Pasadas las once de la noche, los generales Mondragón y Ruiz, junto con otros conspiradores, se trasladaron al cuartel del Segundo Regimiento de Artillería, resueltos ya a ejecutar cuanto tenían pensado, y concertaron allí los últimos detalles para dar comienzo a la sublevación.
Se despachó a un teniente en busca del destacamento de dragones que estaba en Santa Fe. Se mandó llamar al coronel Anaya y se acordó que él y el general Ruiz irían a levantar a los soldados del Primer Regimiento de Caballería, para que desde luego ensillaran y se armasen. Se asignó a Mondragón la tarea de convencer al teniente coronel Catarino Cruz y al mayor Baldomero Hinojosa, jefes del Quinto Regimiento de Artillería, que rehusaban seguir el ejemplo de sus superiores y compañeros y que, abandonados por sus oficiales, se habían encerrado en sus alojamientos. Se encargó Aguillón de ordenar lo necesario para que oportunamente despertara, atalajara y se municionara la tropa de los dos regimientos de artillería. Se dispuso que el capitán Romero López se ocupara en alistar las compañías de ametralladoras de San Cosme, a la vez que hacían lo mismo con sus soldados los artilleros del cuartel de la Libertad. Se dejó a Rodolfo Reyes el cuidado de redactar la proclama del movimiento, según lo quería su padre, y el encargo de descubrir, con ayuda de Zayas Enríquez y otros, el paradero del general Velázquez, que a última hora no aparecía por ningún sitio, y a quien también se quería encomendar la captura del señor Madero. A la Escuela de Aspirantes nada había que ordenar: sabían los capitanes instructores que a primera hora de la madrugada debían levantar y armar a los cadetes para lanzarse con ellos hacia México, en tranvía o como se pudiera; y en cuanto al regimiento acuartelado en San Lázaro, el mayor Trías, que acababa de llegar, traía la noticia de que allá las cosas parecían descomponerse, pues el teniente coronel Gamboa, jefe del cuerpo, había sorprendido a Alberto Díaz y a Duhart en el momento en que se presentaban a trasmitir las órdenes finales, por lo que el teniente coronel había entrado en sospechas y estaba tomando algunas precauciones.
Estaban en eso cuando se acercaron al cuartel los dos automóviles en que Gustavo Madero había salido a emprender su exploración. Un agente, que bajó de uno de los coches y vino a pararse frente a la puerta para inquirir mejor lo que pasaba, fue detenido por el teniente de guardia y llevado al interior; y como allí, amenazado de muerte, confesó lo que andaba haciendo, y quién lo mandaba, un grupo de militares y civiles —Cecilio Ocón, Bonales Sandoval, Víctor Velázquez, Martín Gutiérrez— salió dispuesto a capturar a Gustavo Madero y sus otros acompañantes, que lo comprendieron a tiempo y lograron huir. Entonces, amenazando otra vez al agente preso, los conspiradores consiguieron de él que llamara al Inspector General de Policía y le dijera que no se notaba nada extraño en los cuarteles de Tacubaya ni en sus alrededores. Pero eso de nada les aprovechó, porque el Inspector, lejos de dejarse engañar, ordenó que en el acto salieran a redoblar la vigilancia dos piquetes de la gendarmería montada, que fueron a patrullar por la Reforma y la Avenida Chapultepec, y tres automóviles ocupados por un jefe de aquel mismo cuerpo y varios gendarmes y agentes.
Desde Zapadores, el mayor Torrea, que ya estaba acuartelado allí con su escuadrón, se comunicó a medianoche con el general Lauro Villar y le rindió parte de haber cumplido puntualmente las órdenes que se le habían dado. El Comandante Militar le recomendó entonces ejercer muy estrecha vigilancia dentro y fuera del cuartel y estar pronto a reprimir, sin ningún miramiento, el menor indicio de trastorno o desórdenes. Respondió Torrea que lo haría así, y bien montados ya todos sus servicios, salió a recorrer la calle de la Acequia y el frente de Palacio, tras de lo cual, seguro de que nada anormal se descubría a primera vista, volvió a la puerta del cuartel de Zapadores.
