III. ¡Cruz de Elegba, la tortura camina!

Yo soy Pupo Moncholo soy la fiebre calentura el cantor sin ronquera

cuando comienzo una historia se las cuento toda entera.

Todavía la ciudad conserva olores a mortaja. Es Domingo de Cuasimodo y aunque los amos pasaron la Pascua con alegría, nosotros los esclavos sabemos que tras el reposo de la Semana Santa volveríamos a cargar la cruz de la esclavitud más pesada y larga que la de Cristo. Hemos asistido con devoción al Sermón de las Siete Palabras.

Les cuento lo que sentimos al acostarnos aquella noche, olvidados de los tambores, porque para esos días ni los más necesitados llamábamos a los ancestros para que compartieran nuestras penas. Nos vamos a los camastros pensando en que al día siguiente volveríamos al infierno de las murallas. Los lloros de los difuntos bajo las piedras nos hacen pensar que aún después de enterrados, molidos los huesos, los amos y sus verdugos proseguían en su tarea de azotarnos.

Muchos otros ekobios encadenados salieron de la ciudad desde el Sábado de Gloria y llenan los caminos con sus quejas. Otros sobreponiéndose al látigo, marchamos en traílla palmoteando en coro y bailando cantos de nuestros padres africanos. Los capataces vigilantes de las fugas nos cuentan las cabezas y como siempre que les faltaban dos o tres, amenazan para que oyéramos los presentes:

«Mañana les arrancamos el pellejo». Pero ellos y nosotros sabemos que muchos de los huidos jamás serían cazados.

Esperaron la media noche para sorprendernos en el sueño. Andrés Sacabuche, negra la piel, podrida el alma, lleva los apuntes con nuestros nombres cristianos y las castas africanas a las que pertenecíamos. Para evitar que con la alarma nos desperdigáramos, fingiéndose sombras, invadieron los bohíos más apartados del barrio del Limón donde vivimos los pocos libertos, los desahuciados por la lepra y hasta algunos cimarrones que se acercan a la ciudad a mendigar comida entre los ekobios.

Allí detuvieron a Luis Andrea, zambo, a quien acusarán de haber tenido pacto con Buciraco durante diecisiete años. Hoy sufre condena de cárcel perpetua y galeras. También sacaron desnudos al arriero Antón Bolaños y a sus cuatro mujeres con que vive y tres burras preñadas que, según testificó una beata, son otras tantas concubinas a las que convirtió en bestias para que no se le huyeran.

Los inquisidores, a pesar de que dijeron no creer en tales patrañas, ordenan apalear las burras y las bañaron con agua bendita sin que dejen de rebuznar. Antón sufre dos vuelta s de tormento y sus mujeres desnudadas en público recibieron cien azotes cada una.

Por solicitud suya, deseoso de dar muestras de catolicidad, pide que lo casen con la que dice es su principal y lo divorcien de las otras, vendiéndolas a los dueños de unas minas de Santa Fe de Antioquia. Pero las burras se quedaron en los corrales del convento.

Embarcados siguen la batida por la isla de Chambacú. Los ekobios en medio de pantanos y el zumbido de los mosquitos no alcanzaron a oír el olor de los perros del Santo Oficio. Los más son simples carboneros, algunos venidos a la ciudad con la carga de leña de sus amos.

Pero la Inquisición tenía sus denuncias: se dice que los esclavos traen de los montes yerbas, mates y amuletos preparados por brujos indios para curar dolencias, embarazar hombres y cazar brujas. Francisco el Arará, amenazado con la tortura, confiesa ser cristiano, mostró la cruz que siempre llevaba en el pecho y dice que las acusaciones de estar empautado con el Mohán son calumnias de indias celosas.

La cacería fue mucho más abundante en el Xemaní. Dicen los frailes que las brujas allí son tan descaradas que, convertidas en lechuzas, anidan en el campanario de la iglesia de la Orden Tercera y otras, encarnadas en los murciélagos, hasta se cuelgan del altar mayor. Cuando tienen forma humana se les reconocía por el olor a azufre, pero sobre todo, por ser negras.

