Segunda parte.

El muntu americano

I. Nacido entre dos aguas

Dicen que nació sin padre Como el Jesús de los blancos. Mentiras que yo no creo.

Por padre tuvo a Nagó su abuelo navegante. Náufrago de los vientos nació en la mar grande; ojos de peje, fuerte cola, hijo de Yemayá,

por nueve noches bebió

la leche blanca de sus olas.

Canto de Pupo Moncholo

Siempre que la luz y la sombra se unen, Nagó se echaba mar adentro con su barco en busca de náufragos. Recorrerá las rutas de los vientos, las mismas por donde andan las naos con sus cargamentos de esclavos para recoger a los ekobios muertos en la travesía: los arrojados por la borda con las muñecas encadenadas, los enfermos de viruela, los que agonizan a golpes, los colgados de los mástiles.

En la mar alta sus antiguos compañeros disputamos a los tiburones los cuerpos de los ekobios descuartizados para unir de nuevo sus miembros. Y por las noches, cuando las sombras llenan el último resquicio de las bodegas, abordamos los galeones negreros para librar a los difuntos.

Allí, en el mismo lugar donde agonizaron, Nagó les ayuda a desatar la soga y con ellos al hombro los trasborda a nuestro barco. Somos nosotros quienes recogemos a los niños que huyen de sus madres muertas, bebiéndonos sus lágrimas para que dejen de llorar.

Visitamos las costas, los puertos y las bahías, pescando en los fondos a los que nunca flotaron por el peso de las cadenas. De esta manera ni uno solo de los náufragos se pierde en las aguas de Yemayá.

En la nueva tierra, Nagó reunirá difuntos y vivos, hermanados con los animales y los árboles, las piedras y las estrellas, fuertemente atados por el puño de Odumare que nos da la vida.

Cuando arribamos a Cartagena de Indias, los difuntos se dan prisa en descolgarse por el ancla para depositar sus huesos en las aguas profundas de la bahía. Entonces los bazimu se alborotaban en sus sepulturas.

Salen desnudos, pintados de blanco, apenas con el trapo de la mortaja que les echó el padre Claver cuando en su carreta los condujo al cementerio. Las ekobias regresan a las alcobas de las que fueron sus amas y mientras estas duermen abrían los baúles para entresacar las joyas de sus cofres.

Las pulseras de carey, las sortijas con diamantes, los collares de oro con los medallones de la Virgen. Entonces, como lo hacen a escondidas o cuando se las prestaban en los días de Corpus, las manosean y les sacan brillo con el vaho y, mirándose a los espejos se blanquean sus caras con polvos, porque las joyas, los trajes, los zapatos de los vivos solo sirven a nosotros los difuntos.

Por eso, a veces, por las noches, se oían pisadas, chancletas que caminan solas por las alcobas, pollerines recorriendo las calles alzados por la brisa. Ningún vivo ha visto nuestro barco con sus velas blancas que solo nosotros los difuntos podemos seguir en la oscuridad.

Mientras permanecemos fondeados en la bahía, el difunto Domingo Falupo me visita todas las noches y sentándose a mi lado, no cesa de preguntarme:

Abuelo Ngafúa, ¿cuál es el destino del muntu en su nueva casa?

A sus oídos atarrayas no se les escapaba una sola palabra de lo que noche tras noche le repito:

Que los vivos y difuntos no tengan paz mientras haya una sombra de cadena sobre sus cuerpos.

Siete noches muerden la matriz de Potenciana Biohó. Siete las yerbas indias que bebió.

Siete veces vieron sin ver que se le asomaba la cabeza del hijo entre las piernas.

Siete los escapularios puestos por el padre Claver sobre su vientre. Siete los días padecidos.

Siete las comadronas impotentes con sus artes expulsadoras.

Siete las maneras de parir en que la han puesto: sentada, en cuclillas, colgada de los brazos, de rodillas, abierta de piernas, a medio lado y en cuatro manos como las yeguas.

Todo en vano, el hijo de Potenciana Biohó no quiere nacer. En la plaza de la Yerba las ancianas afirman que le han dado bebedizo; por el barrio del Limón se buscó el rastro de Antonia de los Santos, enemiga de su madre. Del Xemaní trajeron el mate embrujado que envió un evadido cimarrón. Pero el vientre de Potenciana no abre sus puertas.

Volcán que tiembla pero no pare. Aguas revueltas que no caen.

Tormenta atrapada que no estalla.

¡Terrible parto de Yemayá!

Era la séptima noche cuando se me apareció el abuelo Ngafúa. Llega de muy lejos a darme la noticia. En el sueño pude oler sus sudores, pero yo no estoy dormido. Nos miramos sin decirnos nada: las palabras sobran cuando hablamos los bazimu. Nos basta el pensamiento. El abuelo me contó que esa noche, la séptima, nacería el escogido con el signo de Elegba. Y así, de la misma manera como vino, sin anunciarse, se aleja por entre las puertas cerradas con urgencia de llegar a otra parte.

Bien, entonces fue cuando oí que me llamaban:

¡Tío Domingo!

Abro la puerta y allí están siete ancianas alumbrándose con mechones. No las reconozco, llegan arropadas, se estiraban y recogen con el viento. Mensajeras de Elegba no tenían cara ni forma.

Venimos, tío, para que asista a la ekobia Potenciana Biohó con siete noches y siete días sin parir.

La brisa continuaba soplando, zumbadora, fuerte, pero no puede disolver un solo puñado de sombra. La calle del Santísimo estaba oscura y al pasar por la esquina me hice hormiga para que no me viera la ronda. Doy tres vueltas en derredor de la negrería de Melchor Acosta sin encontrar por dónde meterme.

Me llegaban el agrio sonido de los orines, la algarabía de los grajos. Y por el mismo hueco por donde escapan los malos olores, me escurrí adentro. Una pared alta separaba los varones de las mujeres. Me voy derecho al rincón donde se apretaban los espantos ahogados por el humo de un candil.

Encuentro el menjurje de las plantas aromáticas sobre el vientre, la baba sanguinolenta que escupe la matriz y el grito acongojado de la parturienta en medio de las siete comadronas: la mandinga, la del país Yolofo, dos del Manikongo y las de Angola, el Calabar y Cabo Verde.

No hemos podido sacarle el muchacho –aclara la más anciana en lengua bantú.

Me puse a levantar los escapularios y abro una rendija para que entraran los ancestros: primero Sosa Illamba, partera del nuevo muntu. Le traía las sangres y las aguas de los buenos partos.

Después Nagó le descose los párpados para encenderle las chispas de la guerra. Lento, pisadas grandes, se acercó Olugbala. Para agrandar la brecha de la matriz, mete un hombro, luego el otro y ya adentro, palmoteó por tres veces las nalgas del niño infundiéndole su potencia. Huyó la oscuridad porque se acerca el sol de Kanuri mai, la sonrisa que soporta todos los dolores. Ausente, presente, también estuvo el abuelo Ngafúa, dador de la experiencia.

Saqué del bolso las nueces de cola y las riego en el suelo, deseoso de conocer el destino que le tenía reservado Orunla. Por siete veces pido a Elegba que se asome. Las abuelas sin espabilar miraban mis dedos adivinadores. Levanto la cáscara más pequeña y apareció la sombra invisible de Ngafúa, hablando por mi boca:

¡Oíd, oídos del muntu! ¡Oíd! Aquí nace el vengador, ya está con nosotros el brazo de fuego, la muñeca que se escapará de los grillos, el diente que destroza las cadenas. ¡Oigan los que me oyen! Oigan ustedes que traen a esta vida los hijos del muntu. Escuchen: el protegido de Elegba trae sangre de príncipe.

Nace entre nosotros, será nuestro rey. Protegido de Elegba será bautizado con el nombre cristiano de Domingo pero todos lo llamaremos Benkos, porque Benkos se llama el tatarabuelo rey que sembró su kulonda. Criado en la casa del padre Claver se alzará contra ella. Morirá en manos de sus enemigos pero su magara, soplo de otras vidas, revivirá en los ekobios que se alcen contra el amo.

El hijo de Potenciana Biohó nació de pie buscando donde pararse. Ngafúa lo había anunciado y las comadronas buscan el signo de Elegba. Sí, allí sobre su hombro las serpientes se mordían las colas. Las siete abuelas las miran y las palpan. Después, entrego el pequeño a Potenciana ya moribunda.

Mira a tu hijo y regresa al reino de tus mayores.

Todavía aletean los murciélagos cuando me convierto en salamanqueja y después de subir por la pared me hundo en la grieta del techo borrando mis huellas. Bien sabía yo que el padre Claver se acerca con los santos óleos, ansioso de dar al recién nacido el nombre cristiano de Domingo.

Vienen de muy lejos, tocaron su puerta y silenciosos se entran a su celda. Al momento escuché resoplidos de animal. El padre forcejea con los demonios. Las patadas de las bestias son tan fuertes que hacían temblar las paredes.

Todo el convento se llena de sonidos hediondos. Muy mal andaba el padre porque llama a gritos a la Virgen María. Quise avisar al superior pero mis pies están clavados en el suelo. Yo también, lo juro por Cristo Santificado, fui cogido por el Maligno. En el interior de la celda continúa el barullo hasta que un remolino de llamas salió por las rendijas.

Las puertas se rajaron y en mitad aparece el padre Claver con el cilicio empuñado, pálido, chupada la sangre. Entonces fue cuando resucitaron los tambores. Tocan hondo y fuerte, jamás nunca antes escuchados con tanto brío. Tronaban por la Plaza del Pozo, alborotan en Chambacú y escondidos en la briba volvían al Xemaní.

Sacabuche, esta noche andan sueltos los demonios –me dijo el santo. La furia le tuerce la boca, sobre la frente tenía los rasguños dejados por las pezuñas y en su mano el crucifijo con que pudo defenderse y ahuyentarlos.

¡Ándate, date prisa!

Se echó sobre su cuello tres escapularios para reforzar su poder; saca la botella de agua bendita y bajó presuroso las escaleras. A la salida el hermano portero quiso convencerlo de que debía esperar hasta el amanecer. Humildemente le ruega que le abra la puerta porque el demonio estaba robándole su grey.

Le pide que escuche atento, pero el hermano no alcanza a oír. Poco a poco la furia se le va subiendo y como viera que empuñaba el cilicio, el hermano portero lo deja salir. Me pidió que lo siguiera. Llevo la lámpara para alumbrarle y la botella de agua bendita. Al salir no supo hacia dónde dirigir sus pasos.

Los tambores prosiguen alborotadores mudándose de lugar con los soplos del viento. Guiado por la Virgen santísima toma con seguridad el rumbo del Cabrero. Y realmente por allí andaban los endemoniados. A medida que nos acercamos, subía el revoloteo, escuchándose por distintos rumbos, los unos por la Yerba y los otros por el Limón. El padre Claver no se dejó descarriar. Sigue derecho a la playa donde el babalao tenía conjurados a los esclavos de toda la barriada. Bailan y ríen cantando con palmoteo:

 

¡Achini má, Achini má,

Ikú furí buyé má, Achini má, Achini má, Ano furi buyé má, Achini má, Chini má!

Centella que no se espera, tronó la voz del padre. De golpe se silencian los tambores y los brujos rabicaídos se dieron a la huida. Quiere perseguirlos pero se le escaparon por una rendija de la noche. Se quedó perplejo sin haber descargado un solo azote sobre sus espaldas. Rebusca sus huellas sin hallarlas. Deseoso de ayudarlo, apoyé la oreja sobre la arena, abiertas las narices del oído.

Retumban por los lados del Xemaní…

¡Allá me voy contra ustedes, empedernidos demonios!

Me empujó por delante con la lámpara, tembloroso voy, la verdad es verdad. No me alejaba mucho de su lado porque sabía que solo sus escapularios y la cruz pueden protegerme contra los orichas que yo he traicionado. Un hollín me tapa el respiro mientras el padre me garabateó el miedo:

¡Anda pronto, esos demonios me roban las almas!

