VIII. COMBATE EN EL ZÓCALO

La columna de sublevados que iba de Santiago hacia la Penitenciaría no había encontrado en su marcha ningún tropiezo. Al pasar por la antigua Escuela Correccional, el destacamento que allí estaba, aparentemente hostil en un principio, se le unió. Lo mismo hicieron, más allá, unos cuantos hombres salidos de Teresitas, y luego, entrando en la plaza de la Penitenciaría, treinta o cuarenta artilleros que, al mando de un capitán, habían abandonado los cuarteles de San Lázaro y esperaban desde horas antes ocultos detrás de unas tapias.

Ya al pie de la prisión, hubo temores de que tirotearan a la columna los centinelas apostados en la azotea del edificio, y aun se oyeron algunos disparos, o se creyó oírlos. Pero pronto se comprendió que aquello no podía ser, pues casi en el acto mismo de llegar los sublevados se abrió un balcón de la planta alta y apareció allí, inquiriendo de muy buen modo lo que sucedía, un hijo del director del establecimiento. Acercándose unos pasos, don Bernardo le dijo que quería hablar con el director, para exigir la inmediata entrega del general Félix Díaz y otros reos políticos que allí se guardaban, y añadió que era inútil toda resistencia, pues él y los generales Mondragón y Ruiz, que estaban a su lado, traían fuerzas de las tres armas en número bastante para hacerse obedecer.

Fue el hijo de Liceaga a llevar el mensaje que le confiaban y quedaron los alzados aguardando la respuesta. Pero como transcurrieron varios minutos sin que el director se presentara a parlamentar, don Bernardo y Mondragón, impacientes por el retraso con que todo venía haciéndose desde la madrugada, se acercaron a la puerta, desmontaron y entraron a formular en persona sus demandas.

Liceaga, que ya había hablado por teléfono con González Garza y tenía recibidas órdenes de Chapultepec, opuso reparos y dificultades: decía no poder comprometerse a nada sin previa consulta con sus superiores; pedía que se llenaran ciertos requisitos; quería que le extendieran un recibo en que se consignara que entregaba a los prisioneros bajo la acción de la fuerza, y así consiguió que pasara algún tiempo. Esto, sin embargo, no se prolongó mucho, porque al ir Reyes y Mondragón arreciando en su exigencia, Liceaga hubo de avenirse poco a poco, y, al fin, mandó a Félix Díaz aviso de que se alistase para salir a la calle. Una circunstancia favoreció a la postre, aunque brevemente, el propósito del director, y fue que Félix Díaz, temeroso de alguna estratagema, pidió que Liceaga mismo fuera a comunicarle que se le dejara libre, lo que dio pie a que se consumieran varios minutos más.

En previsión no ya sólo de que se negara la libertad de Félix Díaz, sino de que don Bernardo y Mondragón se quedaran dentro, Ruiz dispuso que el teniente coronel Aguillón emplazara cuatro cañones contra las puertas y ventanas del edificio y que el coronel Anaya distribuyera convenientemente las fuerzas montadas. Antes que eso se terminara, Félix Díaz salió al balcón, y desde allí recomendó calma a sus partidarios, les pidió que aguardaran, y les aseguró que a los pocos minutos quedaría libre y saldría a reunirse con todos. Se alteró entonces un tanto la disposición agresiva de la columna y se formó, desde la puerta de la prisión hasta el centro de la plaza, que era donde estaba la plana mayor de los sublevados, una valla de artilleros y aspirantes.

Por fin, tras mucho esperar, aparecieron de nuevo en la puerta los generales Reyes y Mondragón, ahora acompañados de Félix Díaz y otros dos presos, don Pablo Lavín y don Enrique Adame. Al verlos, los sublevados los acogieron con vivas, dianas y una que otra descarga que hacían al aire los más entusiastas. Inmediatamente después, mas no sin que don Bernardo advirtiera cómo no debían gastarse en salvas las municiones, montó Félix Díaz en el caballo que le traían dispuesto y se tocó llamada de honor.