Estando allí se le apareció de súbito, con la explicación de que sólo venía a saludarlo, el capitán primero que había él rechazado esa tarde al organizar su fuerza en Tacubaya —aquel de quien luego se sabría que tenía encargo de capturar a Torrea—. Consideró éste muy irregular la visita, tanto por la hora como por ser absoluta la orden de que las tropas permanecieran en los cuarteles; de modo que se lo hizo ver así al capitán, quien trató de disculparse con el pretexto de que el coronel lo había autorizado a salir para que fuera a ver a su padre, que lo necesitaba con urgencia. En seguida, al hilo de la conversación, el capitán quiso enterarse de las disposiciones que el mayor había tomado en Zapadores, y aun le aconsejó recogerse a descansar. Pero Torrea, contestándole secamente y muy de superior a inferior, le cortó de plano las preguntas y consejos y le dio permiso para retirarse.
Dieron las tres de la mañana. Emiliano López Figueroa llamó por teléfono al Comandante Militar y al Ministro de la Guerra y otra vez los puso al tanto de la extraña agitación que trascendía de los cuarteles de Tacubaya. El general Villar contestó que los datos que se le daban no eran concluyentes, que en el acto debía salir para allá gente activa y de confianza, capaz de cerciorarse de todo. Y como a esto replicara el Inspector que estaba cierto de cuanto decía, y que los agentes destacados por él eran hombres hábiles y fieles, el Comandante Militar se comunicó con el Mayor de la Plaza, general Manuel P. Villarreal, a quien había ordenado no moverse de Palacio aquella noche, y le recomendó que se pusiera al habla, por teléfono, con los capitanes de cuartel de los regimientos sospechosos. Así lo hizo el general Villarreal. Los capitanes le informaron que en los cuarteles no ocurría novedad digna de nota, que los automóviles que pasaban por la calle no eran más que los de costumbre, que los trasnochadores a quienes se había visto entrar en la tienda «La Marina», y salir de allí con botellas de vino y paquetes de pasteles, eran los mismos que solían hacer eso todos los sábados.
Oído el informe, el Mayor de la Plaza lo trasmitió al Comandante Militar, que a su vez lo comunicó al Ministro de la Guerra y al Inspector, y aunque éste, respetuosamente, expresó sus dudas respecto de la veracidad de los capitanes que habían informado de aquella manera, el general Villar persistió en su actitud. Para ser más explícito, añadió López Figueroa que se había creído en el caso de reforzar también la vigilancia en torno de la prisión de Santiago, pues desde las dos de la mañana habían venido sintiéndose por allí ciertos movimientos poco explicables.
Varias veces pasaron frente a los cuarteles de Tacubaya los tres automóviles enviados por la Inspección General. Advertido Mondragón, ordenó que se les detuviera. Para eso salieron del cuartel, y se ocultaron entre las sombras y los árboles de la calle, varios grupos de militares y civiles, y al acercarse de nuevo los tres coches, uno tras otro fueron asaltados al golpe de carabinas y pistolas, y sus ocupantes, que no esperaban el ataque, quedaron desarmados y prisioneros.