Desde lejos vimos una bolita de candela que se fue creciendo y eleva, globo de fuego. Volando, la perseguimos por encima de los techos. El padre montado en su cruz y yo prendido de su cordón. Sin saber cómo ni cuándo porque apretaba los ojos, descendimos en mitad de la Plaza del Pozo.

Un tropel de demonios danza alrededor del babalao que tocaba su tambor. Desnudos, brincando, los machoscabríos cabalgan a las hembras. Pudimos ver sus pezuñas y la lengua de chivo del babalao lamiéndole las nalgas a la diabla mayor.

¡Malditos herejes! ¿Sois vosotros los mismos a quienes yo he bautizado?

Les azotaba los lomos y ni siquiera rociándoles con agua bendita se dan por entendidos. Comprendiendo que estaban embrujados por el tambor, arremete contra el babalao, dispuesto a arrebatárselo. La lucha duró horas. El santo le quita el tambor y luego se le volaba regresando a las manos del brujo.

Inútilmente le enrostra el crucifijo y maldecía. Por fin, quebrándole los huesos y dedos, logra quitárselo y abrazado a él, oró por tres veces el Santo Credo. De repente, las diablas vuelven a su forma humana y se echaron a correr. Abiertos los ojos, los varones ven por vez primera al padre y asustados no esperan su arremetida.

Una nube de humo se alza al cielo y la plaza quedó vacía como si allí nunca estuviera prendido el bunde. Al quedar solo, el padre se encarniza contra el tambor. Ya se daba por victorioso, cuando escuchamos de nuevo el tamborileo. Ahora el viento nos llega por el norte. El padre Claver se incorporó de inmediato y quiso seguirlo, mas en ese momento advierte que tiene amarrados los pies con bejucos de amansaguapo.

Jamás han estado tan descarados y desafiantes.

Dicen que veneran al rey recién nacido.

¡Superchería! ¿Quién les ha anunciado tan mala nueva?

Son cosas de Domingo Falupo, a quien adoran como a un dios. Al escuchar su nombre se siente golpeado por mil demonios.

¡Santísima Virgen, ahora lo comprendo! Satanás está vivo y encuevado en mi ciudad. Te prometo que no desistiré hasta tanto no haya convertido a ese hereje.

Se arrodilló ante el tambor roto. Reza salmos, avemarías y padrenuestros hasta que la claridad abrió paso a los primeros madrugadores. No sueña, a sus pies están la piel, la caja y los bejucos destrozados. Reunió los pedazos y luego, rociándoles alquitrán, en presencia de esclavos y de algunos amos los santigua y les prende fuego.

Los bazimu no encontraban a Elegba, los caminos de la muerte nos están cerrados. Yo podría, si tuviera un tambor, dar alegría a sus pasos para que los orichas les reciban glorificados. Pero aquí en el patio de la casamata, recién roto el nudo de magara, oímos hincharse nuevos cuerpos sin que un hijo o un pariente sepulte nuestros cadáveres.

Adentro, apretados bajo el techo, sin ventanas en los muros, los sobrevivientes esperan que los compradores de esclavos vengan por su mercancía. Unos sobre otros, huesos sobre piedras, se apilonan hambreados.

Dos veces al día nos reparten agua y una vez los puñados de harina de yuca, un plátano y muchos azotes al que mendigaba algo más. Nos separan de las ekobias por temor a que las embaracemos. Malpensaban que con tantos sufrimientos solo queremos multiplicar nuestras penas con la procreación de nuevos hijos.

Soso trae ya podrido su cuerpo desde la bodega del barco. Quería que su cadáver reposara en un rincón de la sentina para regresar a la tierra de los ancestros. Recobró ánimo solo cuando los difuntos le gritan que habían encontrado en Cartagena al padre Nagó.

Se cree vivo, pero el médico que le probó el aliento, el capataz que lo aparta del grupo, todos saben que es un buzima aunque todavía respire. Lo sacaron al patio y lo tiran junto a mí, entre Bamogo que se ahogó de sed y Makunda con el hijo vivo en la matriz tres días después de muerta.

Cuatro de estos pudrideros posee el esclavista Melchor Acosta, repartidos en distintos sitios de la ciudad para que no apesten tanto.

La aguaverde de los gusanos es mi única colcha cuando apareció el padre Alonso de Sandoval.

Abre la boca y bebe.

Porque insistió en repetirlo, le respondo abriendo los ojos.

Chupa este grano de sal.

Sus manos me levantaron la cabeza. Pupo Moncholo, su lenguaraz, se afanaba en hablarme en kibundo, en fula, en arará. Le entendía en todos esos idiomas pero la sed no me deja recuperar la palabra.

Recibe la gracia del Señor.

Sus dedos recorrieron en cruz el camino de mi cara. Entonces, desde la Casa de la Muerte donde no he podido entrar por falta de un tambor, regreso para responderle:

¡Tu Dios sea generoso contigo!

Se asustó. Le hablo en su propia lengua.

¡Eres cristiano! ¡Bienaventurado sea el Señor!

La alegría despierta sus saltos y arrastrándome de los brazos me sacó del charco de sanguaza que compartía con enfermos y difuntos. Me humedece los labios con un trapo mojado, entreabriéndome los párpados. Me sentí su prisionero, su hijo, su esclavo. Al volver sobre mis pasos reconozco el patio de la casamata de donde difunto, me había marchado dos días atrás.

No sé cuánto pagó por mí o si pudo librarme a ruegos. El mismo, tirando de la carreta donde trasportaba a sus enfermos, me saca por la puerta que solo se abría para vomitar a los muertos. Por tres veces se negó a que Pupo Moncholo le ayude a cargar mi cuerpo. Apenas si podía creer que el sol llameara mis ojos, que su voz llene mis oídos.

Recorremos la calle de Tumbamuerto en el barrio de los Jagüeyes donde me encerraron la primera vez que llegué a Cartagena. Mientras Moncholo me espanta las moscas de la cara, trajo unas naranjas y rajándolas con las uñas, exprimió sus jugos en mi boca. Solo en ese momento, cuando la vida me arrebató la máscara de la muerte, puede reconocerme.

¡Oh, sí eres Domingo Falupo!

Nos habíamos conocido en Puerto Cacheo. Predicador joven, apenas era un novicio de la cofradía de jesuitas, autorizado para confesar y bautizar a los ekobios que embarcaban prisioneros para esta América. Me agarra las manos, frotándomelas, deseoso de devolverme el calor perdido.

Domingo, ten fe en Jesucristo, regresa a la vida de nuevo para que volvamos a trabajar juntos por nuestros hermanos.

Por aquellos tiempos en África, me pidió prestado a la Compañía de Jesús, pues yo era uno de sus lenguaraces esclavos.

Detuvo su carreta frente al hospital de San Sebastián, refugio final de moribundos.

Te dejo aquí mientras te repones.

Entre quejas y lloros, voy despertando sin saber si vengo o me marchaba a la morada de los bazimu.

Caminantes somos, sobrino, de la vida y de la muerte.

Aunque pertenezcamos al mundo de los vivos apenas padecemos y sentimos los sufrimientos y alegrías de los difuntos.

Nadie fue al puerto a recibirlos. Son dos y bajaron del barco confundidos entre los muchos pasajeros y tripulantes. Después se supo que preguntan por el Convento de San Francisco, el cual les había sido recomendado desde España por el cardenal de Toledo, inquisidor general del reino. Sabemos que no tomaron coche sino dos negros esclavos para que cargaran sus baúles un poco después de la media tarde.

Golpearon a la puerta principal del convento y el prioste, apenas asomado al postigo, les toma con frialdad el recado que traían. A veces se habla con el rey creyéndolo mendigo. Esperaron con paciencia, mientras entregan al superior la carta firmada por el mismo cardenal. ¡Y aquí fue la santa conmoción!

¡Los venerables inquisidores!

Sonó la campana interior del convento, saltan las sandalias y se abrieron las puertas a los licenciados don Juan de Mañozca y don Mateo de Salcedo. Este último se mantuvo desde entonces maullando en su retiro. Pero no así el inquisidor Mañozca, que con el trinche de su nariz podía pinchar un gusano en una taza de fideos.

A cuantos cruzan por su vista o espalda, les descubre su origen, sean judíos, moros o mahometanos, vistieran de señores, malandrines o monjes. A mis paisanos de nación africana les distinguía no solo por el color de su piel sino por los olores de las manos, pues afirma que siempre les quedaba la sarna del chivo expiatorio cuando hacen su sacrificio al lujurioso Changó.

Con decir que pone en entredicho al superior del Convento de San Francisco porque lo saludó con la mano izquierda aunque sabe que ha perdido la derecha en un combate contra indios bravos.

Tres meses después tuvo lugar en la catedral la instalación del Santo Oficio. Con los muchos pregones públicos está llena la casa de Dios. El obispo, el gobernador, las órdenes mayores y menores, el señor alcalde, jueces, capitanes y monaguillos se amparan en mi nube de incienso.

Nunca hubo en el cielo tantos serafines juntos. No obstante, muy pocos tienen sosiego entre los quinientos españoles, criollos y extranjeros que forman la parte principal de la ciudad. En la plaza y en las calles de Nuestra Señora de la Salud y de los Santos de Piedra, se apiñaba la baja ralea de los miles de mestizos, indios y negros descalzos.

La misa comenzó con el Te Deum laudamus . Entre las voces del coro se distingue la de Antonio Congo, y lo menciono porque ahora el Santo Oficio lo acusa de réprobo por comprobársele que practicaba la brujería. Como sacristán primero me tocó sahumar el incienso en el altar mayor.

Soy sincero cuando afirmo que rodeado de tanta santidad no pude sospechar que yo, Sacabuche, comparecería, como lo hago ahora, ante el notario inquisitorial para hacer descargos de las acusaciones de pagano que por solo ser negro, me hacen los enemigos de la Santa Religión.

Los que le conocimos cuando el padre Claver lo llevó al colegio, podemos comprobar que las dos serpientes de Elegba sobre su hombro no estaban dormidas. Desde niño se amamantó de dos ubres: los sermones del padre Claver y mis consejos, pero el perro aunque tenga cuatro patas, sigue un solo camino.

Elegba ya le tiene señalado por cuál de los dos enrumbará sus pasos. El padre Claver lo tomó como a su hijo y no faltan las malas lenguas que aseguren que fue él quien embarazó a Potenciana Biohó. Por tres veces lo lleva al convento y otras tantas se lo rechazaron los padres jesuitas… hasta cuando ya crecido lo dejan corretear por el colegio.

Así, corderito sin lana, el padre lo fue cubriendo con su vellón de prédicas. Muy temprano al repicar los maitines lo desayuna con los primeros sermones. Después lo conducía a la iglesia de San Ignacio donde oficiaba misa a las ancianas muy de madrugada para que tuvieran tiempo de volver a las casas de sus amos a prepararles el chocolate.

Todavía a oscuras, inician el recorrido por las calles de la ciudad, comenzando por visitar a los enfermos y moribundos del hospital de San Juan de Dios. Desde afuera ya escuchan la mortecina de los leprosos, tendidos en sus petates y regados por el piso. A esas horas ninguno de los dos ha probado nada, porque según predica el padre Claver, «mucho disfruta el alma de la oración si el estómago está vacío».

Poco a poco con sus letanías iba calmando los lamentos de los desahuciados con alfombrilla o colerín. Si alguien había muerto sin confesión se arrodilla a su lado y ordenaba a Dominguito que prendiera cuatro velas en torno al cadáver: una para la cara después de cerrarles los ojos; otras en los costados y la más corta a los pies, alumbrándoles la cicatriz de los grillos.

Después coreaban los rezos. Los enfermos bozales se suman a las letanías y algunas veces, alguien, hijo o hermano del difunto mezclaba algún canto africano que el padre Claver no podía impedir por el llanto y el sentimiento con que lo gimen.

