III. CONJURA INTERNACIONAL

En octubre de 1912, el general Félix Díaz, imbuido, por la sola circunstancia de ser sobrino del dictador derrocado, en la idea de que la patria lo requería para que la gobernase, se había apoderado de Veracruz por medio de una asonada militar que no tuvo eco en el ejército ni en el país y que fue vencida en menos de una semana.

Preso Félix Díaz, Madero dispuso que se le aplicara el máximo rigor de la ley, «pero respetando en todo los fueros de los tribunales», salvedad, esta última, que valió al prisionero el no ser fusilado. Rodolfo Reyes, que acudió solícito a defenderlo, junto con dos o tres abogados más, no halló difícil su tarea, y tuvo, por añadidura, la oportunidad y satisfacción de poner en contacto los elementos políticos y militares que conspiraban en México con los que habían conspirado, y seguían conspirando, en Veracruz.

Contaba Félix Díaz con los generales Manuel Mondragón y Manuel Velázquez. Contaba Reyes con el general Gregorio Ruiz. Unida la acción de todos, siguió adelante, más o menos solapada, más o menos ostensible y cínica, la labor corruptora cerca del ejército, y se delinearon proyectos y planes.

De todo aquello eran alma Rodolfo Reyes y el general Mondragón, y, en grado menos importante, pero no menos activo, múltiple y tenaz, otros civiles, entre ellos, de primera fila, el doctor Samuel Espinosa de los Monteros y Miguel O. de Mendizábal. Hubo pláticas de inteligencia con el grupo de conspiradores que encabezaba Alberto García Granados. No se logró la unión con los hermanos Vázquez Gómez, que preferían seguir conspirando por su cuenta. Rehusó aliarse Emiliano Zapata, levantado en el Sur; pero se consiguió en Chihuahua la conjunción con el orozquismo, casi agónico.

Al principio se creyó en la posible fuga de don Bernardo y su marcha, al frente de tropas sublevadas, sobre Veracruz; se creyó en la simultánea evasión suya y de Félix Díaz para ir los dos a sumarse en el Norte con lo que quedaba de las fuerzas de Orozco, o a Toluca, para unirse a las tropas del general Velázquez, que se sublevaría al mismo tiempo que los conjurados de Veracruz y de México. Pero pronto se cayó en la cuenta de que cualquier plan resultaba descabellado y ponía en peligro la vida de uno u otro de los dos caudillos, si Félix Díaz no estaba también en la capital y si el movimiento no se hacía con el objeto inmediato de apoderarse de Madero y su gabinete y de quitarles desde luego todos los resortes del poder.



¿Podía conseguirse que Félix Díaz fuera trasladado de San Juan de Ulúa a una prisión de la Ciudad de México? Sí se podía. El 14 de enero de 1913, el cónsul de los Estados Unidos en Veracruz, míster Canada, mandó a Henry Lane Wilson un telegrama en que le decía:

«Tengo informes, auténticos a mi juicio, según los cuales el gobierno de Madero proyecta en Veracruz un simulacro de movimiento armado, para matar en la prisión a Félix Díaz y sus compañeros y hacer creer que murieron accidentalmente, o que hubo razón para ejecutarlos. Ante el peligro de que el levantamiento se produzca de un momento a otro, mi ayuda ha sido solicitada para salvar el buen nombre del país. Si nuestro gobierno quiere apresurarse a tomar medidas capaces de impedir este hecho, desde luego puede evitarlo con sólo hacer que la embajada entere a Madero de que la trama ya no es un secreto. También podría el Departamento de Estado dar la noticia a la prensa, o conseguiría el mismo resultado saludable con la presencia de un crucero en este puerto.»

Henry Lane Wilson apenas si quería otra cosa. Esperó impaciente las instrucciones de Knox, y tan pronto como le llegaron se presentó al Ministro de Relaciones Exteriores para hacer saber al gobierno mexicano lo que el gobierno de los Estados Unidos pensaba acerca de aquel posible suceso. No era ¡imposible! —empezó aclarando— que el Departamento de Estado o la embajada acogieran como ciertas las versiones que les llegaban, ni menos que les bastara recibir determinados informes para formarse juicio sobre un propósito a tal punto cobarde y criminal. Pero, de cualquier modo —concluía—, perjudicaba grandemente al gobierno mexicano que hubiera personas dedicadas a propalar semejantes rumores. Convenía, pues, procurar de cualquier modo la captura y castigo de los responsables, y el gobierno norteamericano aconsejaba que eso se hiciera.

No se sabe lo que don Pedro Lascuráin haya contestado a la gestión de Henry Lane Wilson, que ocultamente se convertía en instrumento de los conspiradores, y de modo ostensible, e injurioso en el fondo, se entrometía en una cuestión ajena a sus funciones. Pero el hecho es que al día siguiente de aquello el gobierno dispuso el traslado de Félix Díaz, bien para protegerlo de los riesgos que pudiera correr, bien para evitar que se fugase a la sombra de lo que se fraguaba. Y así, el 24 de enero el preso quedó alojado en una celda de la Penitenciaría del Distrito Federal.

El primer paso en el camino de los conspiradores estaba dado. Sólo les faltaba acabar de urdir sus planes y escoger el momento propio para la acción. ¿Eran bastantes los recursos con que contaban? Se buscó atraer a Victoriano Huerta, despechado porque no se le volvía el mando de la División del Norte; pero él, reservado o indeciso en la apariencia, ni rehusaba francamente ni aceptaba de plano, en espera, quizá, de que lo nombraran jefe supremo de la rebelión. Más aún: a veces daba a entender que, de no ser así, denunciaría al gobierno lo que se tramaba.