IV. LA CONTRARREVOLUCIÓN

Dos hechos eran evidentes al principiar enero de 1913: el total desprestigio de Madero entre las clases conservadoras, que no habían dejado de atacarlo y befarlo con las peores armas desde que lo vieron en el poder, y el profundo descontento, el desmayo, la desesperación con que todos sus partidarios —hasta los más firmes— lo veían empeñarse en una política tolerante y conciliatoria.

Porque es la verdad que toda aquella atmósfera contraria al maderismo nacía no de actos revolucionarios del gobierno en los que el enemigo pudiera señalar como cosa palpable la insensatez de la Revolución, sino justamente de la ausencia de esos actos. Por sobra de fe en la persuasión y la bondad, Madero no había acometido la obra revolucionaria al otro día de su encumbramiento, y eso, transitoriamente, lo aniquilaba. Quienes lo habían llevado al triunfo, o habían deseado verlo triunfar, se revolvían ahora contra él o lo miraban con desvío y desencanto, aunque casi todos le permanecieran íntimamente fieles; y quienes lo habían combatido, o habían temido que triunfara, lo despreciaban ahora, y se ensañaban con él, usando para destrozarlo las mismas libertades que él les había dado. Nunca una prensa innoble y ciega ni unos políticos extraviados por la pasión fueron más crueles e injustos al atacar a quien los protegía en sus excesos, que entonces El Imparcial, El Mañana, El Multicolor, y los llamados «tribunos del Cuadrilátero». Nunca una clase conservadora, por simple odio a quien no la trituraba pudiendo hacerlo, ansió tanto la caída de un hombre, como la que entonces ridiculizaba y vilipendiaba a Madero, sin darse cuenta de que, por de pronto al menos, él estaba salvándola de la ruina.

Y de aquel modo, Madero, que se enajenaba la devoción de sus partidarios y amigos por no atajar desde el gobierno a la conjura de los reaccionarios, no se granjeaba la piedad de éstos, ni su simpatía, ni su tolerancia, sino la burla, el escarnio y la calumnia, convertibles en acción, franca o solapada, que pronto lo destruyera. Eran la ceguedad, la pequeñez, la incontenible pasión rencorosa, dominantes y feroces frente a un hombre bueno, de espíritu apostólico, débil ante la tragedia de «no poder encontrar —igual que nadie la habría encontrado— la fórmula de gobierno apta para una sociedad que bruscamente, sin preparación, pasaba de un régimen severo, negación de la libertad, a otro, blando, que proclamaba todas las libertades».

Porque entre aquel ambiente de antimaderismo, activo o pasivo, cundía palpable y casi definida —se pronosticaban hechos, se mencionaban nombres— la inminencia del levantamiento militar que derrocaría al gobierno. Si los grandes periódicos, sin decirlo, querían que el hecho ocurriese, y lo fomentaban, los periódicos ínfimos, en su impaciencia agorera, casi lo denunciaban. Y en el rumor callejero, igual. Se hablaba de Victoriano Huerta, de Bernardo Reyes, de Félix Díaz, de Manuel Mondragón en términos de certeza sobre cuándo, cómo y con quién se sublevarían. La policía, naturalmente, estaba al tanto; además, gente adicta al gobierno traía a los ministros noticias y detalles de lo que se tramaba. Pero todos se sentían abúlicos, todos se hallaban como paralizados por la falta de entusiasmo o el desvanecimiento de la fe, y algunos se contagiaban de la filosofía optimista de Madero, que tenía por imposible que ningún mal lo acechara. Creía él que los mexicanos eran fundamentalmente buenos y estaba seguro de representar, junto con sus colaboradores, el principio del bien.

Una noche, a mediados de enero, don Jerónimo López de Llergo se presentó en la casa del Vicepresidente de la República para comunicarle que Victoriano Huerta, según le acababa de informar un alto jefe de la Secretaría de Guerra, acaso se alzara en armas aquella misma noche, seguido de una parte de la guarnición de la plaza. Pino Suárez mandó decir a García Peña, Ministro de la Guerra, lo que sabía, y éste, recibiendo la noticia con cierto desdén, observó: «Si no se tiene confianza en el ejército ni fe en los hombres, no se puede gobernar.» A poco, avisado de lo que se decía, Victoriano Huerta acudió a presencia de Pino Suárez y le protestó lealtad, con mil razones y en todos los términos imaginables.

