo aviso telefónico apremió a la columna fugitiva para que siguiera internándose por la sierra. Volvieron a trotar. Don Venustiano se detuvo en lo alto del cerro y vio cómo desde el camino de abajo, Casillas y Howell —éste acababa de regalarle su mejor caballo—, y con ellos todos los cadetes, agitaban los sombreros a modo de despedida. Levemente, impasible, casi inmóvil unos instantes, él levantó el suyo para contestar.
Esa noche llegaron a Tepango. Desde luego, y tras de oír el parecer de Murguía, de Cabrera, de Urquizo, de Mariel, don Venustiano estudió la posibilidad de seguir por Zacatlán hacia Beristáin, para salir por Apulco a la sierra de Hidalgo y por Jalpan a San Luis Potosí. Pero pronto desechó el proyecto, pues se supo, por avisos de Barrios, que había enemigo en Zacatlán; que la columna de Guajardo, siempre sobre los fugitivos, estaba ya en Cuautempan, y que el coronel Lindoro Hernández, de cuya lealtad tanto se esperaba, se había unido al movimiento rebelde y tenía tendidas sus tropas desde Beristáin hasta Necaxa.
Aunque Mariel no creía esto último, se decidió que no quedaba otro camino libre que el de Tlapacoyan, al cual los empujó también otra noticia: que el teniente coronel Valderrábano, de las fuerzas de Hernández, y Rodolfo Herrero, antiguo rebelde recientemente rendido al gobierno, se mantenían adictos y dominaban, al norte de Tlapacoyan, desde Villa Juárez hasta el Plan de Zaragoza, pasando por San Pedrito, La Unión y Patla.
Siguieron, pues, al día siguiente, 19 de mayo, de Tepango hacia Amixtlán, y de Amixtlán a Tlapacoyan. Suponiendo que allí podrían pasar la tarde y la noche, don Venustiano fue a hospedarse en la escuela pública, junto con Murguía, Cabrera, Aguirre Berlanga, Mariel, Mario Méndez y los ayudantes Suárez y Amador. Buscaron qué comer. Mandaron herrar las bestias, ya tan mal de cascos que a menudo se caían. Consiguió allí Mariel que se le autorizase a escribir a Lindoro Hernández, que estaba en Huauchinango, y a Valderrábano, posiblemente acantonado en Villa Juárez, cartas que les explicaran la terrible situación de la columna y lo urgente de venir a incorporarse para salvarla. Un coronel, Salustio R. Lima, se ofreció a ir a tratar en persona con los dos jefes, pero don Venustiano dijo que aquello no le parecía indispensable.
Se presentó en esto un enviado de las fuerzas de Barrios; traía la noticia de que ya se hallaban en Tepango las fuerzas enemigas llegadas antes a Zacatlán; que estaban próximas al mismo punto las de Guajardo, y que otra columna, la de Vega Bernal, avanzaba de Santo Domingo sobre Tlapacoyan. Don Venustiano dispuso salir inmediatamente; y como en aquella región el guía ya no era Cabrera, sino Mariel, mandó llamar a este último para preguntarle acerca de la salida que les quedaba. Mariel dijo que lo mejor era acercarse a Necaxa, para que él mismo fuera a indagar la actitud de las tropas de Lindoro Hernández, ya que de seguro permanecían fieles; pero don Venustiano no lo aprobó, visto el inconveniente de que eso los acercaba demasiado a las vías del ferrocarril. Propuso entonces Mariel refugiarse en Chiconcuautla, lugar, a su juicio —lo mismo opinó Cabrera—, fácilmente defendible hasta por unos cuantos hombres, y desde donde podrían comunicarse con Huauchinango y Villa Juárez; pero don Venustiano tampoco lo aceptó. Lo más prudente, dijo, era seguir hacia la parte dominada por Rodolfo Herrero.
IV. RODOLFO HERRERO
De Tlapacoyan don Venustiano y su caravana siguieron huyendo hacia Tlaltepango, única salida que les dejaba la llegada de tropas enemigas a Tepango y Santo Domingo, y firme él en su decisión de no acercarse a Necaxa, para lo que le sobraban las razones. Porque ¿cómo aumentar las probabilidades de un ataque, si la columna sumaba escasamente cien hombres, y de ellos veinte o veinticinco civiles, cincuenta o sesenta jefes y generales y quince o veinte soldados y asistentes?