Sonaron las cuatro de la mañana. En el cuartel del Primer Regimiento de Caballería se logró formar, con los asistentes, los conductores y el destacamento que en esos momentos llegaba de Santa Fe, una columna como de sesenta hombres, al frente de la cual se pusieron el coronel Anaya y el general Ruiz. Mondragón tomó el mando de los regimientos de artillería, que Aguillón formó en el patio principal del cuartel, y luego arengó en nombre del ejército y contra la ruina y la desolación que estaba sembrando el gobierno de Madero. En San Cosme, puestas en armas las compañías de ametralladoras, Romero López decidió no esperar más la llegada de la columna de Tacubaya, que tardaba demasiado, sino que salió a unirse con los artilleros del cuartel de la Libertad, que también estaban ya en pie, y juntas esas dos fuerzas, marcharon en seguida hacia Santiago con dos cañones y catorce ametralladoras. En Tlalpan, los aspirantes, impacientes al ver que no llegaban los tranvías que les habían anunciado, se adueñaron de dos carros de la leche; bajaron las cántaras; subieron las ametralladoras y municiones que habían sacado de su escuela, y unos a pie, otros a caballo, todos emprendieron la marcha hacia Huipulco. Como encontraran allí un tranvía de Xochimilco, los infantes lo asaltaron, y de ese modo, al trote de la caballería, que ésta tomó largo, no pararon hasta la Ciudad de México.
Se había hecho todo con tal desorden y tal falta de preparación, que a no ser por la pasividad y el optimismo de las autoridades, la sublevación hubiera fracasado desde el primer momento. No pudo reunirse en Tacubaya el núcleo central de los sublevados tal y como se tenía previsto; no fue posible formar las dos columnas que simultáneamente irían a excarcelar a Bernardo Reyes y Félix Díaz; no se consiguió que las demás fuerzas fueran incorporándose metódicamente en el camino, según avanzaba el núcleo principal. Debiendo haber llegado frente a Santiago la columna de Ruiz a las tres de la mañana, dieron las cuatro, dieron las cuatro y media, dieron las cinco y no había la menor noticia de que nadie asomara por allí. Rodolfo Reyes y los grupos de civiles ocultos cerca de la prisión se desesperaban mortalmente, fijos los ojos en la luz roja que don Bernardo tenía en su ventana, y ya casi daban por seguro el fracaso del movimiento.
Los sublevados de Tacubaya se echaron a la calle a eso de las cuatro de la mañana. Avisado de ello poco después, el Inspector General trasmitió inmediatamente la noticia al Comandante de la Plaza y al Ministro de la Guerra y pidió instrucciones. Villar ordenó a López Figueroa que persiguiera con fuerzas de la policía a las tropas sublevadas o que, por lo menos, las observara de cerca y le anunció que ya salía él hacia Palacio para dictar desde allí las órdenes convenientes.
En el fondo, el propio general Villar no estaba muy seguro de lo que se pudiera hacer. Conforme lo había dicho repetidas veces, no había en México tropas bastantes para hacer frente a una sublevación, ni los mandos, salvo excepciones, merecían la menor confianza. Se vistió, salió a la calle, y como no lo dejaba andar la enfermedad que tenía en una pierna, esperó el paso de un coche que lo llevara.
Llegaron entre tanto al Zócalo el primer grupo de aspirantes y el general Velázquez, los cuales, según se tenía convenido, se dieron a conocer a los oficiales que estaban de guardia en Palacio prontos a franquearles las puertas y a sublevarse también. El Mayor de la Plaza, que de acuerdo con las órdenes del Comandante Militar, velaba en su oficina, advirtió desde luego lo que pasaba, salió precipitadamente por la puerta del Correo Mayor y presuroso se fue en busca de su jefe, a quien ya no encontró en casa.
Villar, en efecto, había tomado el coche que necesitaba y venía camino de Palacio. Según desembocó el coche en el Zócalo por la esquina de Flamencos, un grupo de aspirantes, que traía dos ametralladoras en un carro, marcó el alto al cochero, y, segundos después, le ordenó seguir, pero ya no en la misma dirección, sino apartándose de allí «para evitar que algo le ocurriera». Sin ninguna duda acerca de lo que estaba viendo, Villar procuró no ser reconocido e indicó al cochero que continuase frente al Portal de las Flores; pero a poco andar, aunque a prudente distancia de los aspirantes, hizo que el coche volviera atrás y pasara frente a Palacio, arrimado no a la acera, sino bordeando los prados del centro. Pudo así ver que estaban abiertas la Puerta de Honor y la principal; que en una y otra se hallaba formada la fuerza del 20° Batallón, y que cerca de ellas se movían, con sus oficiales, grupos de aspirantes. Comprendió entonces que Palacio había caído en poder de los sublevados y dio al cochero orden de que lo llevara al cuartel de San Pedro y San Pablo.