Los africanos, según los santos padres, habíamos traído con la hechicería peores males que los mahometanos, judíos y alumbrados juntos. Los mismos dueños y amas para ganarse fama de buenos cristianos llaman al Santo Oficio para mostrarles donde dormían colgadas de las vigas del techo.

Inés Martín, mulata, fue acusada por su ama de haber abortado un chivo con cuerno y aunque se defiende diciendo que era un embarazo de su amo, la subieron al potro y a pesar de que estuvo siempre negativa antes y después de los desmayos, sale en el auto y fue desterrada a Portobelo con gran regocijo de su cristianísima dueña.

Al comienzo se nos cazaba de noche solo después de las doce campanadas. Pero abundaron las denuncias, se apestó la ciudad con la hedentina de tantos diablos y brujas que los padres inquisidores debieron sacar en procesión al santísimo sacramento y rocían con agua bendita las calles, los patios y aljibes.

Alborotadas, las amas golpean con escobas a sus cocineras. Algunas sin esperar la acción del Santo Oficio, les arrojaban al cuerpo y a la cara manteca caliente. A Dominga Verdugo se le azotó hasta expulsarle el demonio que se resistía a salir. Isabel Márquez, amonestada en el potro, rechaza el cargo de ser bruja, aun después de ponerla en la argolla. La cuarterona Guiomar Albornoz, a quien por su color verdinegro llamaban La Guayaba, se confiesa hechicera antes de permitir que la desnuden, el mayor deshonor para una descendiente serere.

Por tercera vez llevaron al santo tribunal a la zamba Anastasia Abreu. Después de obligársele en las dos veces anteriores a que se reconociera sortílega y hechicera, en la última, para no ser relajada, acepta lo que negó al morir, que también era bruja

Podría contarles muchos otros casos si no temiera que se me acuse de nuevo ante el Santo Oficio y se me arroje a la hoguera, víctima de esta nueva peste de la Inquisición que sobre nosotros los africanos arrojan los que inventaron la esclavitud.

El edicto llega en un navío que zarpó directamente desde España. El superior del colegio lo distingue entre los otros papeles porque traía el sello de don Pedro de Castro y Aviñones, ilustrísimo arzobispo de Sevilla, del consejo del rey, nuestro señor.

¡Nuevas de España, Sacabuche!

Después de leerlo sin detenerse en comas ni puntos, con llamado de campana, el superior congrega a todo el personal del colegio. Por los lacres y muchos sellos se supo desde un comienzo que el manuscrito había corrido todos los vericuetos del Vaticano: de las manos del arzobispo de Sevilla pasa a las del procurador general del Nuevo Reino de Granada, quien lo entregó en Roma personalmente al cardenal Vicario General.

Espantado este, lo hizo llegar al procurador general de la Compañía de Jesús en la misma Roma. Con muchos temores como si tuviera espinas en los dedos, con prontitud lo deja caer en las santísimas arcas del sumo pontífice Paulo

Leído y releído por el Papa, ajustado en todas sus partes a sus ciencias y divinidades, ordenó se trajese a Cartagena para que el Santo Oficio lo haga cumplir con pena de excomunión mayor a los desobedientes.

Los superiores, obispos, curas, frailes, monjes, priostes y sacristanes de rodillas, contritos, aceptando por adelantado cualquier penitencia que se les exigiese, escucharon, y mientras escuchan, las almas ardían en suspiros, lágrimas y desconsuelos. El primero entre todos, el padre Claver, sobre quien recaen las miradas de los envidiosos porque a nadie se le ocurría pensar que estuviera entre los pecadores.

Se dijo, no me consta, que el memorial de agravio había sido redactado contra el padre Alonso de Sandoval, por entonces ido a Lima, sospechándose que él es el mayor responsable por utilizar en sus bautizos a un réprobo, cuyo proceder pone en mentiras la labor de catequización que con tanto celo ejerce la Compañía de Jesús en África y América para redimir a los negros que todavía persisten en el paganismo. El mismo superior leyó el mandato con voz de navaja filuda que nos recorta el resuello a ras de nariz y boca:

Ordénase que se revisen todos los bautizos en los cuales haya intervenido el moro Domingo Falupo por considerarse que tergiversó de mala fe las preguntas que por su intermedio se hicieron a los africanos, de lo cual resultan dos inconvenientes principales y otros que de ellos les siguen.