Reunidos a deliberar los principales jefes, opinó don Bernardo que era urgente marchar sobre Palacio; y estaba considerando las providencias que, a su juicio, debían dictarse, cuando se recibieron informes contradictorios de lo que allá ocurría. El doctor Enrique Gómez y el joven Alejandro Reyes llegaron diciendo que había peligro de que Palacio cayera otra vez en manos del gobierno, pero que todavía se conservaba, con Gustavo Madero y el Ministro de la Guerra presos. A la vez, varios aspirantes traían la noticia de que Palacio ya había sido recobrado por el general Villar. Así, se decidió que el general Ruiz y el coronel Anaya se adelantaran a explorar con el Primer Regimiento de Caballería, y que, entre tanto, el grueso de la columna se pusiera en condiciones de emprender la marcha lo antes posible.



Ruiz y su gente se lanzaron al galope y vinieron a desembocar en el Zócalo, por la esquina de la calle de la Moneda, cuando ya el general Villar estaba pronto al encuentro con los rebeldes. Apoyado en el brazo del general José Delgado, que había venido a incorporársele, igual que los generales Felipe Mier y Eduardo Caus, el Comandante Militar de la Plaza esperaba de pie al borde de la acera, delante de la puerta del centro, entre dos ametralladoras que había hecho instalar junto a cada uno de los garitones, y un poco al frente del grupo que formaban el mayor Malagamba, ayudante suyo, el intendente de Palacio, don Adolfo Bassó, y dos empleados del Departamento de Marina —Muñoz Jiménez y Carlos Romero— que acababan de presentarse ofreciéndole sus servicios, y que también quedaron como ayudantes en vista de que se negaban a separarse de él.

Serían las ocho de la mañana. La plaza, con mayor concurrencia que de costumbre, pues los curiosos acudían de todas partes y se sumaban a la gente —hombres, mujeres y niños— que llegaba a oír misa en la catedral, no había podido despejarse sino a medias y sólo en el trecho comprendido entre la acera de Palacio y los jardines. Torrea y su escuadrón no estaban ya formados entre la Puerta Mariana y la Central, sino que habían ido a tenderse en orden de batalla al sur de la plaza, junto al edificio de «La Colmena». Desde allí, según las órdenes del general Villar, aquella tropa dominaba la calle de la Acequia, por donde también podían venir fuerzas sublevadas. Los sesenta hombres del 24° Batallón, a las órdenes del mayor Castro Argüelles, estaban alineados en dos filas, pecho y rodilla en tierra, entre la Puerta de Honor y la Central. Entre ésta y la Puerta Mariana se hallaban ahora, con una fila rodilla en tierra a lo largo de la pared, y otra pecho a tierra a cuatro o cinco metros de la acera, los sesenta soldados del 20° Batallón, al mando del coronel Morelos. Frente a la puerta del centro, además, hacía las veces de escolta del general Villar un piquete de quince hombres del 16° Regimiento, mandado por el teniente Ortíz.

La aparición del general Ruiz y sus hombres por la esquina de la Moneda aconteció en los momentos en que el escuadrón de Torrea, al otro extremo de la plaza, estaba desmontando y se disponía a encadenar la caballada en la calle contigua, para quedar mejor apercibido a la defensa. Los dragones permanecieron entonces al pie de sus caballos, mientras, frente por frente de ellos, desde el otro lado, la columna rebelde se empezó a mover entre la expectación curiosa de la multitud del jardín y la actitud decidida de las fuerzas defensoras. La figura de Ruiz —corpulento, sombrero negro de alas anchas, traje de caqui— se veía avanzar unos cuantos pasos adelante del coronel Anaya. Lo precedía una descubierta como de doce soldados; lo seguía, en columna de viaje por cuatro, la mayor parte del Primer Regimiento de Caballería, con algunos grupos de paisanos a pie. Serían en conjunto unos 200 o 250 hombres que doblaron por la esquina y siguieron luego diagonalmente entre Palacio y el jardín hasta venir a quedar Ruiz y Anaya a la altura de la puerta del centro.