En Tlaltepango, por informes que tomó Mariel, pareció confirmarse lo que ya sabían: que Lindoro Hernández, puesto en esos días a las órdenes de Jesús Novoa, les cerraba el paso desde Necaxa hasta Beristáin; que Guajardo y Vega Bernal venían acercándose por la retaguardia, y que Valderrábano y Rodolfo Herrero, tendidos con sus fuerzas desde Villa Juárez hasta el Plan de Zaragoza, permanecían fieles y estaban prontos a protegerlos. Acaso les inspirara alguna desconfianza el saber que Herrero, antiguo rebelde, se había sometido al gobierno semanas antes de levantarse en armas Pablo González y Obregón; pero ni Mariel consideró extraña aquella lealtad, ni don Venustiano varió en su idea de seguir hacia la parte que Herrero dominaba.
Siempre a media jornada del enemigo, llegaron a Cuamaxalco al pardear la tarde del día 19, y entonces pudo suponerse que no erraba don Venustiano al escoger la ruta que llevaban, pues los informes acerca de Herrero parecían cada vez mejores. De él les dijeron allí que se había concertado con Valderrábano para auxiliar a los fugitivos, por gratitud a Mariel y al presidente, y que hasta había derrotado ya una partida obregonista en Pahuatlán. Otros informes aclaraban que Herrero andaba por el Plan de Zaragoza, pero que su segundo, César Lechuga, y su secretario, Miguel B. Márquez, se encontraban en Patla con unos treinta hombres.
Las noticias eran buenas. Don Venustiano dispuso descansar en Cuamaxalco parte de la noche y seguir hacia Patla a las dos de la madrugada; aunque también le pareció juicioso que Mariel escribiera desde luego a Lechuga y a Márquez preguntándoles si dejarían pasar a la columna y si la ayudarían de algún modo.
De poco les sirvió aquel descanso: volvió a llover; otra vez se coló el agua por entre los tejamaniles de las chozas en que, distribuidos por grupos, dormían amontonados, y ni las monturas se libraron de mojarse. Así y todo, a la hora prevista, Murguía, con una lámpara en la mano, tuvo que recorrer el campamento para levantar a los más remisos, que preferían no moverse ya. Don Venustiano, en pie el primero, andaba, casi a oscuras, pagando a los indígenas las hojas de maíz que habían comido sus caballos.
Porque desde el principio de aquellas jornadas, angustiosas para todos, menos para él, nada lo apartaba de sus hábitos de calma y de orden, ni de su fortaleza y sobriedad. En todo daba el ejemplo: se esforzaba como el que más y comía como el que menos; se apeaba dondequiera que el camino lo exigía, o cuando el caballo se fatigaba, y retrasaba lo más posible el volver a montar. En los altos atendía al agua y al pienso de las cabalgaduras lo mismo que su asistente. Nadie lo vio entregarse a la fatiga, o al decaimiento, o al dolor, y si alguien le insinuaba la posibilidad de que se salvara ocultándose por allí con unos cuantos, mientras los demás seguían atrayendo al enemigo, respondía él que no, que las tropas leales del Norte lo esperaban para que juntos se salvaran todos.
Sin aguardar la respuesta de Lechuga y Márquez ordenó don Venustiano la salida de Cuamaxalco.
Seguía lloviendo. Hasta el alba, y después, durante buena parte de la mañana, caminaron por sendas duras y peligrosas, por cuestas tan pinas que a menudo tenían que desmontar. Cuando clareaba el día tropezaron con unos indios que les ofrecieron tortillas. Como a las nueve llegaron a una ranchería. Buscaron qué comer, pero no encontraron nada. Tuvieron que contratar guías nuevos, porque los que llevaban aseguraron no conocer el camino hacia adelante.
Cerca de las once, después de dos horas de trepar cuestas cogidos a las colas de los caballos, y de bajarlas al borde de los precipicios, divisaron abajo y a lo lejos, a orillas del río Necaxa, el pueblo de Patla. Poco después vino a su encuentro un enviado con la respuesta de Lechuga y Márquez, que decían estar prontos no sólo a dejar libre el paso al presidente y su columna, sino a unírsele y a ponerse a sus órdenes. Más allá apareció el propio Lechuga, que confirmó su mensaje y habló de la absoluta lealtad de Rodolfo Herrero y de la inteligencia de éste con Valderrábano para acoger a los fugitivos y protegerlos. Entre la fatiga y la sed, que los consumía, a todos les sonrió entonces la confianza; y su fe se hizo mayor cuando, de allí a una hora, llegaron al río, que venía alto, y vieron cómo los soldados de Lechuga los ayudaban a pasar, lo que no fue cosa fácil, pues el puente apenas si era viable a pie. Los caballos tuvieron que atravesar a nado, mientras los hombres de Lechuga transportaban a hombro las monturas y las armas. Tan espaciada llegaba ahí la comitiva, que una parte de ella, ya del otro lado del río, veía bajando desde arriba de la montaña a los diez o doce soldados que formaban la retaguardia con Heliodoro Pérez.