El primero, privar tantas almas del único remedio de encontrar salvación.

El segundo, haberles dado los santos sacramentos a personas incapaces de recibirlos, la cual obra de suyo es muy grave sacrilegio, pues después de sabido, no podrá esta culpa excusarse con la ignorancia.

Por ser muchos según se nos ha informado, es de gran lástima para nuestra compañía que mueran sin el sacramento del bautismo, estando entre tanta copia de ministros y posibilidades de salvarlos.

Por todo lo cual, convendría obtener del réprobo una total y franca confesión y si fuera contraria a los fines que conviene, procurar mantener el mayor secreto de ello, no sea que se levante una ola de incredulidad sobre los bautizos verificados por la compañía y se tenga por moros los que son sincera y realmente cristianos y por cristianos los más abominables réprobos.

Lo vi tendido sobre el potro de tormento y puedo decirles cómo es de largo su cuerpo y cuántas son sus sombras. Los callos de sus pies habían recorrido tanta tierra que empleará varios siglos para recoger los pasos andados porque ustedes saben que los bazimu tienen licencia para caminar por las comarcas de los muertos y los vivos sin que haya puertas ni estorbos a sus pisadas.

Sus ojos miraban a la vez para adentro y para afuera, espejo de dos caras. La una escuchadora de la memoria de los difuntos donde se esconden las palabras dormidas, los sueños despiertos. Y la otra asomada a la ventana que siempre camina por delante, abriéndonos las puertas de lo que nos va a acontecer.

Unas veces es humo y volaba por las nubes; otras se achiquita hasta meterse en el puño de la mano: hormiga, suspiro, agua. Mientras conversaba con uno, vuela lejos detrás de los sitios y las palabras para cerciorarse de si son mentiras o verdades las que le cuentan, todo sin irse, porque nos tocaba con su olor, nos huele con sus manos.

Al ponerle el torniquete, ya había sacado su brazo del nudo y se ríe de los guardias que apretaban creyendo que sufría cuando conversa con Ngafúa. En el momento en que los guardias lo sacaron de la celda, sus huellas ensangrentadas ya andan solas por delante y desaparecían después de que él las pisaba.

Amarrado en el camastro, su sombra se extiende por los largos túneles, doblándose en las esquinas hasta perderse en los rincones o subirse por los muros para respirar en las altas claraboyas.

Los guardias, silenciosos, se tapan la cara con media capa. Sacabuche los guiaba pero ni él mismo está seguro de dónde se encuentra el babalao en este momento. Podría estar dormido y su sombra invisible, errante, nadando en aguas de Yemayá. Oculto en el bosque con la oricha Ayé aprendiendo el secreto de las plantas; orando en la cima de la Popa y su sombra vigilante a la puerta de su choza; puede estar con Changó atizando los truenos de las tormentas, cuando apenas fuma su tabaco al pie del fogón.

Noche oscura como esa no la habrá nunca más, la negra noche de Andrés Sacabuche con su cara encenizada por los bazimu, tan asustado que en la oscuridad le chispean sus ojos. Mejor que sus compinches, sabía que el babalao ve aun cuando esté dormido, que adivinaba la huella antes de que la pise el talón, que guiará sus sombras antes que el sol las llame.

Detrás le seguían el fiscal inquisidor y sus alguaciles más confiados en los escapularios que en sus espadas. Cuando llegaron a la plaza de la Yerba nadie duerme porque en la noche oscura el muntu gustaba de evocar a sus ancestros.

En otras noches, allá en la tierra natal, en vez de rememorar en silencio conversaríamos con los difuntos bajo el baobab de la aldea; en vez de estar sentados, bailamos; en vez de fumar tabacos, beberemos salmirón. Pero aquí, en la tierra del exilio, el muntu no es el muntu sino su sombra, eso somos, sombras de muntu y Sacabuche su traidor.