Más tarde, bajo el sol, sin más abrigo que sus propias sombras, atraviesan la puerta de la Media Luna para curar, confesar y reconfortar a los leprosos del hospital de San Lázaro: blancos, indios y negros porque la lepra no diferencia la piel de los hombres. Allí encerraban también a los ekobios a quienes las llagas del pian desnudan la nariz y los ojos.

Huella de sus pasos, detrás del padre, iba nuestro rey descalzo con pantalón roto, cargándole la estola y los santos óleos cuando no la batea o el saco donde recogía las frutas que mendiga. Por las tardes vienen a las casamatas donde nuestros ekobios morían y viven, unos doliéndose de los otros. Más padecen los difuntos sin sepultura comidos de gusanos que los vivos apaleados.

Al penetrar en estos cementerios, el padre se persigna y si le fallaban las fuerzas ante tanta miseria y dolor, se hiende las carnes con el cilicio, llamándose «perro» y «desobediente». Ruega al pequeño Benkos que rece por él y ya armado el espíritu, pero floja la carne, se tapaba la nariz con un trapo perfumado para enfrentarse a los que mueren corroídos por las pústulas. Al ver que el pequeño lloraba y tiembla a su lado, consolándole, le prometía:

Cuando ganes el Reino del Señor serás un ángel sin cadenas.

Subían por las rampas a lo alto de las fortificaciones para sacar agua de los profundos aljibes y repartirla entre los que cargan y tallaban piedras. Si alguien caía desfallecido, el padre humedece sus espaldas sangrantes y después de confesarlo, le animaba para que subiera al cielo sin culpas.

Pero tantos padecimientos eran apenas una preparación para abordar los barcos negreros. Agosto nos traía las primeras brisas fuertes. Por entre el sonido de la sal llegan otros gritos: la hedentina de los ekobios pudriéndose en alta mar. El padre Claver se aprovisionaba de agua, naranjas, plátanos maduros, dulces y muchas medallas con las que sabe ganar sonrisas.

Antes de que el barco anclara en la bahía de las Ánimas, ronda las aguas con su bote cargado de lenguaraces parloteando en sus muchas lenguas africanas. Pero debía esperar, enfurecido, a que los capitanes abrieran sus bodegas, lavaran la podredumbre y separen los muertos de los vivos. El olor de la carroña enloquece a los buitres sobre los mástiles.

Todavía el padre Claver, brioso, injuriando, ve que le anteceden el veedor del rey, el médico y otros funcionarios de la trata. Sabía que en esos momentos son muchos los esclavos que agonizan sin los auxilios del sacramento.

Al fin le arrojaban la escala a regañadientes. Por delante sube nuestro niño rey con el hisopo y el agua bendita, detrás Sacabuche y los demás lenguaraces. Finjo ser el más viejo y me rezago. Desde que fuera intérprete del padre Alonso de Sandoval, maestro de Claver en estos asaltos de la cristiandad, me resisto a ser cómplice para ganar almas en los momentos de martirio.

Los lenguaraces intentan hablar con todos, guiándose por el tono y el zumbido de las palabras. Desde Guinea al Manikongo, de Angola a Mozambique vienen a recalar a este puerto los sobrevivientes de la travesía. Hambrientos de sol, los ojos se avivaban con la luz. Las manos mendicantes levantan las cadenas y un crujir de dientes maldice a los cristianos.

¿Qué dicen Domingo Falupo?

Te ruegan la bendición –respondo a Claver que ya repartía sus golosinas. Más le alimentan las sombras de nuestros ancestros que no les han dejado morir. En esta tarea consumían el tiempo mientras los rendeiros llaman la atención de sus clientes sobre el porte, colmillos o los senos. Los más avezados se atenían mejor a las tajaduras en las caras que les revelan las naciones a las que pertenecían.

Angolas, mandingas, wolofs, congos, serviles, rebeldes, inteligentes. Los observaban sin fijarse en las estacas que les sujetan del cuello por si pretendían escapar. Aún les escucho sus gritos desde esta barranca del río donde las palabras de los vivos nadaban en el agua sin mojarse.

Le vendo esa conga con su mulecón. Es buena cocinera y complaciente para lo que usted desee.

Le tocan la cabeza, las caderas, las manos.

Para cargas pesadas le ofrezco este buhote, negro de ley, traído de Guinea.

A las ekobias las cubrían con trapos después de hurgarles con el dedo para cerciorarse si son vírgenes o de muchos partos. Los más son acarreados en grupos por las calles empedradas hacia los fortines en construcción donde el peso de las rocas recortará sus años de vida. Yo prefería el pozo fétido de las casamatas con sus altas claraboyas por donde respiran nuestras esperanzas de fuga.

En estas correrías del padre Claver, el pequeño rey Benkos era el sacristán de sus bautizos, testigo de los matrimonios, remero de su bote y báculo de su camino. Pero en las noches, cuando regresaban al colegio, ternero que busca a su madre, se acerca corriendo a mi lado. Unas veces me llama «tío», otras «abuelo».

Sentado en su estera y mientras fumo mi tabaco, me cuenta lo que le ha enseñado el padre durante el día. Nunca le dije no bebas de esa corriente. Sé que en una tinaja caben muchas aguas pero solo la fresca se va al fondo mientras la inútil sube y se derrama.

Santos padres, besando la cruz, de rodillas, por Cristo crucificado, confieso la verdad.

¡Habla impío! ¡Habla! Fuiste bautizado, la misericordia del Señor te sacó del fondo de la bodega donde te pudrías y te trajo hasta la sombra del colegio donde te dimos pan y pretendimos salvar tu alma. Allí curamos tus llagas y te enseñamos la lengua que ahora dominas con tanta largueza, que hasta nos hace pensar que la mueve el diablo.

(Escucho y no oigo, los busco, los huelo, me azotan y no los veo. ¿Dónde se esconden? ¡Santos padres todopoderosos, jueces inquisidores que todo lo ven y nada muestran, tengan piedad de mí!).

¡Sacabuche! ¡Perro de Cabo Verde! Te han visto a media noche entrar y salir a su cubil. Tenías rabo, gruñías como cerdo, bebiste sus orines y juraste ser obediente a ese engendro de demonios que llaman «rey».

¡Santísimo sacramento, protégeme! ¡Líbrame de calumnias, no me abandones en este trance!

(Sudo desnudo, el sambenito colgado de mi garganta. Ahora veo sus capirotes negros, empuñan la correa con sus cinco puntas de hierro).

El Santo Oficio te escucha. Piensa tres veces lo que dices. Débil es tu cuerpo, pero fuerte y empedernida tu alma. Abre la boca y que tu lengua diga la verdad si no quieres que te la arranquemos a pedazos.

Quiero besar la Santa Biblia. Padre Claver, ¿dónde te hallas que no acudes en mi socorro? Tú sabes que siempre fui atento a tu prédica. Traduje fielmente palabra por palabra cuanto me dictaste del cristiano al fula, del gelofe al cristiano. Nunca mezclé lengua extraña ni cambié la verdad santa por la herejía.

(¡Ay! Otra vez, ya van cincuenta y ocho azotes y no se cansan. Estoy despellejado, el rebencazo ya no duele, arde, llama sal).

¡Santo padre, protégeme con tu manto para que el látigo no abra más mis carnes!

Blasfemo, se te oiga solo la verdad. Cada vez que mientas el látigo te llamará al camino del Señor. ¡Mira, como prueba de su infinita misericordia, te deja besar la Santa Biblia, pero no vayas a mojarla con tu saliva mentirosa!

(La abracé, me la arrebatan, la siento dentro de mi herida).

Toqué la puerta del convento poco después de las dos de la mañana. No es cierto que viniera de ningún bunde de brujos. El padre Claver me había pedido que buscara al hijo de Potenciana Biohó, la difunta. Ni ella misma está segura de que lo haya parido antes de morir. Cuando la enterramos tenía la barriga vacía, arrugada, como si se le hubieran salido los vientos.

Entre los esclavos se cuentan muchas cosas de su parto. Dicen, no lo digo yo, apenas repito, santos padres, que lo alimentan con sus pechos y lo protegían siete abuelas africanas. Otros aseguran que siete indias lo encontraron en la playa y lo crían como a su hijo. Que no es parto de la difunta Potenciana Biohó, que no tiene madre conocida, que es nacido de las propias entrañas de la madre Yemayá…

(¡Virgen misericordiosa, ampárame! Perdonen si mencioné el nombre de esa herejía que llaman madre del muntu).

Informan las lenguas pecadoras que cuando duerme una aureola de fuego le corona la cabeza. Otras que ha nacido con dos dientes de oro, signo de que tiene sangre real. (¡Ay!) …que lo han estado engordando con leche de burra.

A los pocos días de nacido ya sabe manotear el tambor. Confiesan tantas habladurías que el padre Claver se enfurece cuando las esclavas en la iglesia le cuentan cosas que no son de creer. En varias ocasiones las ha sacado a empujones del confesionario para que lo lleven al barrio del Limón donde se rumoraba que lo ocultan. ¡Sobre su hombro se abrazan las dos serpientes del poderoso Elegba…!

(¡Santísima Virgen, sujeta mi lengua! No quise blasfemar).

Al tocar por tercera vez el aldabón, el hermano portero se asoma al postigo. Preguntó mi nombre y a qué se debía que importunara la paz del colegio a esas horas.

Tengo urgentes noticias para el padre Claver.

Entonces me abre el portón y penetré hasta su celda. No duerme. Desde afuera escuchaba los azotes que se da con su cilicio. Oyó mis gritos y me abre, entrecortado el respiro. Siempre se ponía así cuando se flagela.

Querido Sacabuche –me dijo bendiciéndome–. ¿Qué te trae a estas horas de la noche hasta mi celda?

Apenas pude trastabillar las palabras:

He dado con su paradero –se le encendieron los ojos–. En un bote de carbón piensan llevarlo al palenque donde se esconden los cimarrones.

El padre no dejó que terminara de contarle y empujándome corrimos hacia los lados de Chambacú donde yo mismo lo había visto. Llegamos, unido el uno al otro, arrastrándonos casi por entre los sacos de carbón. Pero nos huelen. Yo me adelanté solo hasta la chalupa y fingiendo le digo al boga que lo custodia:

Quiero escaparme junto con el rey… (¡Ay! Otra vez el rebenque por distraído.)

Tú eres Sacabuche, de Cabo Verde –me habló en angola.

El fulano tendría muchas carnes porque siento que su fogaje quema la oscuridad. Le respondo en lengua y me dejó entrar a la chalupa. Debajo de unas hojas de guarumo el niño duerme. Dos esclavas fugitivas lo acurrucaban sobre hojas de matarratón. El boga se retira en busca de sus compañeros, de los canaletes y las palancas. Silbo y el padre Claver, viento, rayo, saltó al bote.

¿Abominables pecadoras, a dónde lo llevan para iniciarlo en sus hechicerías?

Zumba el cilicio, clavando las puntas de acero sobre sus espaldas. Las mujeres gritan, más para alertar a los otros que por dolor. Las golpeó hasta arrebatarles el niño. Se oyen pisadas corriendo por encima y por debajo.

¡Malditos impíos! ¡Dios me socorra! ¡Mil demonios caigan sobre ustedes y los arrastren a los infiernos!

Las maldiciones los asustan. Las mujeres lloraban, ya sienten el fuego quemándoles el alma. El padre alcanzó a reconocer a una de ellas.

¿Tú, Orobia, a quien he bautizado, paridora de esta herejía? ¡Ven conmigo si quieres liberarte de pecado!

El niño, ya bendecido, limpio de culpa, dormía en los brazos del padre. Me les adelanto protegiéndolos con una estaca de mangle. En el colegio ya encontramos prendido el alboroto de los ekobios.

Más rápido que nosotros se había adelantado la alarma del tambor. «Se roban al hijo de Potenciana». Algo más debe decirles para que acudan a estas horas de la noche a las puertas del convento. El superior, en persona, trasnochado, nos espera en la puerta.