En Patla se dispersaron unas horas para bañarse, para comer, para buscar algo de lo mucho que necesitaban. Lechuga y Márquez llevaron a don Venustiano a la mejor casa del pueblo, junto con Murguía, Mariel, Aguirre Berlanga, Mario Méndez y otros; y allí, mientras se les preparaba la comida, se trató de lo que debía hacerse. Dijo Murguía que quizás fuera ya oportuno mandar a Mariel en busca de noticias ciertas sobre Valderrábano y Lindoro Hernández. Don Venustiano lo aprobó, dispuso que Mariel se adelantara desde La Unión hasta Villa Juárez, y que si Hernández y Valderrábano le eran adictos, interrumpiera con ellos las comunicaciones hacia México y les pidiera, para escolta de la comitiva hasta el Norte, cuantos hombres de caballería pudieran darle.
Comieron. Don Venustiano encargó a Mariel que le hiciera en Villa Juárez varias compras: unos zapatos, una camisa, ropa interior, para lo cual —añadió— no le daba dinero porque no tenía ninguno. Y advirtiendo después, ya para partir todos, que él y la columna esperarían en San Pedrito mientras Mariel terminaba sus gestiones, interrogó a éste sobre la distancia que había de San Pedrito a Villa Juárez; y como Mariel contestara que habría unos ocho kilómetros, él repuso que no estimaba cuerdo acercarse tanto, sino que debía escogerse otro sitio más apartado y oculto, y también al abrigo de las fuerzas que venían persiguiéndolos, donde pudiera esperar. Mariel respondió que no conocía otro, y que no veía riesgo en llegar todos a San Pedrito; pero Lechuga, interviniendo por vez primera, opinó que no había por qué acercarse hasta allá; que don Venustiano podía esperar en Tlaxcalantongo, pueblo al margen de todo tránsito y bien provisto de alimentos y de forraje para la caballada.
Salieron de Patla como a la una de la tarde, indeciso aún don Venustiano entre seguir hasta Tlaxcalantongo, conforme al consejo de Lechuga, o esperar en La Unión las noticias que Mariel iría a traerle. Tras un trecho de camino plano empezaron de nuevo las subidas. Don Venustiano iba con Murguía a la cabeza de la columna, y a la deshilada, por lo muy escabroso del terreno, seguían los demás.
No habían andado media cuesta entre Patla y La Unión cuando los alcanzó y empezó a pasar un jinete de buen caballo, de camisa oscura, con tirantes, sombrero de fieltro suave, y pistola al cinto. Al llegar cerca de Cabrera se detuvo y lo saludó. Cabrera le contestó con aire de querer reconocerlo:
—¿Qué hay? —le dijo—, ¿qué hace usted por aquí?
—Pues protegiendo —contestó el hombre— el paso del señor presidente y de todos ustedes.
Cabrera lo miró despacio y volvió a preguntar:
—¿Es usted Rodolfo Herrero?
—Sí, señor; para servirle. ¿Y usted es...?
—Yo soy Luis Cabrera.
—¡Ah, vaya! Usted es el licenciado Cabrera. Pues somos paisanos, y hasta creo que algo parientes.
Cosa rara. Rodolfo Herrero les daba alcance subiendo la cuesta desde Patla. ¿No les habían dicho que andaba por el Plan de Zaragoza? Su porte, su vestido parecían confirmar que no venía de muy lejos.
A nuevas preguntas de Cabrera, contestó:
—No; no conviene que se queden ustedes en La Unión, ni que se acerquen a Villa Juárez, porque es peligroso. Voy a llevarlos a Tlaxcalantongo, donde quedarán muy bien: hay suficiente maíz y punta para los caballos, y comida para ustedes.
Preguntó luego por Mariel. Cabrera le contestó que lo encontraría más adelante, cerca del señor Carranza; y entonces él, despidiéndose, y ya para picar espuelas, pronunció muchas frases alentadoras.
—Por el general Mariel —dijo— y por don Venustiano, yo soy capaz de ir hasta la muerte. Soy de veras hombre leal, de los que no engañan.
Y siguió galopando.
Al emparejar con Urquizo, también lo reconoció; se detuvo para abrazarlo, habló con él más que con Cabrera. Recordó que poco antes había estado en México; comentó que era mucha su significación militar y política en toda aquella comarca y que los fugitivos debían considerarse dichosos de haber llegado a donde él estaba, pues los apoyaría y defendería con todas sus fuerzas.
—Además, todo esto lo conozco yo como la palma de mis manos, porque aquí he operado siempre, y si el caso es difícil, mejor: sólo en estos trances se conoce el verdadero valer de las personas. Así voy a decírselo ahora mismo al señor presidente.
Y otra vez picó espuelas, y volvió a trepar ágil, mientras a su lado la hilera de los fugitivos seguía subiendo la cuesta con grande esfuerzo.