El fiscal porta la orden de captura del Santo Oficio. Venían por un brujo y los brujos son sombras de los orichas; traen cadenas, pero las cadenas son alas en los pies del babalao; empuñaban sus espadas a sabiendas que no cortarían su cuerpo. Los alguaciles disuelven los grupos a golpes de arcabuz, encerrando a los ekobios en sus propias casas.

Nos obligaban a atrancar las puertas, pero mil ojos miran por las rendijas. En la plaza comenzó a oírse la música del carángano y todos sabemos entonces que el babalao ha regresado de sus largos viajes. Cuando tocaba su arco, su cuerda, todo a su alrededor retoma su verdadera vida: las paredes desaparecían y los techos vuelan por los aires; las puertas caminaban detrás del viento; conversan las aguas de las tinajas y los pájaros cantaban como si vieran la luz del día.

Hasta los bazimu vienen desde lejos a sentarse a su lado para escucharle las historias de nuestros héroes: Silamaca, rey de Macina matando la serpiente del bosque de Galamani; la trágica narración de Madior que para ser coronado rey bebe la sangre de Yacine su más fiel, su más joven, la más bella entre todas sus esposas; la revuelta de Abo-Mama aprendiz de los ancianos poetas Fung; nos descifraba la profunda sabiduría de los reyes de Kuba solo alcanzada por los consejos de sus ancestros.

Y seguimos oyendo su música cuando Sacabuche lo muestra al Santo Oficio, cuando los guardias lo prendieron. Después de que ponen cadenas en sus muñecas, las manos seguirán pulsando la cuerda de tal modo que al llevárselo preso, en la plaza continúa oyéndose el bim-bom de su arco.

Desde entonces sabemos que él no ha sido preso por el Santo Oficio. Si en la celda se le atormentaba acá oiremos su canto; cuando allá se le amarre al potro aquí vemos su risa; cuando el verdugo lo levante en la garrucha aquí sonará la música.

Ahora, después de que se lo llevaron encadenado, las noches, las noches en la Plaza de la Yerba no son mudas porque escuchamos sus réplicas al inquisidor. Solo cuando el gallo canta en la madrugada nos damos cuenta de que las estrellas se han ido y de que el babalao nos ha congregado en su celda.

Allá abajo, en los túneles, la voz resuena en cada hueco, partiéndose en las esquinas de los muros para esconderse entre las bóvedas. Lo puedo afirmar porque en esas profundidades me ha interrogado el Santo Oficio. Una conversación de pocas voces como la que tenemos ahora, allá en los abismos sonaría como aquelarre de brujos.

Yo soy Pupo Moncholo, baculú, el hombre que puede hablar de estas cosas. Tengo un año de llevar el sambenito y no hay muestras de que llegue el día en que me lo quiten. A esta lengua la quemaron con tizones de candela y solo por mandato de Orunla puedo hablar entre los vivos.

Estos ojos escuchan, estos oídos vieron la voz terrible del gran inquisidor; los verdugones que puedo mostrarles en la espalda me los harán para sacarme confesiones de cosas que nunca dije.

Yo estaba en la celda contigua a la sala de tormento y puedo decirles lo que le preguntan y cómo sus respuestas los dejaban mudos. Mi memoria guarda grabados hasta sus suspiros. La Santa Iglesia Católica no tuvo nunca sacerdotes tan sabios que sepan responder como lo hace él sobre los misterios de este mundo y del más allá.

Los atormentadores lo tenían amarrado de los brazos temerosos de que pueda volar. El inquisidor Mañozca se sentó frente a él, pero a distancia dizque para que no le escupiera la cara. Pero el babalao no es serpiente venenosa de las que salpican antes de morder. Le recitan las cautelas a sabiendas de que no le asustaban con el anuncio de sus castigos.

Le hablaron de lo doloroso de las torturas y él las desprecia; le amenazan con los infiernos pero el fuego de sus ojos decía que domina el rayo de Changó; afirmaban que tienen testigos de que blasfema del Dios de los cristianos; que a diario predicaba que la religión de Moisés es tan falsa como la de Jesucristo; que no era cierto que María hubiese sido virgen y que Jesús sea su único hijo.