Traigo un nuevo hijo al colegio.

Escuchó al padre, observándolo más que oyéndolo. El pequeño, despierto, comienza a llorar.

Hermano Pedro, soy víctima de vergüenza y bochorno. ¿A qué se deben esas salidas escandalosas a media noche y que traigas al convento ese bastardo a quien llamas hijo del colegio? Dejad esa criatura en manos de quien la arrancaste y arrodíllate ante el Santísimo hasta que yo te conceda audiencia.

El padre baja la cabeza. Apenas pudo bendecir al niño. Allí a su lado, arrepentida y temerosa de excomunión se arrodillaba la Orobia.

Hermana, aquí te devuelvo esta criatura. Cuídala y por nada dejes que la saquen de Cartagena.

El último gesto del padre, todavía bajo la mirada del superior, fue trazar el signo de la cruz sobre el hombro izquierdo del pequeño. Debió sentir que el fuego de las serpientes le quemaba sus dedos porque aterrorizado levanta la mano.

(¡Madre Santa, ataja ese látigo!).

Al retirarme del convento, dejo al padre arrodillado ante el Santísimo donde oró setenta y cuatro horas en ayunas hasta cuando el superior, olvidado, venga a llamarlo a audiencia.

(Lo digo yo, Pupo Moncholo, el hombre del tambor brujo).

Mis manos palmoteaban y repican incansables sobre el tambor. Estaré repicando hasta que Elegba cabalgue la cabeza de su elegido. Todavía es un niño pero ya era un viejo. Doce años tiene y ya levantaba su verga de toro.

Esta noche, desde hace veintisiete noches, el babalao nos convocó en lo alto del cerro de la Popa. Tres días antes se había refugiado bajo la bonga cuyas raíces fueron enterradas aquí por los primeros ekobios fugitivos. Ahora, difuntos, duermen sobre sus ramas. En las más altas, Elegba oía nuestras velas encendidas.

Le traemos algo de comer. Se contentaba con un puñado de sal para sus largos viajes y dos ramitas de matarratón en cruz para unir los caminos de la vida y de la muerte. Esta noche las puertas se abrirán sin ruido. Los bazimu nos muestran los atajos que conducían a la cima; las sombras de nuestros ancestros apartaron las piedras.

No se había asomado Ochú cuando el babalao sienta al niño entre sus piernas. Le rapa los cabellos con el mismo cuchillo con que degollará el chivo. A su alrededor, sentados, conversamos y reímos. Ahora toca el carángano y su canto pellizcaba la cuerda. Los ancianos rememoran y sus lágrimas son caminos húmedos que retornaban, madre África, a tu seno. En otras noches bajo el baobab sagrado también ellos fueron consagrados a Elegba.

Me encargo del chivo negro y le ofrecí un poco de yerba fresca. La huele y un cascabeleo alegró su garganta. Los ojos del muntu son bocas abiertas que se tragan el silencio. Ya mordía y mastica.

¡Eía, señal de que el machocabrío está dispuesto a morir!

Estiró el cuello y se oye su última risa. Zumba el viento cuando sintió pasos sobre su piel. De golpe cae la puñalada del babalao y la herida bañó con sangre la cabeza del hijo de Potenciana Biohó.

¡Abobó Elegba, nudo fuerte reconoce a tu hijo

Benkos Biohó, las dos serpientes

grabaste sobre su hombro!

¡Ábrele paso a Changó! su jinete relámpago!

Ya monta su caballo de fuego toma sus riendas y galopa

el uno sobre el otro unidos suman dos.

¡El brazo de los vivos

la vida de los muertos su potente tropa!

Y nos responden las cantadoras de bullerengue:

¡Sus pasos olemos en el tambor su aliento habla en el bongó!

El niño rey no podía con el cuerpo del Gran Oricha y pierde el paso. Cayó y se revuelca en tierra. El babalao lo sujeta y ayudaba a afirmarse en sus talones. Danzamos en círculo bajo la bonga. Los del Calabar y Cabo Verde. Veintisiete voces, lloros en Falupe, la risa de los minas y la alegría conga. Sentados en el centro los músicos martillamos los tambores.

¡Ya tenemos rey!

¡Coronado está con las plumas del gallo de Changó!

El quejido hondo, la cuerda del carángano hiriendo el canto.

II. Hijos de Dios y la diabla

Cuando el babalao entró al cuarto reservado a nosotros los lenguaraces, ya todos estamos recogidos. La mayor de las campanas de la catedral había dado la queda de las nueve y nada que no sea cosa movida por el viento se agitaba en los corredores del colegio.

En las calles los candiles se quedan sin sombra y sobre las cúpulas de las iglesias las cruces recogieron sus brazos para que no se posen las lechuzas. Por más de una semana removimos los bienes del colegio de la estrecha y antigua casa de la Compañía de Jesús a esta nueva mansión de dos pisos con balcones para mirar a la distancia las naos negreras cuando se acercan al puerto.

Me levanté de mi estera y corro a sentarme al lado del abuelo Falupo. Siempre busco su sombra que me da el abrigo de mis ancestros. Contento por nuestra nueva morada, le digo entusiasmado:

Comienzan para nosotros días de gloria.

Se había refugiado en el rincón que todos dejamos por oscuro. Allí su cabeza podía arder con el fuego de su silencio. Cruzó los brazos agarrándose los hombros. Largo, sus piernas le sobresalen del camastro. Cuando respira sus costillas se hunden hasta donde no hay más aire que sacar.

Nos dieron un tinajero con agua fresca y el pequeño altar con la imagen morena de la santísima Virgen de Monserrat, de la que es tan devoto el padre Claver. Frente a ella, se arrodillaba Sacabuche dándose alocados golpes de penitencia.

Sobrino –me dijo después de larga meditación– comienzan para el muntu peores atafagos que los padecidos hasta ahora. Los africanos no tendremos más padres espirituales que los blancos.

Tratarán de matar nuestra magara pintándonos el alma con sus miedos, sus rencores y pecados. Y cuando nos veamos en un espejo con la piel negra, no nos quedarán dudas de que somos los hijos de Satán, pues, según predican, el Dios blanco hace a sus criaturas a su imagen y semejanza.

Mi mirada corta, catorce años, no alcanzaba el fondo de su espejo.

Turbado, me atrevo a contradecirle:

El colegio se agranda, vendrán más sacerdotes y atemorizados por la justicia divina los amos cristianos nos quitarán las cadenas. A Sacabuche se le crecían las orejas con el ruido de nuestras palabras. Ahora se golpea menos el pecho y escuchaba más.

Elegba te lave los ojos, sobrino. Te rodea la oscuridad y confundes la sombra con la luz. Mira bien, oye, te azotan y te piden. Nos predican que cuanto más menospreciemos nuestra voluntad más gananciosos seremos en el cielo. Eso es lo que quieren los amos: que les demos la vida trabajando para su hacienda. Más nos valdría escuchar a su mentado demonio que según afirman es su enemigo.

Sacabuche abandonó el cuarto con un trago de saliva amarga en la boca. Se postraría a los pies de Claver hasta repetirle, memoria fresca, las verdades del abuelo.

Por la mañana se oyeron los redobles del tambor, muy distintos al de los brujos que escandalizan por las noches. Muchos creyeron que eran los anuncios de un bando, pero tiemblan cuando la campana mayor de la catedral comenzó a tocar dobles: la visita del partido había salido del Palacio de la Inquisición.

El capitán de la ronda, empenachado y con escarapela púrpura, presidía la guardia armada. Avanzan tres pasos, tres pasos, se detienen y volvían otro atrás. Aunque por estos días los soles claros hacen transparentes las sombras, retornaron los olores a incienso de la pasada Semana Santa. Vuelven a salir los familiares encapuchados de negro con las cruces de plata enlutadas.

De estola, espada y botas de campaña, por vez primera desfiló el fiscal del Santo Oficio. Quienes entonces no le vieron, perdido entre los pequeños, no tardan en medirlo con el terror que les inspirará más tarde. Siempre marcando los tres pasos, tres, el último hacia atrás, desfilan con sus banderas las sagradas órdenes de los carmelitas, los trinitarios y los mercedarios.

Los balcones se atestan de damas aún con los cabellos sueltos o persignándose. Muchas de ellas con los ojos asustados, recién salidas de las sábanas donde fornicaban con sus mancebos. Las esclavas y esclavos se reúnen en las puertas, alegres, sin siquiera sospechar que los dobles de campana les estaban anunciando la guerra santa contra sus orichas, chivos y gallos embrujados.

La primera lectura del edicto se hizo en la Plaza Mayor, a las puertas de la catedral:

El Santo Oficio, enterado de las apostasías que difunden protestantes, mahometanos y judíos, así como de las brujas y hechiceros africanos que infestan la ciudad, por mandato del inquisidor, obliga bajo pena de excomunión mayor, delatar toda herejía que se conozca aunque el hereje sea el padre, el hijo o el cónyuge; trátese de personas de presumida alcurnia, servidor del rey, extranjero, libre o esclavo.

Las lenguas comentaban con tan bajo murmullo que se oyen sin decirse nada, aunque el silencio no permite sordera. El segundo pregón, en la Plaza de la Yerba, derritió la cera de los oídos y puso a saltar de miedo a los más sordos. Las vivanderas del mercado, los cargadores del puerto, los comerciantes, tenderos y artesanos se miran entre sí con tanto recelo que parecía que nunca antes se hubieran conocido.

Sobre una mula broquelada y de paso manso, el notario inquisitorial arrojó por su boca bolas de candela:

Las denuncias se mantendrán en secreto para que el acusador quede al amparo de venganzas. Pero se previene, así mismo, que el Santo Oficio dispone de sus propios espías y se tomará cautelosa cuenta de todas aquellas personas que encubran, disimulen o callen estando enteradas de quiénes blasfeman contra Dios, desobedecen el ayuno de los sábados, fornican, son bígamos o adoran ídolos falsos.

Ansioso, pesada la lengua, corrí a informar al padre Claver, pero lo encuentro postrado ante el Santísimo.

Sacabuche, la Divina Providencia viene en nuestro socorro para vencer a los herejes que estorban mis prédicas.

(Ante mí, Andrés del Campo, escribano público y del Cabildo, tomo declaración juramentada a la esclava Orobia Morelos).

En esta época de vientos y calores las madrugadas son oscuras. La luz del candil apenas alumbraba a su alrededor. Más allá las sombras se pegan a las paredes, alargarán los muebles y llenaban los rincones de bazimu.

Mi ama doña Isabel de Urbina salió a misa al primer toque de maitines. A esas horas los demonios anunciados por el padre Claver están en acecho, escondidos y hediondos sin poderse entrar a sus habitaciones. La Santa Cruz, los escapularios, el agua bendita y las imágenes de la Santísima Virgen, de san Emigdio obispo, de san Antonio de Padua y del Sacrificado están en guardia.

¡Cómo van a entrarse a estas piezas santificadas! Aunque el babalao sostenga que solo los orichas protegían a los africanos, creo firmemente que estos santos blancos también auxilian a los amos, pues si no fuese así, ¿por qué podían esclavizarnos y amasan tanta riqueza a expensa de nosotros los esclavos? ¡Mire usted la diferencia, señor juez! Mientras ellos desde los altos cielos con solo invocarlos descienden para atender los pedidos y necesidades de los amos, nuestros orichas se quedaron en Guinea sin atreverse a cruzar los mares para proteger al muntu que sufre, desespera y muere en esta tierra.

No es que niegue sus poderes, porque pruebas hemos tenido de que oyen nuestro llanto y gracias a ellos el muntu no ha muerto bajo las cadenas. Pero es claro, le decía, que los santos de los blancos son más despiertos que los nuestros. Si no, ¿por qué el ama tiene tan buena suerte con sus haciendas?