Alcanzó a Mariel, lo abrazó, lloró; le protestó que contara siempre con su devoción personal, y con la de todos los suyos, igual que el señor Carranza; y le dijo que tenía a verdadera felicidad acompañarlos en aquel infortunio, pues era hombre agradecido y leal, que no olvidaba los servicios recibidos. Obregón era un canalla y un traidor; Pablo González, otro traidor, mal amigo y desagradecido; y ¿qué decir de la punta de chaqueteros que los seguían a impulsos del vil interés? Por fortuna todavía quedaban algunos hombres leales: allí estaban ellos dos, allí estaba Murguía, allí estaban Diéguez, Iturbe. Se juntarían todos para escarmiento de los traidores, de quienes ni el rastro quedaría.
Ante don Venustiano, al cual se acercó en seguida, acompañado y presentado por Mariel, fueron todavía más conmovedoras y explícitas las protestas de sus buenos sentimientos, de la sinceridad de su ayuda, de su gratitud. Don Venustiano, sin dar señales de emoción, lo escuchaba atento y benévolo: se acariciaba la barba con la mano que le dejaban libre las riendas; respondía con ademanes de parecerle aquello cosa esperada y muy natural, lo que acaso fuera el más elocuente elogio de lo que oía. Porque era confortante para él, en medio de tantos desengaños y tribulaciones, encontrar al fin un hombre, diferente de otros muchos, que cuando más se dudaba le salía al paso tendiéndole la mano. Desde Teotihuacán, donde lo habían esperado Murguía y Heliodoro Pérez; desde Apizaco, donde se le habían unido Pilar R. Sánchez, Margarito Puente, Flores Palafox, Hinojosa, no había vuelto a presentársele otro jefe amigo hasta ese momento en que Rodolfo Herrero, cordial y efusivo, lo acogía en la sierra de Puebla.
La columna siguió su marcha. Cabalgando al lado de don Venustiano, Herrero se apresuró a traducir en hechos la solicitud mostrada antes en las palabras. Empezó a dar toda suerte de informes sobre el valor táctico y estratégico de la comarca, sobre sus recursos, su gente, sus comunicaciones. Procuraba hacer para don Venustiano más llevaderas las fatigas de la jornada. Si llegaban a un tramo difícil, donde hubiera que apearse y tirar del caballo, lo ayudaba a desmontar, tomándolo por el brazo hasta ponerlo en tierra. Lo sostenía al salvar las zanjas, para que no resbalara, o al pasar por sobre los peñascos, para que no tropezara y cayese. Luego, ya el camino mejor, lo ayudaba a montar otra vez, para lo que le tenía el caballo por el ronzal y contrapesaba sobre la ación del otro estribo. Don Venustiano aceptaba de muy buena manera aquellas atenciones casi afectuosas y, entre tanto, correspondía a Herrero dándole instrucciones acerca de la campaña que debía desarrollar en la región mientras el gobierno volvía rehecho desde el Norte.
A nadie podía chocar que Herrero se portara así. Don Venustiano venía totalmente derrotado y desvalido, aunque lo disimulara detrás de su enorme entereza, y Herrero, que se sentía el amo de aquellas montañas, por donde a merced suya el gobierno huía ahora, no podía olvidar que semanas antes había tenido que rendirse, y que entonces Mariel, su padrino y protector en aquel acto, había venido hasta allí a recibirlo solemnemente entre sus tropas, y luego lo había llevado a la Ciudad de México para que el gobierno de don Venustiano lo acogiera. ¿Por qué Herrero no había de mostrar con efusión toda su gratitud, y más, creyendo, como decía, que sólo en los trances difíciles se revelaban los verdaderos hombres?
Hicieron alto en La Unión. Mariel insistió en que todos siguieran juntos hasta San Pedrito, desde donde se adelantaría él a Villa Juárez; pero ni lo aceptó don Venustiano, por los motivos que ya había expuesto en Patla, ni lo recomendó Herrero, para quien, resueltamente, según se lo había dicho a Cabrera, Tlaxcalantongo se ofrecía como el sitio más seguro, por razones militares, y el más a propósito por los forrajes y los alimentos. Mariel recomendó entonces a Herrero que lo sustituyese como guía de la columna hasta Tlaxcalantongo, y le encareció alojarla allá tan bien como se pudiera, y que no se apartara de ella las seis o siete horas que él tardaría en volver. Y en seguida, acompañado de César Lechuga, que así lo pidió, se fue por el camino de Villa Juárez, mientras la columna tomaba el de Tlaxcalantongo.
Al despedirse Mariel, don Venustiano le dijo:
—Mariel, sea usted cauto, muéstrese poco en Villa Juárez; y no olvide comunicarme pronto el resultado de sus entrevistas con Hernández y Valderrábano.