Mucho antes de que abran su boca él conocía lo que pensaban sus mentes. El abuelo Ngafúa le ha dado el don de la clarividencia. Las torturas sofocantes no son para él porque Yemayá lo ha ungido con sus aguas sagradas.

Podrían sumergirlo en plomo hirviendo sin que lo obliguen a negar o callar lo que sentía. Le preguntan quiénes fueron sus padres y maestros y entonces fue cuando abrió su boca para cantar la gloria de nuestros orichas:

Mi estirpe es más vieja que la vuestra. Cuando los hebreos y romanos vinieron a disputarse la Tierra Santa mis antepasados ya la habían recorrido, arado con bueyes, haciéndola parir espigas y granos que se repartían sin avaricia entre todos los necesitados. Entonces, sin que alguien lo predicara, nadie quería el mal para el prójimo. Mi pasado es tan viejo como esta sombra que piso y me acompañará; por mi voz hablan los ancestros de ocho grandes tribus africanas; la experiencia de los hombres anida mi memoria porque todos mis abuelos fueron narradores sagrados que memorizan las hazañas de nuestros grandes reyes, de sus músicos y cantores.

Le ponen por delante la Santa Biblia y por tres veces le pidieron arrodillarse ante ella para que jurara y diga solo la verdad. Por tres veces el babalao se negó a postrarse diciendo que diría la verdad sin jurar por aquellas escrituras que los hebreos tienen por sagradas y que no contienen la historia venerable de nuestros antepasados ni aludían a la gloria de nuestros orichas por los cuales sí está dispuesto a arrodillarse.

Por eso cuando algunos ekobios niegan que somos vida de los ancestros, como ese Sacabuche con más escapularios en el cuello que poros en el cuerpo, me dan lástima porque ya dejaron de vivir, zombis, cuyas almas han sido ahogadas por el agua bendita. Oigan, cómo en vez de desconocer a nuestros antepasados se vanagloriaba de ellos:

Si tenéis paciencia –dijo al inquisidor– yo puedo contarle por mil noches y mil días las grandes epopeyas de mi pueblo, desde sus orígenes hasta su exilio a este continente por maldición de Changó.

Asombrados anotan en sus libros estas confesiones que para ellos son mayores herejías que las que inventaron en sus cautelas.

(Pupo Moncholo prosigue su historia).

Siempre que el Santo Oficio o sus guardianes caminan por los sótanos de la Santa Inquisición, debían alumbrarse con lámparas encendidas. En esas tinieblas querían que nuestro babalao lea y medite sobre las cautelas. Podría hacerlo porque Ngafúa le presta sus ojos para mirar en la oscuridad, pero exige vela, papel y tinta.

Por dos días estuvieron considerando su petición y a regañadientes le traen el candil, un folio no muy grande, una pluma de ganso y el frasco de tinta. Les preguntó si quieren la respuesta en griego, latín o castellano. Se miraron sorprendidos, no tanto porque conociera muchas letras, pues sabían que es lenguaraz, sino por ignorancia de cuál de esas escrituras está autorizada por la Santa Inquisición.

Iban y vienen los días hasta que el tribunal decidió que fuese en la lengua que quisiera, por lo que el babalao convino hacerlo en latín. Desde aquí siento su sombra larga y bamboleante siempre que se sacudía los mosquitos pegados a su frente.

Escribe con letras de fuego que quemaban el papel. La invisible memoria de los ancestros le dicta en muchas lenguas: yoruba, mandé, xhosa, bakongo, soninké, baluba, fula, serere, fiote, ngala, ashanti, mandinga y muchas más.

Se me llama perro bozal o asno para despreciar mi alma, y a la vez disminuido en conciencia y entendimiento, me llamará réprobo, moro, impío, bárbaro, judío y pagano. ¿Cómo siendo animal de pensamiento lerdo, soy acusado de tan grandes apostasías?

Al último campanazo de la media noche, cuando los encapuchados practicaban la ronda, le informan que es llegada la hora del reposo de las ánimas y que debía apagar el candil. Por el poco tiempo de vida que le resta les rogó largueza para concluir sus alegatos. El superior oye, con paciencia y por toda respuesta le apagó la mecha y se lleva la yesca.