Sin soltar el brazo del general Delgado, Villar adelantó resueltamente dos o tres metros hacia Ruiz, y éste, al verlo, atravesó casi toda la calle, hasta llegar a él. Una vez allí, lo saludó y lo invitó formalmente a sumarse al movimiento. «Contamos —le dijo— con grandes elementos, con hombres, cañones y armas de todas clases; aparte las tropas que me acompañan, por sí solas más fuertes que las que defienden Palacio, otras de las tres armas vienen detrás de mí, con los generales Félix Díaz, Bernardo Reyes y Manuel Mondragón.» Villar le contestó que no estaba en sus hábitos militares defeccionar, ni menos traicionar; que por ningún motivo sería desleal al gobierno del señor Madero, Presidente Constitucional de la República; que a los militares no les tocaba criticar a los poderes constituidos, ni menos entrometerse en la marcha de la política, y que, por lo tanto, su deber le mandaba sostener al gobierno y defenderlo aun a costa de la vida. Y acabando de dirigirle estas palabras, le cogió con violencia las riendas del caballo y le ordenó desmontar y darse preso.

Sin ánimo ni razones que oponer a la elocuente severidad del Comandante de la Plaza, Ruiz se limitaba a no moverse del caballo. Pero entonces Villar, que esperaba verse atacado de súbito por el grueso del enemigo, le echó rudamente en cara su conducta y a fuerza lo hizo apearse, con ayuda de Argüelles y Malagamba, en los precisos momentos en que Ruiz, para defenderse, alargaba la mano hasta una de las pistolas que traía en el arnés del albardón. En seguida, cogiéndolo Villar por el brazo derecho, lo condujo hasta el cubo de la puerta y allí lo entregó preso al general Caus, más diez hombres que lo custodiaran.

Preso Ruiz, el Comandante de la Plaza intentó hacer lo mismo con el coronel Anaya, que seguía al otro lado de la calle y sin disponer nada en defensa de su jefe. Pero Anaya no se acercó, sino que se mantuvo firme entre los 200 hombres que traía, y no se movió de allí, indeciso entre avanzar, retroceder o esperar. Hubo, pues, que dejarlo donde estaba, atenta la necesidad de no romper el fuego mientras no se presentara dentro de la plaza el cuerpo principal de los sublevados, que era lo que Villar se proponía. Y así concluyó la misión exploradora del general Ruiz.



Mientras tanto, el grueso de la columna rebelde, que había tenido tiempo de avanzar desde la Penitenciaría hasta la calle de Santa Teresa y rebasarla, estaba ya con la vanguardia a un costado de Palacio, frente a la puerta de la Secretaría de Guerra.

Un jinete se acercó allí al general Reyes y le informó que Palacio había vuelto a quedar en poder del gobierno y que acababan de coger prisionero al general Ruiz. Sin escucharlo, o como si no lo oyese, don Bernardo siguió adelante, pues aquella ansia suya de dejar la prisión y salir a pelear parecía haberse convertido, ahora que se veía libre, en el solo impulso de su vida, en la concreción impaciente del ardor que lo dominaba desde esa madrugada. La necesidad de llegar, ver y vencer en forma que no dejara a nadie duda sobre su capacidad o sobre su valor, como que le ponía por delante una visión fascinadora. A su hijo Rodolfo, que le señaló la conveniencia de esperar, de no aventurarse sin recibir informes precisos de lo que estaba sucediendo, le contestó que la columna sí podía detenerse, él no: había que acabar, había que decidir de una vez, y a cualquier precio, lo que fuera. Alzándose, pues, sobre los estribos, gritó de modo que lo oyesen cuantos lo rodeaban: «¡Señores, el fuego va a comenzar: que se aparten los no combatientes!» Y fue sencillo su gesto y magnífica su voz.

Llegaron en eso hasta la vanguardia de la columna Mondragón y Félix Díaz, y enterados de lo que pasaba, también trataron de contener a don Bernardo. Él, sordo a todo, picó espuelas y partió al galope, seguido por un grupo de aspirantes, por varios jefes y oficiales —Trías, Zozaya, Armiño, Martín Gutiérrez— y por un grupo de civiles —Espinosa de los Monteros, Ocón, Bonales Sandoval, Pérez de León y otros muchos— todo en un haz de infantes y jinetes desordenado y compacto.

Viéndolo ir, Mondragón y Félix Díaz se acercaron a Rodolfo Reyes y le encarecieron la necesidad de que alcanzara a su padre y lo convenciera de su error. Tras él se lanzó Rodolfo, cuando ya él iba volviendo la esquina, y consiguió igualársele frente a la Puerta Mariana; pero no obstante que le suplicó, y le rogó, y puso mano en la brida del caballo, en nada varió don Bernardo su determinación. Más excitado que antes, contestó que no se detendría, que era Rodolfo quien debía detenerse y apartarse, él a cuyo cuidado estaba, cosa urgente, ir a conseguir la impresión del manifiesto que le había dictado el día antes; y volvió a espolear el caballo sin mirar atrás.