Empezaba a lloviznar, el cielo se oscurecía y relampagueaba. Por el camino, resbaladizo otra vez, la columna volvió a estirarse de uno en uno y a subir hacia Tlaxcalantongo bajo la amenaza del aguacero. Algo oculto, algo ominoso había en aquella lenta ascensión, y así lo hubieran sentido todos si a la cabeza de la columna, hablando alentadoramente cerca de don Venustiano, no hubiera ido Rodolfo Herrero.
V. TLAXCALANTONGO
Llegaron a Tlaxcalantongo como a las cinco de la tarde. Aquello no era un pueblo, ni una aldea, ni un lugar. Era una mala ranchería de cuarenta o cincuenta chozas cogidas entre la montaña, que se levantaba por la izquierda, y el borde del precipicio, que caía por la derecha. Herrero explicó que para caballos sólo había dos entradas: la del sur, por donde acababan de pasar, y la del norte, que daba acceso desde el Plan de Zaragoza, donde tenía él sus fuerzas. La montaña, hasta la parte visible entre la niebla, era escarpadísima; desde el fondo del precipicio subía el rumor del torrente que se estaba formando con el aguacero.
Guió Herrero la cabeza de la columna hasta una como plaza abierta en medio del caserío, junto a unas pilastras abandonadas y derruidas. Allí se acercó a una de las chozas —la de apariencia menos pobre— y, apeándose de un brinco, dijo a don Venustiano:
—Por ahora, señor presidente, éste será el Palacio Nacional.
Don Venustiano desmontó también, igual que todos los que le seguían; y sin decir palabra entró en la choza señalada por Herrero, a la cual éste lo hizo pasar cogiéndolo amablemente por el brazo. Detrás de ellos entraron Aguirre Berlanga, Mario Méndez, Gil Farías y los capitanes Suárez y Amador. Las paredes de la choza eran de tablas viejas y mal unidas; el techo, de palos y tejamanil; el piso, de tierra apenas apisonada en la que se clavaban las patas de una mesa y un banco arrimados al fondo, casi enfrente de la puerta y un poco hacia la izquierda.
—Todo esto —dijo Herrero— me parece muy pobre, señor presidente, pero, como refugio de una sola noche, puede bastar.
Y luego, todavía cogido entre sus dedos el brazo de don Venustiano, añadió:
—Ya lo tengo a usted en Tlaxcalantongo, ya me siento tranquilo.
Don Venustiano se asomó al exterior. No cedía la lluvia; a lo lejos la niebla espesaba. Herrero obtuvo permiso de ir a dar alojamiento a los demás de la columna y a poco se perdió entre los grupos de hombres, que desmontaban, que lentamente iban acomodándose como mejor podían.
En varias chozas de la plaza se alojaron Juan Barragán, Montes, Pilar Sánchez, Marciano González, Bruno Neira, Morales y Molina, Villela y otros. Más allá estaban Fontes, Ostos, Carlos Domínguez, León Ossorio, Landa Berriozábal, los Saldaña Galván. Algo más lejos, como a ciento cincuenta metros de don Venustiano, Urquizo y sus ayudantes se abrigaron debajo de un cobertizo de palos y ramas, donde parecían dispuestos a tenderse al mismo pie de sus caballos, y más lejos aún, don Ignacio Bonillas, Juan Amador y alguien más.
Murguía, Cabrera, Ugarte y varios oficiales se quedaron a la entrada del caserío, y tan pronto como estuvieron instalados se pusieron a considerar la situación, que no les parecía nada buena. Luego, con unos mapas a la vista, se dedicaron a estudiar minuciosamente las salidas que les quedaban.
Por de pronto, lo que más preocupaba a todos era la falta de alimentos y, más aún, la falta de pastura para los caballos. Muchos salieron a recorrer las chozas; no hallaban nada: ni tortillas, ni maíz, ni trigo. Los moradores de la ranchería, al parecer, habían escapado según se aproximaban ellos, acaso por temor, acaso con la idea de no prestarles ninguna ayuda. Fue cosa de ponerse a cortar yerba para que comieran algo los caballos.
Don Venustiano tuvo unos instantes de vacilación. ¿Convenía quedarse en aquel lugar, tan pobre, tan agrio, tan triste? ¿No era mejor seguir adelante, a lo que saliera? Vio a Suárez tirando de su caballo hacia el cobertizo que la choza tenía a un lado. Lo llamó, le ordenó:
—Capitán, no desensille usted. Monte y vaya a prevenir a todos que estén listos para continuar la marcha de un momento a otro.
Pero, minutos después, Suárez regresó diciendo que casi todos habían ya desensillado y andaban dispersos entre las casas en busca de comida y forraje.
—Está bien —contestó él.