En la mañana siguiente oigo al babalao que se quejaba de habérsele terminado la tinta y también el papel pese a que escribía con letra apretada. Le responden que pedirán autorización y con tal pretexto querían leer lo que hasta entonces ha escrito.

Por temor a que rompan el papel, se niega, alegando que cuanto ha redactado está dirigido al Santo Padre de Roma y no a los inquisidores a quienes considera simples esbirros de aquél.

Acusáis de bárbaros a nuestros soberanos de África porque practican la esclavitud. ¿Pero no lo sois más vosotros y vuestros reyes que habiendo sido informados de la justicia de vuestro Dios, gozan en cometer tan nefando crimen?

Si decís que el hijo del blanco es blanco, el hijo del negro es negro y el hijo del indio es indio, ¿por qué no aceptáis que a semejanza de sus padres los negros adoren a sus orichas negros, respetando esta condición que les viene de naturaleza, como se espera que los blancos e indios, veneren al dios que adoraron sus mayores?

El mismo fiscal del Santo Tribunal viene en persona porque el babalao reclamó que solo a él entregaría sus respuestas, exigiéndole que cuanto ha escrito sea agregado a los folios del proceso sin poner ni quitar enmiendas.

Está tan metido en sus reflexiones o andurriaba por otras tierras que solo después de que el alcalde abre la celda y cuando el padre de Sandoval le toca el hombro, tuvo noticias de su presencia. Después de mirarlo, después de recordar en un instante lo que vivió durante largos años a su lado, se levanta del camastro y lo llamó «padre» y «hermano».

Domingo Falupo, conozco tu firmeza y convicción por la idolatría a tus orichas. Para mí, tú no eres un apóstata, pero ha llegado la hora en que medites sobre tu inexplicable comportamiento como intérprete en los bautizos para los cuales pedí tu ayuda. La Santa Iglesia no te perdonará tal herejía, pero el Señor, supremo juez y guiador del hombre, iluminará al Santo Oficio para que sea tolerante e indulgente con tus faltas.

Sus palabras tenían la pesadez del plomo y la dulzura de la sinceridad. Pero el padre de Sandoval está sepultado en Sevilla y solo recoge los pasos andados en Cartagena.

Sombra amiga, bienvenida seas a mi celda como en muchas otras ocasiones visitaste mi casamata de esclavo. No tengo frases que puedan testimoniar mi inagotable gratitud por tus desvelos para darme agua, socorrer mis pústulas y alimentar mi espíritu. Alonso, siempre te he tenido por hermano y no por mentor.

Deja que el Santo Oficio cumpla sus deberes, que según predicas, no obra por voluntad propia sino de los altos designios de tu Dios. No son pues, los humanos, aunque tengan las investiduras del Papa quienes puedan juzgarme.

El padre se llevó el puño a los ojos para secar sus lágrimas.

No es momento de revivir lo que tantas veces hemos discutido.

Vengo a comunicarte que he sido nombrado tu defensor de ofici

Los años, las vidas, los puentes entre esta orilla y la otra, lo han resquebrajado. Los bazimu también sufrían y padecen al igual que los vivos en este mundo.

Nada me aflige más que oír tan buenas intenciones, pero creo defraudar tus propósitos. Bien sabes que no podrás ser nunca el defensor de mis convicciones religiosas. Mal podrías convertirte en predicador de Odumare, en caballo de Changó, en mensajero de Elegba.

Solo conseguirás que te reprochen el falaz intento de apiadarte de un pertinaz réprobo como yo. Dejad que el Santo Tribunal me acuse, pues cada palabra, cada instante de los días que me quedan, ya que seré quemado vivo en la hoguera, los emplearé para predicar entre mis ekobios la fe que deben a nuestros orichas.

Puedes apelar ante el Tribunal Supremo de la Inquisición…

¿Crees que tendrían piedad?