¿Por qué nosotros, sus esclavos, somos más agraciados que los que trabajaban y mueren en la muralla sin alivio de Dios? Sea lo que sea, lo cierto es que el ama toma sus medidas para no perder la protección de sus santos. La he visto a media noche levantarse a prender la vela a la Santísima Virgen cuando se consumía y apaga.

Antes de bajarse de la cama, como si viniera de mundos habitados por demonios, lo primero que hace es pronunciar el nombre de la Virgen Purísima y protegerse con la señal de la Santa Cruz en la cara y en el pecho. Tomaba en seguida el rosario y comienza a recitar el «Santo Credo», el «Padre Nuestro», la «Oración de María Santísima Inmaculada», las «Doce Palabras Trastornadas» y cuanto rezo le ha enseñado el padre Claver.

Con el crucifijo en el pecho se arrodilla, uniendo sus manos y rogándole al Señor de las alturas que le perdone sus pecados. Después, con gran cuidado de que el Demonio no la viera, miraba a su alrededor y si estoy presente me dice que salga y cuando se sabía sola, sin vista de ojos de esclavos o de diablos, se quita la camisola de dormir. Por la rendija de la cerradura la he visto y puedo jurar lo que digo: la señora es más blanca que sus sábanas almidonadas.

Ella misma se enjabonaba y restriega la piel con nada de esencias ni perfumes porque dice que las santas jamás se dejaron seducir con esas artimañas del Diablo. Para protegerse, se cuelga del cuello la pesada cadena de oro con el Crucificado. Luego se echa encima los escapularios de la Virgen del Perpetuo Socorro con hebras de las sagradas vestiduras que cubrieron a Cristo en la cruz.

Cuando me llamaba, ya la encuentro vestida y sentada en la poltrona junto a la cama para que peine sus cabellos largos. No se mira nunca al espejo por temor a enamorarse de su figura. Entonces salía de su cuarto y pide a las esclavas que la acompañemos a la capilla de su casa y todos de rodillas damos gracias al Señor, a la Santísima Virgen y a los santos del cielo.

A cada una de nosotras nos pedía cuenta de lo hecho el día anterior y nos suplicaba que pongamos mucha atención a los oficios. Más tarde sale al corredor donde le esperaban los capataces y recibe los informes de las haciendas de la Cangrejera y Caimán: cuántas vacas han parido, si los recaudadores del rey cobraron sus impuestos, si apartan los diezmos de la iglesia y el número de los esclavos enfermos.

Por último, los capataces le entregan los dineros y ella, al parecer sin darle importancia, pero muy despierta con las cuentas, recibía cada uno de los doblones. Encerrándose sola, los vuelve a contar y recontar hasta tarde en la noche, para luego depositarlos en el baúl. De todo tomaba apunte, que no deja nada a la memoria.

Al llegar el amo de los viajes por España o de Santo Domingo le rendía cuenta punto por punto de lo acontecido en mucha mejor manera que si él estuviera vigilando su propia hacienda. De esto puedo dar crédito aquí ante el notario y testigos para que se sepa que nuestra señora es muy ferviente cristiana y que yo he sido adoctrinada en la santa fe católica y romana.

Por eso puedo afirmar que la noche del gran bunde en la Popa no se mató a nadie, ni es cierto que se sacrificara un macho cabrío ni que los asistentes bebiéramos su sangre y mucho menos que juráramos degollar a todos los blancos de la ciudad.

Verdad es que el babalao nos venía dando noticias de que algo muy grande para nosotros, los negros, ocurriría para la luna llena, pues lo visita repetidas veces el abuelo Nagó, de quien afirma es el protector de todos los negros en el exilio; que por su boca hablaban los ancestros de cada uno de nosotros y que podríamos saber qué había sido de nuestros antepasados muertos en Guinea y de cuándo y cómo moriríamos y del número de hijos e hijas que tendremos, contándonos de su suerte futura y de cómo el muntu, sobreponiéndose a todas sus desgracias, está destinado por Changó a rebelarse contra los blancos después de que pagásemos el castigo por la traición cometida contra él por nuestros antepasados cuando lo expulsaron de Oyo, la ciudad imperial.

Por esas promesas y revelaciones que veníamos recibiendo del babalao, muchos acudimos esa noche a la Popa, varones y mujeres, pero sin ánimo de conspirar contra los amos y mucho menos a renegar de la santa religión católica a la que nosotros nos acogimos por el agua bendita del bautizo.

Es cierto que el babalao, al ver salir la luna –eso debió ser a las siete de la noche– nos pide tirarnos al suelo y oramos repitiendo palabras en ñáñigo, pero sabiendo, como nos predica Claver, que la luna y el sol y las estrellas y todo lo que ven nuestros ojos es salido de la mano del Dios todopoderoso de los cristianos.

Es cierto que al son del tambor mayor que batía el propio babalao, comenzamos a danzar mujeres y hombres esperanzados en que al final del baile, como lo hizo, nos diera las buenas nuevas sobre nuestros antepasados muertos, de quienes deseábamos saber si el señor los tiene en los cielos o si padecían en los infiernos. Oímos su canto acompañándose del carángano que, según él, le fue entregado por el abuelo Ngafúa. Entonces nos contó muchas historias de nuestros antepasados y orichas que él sabe ligar unas a otras.

Dice que no hemos nacido esclavos y que descendemos de la más antigua raíz del muntu; que en el pasado nuestros padres sembraron el ñame, el plátano, el coco, el millo y otras plantas que les permiten organizar grandes villas. Aprendieron a pastorear el ganado, tejen hermosas telas de algodón y lana con qué hacerse vestidos y mantas.

Con el tiempo, soberanos sabios y poderosos nos dieron leyes, organizan el comercio y sus protegidos artesanos aprenden a labrar el oro y fundir el cobre, el hierro y el bronce. Nos asegura que el muntu ya había construido grandes ciudades y palacios con abundancia de alimentos y oro a donde llegaron los bárbaros con sus ejércitos y fusiles a matarnos y encadenarnos.

Que todos los que mueran combatiendo el yugo del amo serán glorificados por los orichas y ancestros pero que ninguno regresaría al país natal porque la tierra del exilio debía ser conquistada por los vivos y difuntos para compartirla con los animales, los árboles y nuestros descendientes. Nos anuncia que el muntu mezclará su sangre con la sangre del amo blanco, con la del indio y la de otras razas y que de esa manera, sangre de sangres, no habría blancos que esclavizaran, porque así como el muntu perdería su color negro, el blanco mancharía su piel con el color de los nuestros.

Nos predica que cada labor exigía gran invención de nuestra parte, pues de no hacerlo así, la nueva obra nace según los gustos y el mandato del amo quitando a los difuntos la oportunidad de crear, con lo cual es lo mismo que condenarlos a no hacer nada, el peor tormento para un muerto.

Esto y otras cosas nos habló el babalao sin que nos invitara a rebelarnos contra la doctrina cristiana y más bien nos predica que si nos ateníamos a nuestros orichas, mejor comprenderíamos las enseñanzas del Dios omnipotente.

Eso es todo cuanto tengo que confesar y lo digo besando la cruz, esperanzada en que ella me salvará en esta vida y en la eterna.

(Dejo fiel copia de todo lo escuchado a Orobia Morelos, de nación biafra, de cincuenta años de edad. Queda inscrita en el proceso de herejía que se adelanta contra el réprobo y brujo Domingo Falupo de nación yolofa y a quien por sus mañas de gran lenguaraz llaman Calepino).

Andabas en la matriz de la madre Potenciana Biohó cuando fusilan a tu padre en Cartagena. Por eso dicen que no tuviste quién te engendrara, que eres hijo bastardo del padre Claver. Lo cierto es que Elegba te trajo al mundo de los ekobios por mandato de Changó.

Los otros cuatro fusilados murieron con la primera descarga. Tu padre se mantiene firme, pegado contra el poste como si las balas no le hubieran roto los huesos de la frente. El religioso se acerca a limpiarle la sangre del rostro y oyó que todavía se niega a recibir los santos sacramentos.

Mira en qué estado te encuentras por no haber sido bueno y servir a la Divina Majestad.

Logró responderle aunque tiene la lengua partida por los perdigones:

Déjeme llegar a mis ancestros sin remordimientos.

El capitán de la guardia pidió al padre Claver que se apartara para rematar al réprobo. La segunda descarga le quiebra el cuello y aun así saltó deseoso de soltarse las amarras. Elegba ya se lo echa al hombro para llevarlo con los otros fusilados a la mansión de los modimos.

Los sacaron de la cárcel en el centro de la ciudad y encadenados recorren las principales calles. Serán llevados fuera de la muralla hasta el camino real donde en despoblado se levantan los patíbulos.

Ya redoblaban los tambores militares que no llaman a Elegba. El padre Claver acompaña a los reos dándoles agua, pidiéndoles que tengan fe en la misericordia de su Señor. Atencio Rocha, que se decía cristiano, le pide sus bendiciones. Callado, pero sin rechazarlo, también le escuchó Arnaldo Cabalonga.

Tu padre iba de primero. Donde quiera que lo pongan se distingue por su porte, tan vigoroso que un negrero inglés, recién venido al puerto, quiere comprarlo después de condenado. Aseguraba que por él le pagarían mucho oro en New Orleans. También se destaca entre los esclavos por la cantidad de sus cadenas: argolla al cuello, grillos en los pies y una barra de hierro que sujetaba sus muñecas.

Van semidesnudos, apenas con unos pantalones deshilachados que dejaban al descubierto sus cuerpos. Pueden ver que tu padre tenía sobre las espaldas las dos serpientes de Elegba. Los monjes afirman que son las marcas dejadas por las pezuñas del Diablo. Si hubiera vivido en los tiempos en que llegó la Inquisición, le habrían procesado por brujo. Para entonces sus herejías eran mayores: subleva a los esclavos de la negrería de Melchor Acosta, ahorcó a su capataz y da libertad a ochenta ekobios que se refugiaron en el Palenque de San Basilio.

La guardia marchó sin uniforme de parada, apenas cumpliendo una tarea de limpieza. Algunos hasta llevan el mosquete debajo del brazo y el capitán se distinguía tan solo porque monta una mula. Desde los balcones se asomaban los amos comiendo almojábanas en mangas de camisa, dispuestos a regresar a los naipes, a relajarse en las hamacas o montarse en las ancas de sus concubinas.

Por las calles la tropelía de vecinos acompaña a los condenados, algunos compadecidos y otros escupiéndoles la cara por criminales. Al momento de ejecutarlos, la guardia tiene que dispersar a los curiosos con descargas de fusilería. Los amarraron a los postes sin quitarles las cadenas. El padre Claver se acerca a cada uno de ellos para invitarlos a expirar confesos, amantes de Cristo y limpios para recibir el perdón del Señor. Aun los más distantes escuchaban sus letanías:

Santa María, madre amable, Virgen poderosa, clemente, ruega por nosotros…

Los moja con agua bendita y olorosa.

Aunque mueren todos en un mismo día y lugar, los cinco ajusticiados nacieron en diversos sitios, son de diferentes naciones y cumplen sus rebeldías de distintas maneras. A Eusebio Lagos, nigeriano, se le acusa de dar muerte al capataz cuando aporreaba a una vieja esclava que se negó a abandonar la sepultura donde habían enterrado a su nieto. Uno de ellos, Luciano Palomo, es manco. Le cortaron la mano porque robó la espada de su señor y con ella está a punto de degollarlo cuando lo acosó la jauría de perros.

Ya había matado a cuatro de los animales y descuajado el brazo al que se decía su amo, cuando prefiere enterrarse la espada en el estómago antes de que lo atraparan. Yemayá lo protegía porque la sangre se le vuelve agua y el cirujano pudo coserle las entrañas. Cuando despierta, aun delirando, lo primero que dijo fue que le quitaran el cepo porque quería correr para Nigeria.

Más castigos y sufrimientos sufrió el caboverdino Arnaldo Cabalonga. Callado, para sacarle una palabra tenían que abrirle los dientes a martillazos. Hasta el momento de su muerte fue capataz de don Gaspar Ternera en cuya hacienda desaparecían reses sin que sus esclavos pudieran o quisieran localizarlas.