A tanto llegaba aquella situación —la de un gobierno inclinado a practicar la doctrina de la no resistencia al mal, y decidido a dejar sueltas las fuerzas malignas confabuladas en su contra— que libremente se discutían en el Congreso y en los periódicos las ventajas o desventajas de que la legalidad sucumbiera. «El esfuerzo de los mexicanos —decía el señor Calero— debe tender a que el gobierno corrija sus graves deficiencias, para que pueda vivir toda su vida constitucional. Considero ciega la labor de los que piden la caída del Presidente. Si este gobierno cae por obra de una revuelta, estaremos perdidos, porque entraremos en un nuevo ciclo de revoluciones y cuartelazos.»



Hondamente alarmados por cuanto se sabía o se esperaba, los diputados adictos al gobierno, que eran los más, fueron el 13 de enero ante el Presidente de la República y le leyeron un memorial preñado de signos ominosos.

«La Revolución —le decían— se ha hecho poder, pero no ha gobernado con la Revolución. La Revolución va a su ruina, arrastrando al gobierno emanado de ella, sencillamente porque no ha gobernado con los revolucionarios, pues sólo estando los revolucionarios en el poder se podrá sacar avante a la Revolución. Las transacciones y complacencias con individuos del régimen político derrocado son la causa eficiente de la situación inestable en que se encuentra el gobierno. ¿Cómo es posible que se empeñen, o se hayan empeñado, en el triunfo de la causa revolucionaria personas que desempeñan, o han desempeñado, altas funciones políticas o administrativas en el gobierno de la Revolución sin estar identificadas con ella? ¿Cómo, si no la sintieron, ni la pensaron, ni la han amado, ni pueden amarla? La labor emprendida por esas personas infidentes ha prosperado en muchos estados de la República y hierve y fermenta en odios contra el gobierno de la ley. Era natural y lógico que sobreviniera la contrarrevolución, pero también lo era que ésta hubiese sido sofocada ya por el gobierno más fuerte y popular que ha tenido el país. Sin embargo, ha acontecido lo contrario. ¿Por qué? Primero, porque la Revolución no ha gobernado con los revolucionarios; después, porque el gobierno ha olvidado que las revoluciones sólo triunfan cuando la opinión pública es su sostén, y vamos camino de que la contrarrevolución consiga adueñarse de la opinión pública. ¿Qué ha hecho el gobierno para mantener incólume su prestigio? El gobierno, creyendo respetar la ley, ha consentido que sea apuñalada la legalidad. La contrarrevolución existe cada vez más peligrosa y extendida, no porque los núcleos contrarrevolucionarios sean hoy más fuertes, sino porque va apoderándose de las conciencias por medio de la propaganda de la prensa, que día a día conculca impunemente la ley, labrando el desprestigio del gobierno, mayor cada vez, y porque todo el mundo piensa ya que este gobierno es débil. Se le ultraja, se le calumnia, se le menosprecia, todo impunemente. La prensa ha infiltrado su virus ponzoñoso en la conciencia popular, y ésta llegará al fin a erguirse un día contra el gobierno en forma violenta e incontrastable, en la misma forma en que antes se irguió contra la tiranía. Debemos, pues, concluir que la contrarrevolución parece fomentada por el propio gobierno, fomentada con sus contemplaciones y lenidades para con la prensa de escándalo, fomentada por medio del Ministerio de Justicia, que se ha cruzado de brazos violando la ley, que es violar la ley consentir en que ella sea violada. El propósito de la contrarrevolución es evidente: hacer que la Revolución de 1910 pase a la historia como un movimiento estéril, de hombres sin principios que ensangrentaron el suelo de la patria y la hundieron en la miseria. Los medios de que la contrarrevolución se ha valido y se vale son: el dinero de los especuladores del antiguo régimen, la pasiva complicidad de los dos tercios de los gobernantes de la República y la deslealtad de algunos intrigantes que fueron objeto de inmerecida confianza. Sus adalides más activos y fuertes son los periodistas de la oposición y los diputados de la llamada minoría independiente; y su colaborador más eficaz es el Ministerio de Justicia. Cambiad, señor presidente, este ministerio, o imponedle una orientación política distinta, no para iniciar una era de atentatorias persecuciones a la prensa, sino para la represión enérgica y legal de las transgresiones a la ley. Con sólo eso, el gobierno reaccionará en la opinión y se convertirá en una entidad respetable y temida. Acabando con los conspiradores de la pluma, se acabará con los conspiradores del capital, se acabará con la inercia contemplativa de los gobiernos de los estados y se facilitará la pacificación del país, para gloria de Vuestra Señoría y de la Revolución de 1910.»