Y agregó luego, como para sí mismo:
—De todos modos, es igual.
Fontes entre tanto, y con él otros, ayudados por algunos soldados de Murguía, habían bajado al río, por el lado del camino de La Unión, para que bebiera parte de la caballada. Eso hacían cuando de pronto divisaron unas indias que bajaban corriendo la ladera de la otra orilla y que llegaban hasta ellos. Les preguntaron qué les pasaba, que por qué corrían, y como ellas contestaran que venían huyendo de una tropa que se acercaba por detrás, Fontes y los otros supusieron que se trataba de la retaguardia de la columna, retaguardia, como siempre, formada por los soldados de Heliodoro Pérez.
Amador había encontrado algo de pastura para los caballos del presidente, y León Ossorio una gallina que le traía para la cena. Don Venustiano estaba en aquel momento a la puerta de su choza, protegido de la lluvia por los palos y yerbas del tejaván. Urquizo, que llegaba a pedir órdenes, conversó un rato con él:
—Creo que no estamos bien aquí, señor.
—¿Por qué, Urquizo?
—Porque no hay forraje para los caballos, que vienen despeados y hambrientos.
—Es cierto —comentó el presidente— estamos mal aquí, y bien podríamos caminar otras cuatro o cinco leguas, pues aún es temprano; pero tenemos que esperar las noticias de Mariel.
Se sentó en el umbral de la puerta, casi en el suelo. Y apreciando entonces, quizá por las palabras de Urquizo, quizá por la humedad que le llegaba a la carne, lo muy mal que por todos conceptos estaba él allí, llamó a Mario Méndez y le dijo, con su aire de reposo, todavía inalterable:
—Mario, vea usted si hay en este lugar una casa con piso de madera.
Pero a poco volvió Mario y le informó que ninguna de aquellas casas tenía piso de madera, y que ésa, entre todas, era la mejor.
—Bien —contestó—; aquí nos quedaremos. ¡Qué le hemos de hacer!
Y hubo en su acento asomos de disgusto o de fatiga; pareció como si su entereza, al fin, estuviera a punto de abandonarlo.
Secundino Reyes había conseguido atrapar al indio que ejercía la autoridad en la ranchería. Llegó con él. Don Venustiano le preguntó dónde estaba la gente que vivía en aquel sitio, que por qué no se veía a nadie. El indio le respondió que andaban todos allá arriba, por las lomas.
—Y ¿qué hacen allá?
—Cuidan sus labores, señor.
—Pues ordéneles usted que bajen ahora mismo y que nos traigan pastura para los caballos. Se les pagará lo que sea.
—Voy a buscarlos, señor.
Y se fue el indio y no regresó.
Venían a saludar a don Venustiano, ya solos, ya en grupos, Bonillas, Barragán, Montes, Marciano González, Carlos Domínguez y muchos otros. Conversaban con él un rato; luego se iban. Silencioso, Secundino Reyes metía en el interior de la choza los sudaderos y las monturas, y con eso se ponía a preparar las camas en que pasarían la noche. Carranza, según lo había indicado desde el primer momento en presencia de Herrero, se tendería en el rincón más lejano de la puerta, hacia la izquierda, de modo que la cabeza le quedara contra la pared del fondo y el costado derecho a lo largo de la otra pared. A su izquierda, como a un metro de distancia, se acostaría en igual sentido, y más hacia la mitad de la choza, Aguirre Berlanga; enfrente de ellos, Gil Farías y Mario Méndez, con la cabecera contra la pared de la puerta; y a mano derecha de ésta y en dirección perpendicular a los demás, los capitanes Ignacio Suárez y Octavio Amador.
Pasadas las seis se presentó Herrero con la noticia de que un hermano suyo, según acababan de avisarle, se había herido accidentalmente en Cerro Azul, por lo que él pedía permiso de ir allá, para ver en persona lo que pasaba y atender a las curaciones. Don Venustiano no sólo accedió, sino que le dijo que no se fuera sin buscar a Fontes, que traía un botiquín y podía darle vendas, algodón, yodo y alguna otra cosa que le hiciera falta.
Lo agradeció mucho Herrero, se conmovió; aseguró que así lo haría. Y cual si quisiera corresponder de algún modo a la gentileza de don Venustiano, le manifestó que estaba resuelto a no irse hasta después de haber colocado él mismo las avanzadas para la vigilancia de la noche, pues así se lo aconsejaba su conocimiento del terreno. Don Venustiano, que lo tuvo a bien, llamó entonces al capitán Suárez para ordenarle:
—Capitán, comunique usted de mi parte al general Murguía que se entienda con el coronel Herrero para la distribución de los centinelas y las avanzadas de esta noche.
