Gustavo Madero se esforzaba por obligar al gobierno a defenderse. Cerca de las cuatro de la mañana se comunicó con el Presidente y el Vicepresidente de la República, para contarles lo que había visto y convencerlos de la gravedad de la situación, y media hora después, tras de hablar de nuevo con el Inspector General de Policía, por quien supo que los regimientos de Tacubaya estaban ya fuera de sus cuarteles, se vino hacia Palacio en busca del Comandante de la Plaza, para ver qué providencias se tomaban ante tales acontecimientos. Llegó a la puerta principal cuando ya el edificio estaba en poder de los alzados, cosa que él no sabía ni se esperaba, y como la guardia lo dejó pasar, nada notó ni sospechó hasta que, ya dentro, los aspirantes lo rodearon y desarmaron, sin dejarle punto para escapar o resistir. Cogido así, sus apresadores lo llevaron a la sala de banderas y allí lo dejaron con centinelas de vista.
Por otro lado, Pino Suárez había ido a despertar al Gobernador del Distrito, Federico González Garza, para pedirle noticias y comunicarle las muy graves que él ya tenía; y luego, juntos los dos, habían intentado trasladarse a Palacio, igual que Gustavo Madero. Pero sorprendidos, al acercarse a la Puerta de Honor, por la llegada de la caballería de los aspirantes, que en aquel momento se presentaba arrolladora y carabina al muslo, ya no intentaron entrar, sino que huyeron hacia la calle de la Moneda, justamente en el momento en que los sublevados iban a envolverlos.
Preso ya Gustavo Madero, entró en Palacio el Ministro de la Guerra. Él también, como el Comandante Militar de la Plaza, se había vestido precipitadamente al saber que venía de Tacubaya la columna rebelde de Mondragón, y se había dirigido a su oficina para dictar las medidas necesarias. Pero mientras Lauro Villar, con mejor suerte, pudo asistir desde lejos a la caída de Palacio en poder de los aspirantes, él, ignorante de este último hecho, llegó hasta la Secretaría de Guerra, entró, y dentro ya, tuvo que acometer por sí solo el sometimiento de las tropas desleales. Al principio lo ayudó la circunstancia de haber llegado a unírsele el coronel Morelos y los sesenta hombres que con él acababan también de entrar por la puerta del Correo Mayor; auxilio que permitió al ministro reducir al orden a los aspirantes y soldados que estaban en la azotea, y desarmarlos. Pero en seguida, resuelto a lograr eso mismo con los sublevados de la planta baja, García Peña dejó a Morelos el cuidado del punto que acababan de recobrar, y tras de recomendarle que le mandara lo antes posible treinta hombres de los sesenta que tenía, pues era urgente ocupar con ellos otras alturas de la plaza, pasó a los corredores del primer piso, solo otra vez, y luego, temerariamente, bajó hasta el patio central. Al verlo al pie de la escalera, un subteniente montado que allí estaba le intimó rendición, a lo que él, en vez de rendirse, contestó derribándolo del caballo. Entonces los aspirantes empezaron a hacerle fuego, y ello en tal forma, que tuvo que refugiarse en los bajos de la Comandancia, de donde, acosado siempre, aunque protegido por la oscuridad, pasó a una dependencia de la Mayoría de Órdenes. De allí quiso salir de nuevo, ahora por aquel otro lado, y al abrir la puerta, una bala disparada desde el patio destrozó un vidrio, que le cortó la cara, y vino a tocarle en el hombro derecho y en la nuez. Ese momento lo aprovecharon los aspirantes para cogerlo, desarmarlo y llevarlo sujeto hasta el cuerpo de guardia, donde lo dejaron preso con centinela de vista, igual que antes habían dejado a Gustavo Madero en la sala de banderas.
Ya pasadas las seis, llegaron a la Plaza de Santiago, casi simultáneamente, la columna de los capitanes Montaño y Romero López, formada por los artilleros del Cuartel de la Libertad y las compañías de ametralladoras de San Cosme, y el escuadrón de caballería de la Escuela de Aspirantes, mandado por el capitán Antonio Escoto.