Madero oyó con benevolencia lo que sus amigos políticos le decían, pero calificó de exagerados todos aquellos temores.



Hubo susurros de que el movimiento militar estallaría el primer día de febrero. Después se supo que se le posponía para el día 5, durante la ceremonia conmemorativa de la Constitución frente al monumento de Juárez, donde por un golpe de mano los conjurados se apoderarían del presidente y de todo el gobierno. De no ser así —se auguraba—, el movimiento se llevaría a cabo la noche de aquel mismo día, al evadirse de Santiago Tlaltelolco el general Bernardo Reyes, que para eso contaba con la fuerza del Primer Regimiento de Caballería, destacado en el cuartel anexo a la prisión. Pero sucedió, en la ceremonia de la mañana, que entre las tropas designadas para hacer los honores al Presidente de la República estaba el Colegio Militar, ante el cual los conspiradores se arredraron, bien por no complicarlo en un acto bochornoso en extremo, o bien por temor a la actitud que el Colegio pudiera asumir, y con él, a su ejemplo, las demás unidades militares presentes. Y ocurrió también, por la noche, que el general Lauro Villar, Comandante Militar de la Plaza, mandó al cuartel anexo a Santiago Tlaltelolco otros dos escuadrones del Primer Regimiento, éstos mandados por el mayor Juan Manuel Torrea, jefe de pundonor y espíritu militar acrisolados, y la presencia de esas nuevas tropas, o eso y alguna otra causa más, estorbaron lo que se proyectaba.

Entre tanto, seguían celebrándose casi abiertamente los conciliábulos de los conspiradores. Los había en Tacubaya: en la casa del general Manuel Mondragón o en la del general Gregorio Ruiz; los había en México: en el despacho de Rodolfo Reyes, o en la casa del doctor Enrique Gómez, o en el Hotel Majestic, propiedad de Cecilio Ocón. Éste y el doctor Espinosa de los Monteros, a quien servían de agentes o intermediarios el capitán Romero López, Miguel O. de Mendizábal, Pedro Duarte, Enrique Juan Palacios, Francisco de P. Sentíes, Rafael de Zayas Enríquez (hijo), Felipe Chacón, Abel Fernández, concertaban juntas con jefes y oficiales del ejército, o hacían propaganda en los cuarteles. Había ya acontecido, al celebrarse la Navidad del Soldado bajo los auspicios de comisiones de damas patrocinadas por la esposa del Presidente de la República, que los agentes de los conspiradores intentasen aprovechar para sus prédicas subversivas, corruptoras del ejército, hasta las reuniones públicas de la oficialidad de los cuerpos. Así ocurrió en Tacubaya, en el Primer Regimiento de Caballería, donde el mayor, que hacía veces de segundo jefe, tuvo que salir al paso de las frases con que un paisano, invitado a hablar por el coronel, denigró en presencia de éste al gobierno de Madero y ensalzó a quienes lo atacaban.



En la aparente soledad de su encierro, Bernardo Reyes esperaba con impaciencia la hora de salir a pelear. Exigía que se hiciera algo, lo que fuese, cualquier cosa definitiva. «No se preocupen por mí —recomendaba a su hijo Rodolfo y a los demás conspiradores—; arreglen lo más práctico, lo más rápido; señálenme el momento y yo acudiré como pueda.» Félix Díaz, flemático y fatalista, dejaba hacer al general Mondragón, que lo movía todo, y no tenía más que una frase: «Yo estoy siempre listo.» Henry Lane Wilson, que de todo se enteraba, había ya conseguido tener en Acapulco el acorazado Denver, para la protección de los intereses norteamericanos, y esperaba lograr de su colega, el encargado de negocios de la Gran Bretaña, que retuviese en aquel puerto el cañonero Shearwater. Se disponía así a poner en juego todos los resortes de su embajada.

El 6 de febrero, jueves, acordaron los conspiradores efectuar el movimiento la noche del siguiente sábado. Se fijó al fin esta fecha, y no la del día 11, escogida antes, porque Victoriano Huerta habló esa mañana al general Gregorio Ruiz para decirle que convenía prepararlo mejor todo retrasando el golpe hasta el 22 o el 24, y ello desasosegó mucho a Bernardo Reyes, que sospechó doblez en tal comportamiento.