Como se pensaba, se hizo. En parte por obedecer, en parte por no contar con bastante gente para la vigilancia, Murguía puso su escolta y varios oficiales a las órdenes de Herrero, y éste cogió aquellos hombres, casi los únicos disponibles, y fue a situarlos a la distancia que tuvo por conveniente.
Arreciaba la lluvia. Casi era torrencial cuando Murguía y Cabrera llegaron a ver a don Venustiano. Hablaron con él acerca de lo difícil de las jornadas; extendieron los mapas, y entre los tres buscaron el camino más corto hacia la sierra de Hidalgo y Querétaro, para seguir luego al Norte, conforme se quería. Comentando la ausencia de Mariel, que tardaría de cinco a seis horas, don Venustiano contó la súbita salida de Herrero hacia Cerro Azul, y entonces Murguía y Cabrera, francamente inquietos, propusieron ensillar otra vez y seguir hasta mejor paraje. Don Venustiano dijo que no: era difícil, la lluvia no llevaba trazas de parar, todos estaban cansados.
Cenaron poco después; y acabada la cena, que fue pobre y triste —triste como todo aquella tarde, triste como la lluvia que estaba cayendo—, Murguía y Cabrera se despidieron para retirarse a dormir y estar nuevamente listos a la madrugada. Aguirre Berlanga volvió a comentar entonces la ausencia de Herrero.
Dijo a don Venustiano:
—No me gusta nada, señor, que Herrero nos haya dejado de este modo. Don Venustiano, con zozobra ya perceptible, contestó:
—Sí, es verdad.
Pero se recobró pronto, y añadió como para darse ánimo:
—Herrero es hombre de confianza de Mariel. Además, nunca se impide que ocurra lo que ha de ocurrir. O nos va muy bien o nos va muy mal. Digamos como Miramón en Querétaro: «Dios esté con nosotros en estas veinticuatro horas.»
La noche se había echado encima. Secundino sacó de su morral un cabo de vela, lo puso sobre la mesa y lo encendió. Alumbrados por aquel débil resplandor siguieron departiendo con don Venustiano los cinco hombres que lo acompañaban. Unos se habían recostado en sus tendidos, otros seguían sentados en el banco.
Así estaban cuando, a las siete y media, Heliodoro Pérez vino a pedir el santo y seña de la noche. También él habló de sus inquietudes y recelos, y luego se fue.
En previsión de las largas horas que los aguardaban, observó don Venustiano que mejor era dormir desde luego y reservar la vela para alumbrarse durante los preparativos de la partida a la madrugada.
—Porque pronto —dijo— recibiremos noticias de Mariel, y conviene estar dispuestos para salir inmediatamente.
Apagaron la luz. Hablaron otro poco en la oscuridad. En seguida trataron de entregarse al sueño.
Corrieron las horas. Suárez y Amador cuchicheaban. Ya bastante tarde —¿la una?, ¿las dos?— se vio que una luz se acercaba a la choza. Amador se levantó a ver quiénes llegaban. Pistola en mano preguntó. Eran un ayudante de Murguía y dos indios, uno de los cuales traía el parte que Mariel mandaba desde Villa Juárez. Don Venustiano dispuso que se les hiciese pasar y que se encendiera la luz.
Cumplida su misión, el oficial de Murguía se retiró. Los indios, después de responder a unas cuantas preguntas de don Venustiano, que les hablaba incorporado a medias en su cama, no aceptaron quedarse en el cobertizo con los asistentes, sino que alegaron razones para regresar, pese a lo recio de la lluvia, y se fueron también. Carranza entonces, levantándose con una mano los anteojos, leyó en voz alta, mientras le acercaban la luz de la vela, el parte de Mariel, que decía esto: «Respetable señor Presidente. Tengo el honor de comunicar a usted que la comisión que se sirvió conferirme ha sido satisfactoriamente cumplida. El coronel Lindoro Hernández y el teniente coronel Valderrábano permanecen leales y están del todo a disposición de usted y resueltos a proporcionar lo necesario para que la columna continúe al Norte. Mañana, a primera hora, tendré el honor de comunicarle en persona los detalles de la entrevista.»
Terminada la lectura, don Venustiano comentó:
—La verdad es que no había podido dormirme por esperar esta noticia. Ahora sí, señores, podemos descansar.
Y otra vez apagaron la vela para que la oscuridad y el sueño los cobijaran.
No pasó mucho tiempo. Cerca de las tres o las tres y media, los fugitivos despertaron al clamor de grandes voces y a los disparos que se oían a la puerta misma de las chozas. Parecía que los asaltaban. «¡Viva Peláez!» «¡Viva Obregón!», y sonaba nutrido fuego de fusilería. Se levantaron como pudieron, y como pudieron empezaron algunos a salir.