En el acto de llegar, los alzados emplazaron una pieza de artillería contra la puerta de la prisión y otra contra las habitaciones del coronel Mayol, director del establecimiento, que, como arriba queda dicho, no se contaba entre los conspiradores; y tras de eso, Montaño y Romero López se acercaron a requerir la rendición de la cárcel y la entrega del general Bernardo Reyes. Éste, que ya esperaba vestido —traje negro sport, botas militares, pequeño sombrero de fieltro gris, capote de general español—, no tardó en aparecer en la puerta, seguido de otros militares que también estaban presos, e inmediatamente fue llevado por sus libertadores al cuartel anexo a la prisión. Allí esperaba, ensillado ya, el caballo de don Bernardo, que el mayor Zozaya tenía de la brida, y allí estaban también, formadas y dispuestas a todo, la fuerza, perteneciente al 20° Batallón y mandada por el capitán De la Vega Rocca, que ese día había ido a cubrir los servicios de Santiago, y la del Primer Regimiento de Caballería, mandada por el capitán Martínez, que Lauro Villar había destacado horas antes para reforzar la vigilancia.
Iba a montar a caballo don Bernardo cuando irrumpió en la plaza la columna que traía de Tacubaya el general Mondragón. En la creencia de que el general Reyes aún se hallaba preso, Mondragón se acercó también a la puerta de la cárcel y, como antes Romero López y Montaño, pidió que el preso se le entregara y que el edificio se rindiera. Pero enterado entonces de lo que acababa de suceder, cesó en su demanda y fue a reunirse con el general Reyes, que, a caballo, venía ya a su encuentro entre un grupo de militares y civiles. Al verlo, prorrumpió en vítores la masa de los alzados, y Mondragón, yendo hasta él e inclinándose sobre la montura, le dio un abrazo.
Se habló del coronel Mayol, que había quedado preso al consumarse la sublevación de la cárcel. Mondragón quería fusilarlo; don Bernardo se opuso. En seguida se deliberó sobre el orden de marcha de la columna, cuyo mando dejaron a Reyes los generales Mondragón y Ruiz. Al tratarse del camino que habían de seguir hasta la Penitenciaría, donde Félix Díaz estaría ya impaciente al ver que no llegaba nadie a ponerlo en libertad, alguien señaló la conveniencia de que sólo una parte de la columna fuera a libertarlo, mientras la otra, con el general Reyes a la cabeza, marchaba directamente al Palacio Nacional, ocupado a esas horas por la infantería de la Escuela de Aspirantes; pero don Bernardo rechazó la idea, temeroso de que algo pudiera «sucederle a Félix» —dijo— si no iba a libertarlo personalmente él.
En aquel momento rodeaban a Bernardo Reyes, a caballo, los generales Mondragón y Ruiz, el coronel Anaya, el teniente coronel Aguillón, los mayores Jenaro Trías y Jesús Zozaya, los capitanes Montaño, Romero López, Martínez, Escoto y Mendoza, y los paisanos Rodolfo Reyes y Samuel Espinosa de los Monteros. A pie, estaban Cecilio Ocón, José Bonales Sandoval, Alberto Díaz, Miguel O. de Mendizábal. En automóviles iban Martín Gutiérrez, Rafael de Zayas Enríquez, Víctor José Velázquez, Juan Pablo Soto y otros muchos.
Ya para ponerse en marcha la columna, don Bernardo arrendó hacia la puerta de la prisión, llamó al capitán que allí quedaba con los veinte hombres encargados de la custodia de la cárcel y reiteró la orden de separar de entre los presos aquellos que sólo sufrieran pena correccional, para que una hora después se les diera libres y pudieran sumarse a las tropas del movimiento.
Mientras las cosas marchaban así en Santiago Tlaltelolco, el general Villar había logrado salir de Teresitas con sesenta hombres del 24° Batallón, que puso a las órdenes del mayor Castro Argüelles; se había adelantado a ellos tomando otro coche de alquiler, y había ido a preparar el asalto a Palacio, entrando allí por la puerta de Zapadores.