Serán extremadamente generosos si accedieras a dar los nombres de los bautizados tenidos en sub conditione por tu aviesa conducta. Con ello evitarías que seas sometido a tormento y ayudarías a bien recibir el agua bautismal a tantos hermanos que olvidados de sus antiguas creencias, ahora profesan de conciencia y corazón la fe de Cristo.

El babalao evocó a los ekobios muertos en las bodegas de los barcos, a los vivos que padecen en las casamatas, murallas y haciendas. Piensa en la falsa justicia del Dios de los blancos que hacía cristianos a los ekobios y los deja encadenados. Entonces, sin responderle, habló a la sombra que lo escucha:

En mi silencio hallarás mi respuesta. Mira lo que mi corazón siente. Ninguno de esos ekobios que hablan lenguas desconocidas por ti y por tus lenguaraces, para quienes serví de intérprete, abjuraron de sus orichas. Espero que el Santo Oficio descargue sobre mi cuerpo sus dolorosas torturas. Moriré en ellas, sabiendo que los míos persistirán en la creencia de que no deben obediencia a ningún Dios extraño que patrocine la destrucción del muntu, sometido a esclavitud.

El padre de Sandoval, ceniza de otras muertes, desolado, abandona la celda como si realmente hubiera sido su cuerpo y no su sombra la que entrara en ella.

El médico comprueba que nuestro babalao tenía salud para morir. Desde la celda contigua, escucho aterrorizado el testimonio que rendía al fiscal, declarándolo apto para el suplicio. Los corredores silenciosos se llenaron de pasos apresurados. Los torturadores no tienen necesidad de forzarlo. Voluntarioso, sin resistencia, lo conducen ante el gran inquisidor. El fiscal ordenó que se le desnudara.

Le cubren las entrepiernas con un trapo y le hicieron acostar sobre el potro. Yo conozco esa tabla acanalada que muerde y masticaba los cuerpos. Puedo seguir sus apuros, sin verlo. Extendidas las piernas, ligeramente abiertas. Su espalda sobre la cuña de madera que le obliga a forzar la nuca hacia atrás, la vista contra las vigas del techo. Pronto ese mundo al revés se llenó con los ojos llameantes del inquisidor.

Te conmino, réprobo y perverso, a que nos confieses los nombres de los desdichados hermanos tuyos a quienes arrojas a los infiernos al negarles el bautizo que salve sus almas del horrendo pecado original.

Las palabras quedaron sin respuesta. Cansado de esperar, apenas con el brillo de sus ojos, el inquisidor da la señal.

¡Una…! ¡Dos…! ¡Tres vueltas!

El brazo se hincha, más negro, más doloroso, sin que asome la primera queja. A cada rosca se oía el defraudado reclamo del inquisidor indagando lo que cada vez le resulta más inútil.

Por última vez, impío, abre tu boca y anuncia que el Demonio ha salido de tu cuerpo. Confiésanos esos nombres y serás en el acto liberado de las torturas.

El aire se torna más pegajoso y veo que grandes gotas de sudor hormiguean por la frente del babalao. Otras, mucho más espesas, corrían por el brazo de los esbirros esforzándose en apretar la cuerda. Temen que se reviente ahí en el surco amoratado entre las carnes.

Nada respondes… te ayudaremos, pues, a tragarte tus palabras… denle un poco de agua…

Ponen el trapo sobre la nariz y luego lo humedecieron. A cada respiro el velo se hunde y atajaba el aire. Se cierran los párpados del inquisidor y a esa señal los verdugos volvieron al torniquete.

¡Doce…! ¡Catorce…! ¡Dieciséis vueltas!

El olor a sangre coagulada se filtra por los poros. El inquisidor se inclinó sobre la cara del babalao y puede comprobar su aliento enrarecido.

Llamen al médico…

Entró con los puños de la camisa remangados, pronta la navaja para la sangría. Levantó el velo, atento al menor murmullo, pero lo único que logra escuchar es el chirrido agudo del torniquete.

Su vida peligra…

El inquisidor se descoyuntó impotente.

Déjenlo reponerse un par de días. La garrucha aflojará su lengua.