Un día, para sorpresa del amo, bajo las esteras donde dormía Cabalonga, encuentra enterrados los cueros de las vacas perdidas. Lo somete a tormento para que confiese cómo y cuándo las había degollado y comido. En el proceso que se le hizo no hubo tormentos, azotes y corte de nariz que le hagan aclarar aquel misterio. Lo supimos después de fusilado por confesión de un moribundo: con esas reses alimentaba a las cuadrillas de cimarrones hambrientos, exigiéndoles tan solo que le dejasen las pieles como testimonio de que se las habían comido.

El quinto condenado se llama Atencio Rocha. Aquí en Cartagena lo compró un minero de Cáceres y atraillado con otros cuarenta yolofos, lo llevaban por el camino de la Villa de San Jerónimo de Ayapel.

Una noche, en la orilla de la ciénaga, mientras duermen bajo un árbol de camajorú, una pareja de tigres ataca el campamento llevándose al minero y a su capataz que dormían aparte. Los ekobios escuchan sus gritos, mas como estaban encadenados nada pueden hacer. Esa misma noche se sienten libres.

Desde entonces Atencio Rocha, el más ladino, les capitaneó en la vida salvaje, buscando alimento entre las tribus chimilas. Toman por mujeres a unas indias que se les unieron de gusto o por fuerza. En el caño de La Mojana construyen bohíos, cosecharon plátano, y sobre todo, se dan al asalto de embarcaciones, liberando a los bogas esclavos tras apoderarse de las mercancías de sus amos.

Tanto aterrorizaron a españoles e indios que se manda tropa armada contra ellos. Guiados por los caciques que reclamaban a sus mujeres, la patrulla les sigue el rastro hasta en lo más oscuro de la montaña. Después de cada combate los tigres se alborotan al beber el agua ensangrentada de los arroyos.

Ya no encuentran refugio ni en la sombra de sus huellas. El último en caer prisionero fue el jefe Atencio, mordido por una serpiente. Moribundo es conducido a Cartagena donde le salvan la vida solo para sentenciarlo a muerte.

Después de fusilados las autoridades dejan sus cadáveres al sol para que los gallinazos les picoteen hasta pelarles los huesos. Pensaban que sus despojos atemorizarían a los esclavos levantiscos. Se equivocan. Son muchos los que les visitan, les prendían velas y se dan a la fuga. Atemorizado por el nuevo culto, el padre Claver conseguirá que el gobernador le permita darles cristiana sepultura.

Desde antes, a la media noche, bajo la sombra de las calaveras, yo había convocado a los ekobios anunciándoles que el abuelo Ngafúa me ha revelado que ya creces en el vientre de tu madre por mandato de Changó.

(Declaraciones de Pupo Moncholo, liberto al servicio de Melchor Acosta, condenado a galeras por ser el principal de los «gobernadores» del pretendido «reino» de los negros).

Nunca estuve en venta después de que mi dueña doña Brígida Pinilla me quitó las cadenas a cambio de muchos favores que brindo a sus amigas. Si comparezco ante usted, señor notario, es por intrigas de los envidiosos y no por culpa de delitos que no he cometido, pues nadie puede acusarme de ser traidor al rey de España por aceptar el nombramiento de «gobernador» en unos juegos de carnaval que nosotros los negros inventamos para sobrellevar un tanto las penas que nos afligen.

Más bien puedo confesar muchas injusticias, fornicaciones y sodomías que se cometen aquí en Cartagena por principales señores en quienes su Majestad y el Papa han depositado la guarda de las buenas costumbres.

Puedo jurar que el gobernador Diego Fernández de Velasco y el inquisidor Juan de Mañozca muchas veces concurren a casa del señor Melchor Acosta donde participan en bacanales que ni en la Roma de Nerón ni tan siquiera en la Sodoma y Gomorra tuvieron suceso.

Yo mismo les preparo niñas esclavas que se decían vírgenes y seguramente lo son, porque algunas ni siquiera menstrúan. El inquisidor las prefería entradas en los quince o dieciséis años siempre que sean bozales y hayan tenido experiencias en La Española donde hay escuelas bien atendidas por andaluzas que les enseñan a complacer los más pervertidos gustos de sus amos.

No solo lo afirma un exesclavo como yo, sino fray Sebastián de Chumillas quien cuenta que el inquisidor tiene su casa convertida en lonja de contratación; ampara el contrabando de esclavos y en muchas ocasiones ha quitado de las manos del Santo Oficio a pecadoras dignas de grandes castigos. Tanto es su descaro que de ordinario acostumbra a decir sátiras y oprobios de la Compañía de Jesús y del Provincial de Santo Domingo.

En una ocasión, estando presente el gobernador y el tal Mañozca, conociendo las potencias de las que no me vanaglorio pero que sí son demostrables, ante ellos debí abusar de dos señoras que son sus concubinas por una apuesta que hicieron de que no resistirían mis acosos. Terminada la prueba, tuvieron que llevárselas a las carreras en busca de un boticario porque les había desfondado la matriz.

Pero no es mi propósito quejarme de las autoridades que por cosas menores a otros han condenado a galeras, sino del señor Melchor Acosta quien tiene servicio de monta aquí en Cartagena, negocio en el cual a mí me ha utilizado y que consiste en alquilar a africanos de buena catadura para embarazar esclavas que den buena cría.

Yo soy pupo Moncholo hijo de Dios y la Diabla

el hombre del tambor brujo quien puede contarle cosas de esta vida y de la otra.

Estoy aquí y estoy allá, gusanito en la guayaba desde muy verde la puyo. Me como el coco maduro sin romperle la cáscara.

¡Yo soy Pupo Moncholo

el hombre del tambor brujo, me como el coco maduro sin romperle la cáscara!

Cuando templo mi tambor desde lo alto, desde el cielo me responden los truenos.

Si pongo la media mano si la pongo toda entera tiembla la madre monte tiembla la madre tierra.

Mitad tapado mitad abierto, a los vivos saco de sus casas del cementerio los muertos.

¡Yo soy Pupo Moncholo

el hombre del tambor brujo, sin romperle la cáscara

me como el coco maduro!

Soy la fiebre calentura

el cantador sin ronquera cuando comienzo una historia se la cuento toda entera.

Aquí estoy con mi tambor réquete suena que resuena alborotando las polleras. Acérquense las mujeres, tomen asiento las jóvenes y sus parejos las viejas.

¡Yo soy Pupo Moncholo

el hombre del tambor brujo, sin romperle la cáscara

me como el coco maduro!

Tengo un pacto con el Diablo para las mujeres casadas.

Con tres golpes, tres golpes tres golpes nada más

a todas las que yo quiero contentas y preñaditas derechito se van al cielo.

¡Y a sus maridos celosos tengan cruces, tengan cuernos los mando a los infiernos!

¡Yo soy Pupo Moncholo

el hombre del tambor brujo, sin romperle la cáscara

me como el coco maduro!

Sobrino, yo vengo rodando de amo en amo como moneda falsa. Me han dado más nombres que azotes: Moro, Sarraceno, Domingo, Palacino, Jenofonte y el que más me acomodan aquí en Cartagena, Calepino por las muchas lenguas que hablo. No hay esclavo a quien su dueño estime en su justo valor cualesquiera que sean su nobleza y desvelo en servirle.

Mejor trataban a sus asnos que cuando ya no podían con sus huesos les dejan en libertad de escoger el estercolero de su muerte. Desde niño estoy sirviendo a los que me maltratan y los mismos a quienes halagué me llevarán a la hoguera por negarme a ser cómplice de sus injusticias.

Te contaré lo que he sido para que no lo olvides, para que lo cuentes, ahora y en las otras vidas que alimentarás.

Nací en la ría del Cazamancia. El tronco de mis ancestros wolofs se alimentaba de nueve tribus: los kaimantes, los vacas, los karones y joguches en la banda derecha del río. De pequeño mi padre me llevaba a la otra orilla para que conociera a los tíos bayotes, aymantes, guiones, bangiares y balantas. Aunque repartidos y mezclados con dyolas, mandingas y sarakolés, todos hablamos la lengua de nuestros abuelos felupes.

En la tarde de mi desgracia llegaron a nuestra aldea unos beduinos a comprar cabras. Se enamoran de mí al verme danzar, acompañando mi canto con la kora. Esa noche les narré historias de nuestros reyes, artesanos y sacerdotes, aprendidas de mi padre. Aquella madrugada mientras la aldea descansa, aprovechándose de que duermo, los ladrones me subieron al lomo de un camello. Al despertarme, el sol alumbraba los caminos ardientes del desierto, lejos de mis padres.

En Timbuctú sorprendí con mis relatos a un geógrafo de Córdoba llamado Al Bakri, repitiéndole cantos de soberanos y de imperios desaparecidos que nunca antes había escuchado. Por más de cuatro años copia mis recuerdos y al final, temeroso de que yo pudiera revelar la fuente de sus escritos me vendió a los tuaregs.

Entre los nómadas del Sahara, aprendo el árabe y a recitar el Corán. Al cumplir catorce años, mi amo, un morabito, me hizo discípulo de Alá, pero aun así continué siendo su esclavo. Desde entonces comprendí que las religiones de los moros y cristianos tienen otros fines, distintos a la de nuestros ancestros, gozosas solo de ayudar al muntu en sus afanes de procrear y ser libres.

Un comerciante de camellos en tratos con un inglés, me cambalachó en el puerto de Mauretania por dos toneles de vino. En esa ocasión el traficante dijo al capitán negrero: «Me libro de una lengua que come más de lo que habla». Siempre fui flaco y hambriento, porque los malos tratos sumados a los ayunos nunca permitieron que engordara.

Así, sobrino, por las cadenas de la esclavitud que atan y arrastran, de habitante de las selvas y el desierto me convertí en marinero. Unas veces como pinche de cocina, otras de corsario sin paga, siempre mandadero de abordo de ingleses, flamencos, turcos o alemanes. Conozco Alejandría, Estambul, Roma, Chipre, Génova, Ceilán, Barcelona y Cádiz. De amos y extraños, clérigos y filósofos, fui aprendiendo teologías, alquimia, quiromancia, matemáticas y vicios.

Has de saber que al servicio de grandes señores, ante sabios y pícaros soy mostrado por mis larguezas en el canto y la malicia. Así visité palacios de príncipes y cortes de emperadores, siempre rodeado de enanos, saltimbanquis, payasos y poetas que todos son títeres de un mismo retablo.

Debí divertir a damas y meretrices con gracejos y obscenidades, informándome de los goces raros del amor: hembras con hembras, maridos sirviendo de concubinas a los amantes de sus mujeres y de otras falsas uniones de las que muchas señoras son sabias porque los eunucos que las cuidan les adiestraban y enseñan.

De estas y muchas otras bajas vidas me sacó en Amberes un fabricante de quesos al encomendarme el oficio de cocinar para sus mercaderes genoveses y griegos, cuyas lenguas conozco mejor por oírlas hablar en la mesa que por los cuatro años que serví de esclavo a un obispo romano. Estoy entre flamencos hasta cuando mi dueño, un mercader en vino y viandas, me factura como parte de los baúles, libros y quesos del hijo, quien partía para Portugal a estudiar en la Universidad de Coimbra. Al despedirnos me amenazó con dejarme morir de hambre si no enseñaba las lenguas romances a su heredero, acostumbrado a razonar con el mugir de las vacas.

Si quieres ser buen ordeñador –aconsejó al hijo el día de la partida– aprende a sacar la leche con falsedades, pues una vaca rinde más cuando la hurga una mano de uñas largas que su propio ternero.

Héteme aquí, sobrino, que el hijo del quesero cobrará fama entre los cirujanos del reino como el más diestro abridor de úteros y extirpador de próstatas. Intercambiamos, pues, lenguas y filosofías por artes quirúrgicas que de mucho me han servido aquí en Cartagena para amputar piernas, sanear llagas y resucitar muertos.