Como para preparar el ánimo de Washington a la fatalidad de los sucesos que se estaban fraguando, el día 4 Henry Lane Wilson envió a Knox un informe que fuera a modo de última pintura del régimen maderista y lavara de todo pecado original a quienes se alzarían en armas y acabarían con Madero. Para lograr mejor su propósito y convencer a su gobierno de la necesidad y legitimidad del cambio que iba a ocurrir, mezclaba Wilson verdades y mentiras y citaba en su apoyo a Manuel Calero y Luis Cabrera, que acusaban al gobierno de «falsear sistemáticamente en el extranjero la verdadera situación de México». El informe decía cosas como éstas:

«El área de la revolución armada parece haber disminuido sensiblemente en el Norte; pero hay abundantes signos de que las actividades revolucionarias se reanudarán de modo formidable en los estados de Chihuahua, Durango, Coahuila, Nuevo León y Zacatecas. Las negociaciones de paz celebradas recientemente sólo fueron promovidas por los revolucionarios, según opina esta embajada, con el objeto de ganar tiempo para cimentar ciertas alianzas y concluir el paso de armas y municiones por la frontera. En el Sur la extensión del movimiento revolucionario es la misma. Hay momentos en que la actividad revolucionaria, ante la incapacidad total del gobierno para enfrentarse con la situación, abarca todo el país, desde el Pacífico hasta Veracruz, y luego, exhaustos de armas y municiones, los revolucionarios inician falsas negociaciones de paz. La impotencia militar del gobierno en el Norte y en el Sur se debe sobre todo a la irremediable situación del ejército, que rápidamente está perdiendo el espíritu y disciplina que tenía bajo Porfirio Díaz; que está destrozado por intrigas y disensiones, y que sólo guarda unidad en su disgusto y desprecio por el actual gobierno. Los revolucionarios, que dominan una tercera parte de los estados de la República, no sólo consumen allí los productos del trabajo, sino que destruyen las fuentes de producción. Es enorme el número de haciendas que están ociosas y con sus implementos destruidos. Son enormes, y van en aumento, la incomunicación ferroviaria y la destrucción del material de los ferrocarriles. No se conoce el número de minas clausuradas, pero debe de ser muy grande. Todo lo cual ha trastornado y deprimido los intereses financieros y bancarios y amenaza la vida del comercio y de la industria. Nueve estados de la República se hallan en quiebra: unos por su desequilibrio presupuestario y otros por falta de honradez en quienes los administran. En vez de las finanzas bien saneadas y las amplias reservas que existían a la caída de Porfirio Díaz, prevalecen el desorden y el derroche por conductos desconocidos, aunque seguramente corrompidos algunas veces. Ante la intolerable situación que existe en todo el país, el gobierno es incapaz de afrontar o remediar de algún modo los peligros que se acumulan a grandes pasos. El gobierno se halla dividido en facciones rivales, cuyos propósitos se resuelven en intrigas menudas y en una política liliputiense que nada tiene que ver con la salvación del país ni con la restauración del prestigio nacional; y según tiene que ser, de esto resulta un gobierno impotente frente a las dolencias nacionales, y truculento, insolente y falso en sus relaciones diplomáticas. La libertad de prensa no existe de hecho, ni se pretende que exista. En cuanto a elecciones libres, tan pronto como el actual gobierno llegó al poder, empezó, por intrigas en unos casos y por la fuerza en otros, a deponer a unos gobernadores y a imponer otros. También ha intervenido en las elecciones de diputados y senadores; pero por la imperfección de las organizaciones locales y la poca lealtad de los estados hacia el gobierno, el Congreso sigue siendo independiente y cada vez lo es más. En la capital la situación de esta hora se caracteriza por un infinito número de intrigas y maniobras políticas; por la intolerancia del gobierno frente a todo lo que sea libertad de pensamiento y expresión; por un amplio sistema de espionaje, que persigue y vigila los pasos de los hombres públicos importantes que disienten del gobierno; por la mentira y la falsedad al exponer las condiciones reales del país, y por la difamación y calumnia de cuantos tienen independencia y valor bastantes para criticar y exigir más inteligencia en el manejo de los negocios públicos. Esta campaña de falsedad se hace en grande escala. Los agentes del gobierno, mexicanos y norteamericanos, ostensibles y secretos, no descansan ni en México ni en los Estados Unidos; y es parte del sistema no sólo esparcir falsas pinturas de la realidad, sino desacreditar e impugnar los móviles de los representantes diplomáticos y consulares de nuestro gobierno. En cuanto al concepto de Madero acerca de sus obligaciones para con los extranjeros que han venido acá con su energía y su capital, el discurso que pronunció el día de Año Nuevo ante el cuerpo diplomático apenas si deja lugar a duda.»