Al llegar al cuartel pidió al mayor Torrea que le informara minuciosamente de la situación en que se hallaban el edificio y su contorno. Le preguntó qué distribución había hecho del escuadrón de caballería. Y bien enterado de todo, y presentes ya los sesenta hombres de Castro Argüelles, procedió a poner en obra lo que intentaba.
Con unos pedazos de riel de que pudieron echar mano, un grupo de soldados forzó la puerta que comunicaba el patio del cuartel y el Palacio, hacia el fondo del jardín; por ella, sigilosamente, pasaron el mayor Castro Argüelles y los sesenta hombres del 24° Batallón, al frente de los cuales se puso, apoyado en el brazo de Torrea, el general Villar; y así dispuesta la pequeña columna, avanzó por el jardín hasta ganar la entrada trasera que da acceso al Patio de Honor. Tan pronto como todos aparecieron allí, el Comandante de la Plaza, arrastrando su pie enfermo, pero con ademán y voces de autoridad indiscutible, se adelantó hasta la doble guardia de aspirantes y soldados que custodiaban por aquella parte la entrada desde el Zócalo y les ordenó la entrega de las armas.
Sobrecogida la fuerza sublevada ante tamaño despliegue de autoridad, no hubo quien intentara la menor resistencia ni quien pensara en no rendirse. Los oficiales se habían quedado indecisos ante la pistola con que les apuntaba Villar. A todos los dominó el temor de las sesenta bayonetas caladas que avanzaban sobre ellos con la misma incontrastable firmeza de la voz que las mandaba; y de esa suerte, en unos cuantos segundos, sin herir a nadie, sin disparar un solo tiro, la guardia de la Puerta de Honor quedó inerme y sustituida por otra, y lo mismo aconteció inmediatamente después con los soldados y aspirantes de la Puerta Central.
Aquí el general García Peña, que oyó desde su encierro las voces del Comandante de la Plaza, contribuyó no poco a que los grupos de alzados se rindieran. Porque sacando del bolsillo la otra pistola que traía, y que no le habían quitado, desarmó en un segundo a los dos centinelas que estaban custodiándolo, y luego salió del cuerpo de guardia y unió su voz a la de Villar en momento y modo tan oportunos, que mientras el comandante reducía al orden a los soldados, él hacía otro tanto con los aspirantes.
Al despejarse el frente de la Sala de Banderas, el general García Peña descubrió, con gran sorpresa, cómo estaba detenido allí Gustavo Madero, y mayor todavía fue su asombro cuando el hermano del presidente le dijo que en ese sitio había estado preso desde poco después de las cuatro de la mañana. También en aquel momento bajaron al patio central el mayor del 24° Batallón y los treinta hombres que el Ministro de la Guerra había pedido a Morelos al separarse de éste en la azotea.
Se restableció el orden. La extraordinaria presencia de ánimo y el irresistible prestigio militar del Comandante de la Plaza habían convertido en cosa de milagro los frutos de la disciplina. Reunidos en el patio del centro los aspirantes, el general Villar los arengó; les reprendió su proceder, y más que el suyo, el de sus jefes; les citó como ejemplo la conducta de los humildes soldados que él había tenido que ir a sacar de los cuarteles para defender las instituciones, puestas en peligro por los más capaces de entenderlas y apreciarlas. En seguida los hizo desfilar, junto con los oficiales y soldados rebeldes, y luego dispuso que todos quedaran presos en las cocheras, a la vez que ordenaba que la tropa leal se distribuyera convenientemente, atenta a lo que pudiera ocurrir.
A poco de quedar sometida la guardia de la Puerta de Honor, el general Villar había ordenado al mayor Torrea que por el cuartel de Zapadores saliese con su escuadrón y desfilara frente a Palacio. Torrea formó a sus hombres en batalla, apoyada su izquierda en la Puerta Central y extendida su derecha hacia el norte, hasta la Puerta Mariana, con lo cual, mientras se tomaban otras providencias, el palacio quedó apercibido contra el ataque que seguramente vendría a hacerle la columna de Mondragón.