Por comprobársele y confesar que fornicaba con cuatro burras, Antonio Bolaños fue condenado a cien azotes y vergüenza pública para escarmiento de los africanos que habiendo recibido el santo bautizo, simulan practicar la fe, yendo a misa, confesándose y comulgando para guardar las apariencias de cristianos, pero que en su vida oculta, practican las más nefandas concupiscencias y obscenidades aprendidas de sus mayores.

La muerte es un visitante pasajero que llega y se irá en un momento, pero el hambre de mujer o de macho no se apaga nunca. Desde que se nos capturaba en nuestra aldea, no probamos pareja humana en muchos años y hay quienes mueren tan solo de pensar en sus esposas abandonadas o vendidas con sus hijos a otros amos.

Cuando se miraba a una ekobia, joven o vieja, su cuerpo se llena de otra mujer, la que recordamos, la otra que nos llamaba siempre aun cuando estemos dormidos y encadenados. Y en los sueños, despiertos, sabiéndola lejana se nos metía entre las piernas y le sembramos hijos que nunca llegarán a parir porque no le damos la sangre que engendra la vida.

En la nochedía, interminable noche de las bodegas, entre los muchos gritos escuchábamos la boca de las hembras que llama y botaba la vida. Los monstruos emponzoñan los aires con olores prohibidos. Nosotros y también ellas, separados por paredes invisibles nos sonsacamos frotándonos con nuestras propias manos.

Después de morirnos en el falso abrazo, caíamos en un sueño que nunca nos cierra los ojos. Al llegar al puerto o cuando nos suben a cubierta copulamos con solo mirarnos los cuerpos moviéndose desnudos bajo el sol. Y si se nos obliga a bailar, las manos, los brazos se encontraban aunque estemos encadenados.

Más dolorosa era la venta. En un instante se rompía para siempre el matrimonio trabado con las miradas de sesenta o setenta días de viaje. Nos quedamos apenas con el olor de la sonrisa, el líquido de los suspiros o el recuerdo de la carimba marcada en la nalga.

De esta manera se iban las novias, los maridos, las esposas, perdida la esperanza de volver a reencontrarnos, a veces ni en los recuerdos. A fuerza de perdernos, de inventar retornos, nos convertíamos en piedras que solo se mueven en la sombra que proyectan a su alrededor.

En cualquier rincón de la casamata, en la fosa que se cava en cada aljibe, donde quiera que nos lleven encadenados, sueltos en el corral de la hacienda o en el cuarto de servicio, cerca o distante, mujeres y hombres en todo momento pensábamos en la otra parte que deseamos.

La perseguimos por los atajos, entre el monte, de noche escurriéndonos por entre los muros hasta llegar a su cuarto, escondidos, escondidas, escondiendo nuestro resuello en el chiquero de los puercos.

Las amas se sorprendían de que pudiera crecer la barriga de las esclavas que no dejaron salir nunca al patio de sus casas. Claver indaga en vano el nombre del padre, seguramente ido en otro barco. Por eso, varón o hembra, siempre pensamos en la fuga.

De día ocultándonos en las chalupas que llegaban al puerto; escapándonos en la noche corriendo por la playa hasta alcanzar la manglaría donde salta a nuestro encuentro el grito esperado de algún ekobio o ekobia entre los icacales. Las mujeres a veces se arriesgaban solas; otras con los hijos en busca de un padre que pueda no ser quien haya dado su sangre a los pequeños.

La cimarronería se está llenando de hembras porque no hay negro libre que pase hambre de mujer. Ekobios amancebados con indias que en guerra arrebatan a sus maridos, cuando no son ellas las que nos buscaban para darnos bollos de maíz, a sabiendas de que nos quedaremos con ellas sean solteras o con muchos hijos.

He conocido cimarrones arrochelados con dos o tres indias, después de matarles a sus maridos. Andan sueltos con su recua de hijos con la piel negra, indio el pelo. Zambos con las piernas cortas y robusto el pecho que no sabían hablar lengua ladina, ni india o africana sino una jerga de voces revueltas. Se quedan salvajes porque no podían regresar a la tribu de la madre ni acercarse a los pueblos por temor a que los esclavicen los antiguos amos del padre.

El hambre de mujer es más hambre cuando nos enamoramos de mujer ajena. La hembra que se acuesta gozosa con su marido es más hembra si el macho vacío la mira con la imaginación hambrienta. Las cadenas pesaban más aun cuando no se tengan cuando el ama blanca se desnuda ante nosotros, cuando nos pide que les llenemos la bañera.

Mucho más, si la hija del amo, a quien cargamos desde niña se nos dormía en las piernas cuando los senos ya crecidos nos aruñan el pecho. No hay esclavo que sea esclavo si la mala suerte lo lleva a la cama del ama cuando el señor está de viaje y el capataz con sus perros anda de cacería. Yo vi una blanca violada a quien su esclavo cortó los senos para que nunca más llame la atención a otro ekobio hambriento de mujer.

Esto es cuanto tengo que confesar al Santo Oficio de lo que ustedes los inquisidores llaman nefanda concupiscencia de nosotros los negros.

Mucho he andado hoy, abuelo, tras los pasos del padre Claver. Visitamos las haciendas de la Cangrejera y el Caimán. Por todas partes encontramos ekobios maltratados por capataces de Angola y Cabo Verde, más crueles que los propios amos.

Meten a los bozales en cepos y mutilan a los cimarrones que lograban cazar. A todos predica y bautiza el padre Claver pidiéndoles que adoren a Cristo, única esperanza en su desespero.

Un ekobio de la costa de Ardá le preguntó que si le había bañado la cabeza con agua bendita porque la tenía sucia y llena de piojos. Otro se niega a recibir el bautizo, alegando que no podía volver a nacer en la otra vida porque su kulonda ha sido fecundado por su ancestro solo una vez. Anselmo Mina, después de recibir el agua bautismal se huyó dejando dicho que si era esclavo de Cristo no podía tener dos amos.

El padre les limpia tan falsas ideas, asegurándoles que el sacramento solo les hará partícipes en el reino del Señor.

A la media noche un capataz le pidió que dejara de predicar porque a la mañana siguiente con bautizo o sin él, los esclavos debían recoger unas vacas extraviadas pues dice que son más valiosas para el amo que todos los negros bautizados de la hacienda.

¡Eía, pues, ya que quieres irte al infierno vete en hora mala: aquí tienes el Juez Divino que te condena! –le respondió el padre, mostrándole el crucifijo.

En vísperas del Domingo de Ramos se llenan los caminos de palmas, burros y algazara de ekobios. El padre Claver había visitado las haciendas de los alrededores durante la Cuaresma tomando cuenta de los que estaban sin bautizar, de quienes viven amancebados y de los hijos zambos dispersos en los bohíos indígenas.

Entra por las cimarronadas de San Basilio y Rocha, a sabiendas de que los huidos no regresarán a Cartagena, cualquiera que sea su promesa de que durante la Semana Santa a ningún evadido se le apresará o azotaría.

En estos días de veda los tambores no resuenan como es su costumbre todas las noches en los patios de las haciendas. Algunos amos obligaban a sus esclavos a rezar el rosario antes de recogernos en los caneyes. Después de las nueve los capataces soltaban los perros y salen con órdenes de disparar a quien encuentren por los alrededores.

El Domingo de Resurrección los hijos de Yemayá invaden a Cartagena regándose por los extramuros del Xemaní, el Cabrero y en donde quiera que hay un tramo de muralla en construcción, una enramada de mangle o la sombra de los almendros. Más cerca, en la Boca del Puente, a la orilla del caño, se reúnen los que llegaban en chalupas desde las islas y costas.

Todos esperaban la procesión que saldrá de la ermita de la Virgen de los Dolores reservada para nosotros los africanos. En el atrio se congregan los ekobios para recibir el agua bautismal. Apiñados frente al altar volvían a encontrarse los balubas, minas, caboverdinos, calabares, regocijándose de poder hablar con el sabor de nuestras lenguas africanas. Las madres lloraban abrazadas a sus hijas y nietos procedentes de alguna mina o cuando el padre reconoce a los hijos dejados pequeños cuando fue vendido a otro amo.

Desde la madrugada el padre Claver les dividía en cuadrillas. Que nadie se quede sin su vela para la procesión del Santo Sepulcro en la media noche del Viernes Santo.

Me informan que el gobernador y el alcalde tienen reuniones todas las noches desde que se inició la cuaresma. Temían por la invasión de tantos esclavos juntos. Por bando del rey se ha fijado en los cuarteles un edicto por el cual se autoriza a los comandantes a detener a todo negro armado, de inmediato aplicarle cincuenta azotes y proceda a retenerlo en prisión durante la Semana Santa, quien quiera que sea el dueño o quien por él, religioso o civil, intervenga.

Siempre que hay estas fiestas religiosas la ciudad está en peligro de levantamiento –Había dicho el alcalde al obispo–, pues se congregan hasta más de cinco mil esclavos ladinos y bozales en su mayoría libres de cadena, conocedores de las entradas y salidas de la ciudad. Muchos de ellos hábiles para el uso de las armas blancas y de fuego, lo que los hace más peligrosos que los recién llegados de África, ignorantes de nuestras costumbres.

Ayer, vendiendo leña, he visitado las casas de los amos donde converso con los que arrean agua, con las vendedoras de dulces, los carpinteros, albañiles y sastres. Vestido de penitente, tapado el rostro, penetro a la iglesia y detrás del confesionario escucho atento cuando el padre Claver interroga a la hermana Orobia sobre mis prédicas:

Hija mía, déjame oler tus manos. Dime, pecadora, ¿has bebido sangre de chivo en el culto del babalao?

No padre, ¡la Virgen Santísima me proteja de esa herejía!

Dispusimos que fundaríamos nuestro reino en la ciudad de los amos: un patio común para las naciones fula, mina, la angola y conga. Nos reuniríamos a tocar y bailar tambor. El barullo nos viene alborotando desde hace años. El babalao nos animaba diciendo que es un derecho natural. El rey Benkos pregunta al padre Claver si había pecado en ello.

El santo le estuvo mirando los ojos, buscándole en los fondos alguna palabra escondida. Le había visto crecer desde niño las orejas, la frente, la lengua y todavía se asusta con sus preguntas. Le era más doloroso el silencio que la respuesta, pues el rey Benkos le vuelve a preguntar después de cada misa, al terminar la doctrina, en la calle o en la muralla cuando avistaban los barcos. Hasta que una noche, despierto o soñando, le respondió:

Se puede bailar y aun tocar tambor siempre que no se hagan sacrificios de gallos o de chivos.

Para tranquilizarlo, el rey Benkos le agrega entonces que solo concurrirán los bautizados que llevamos con gran consuelo la cruz de Cristo colgada al pecho. Pero no dijo más, temeroso de que pidiera estar presente y aun quisiera ordenar misa cuando queríamos olvidarnos de los amos, de sus azotes y de sus prédicas que todos son una, según nos decía el babalao.

Nos reunimos en los montes, en el lugar que señalaban los tambores. El secreto es un río crecido que inundaba los oídos más sordos. Lo cuentan las mujeres que vendían los dulces de sus amas por las calles y en el muelle; las chalupas que atracaban repletas de carbón se van cargadas de noticias: la noche, el lugar, la hora.

La traba mayor está en encontrar casa dónde preparar el guarapo, esconder los tambores y que nuestras mujeres puedan entrar y salir sin ser vistas de sus señoras. Se pensó en el patio de un amo pero ninguno de ellos, ni los más piadosos, aceptaron que esclavos de otras casas que no sean los propios, se reunieran en sus haciendas, ni mucho menos en lugar alguno cerca de sus quintas.

Rodrigo Baluba, capataz de Melchor Acosta, se atrevió a mucho, pidiéndole que una vez por mes en su negrería de Tumbamuerto se nos permita bailar con tamboreros traídos de otras partes.