Una vez allí, se apeó en la esquina inmediata al cuartel. Pidió ayuda a un indio, que pasaba; se acercó a la puerta, se dio a conocer, entró. Inmediatamente dispuso que se levantara la tropa, o más bien dicho, lo que quedaba de ella, pues aquel batallón era el que estaba dando el servicio de plaza, y ordenó al jefe del cuerpo, el coronel Pedro C. Morelos, que alistara a los soldados del mejor modo posible para ir a recobrar Palacio entrando por el cuartel de Zapadores.
Mientras sus órdenes empezaban a ejecutarse, llegó a reunirse con él en San Pedro y San Pablo el general Villarreal, que al no encontrarlo en su casa se había puesto a buscarlo por los cuarteles. Le dijo Villar que en ese momento se disponía a ir al cuartel de Teresitas, para sacar de allá la tropa que hubiera; que entre tanto fuera él al cuartel de Zapadores a enterar al mayor Torrea de la situación en que estaba Palacio, y de la necesidad de sostenerse allí a toda costa, mientras le mandaba refuerzos el propio comandante, o llegaba con ellos, y, por último, que luego de hablar con Torrea fuese a tomar en persona el mando de la Ciudadela, la cual, seguramente, los sublevados tratarían de ocupar, y donde, si no soldados, encontraría obreros que podía armar bien para defenderse.
Fue el general Villarreal al cuartel de Zapadores y trasmitió al mayor Torrea las órdenes que le mandaba el Comandante Militar. Inmediatamente se puso en pie todo el escuadrón, que descansaba en acantonamiento de alarma, y tomó el mayor todas las medidas necesarias para precaverse de un ataque. Se alistó la guardia, se puso vigilancia en los balcones, se tomó la azotea. Al ver que en lo alto de la casa intermedia entre Palacio y el cuartel aparecía un grupo de sublevados en actitud amenazadora, se dispuso que al menor movimiento agresivo que de allí partiera se hiciese fuego. Ordenado todo esto, llamó Torrea por teléfono al Castillo de Chapultepec para dar informes de la situación y preguntar por las tropas que vendrían en apoyo de él para recuperar Palacio. De allá nada le supieron decir. Llamó a la Inspección General y tampoco le informaron nada.
En ese momento el oficial de guardia, que se mantenía en uno de los garitones, dio aviso de una fuerza que venía por la calle, a la deshilada y casi al ras de la pared. Ordenó Torrea que los comandantes de las fracciones, las cuales se conservaban en el patio al pie de sus caballos, estuvieran listos a romper el fuego al primer indicio de algo anormal, y ordenó al centinela marcar el alto a la fuerza cuyo avance se había descubierto y conminar al jefe de ella a que se acercara al garitón. Así se hizo: la fuerza, cosa de sesenta hombres, resultó ser la que mandaba del cuartel de San Pedro y San Pablo el general Villar, y que su jefe, el coronel Morelos, venía a Zapadores para recobrar Palacio.
Según las órdenes del Comandante de la Plaza, Morelos, con parte de la gente que ya estaba en Zapadores, tenía que entrar en Palacio rompiendo la puerta que daba del cuartel al jardín, y a partir de allí debía recobrar todo el edificio cayendo por la retaguardia sobre los alzados. Como el coronel no conocía bien el trayecto que había de seguir, el mayor, que lo conocía bien por haber sido otro tiempo ayudante de la Mayoría de Órdenes de la Plaza, se lo explicó. Pero al oírlo, Morelos tuvo el proyecto por temerario y decidió no seguir aquel camino, sino ir a abrirse paso por la puerta de la Secretaría de Guerra o por la del Correo Mayor.