El señor Madero, despierto desde la madrugada en el Castillo de Chapultepec, no había dejado de considerar cuantos datos le llegaban acerca de la situación, y esperaba tranquilo la hora de salir a la calle para rehacer públicamente la autoridad de su gobierno. Tan cierto estaba de que aquella asonada era sólo obra de unos cuantos militares, y golpe en el que nada tenían que ver ni el pueblo ni la mayoría del ejército, que a primera hora mandó que se levantara y viniera a verlo el teniente coronel Víctor Hernández Covarrubias, director del Colegio Militar, a quien dijo, más o menos, estas palabras:
«Teniente coronel, la Escuela de Aspirantes, una parte de la guarnición, algunos civiles y otros grupos militares se han sublevado contra el gobierno. La situación, sin embargo, está dominada. Sírvase usted alistar al Colegio Militar para que me acompañe por las calles de México en columna de honor. ¿Oye usted los disparos que allá suenan? Pues son las tropas leales que terminan con la sublevación.»
El director del Colegio dispuso que inmediatamente formaran las dos compañías de alumnos, a las cuales municionó para que en cualquier momento pudieran entrar en combate, y mandó que se pusieran en un carro las municiones sobrantes, una ametralladora y dos fusiles Rexer.
Cerca de las seis y media llegaron a Chapultepec el Gobernador del Distrito y el Inspector General de Policía. De acuerdo los dos, habían tomado ya las medidas necesarias para que se reconcentraran al pie del castillo los dos batallones de Seguridad y los dos regimientos de la Gendarmería Montada, que estarían así en buen sitio para el caso de que los sublevados intentaran alguna sorpresa por aquella parte.
El presidente contó entonces a Emiliano López Figueroa que tenía pensado dirigirse a México sin más escolta que el Colegio Militar. El Inspector le respondió que le parecía bien, sobre todo si, como lo esperaba, iban reforzados los alumnos por las fuerzas de Seguridad, y si de ellas se tomaban las secciones necesarias para formar la descubierta. Pero dijo también que tenía noticias de que por lo menos un oficial del Colegio Militar había asistido un día antes a las juntas de conspiradores de Tacubaya. Entonces el presidente, aunque incrédulo, ordenó a López Figueroa ir a «semblantear» al teniente coronel Víctor Hernández Covarrubias, y minutos después, el Inspector, tras de bajar a la terraza y cumplir lo que el señor Madero le había ordenado, regresó a informarle, en términos categóricos y absolutos, que el Colegio Militar no mancharía nunca la limpia ejecutoria heredada de su tradición.
Minutos después telefoneó a Chapultepec el Ministro de Comunicaciones, Manuel Bonilla, que acababa de recibir aviso de estarse librando un encuentro en las cercanías de la Escuela Industrial de Huérfanos, y de que ya había sido libertado el general Reyes, el cual encabezaba en persona la sublevación. Pasadas las siete, llegó el Ministro de la Guerra, todavía sangrante el rostro, y relató al señor Madero las circunstancias en que acababa de ser recobrado Palacio, adonde, a su juicio, el Presidente de la República se debía trasladar, pues allí estaba el asiento de su gobierno. A las siete y media, o algo más tarde, llamó el director de la Penitenciaría, don Octaviano Liceaga, que quería hablar con el Gobernador del Distrito. Puesto González Garza al teléfono, Liceaga le dijo:
«Frente a esta prisión se halla en actitud amenazante, con toda su artillería, el general Mondragón, acompañado del general Reyes, y los dos me exigen la inmediata libertad de Félix Díaz. No tengo para defenderme más que veinte hombres. Creo que la resistencia y cualquier sacrificio serían inútiles. Ordéneme usted lo que deba hacer.»
Trasmitió González Garza al presidente las palabras de Liceaga, y como en ese momento estaban dándose las últimas disposiciones para emprender la marcha hacia el centro de la ciudad, pareció útil entretener a los sublevados frente a la Penitenciaría, a fin de que no pudieran llegar al Zócalo antes que el señor Madero. Contestóse, pues, a Liceaga que procurara resistir cuanto le fuera dable, pero sin sacrificar a la guardia, y que retuviera allí a Mondragón y Reyes valiéndose de pretextos y subterfugios.