Cabalgó don Bernardo frente a la doble fila de soldados del 20° Batallón. Bien sentado en la montura, lo reconoció a lo lejos, por el modo de llevar los brazos, el general Villar. Lo envolvía, o poco menos, el grupo de gente montada y a pie que venía siguiéndolo desde la calle de la Moneda, más algunos otros paisanos y militares que a cada paso se le agregaban: aspirantes, artilleros, partidarios entusiastas, simples curiosos.

Metros antes de la puerta del centro vino a alcanzarlo el general Velázquez, y en vano intentó hacerlo retroceder. Descubrió entonces don Bernardo que Villar lo esperaba al borde de la acera y que salía luego hasta media calle a marcarle el alto. Frente a frente los dos, le dijo, sin dejar de cabalgar: «¡Ríndase usted!», a lo que Villar, recogiéndose otra vez hacia la puerta, le contestó: «¡El que se ha de rendir es usted!» Y sucedió en ese momento, desconcertado el grupo de los rebeldes por la respuesta del defensor de Palacio, que algunos de ellos levantaron las armas, y que don Bernardo intentó con la mano contener al oficial o aspirante que tenía más cerca, mientras con el cuerpo hacía al Comandante de la Plaza ademán de que esperase; pero como al mismo tiempo continuara avanzando hasta echar el caballo casi encima de una de las ametralladoras, se vio que trataba de envolver con su gente al general Villar. Rodolfo, que estaba detrás, le gritó entonces: «¡Te matan!», y él respondió: «¡Pero no por la espalda!»; y como si aquello hubiese sido la orden de fuego, uno de los hombres que lo seguían disparó sobre los soldados del 20° Batallón, que contestaron; y en un instante prendió la lucha desde uno hasta otro extremo de las fuerzas contendientes. Con los soldados del 20° dispararon los del 24° y la escolta del 16°, y el escuadrón de Torrea, y una de las ametralladoras, manejada por Bassó; y de la otra parte hicieron fuego el grupo de rebeldes, paisanos y militares, que venían con don Bernardo, los 200 hombres de Anaya y las fracciones de fuerza sublevada —entonces se descubrió que las había— parapetadas en lo alto de «La Colmena» y en las torres de la catedral.

Los soldados del 20° y del 24° reclutas los más, cedieron al principio y se movieron sobre la puerta del centro, donde personalmente peleaba Villar; pero rehechos en seguida bajo la acción alentadora o enérgica con que él los volvió a sus líneas, se sobrepusieron pronto a los rebeldes. Rechazados éstos, retrocedieron hacia la calle del Seminario, se abrigaron en los portales y acabaron por dispersarse, yendo unos a buscar refugio entre el grueso de la columna, que seguía en la Moneda bajo las órdenes de Félix Díaz y Mondragón, y alejándose otros por Plateros, por el 16 de Septiembre, por el 5 de Mayo.

El combate no duró arriba de veinte minutos. Alcanzado don Bernardo por varios tiros, uno de pistola en la cabeza y otros, de ametralladora, en las piernas, cayó casi el primero. Se le vio asirse a la crin del caballo y resbalar por el lado izquierdo sobre su hijo Rodolfo, que, aunque ileso, también cayó a tierra. A su derecha estaba herido Espinosa de los Monteros, y junto a él los aspirantes Talau y De la Peña y el licenciado Pérez de León. Resultaron también heridos el general Velázquez, el teniente Armiño y muchos otros. Entre los defensores, igualmente a los primeros disparos, salió herido el general Villar: una bala le tocó el cuello y le rompió la clavícula derecha. A su lado murió el coronel Morelos; más allá, el teniente Anaya. Estaba herido el mayor Malagamba, y la misma suerte habían corrido otros muchos oficiales. Entre heridos y muertos, la fuerza del 20° y el 24° sufrió 28 bajas, y el escuadrón de Torrea 15. De los rebeldes, yacían por tierra, militares unos, paisanos otros, no menos de 200 hombres, y fuera de los combatientes el número de las víctimas se acercaba a mil.