Afuera, pese al estruendo, casi no vieron nada bajo la lluvia y entre la oscuridad, que era completa, aunque interrumpida por los relámpagos y los fogonazos. Cerca de la choza de Cabrera y Murguía se entabló un tiroteo, a la vez que sonaban otros en torno de la choza de don Venustiano, y más allá, donde estaban Bonillas y Amador, y hacia la parte ocupada por Fontes, Carlos Domínguez, Che Gómez y Landa Berriozábal, y también del lado donde se guarecían Urquizo y sus ayudantes.
—¡Ríndete, Carranza: tienes garantías!
—¡Ríndete, Murguía!
—¿Dónde estás, Bonillas?
—¿Dónde estás, Luis Cabrera?
Sueltos, espantados, empezaron a correr los caballos, algunos de los cuales caían heridos, o quebrados de las manos al tropezar con lo que encontraban en las tinieblas. Y mientras, seguían los gritos y las descargas; tan bien preparado todo, que al minuto de iniciarse el asalto ya era tremenda la confusión entre los que intentaban defenderse y los que pretendían huir. Peleaba Murguía, peleaban sus oficiales y asistentes; pero casi no partían disparos sino de las manchas claras de los asaltantes, apretados en grupos cerca de las chozas y dueños de ellas por las armas y los gritos. Ni un ¡viva Carranza!; ningún grupo de defensores que opusiera verdadera resistencia.
En el interior de la choza de don Venustiano las descargas se habían sentido cerradas desde el primer momento. Hendían las tablas por la parte donde estaba acostado él; lanzaban pedazos de las tazas y platos que habían quedado sobre la mesa. Afuera, junto a las tablas mismas, las voces gritaban: «Sal, viejo arrastrado: aquí viene tu padre.» «Sal, viejo: ora sí vamos a cogerte por las barbas.» Y brillaba intermitente, por entre los resquicios, la lumbre de los fogonazos, lo que parecía aumentar dentro de la choza la oscuridad, en la cual, a tientas, todos trataban de levantarse y defenderse.
Alargó don Venustiano el brazo para coger sus anteojos y ponérselos; mas al punto, sintiéndose herido, se empezó a quejar. Le preguntó Aguirre Berlanga, que también se había incorporado:
—¿Le pasa a usted algo, señor?
—No puedo levantarme; tengo rota una pierna.
Suárez y Amador ya estaban en pie. Armados de sus pistolas intentaron salir. Frente a la puerta no había nadie: el ataque parecía venir sólo de la parte de atrás. Por un momento los disparos fueron tan próximos, que dos de ellos parecieron producirse en la choza misma. Se volvió Suárez. A tientas llegó hasta don Venustiano y le pasó un brazo por la espalda, para levantarlo y ayudarlo a salir. Quiso hablarle, quiso animarlo, pero advirtió entonces que del cuerpo que tenía sujeto no salía ya más que un estertor. Cerca y lejos seguían los disparos y los gritos.
Pasaron así diez minutos, quince, quizás veinte. Disminuía el tiroteo y aumentaban las voces. Suárez seguía sosteniendo a don Venustiano; sentía correr la sangre y vibrar en el cuerpo el estertor. Pero pronto se resolvieron aquellas sensaciones, y la oscuridad de la choza, en la cercanía de un grupo de asaltantes que llegaban a la puerta intimando rendición y ordenando que salieran todos los que estaban dentro. Alguien les informó que el presidente se hallaba herido, que podían entrar, que nadie haría resistencia. Los asaltantes les mandaron entonces encender la luz, y, encendida ésta, pasaron. Los capitaneaba un hombre de quien después se supo que era pariente de Rodolfo Herrero. Entraron apuntando las carabinas, profiriendo injurias contra Carranza, cogiéndolo todo.
—¡A ver! ¡Dejen ahí al viejo! ¡Todos aquí!
Don Venustiano agonizaba. Su estertor era un ronquido más y más grueso, que se iba yendo, que se iba apagando. Entró otro grupo, al mando de un capitán y a los gritos de ¡viva Peláez! El capitán dijo que inmediatamente mandaría por un doctor. Todos callaron y esperaron. El estertor se hizo opaco y tenue. Don Venustiano expiró.
Vino entonces Secundino Reyes a hincarse de rodillas junto al cadáver. Lo acariciaba. Y él y Suárez estaban extendiéndolo en el suelo, y cubriéndolo con la manta que tenía cerca de los pies, cuando se presentó, con más gente, Miguel B. Márquez, secretario de Herrero y jefe de su Estado Mayor. Cogió el chaquetín de don Venustiano, el sombrero, el reloj, y dispuso que los ocupantes de la choza salieran a ponerse en fila con otros prisioneros.
Amanecía. Serían las cinco de la mañana. La niebla y la lluvia, ya menos copiosas, tamizaban la luz.
México, octubre de 1938