El negrero escuchó con atención y aun le ofrece tragos de vino de su garrafa para que soltara lo que se traía en el propósito: cuántos somos, de qué nación, quién el principal, los que se encargarían del toque, el número de mujeres dispuestas para el bunde, sus edades, si estaban casadas o solteras, si son de condición libre o esclavas, concubinas de algún amo y quién este y otras muchas cosas, todo lo cual sabido y apuntado, manda a llamar al capitán de la ronda y punto por punto le contó para que estuviera atento de la noche y el lugar porque, aunque nada le dijera su capataz, sospecha desde el primer momento que el baile y los tambores serían apenas un pretexto para reunir armas y cortar cabezas de amos.

Ya fuese porque Baluba se lo contara o por simple miedo que les sobra, supieron que ese día coronaremos a Benkos como rey de los ekobios. Se dan prisa en informar al gobernador y hasta se envió escritos al rey y al Papa.

Todo anda camino derecho sin que sospechemos que por el mismo camino unos iban y otros vienen. Imaginen ustedes si no se alarmarían cuando se acordó que la reunión fuera en casa de María Angola, liberta, concubina del capitán de la ronda quien tenía casa de su propiedad en Ternera, no muy distante de Cartagena. Con gran regocijo acepta la angola a sabiendas de los azotes y excomuniones que iba en ello.

Promete el guarapo y aun ofreciéndose, que si la elegíamos reina, aun cuando solo fuera cosa de carnaval, aceptaría la corona, sentándose en el mismo trono que se levantara al rey. Desde aquel momento solo se habla del reinado de Benkos y de María Angola y la noticia con pies propios, sin necesidad de brisa ni de lengua, se regó por todas partes, bailadora, chancletera, escandalosa, siempre culebra, escondida.

Por las noches repicaban los tambores en congo, en mina, en angola, cuándo y dónde nos congregaríamos. Y de acuerdo con lo sabido, lo dicho y propuesto, al fin viene la tarde del bunde. Se decidió que mejor sería bajo la claridad del sol y no en la noche para que en caso de ser sorprendidos pudiéramos alegar que no se trata, como en efecto se convino, de levantarse contra los amos.

Estamos llegando desde muy temprano. Muchos durmieron en el lugar. Otros, escapados desde hacía noches se refugian en haciendas o casas vecinas donde recibían comida de las ekobias. María Angola tiene razones para todos: «No dejes de avisarle a Moncholo, el tamborero». «Dile a las hijas de Nicomeda Pérez que son buenas bailadoras, que se vengan solas o con sus maridos».

Se barre el patio debajo de los tamarindos; con cañabrava y cadenetas de papel coloreado se construyó el gran trono. Se arman trojas, bajo tierra se escondieron damajuanas de guarapo. Por la mañana, antes de la fiesta, en trabada bullanguería donde todos hablamos, haciéndonos entender más por los brincos, la risa y el contento que por las muchas lenguas, estando Benkos presente y el babalao, acordamos que tendríamos rey y reina, aun cuando no fuesen casados.

Se dijo a qué hora debían ser coronados, dónde se sentarían los príncipes y princesas, quiénes los generales, los padrinos del baile, el lugar de los tambores y los sargentos que mantendrían el orden. Tres golpes de tambor grande para que entren los reyes, dos para gobernadores, uno del tambor pequeño para los alféreces y nada para los esclavos.

Que sería un reino, que es un cabildo de libertos, que solo un carnaval sin mandones. Se descartó lo uno, se aprueba lo otro. Mientras tanto van llegando los convidados. Las ekobias vestían hermosos trajes, robados a sus amas.

Polleras amplias y espaciosas con el guardainfante cubriéndoles la barriga, más embarazadas de lo que realmente están; algunas con chancletas y otras con zapatillas de tacón alto, las más descalzas pero con cadenas de oro puro, pulseras y diamantes escamoteados a sus amas.

Los varones se traen cuanto encontraron en el guardarropa de sus amos: sombreros de pluma, capas, fajas y algunos hasta con espadas. Deben dejarlas escondidas y aun los sargentos del orden les dijeron que han de devolverlas, lo que no hacen por temor a que no puedan regresar y exponerse a que les castiguen antes del jolgorio.

El rey Benkos apareció con capa de conde que todos dicen se la han mandado de Madrid. Uniforme de capitán, casaca roja de golilla alta, franja azul al pecho, pantalón bombacho y botas altas. ¡Que los pantalones se los arrebató a un pirata inglés! ¡Que es regalo de la reina! Su juventud se aniñaba mucho más al lado de María Angola que le aventaja en años, pero sus talones firmes estaban hechos para soportar un rey desde antes de nacer.

Entran al patio con un sol que se agachaba a ras del suelo para verlos mejor. La reina arrastra una larga falda de terciopelo azul con lentejuelas que resplandecían con tantos tonos como ojos la miran; estrellas de oro en la cintura, estrellas de plata en los encajes, en el cuello, en las mangas. El rey Benkos la lleva del brazo, nadie detrás del otro, la luna y el sol por primera vez juntos.

Los príncipes, los generales, las damas de compañía, el antiguo Imperio de Oyo renacido y Benkos su nuevo emperador. Era el ñgola, el monomotapa con la marcha de sus mil elefantes y el bullicio y la danza de mil congos, mil ardás, mil angolas, reunidos por las voces de mil tambores. El guarapo ya ha hecho su estrago.

Todos aplaudíamos y danzamos apretujados en el gran patio. Entran los príncipes, los condes y los gobernadores acompañados de sirvientes y pajes. Subieron al trono: primero el rey Benkos, después la reina María Angola.

El babalao les coloca las coronas de papel dorado y plumas de pavo real. Repicaban los tambores, solo para acallarse y dejar que yo, Pupo Moncholo, preste mi lengua al ancestro Ngafúa para que cante la historia de nuestro reinado:

Aquí estoy con mi tambor resuena que resuena

por mi rey Benkos reviento su piel nueva.

Conmigo comienza el porro el reinado de los congos donde lucirá su corona

el hijo de Potenciana Biohó.

¡Aquí estoy con mi tambor resuena que resuena

por mi rey Benkos reviento su piel nueva!

Dicen que nació sin padre como el Jesús de los blancos, mentiras que yo no creo.

Por padre tuvo a Nagó su abuelo navegante. Náufrago de los vientos nació en la mar grande ojos de peje, fuerte cola, hijo de Yemayá,

por nueve noches bebió

la leche blanca de sus olas.

¡Aquí estoy con mi tambor resuena que resuena

Por mi rey Benkos reviento su piel nueva!

Arrojado a las playas sin grillos y sin cadenas tortuga que se cría sola con el calor de la arena.

Cuando le nacieron las manos cuando le crecieron los pies sin preguntarle a nadie

a nadie le preguntó

se fue metiendo en el vientre de la madre que lo parió.

Un golpe seco de mi tambor y la hembra se quebraba, mientras el varón, apenas con el olor de la falda en la punta de la nariz, olfateando el cielo, gozoso, vuelve a su puesto, de donde saltaba otro, fiebre, danza, grito, algarabía bajo los tamarindos. Primero bailaron los reyes y después, revoltijo de saltos, los príncipes, princesas y los gobernadores. Por fuera del patio, perdida la casa entre los almendros, todo parece ignorar la fiesta.

Pero solo es un parecer, porque sí se escuchaban los tambores y el barullo encendidos por el guarapo. El mismo capitán de la ronda, temeroso de que se le tenga por cómplice de su concubina María Angola, portando la orden del gobernador de aprehender a cuantos allí nos encontráramos, rodea con la tropa su propia casa de campo.

Dispararon sus arcabuces, tumban la puerta a tiros, a unos detenían, a otros golpean. Las mujeres corren con sus largas faldas, cayéndose enredadas, abandonados los tacones. El rey se queda en su trono y la reina, reconociendo a su marido, saltó de la tarima pero no puede huir porque se quebrará un tobillo y entre gritos y golpes, el capitán la lleva a su alcoba donde quedó prisionera.

Cuatro sargentos con espadas subieron al trono de carrizo. El rey Benkos permanece sereno, sentado en su gran silla. Pudo sacar su espada y a los cuatro cortarles la cabeza. Puede volar por los cielos, hijo de Changó, y convertido en trueno quemarlos con sus centellas. Pudo desaparecer, volverse polvo, humo, brisa.

Pero prefiere quedarse sentado en su trono real. Allí lo pusieron preso. Le cuelgan cadenas al cuello, le amarraron las manos a la espalda y escoltado lo bajan del trono. Le quitaron la corona de la cabeza y con la cacha de un arcabuz le rompen un ojo. Ni aun así pudieron quebrarle su compostura.

Camina por las calles con paso de emperador, sabiéndose mirado por sus príncipes, por sus generales, por el muntu, para que no se lamentasen ni lloren. ¡Porque a esas horas, la tarde se alargaba en Cartagena, todos saben que nuestro rey ha sido coronado!

Nos dirigimos en chalupa a las escolleras de Galerazamba. Desde lejos avistamos el cardumen de esclavos. Atados a las cadenas se zambullían y bajo el agua, a golpes de barretón, remueven y sacaban las rocas para la construcción de las murallas. Los que se quedaron sordos de tanto andar en las profundidades, cuentan que los ahogados ayudaban a los vivos a cargar las pesadas piedras en el fondo del mar.

El borbollón de agua saldrá de lo hondo. Al verlo con la cruz al cuello, el padre Claver lo acogió entre sus brazos, lo llama «hijo» y por cada cicatriz, por cada herida abierta, lo colma de bendiciones. Rogó al capitán de la guardia que le permitiera dialogar con él. Encallo el bote en la playa y al amparo de los guardias armados, el padre inició sus admoniciones:

He pedido a Dios que te perdone por haber permitido que el babalao te haya coronado «rey» de los negros revoltosos. La vanidad y la ambición son tretas del Diablo, hijo mío. Te cuento que Lucifer fue la criatura más consentida de Dios, a quien diera mayor inteligencia que a los otros ángeles. Y sin embargo, el orgullo lo llevó a coronarse príncipe por encima del Señor, consiguiendo tan solo perpetuarse por los siglos de los siglos como rey de los infiernos.

Benkos lo escucha en silencio. Le ha oído predicar desde que era niño y no hay frase ni parábola de las Santas Escrituras que no tenga grabada en su memoria.

¿Dónde los vestidos de emperador? ¿En qué ha quedado tu corte de príncipes y princesas? Ahora solo te veo coronado de hierro y servido de prisioneros

A cada súplica, invitándolo al buen camino, le pone la mano sobre la cabeza y con sus dedos piadosos le persigna el rostro.

Tienes que ser manso y sumiso a tu Dios. En las contrariedades, ¿por qué no hacer lo que hace el asno? Si lo ultrajan, calla. Si se le olvida, se resigna a ser el último. Si se le maltrata, sufre sin quejarse. Si se le niega alimento, rumia su hambre.

Si lo aporrean para que apure el paso, avanza diligente. Si lo desprecian, no reclama por lo mucho que sirve. Si le imponen excesiva carga, soporta el peso sin aflicción. En suma, digan o hagan de él lo que cada cual quiera, nunca se queja el manso animal. ¡Buen ejemplo para el verdadero siervo de Dios!

Entonces, padres inquisidores, escuché la blasfemia nunca antes oída en labios de un esclavo entre los miles que alivia el santo:

Sepa padre –le dijo con resentimiento– que poca diferencia hace usted en las obras de Señor. Al burro le hizo torpe y bien hace en callar, pero a los hombres nos dio entendimiento. Si yo fuera un asno no aspiraría a tener una corona aunque fuera de papel.

La voz de Satanás no le hubiese dejado tan pálido. Le echó la bendición y afligido, me dice:

Vámonos Sacabuche, tengo que orar por este réprobo.

Regresó al colegio aturdido y desde entonces, encerrado en la celda, de rodillas ante el Señor, se azota y sufría sin lamentarse.