Por delante el padre Claver y detrás yo, Sacabuche, cargándole la estola y el agua bendita. Desde que el rey Benkos fue prisionero, lo remplazo en estas correrías para casar ekobios amancebados con indias.

Seguro de que por estos tiempos de marzo y abril no llegaban barcos con sus cargazones de esclavos, el padre Claver inicia largas caminatas que duraban dos o tres semanas por las vegas de los ríos San Jorge y el Sinú donde se arrochelan los cimarrones.

En Bayunca el padre Claver encontró a un capataz congo que tenía preso a cuatro negros y un indio, encalabozados con cepos en los pies y cuello, solo porque según dijo y confesó, se niegan a que sus esposas, pues casados estaban, vinieran por las noches, turnándose, a servirle en su cama.

Los cuatro ekobios y el indio juraron que cortarían las bolsas al capataz y con ellas colgadas al cuello, lo llevarían a Cartagena ante el gobernador. Claver pidió hablar con los cautivos a lo que se niega el congo diciendo que no tenía instrucciones del amo ausente.

Forzó el padre la puerta, ayudado por mí y con gran alboroto de los esclavos de la hacienda, pusimos en libertad a los presos. Creen llegado el momento de cobrarse cuentas atrasadas y solo la voz fuerte del padre, zumbona cuando se enfurecía, les corta el salto. Debimos quedarnos en espera de que llegara en persona doña Isabel de Urbina, quien en todo y por todo, aprobó lo hecho y dicho por el padre, llevándose preso al capataz para entregarlo a la justicia del rey.

Más adelante, en las riberas del San Jorge, el padre reunió a más de doce parejas de negros e indias que andan con muchos hijos y sin matrimonio. Cuarenta y cuatro niños tienen, negros y zambos, a todos los cuales bautizó el padre después que sus progenitores aceptan el vínculo del casorio cristiano. Esa misma noche llegó el cacique de los chimilas, pidiendo le devuelvan las mujeres, que son de su tribu, también casadas por el padre con otros indios y madres de muchos hijos.

El padre Claver enmudeció de espanto. Se puso a orar toda la noche, rogándole al santo padre de Roma que lo ilumine porque no sabe si podía deshacer con su mano izquierda los matrimonios que su derecha bendijo en nombre de Dios.

También están presentes los indios burlados que acompañaban al cacique, bailando en torno a una hoguera y amenazando con tambores de guerra. «Nosotros indios también somos cristianos», gritaban. Tumbado de rodillas, el padre amarra una oración tras otra, asustado de haber caído por mucho celo apostólico en irreparable herejía.

El papa debió iluminarlo. En la madrugada reúne a los indios y ante su cacique prometió descasar a todo aquel que demostrara saber las virtudes teologales o tan siquiera recitar el «Padre Nuestro». Ni el mismo cacique pudo unir dos estrofas con sentido. Pero tampoco se quedó corto y con gran astucia que enferma aún más al padre, pide que las indias recién casadas repitieran, si lo sabían, las palabras santas.

Entonces fue la rebujina. Reía el cacique, seguro de llevarse a sus mujeres cuando una de ellas, más sabia o más gozosa de su negro, dijo que no quiere irse con su antiguo marido porque la tenía por cosa menos que bestia, pegándole a diario, arreando carga, no contentándola en la cama por ser cada uno de los indios amancebados tres y cuatro veces con distintas mujeres sin que tenga aliento para todas.

Se alzaron de inmediato las otras diciendo dos de ellas que eran hermanas entre sí y concubinas de un mismo indio, por lo cual no saben si sus hijos son primos o hermanos. Se le fue cambiando el color al padre de blanco a rojo, de rojo en azul, y antes de que pudiera maldecirlos, el cacique y los suyos en silencio pero con mucha prisa, se alejaron dejando atrás sus mujeres.

Más asustado me pongo yo con tales sucesos, viendo la manera como cambia el hombre cuando no quiere cambiar. Porque mientras el padre Claver predica obediencia al Señor de los cristianos, sorprendo a unos esclavos que preparan el levantamiento bajo una bonga bruja.

El babalao será condenado a morir en la hoguera y el rey Benkos llama a los ekobios para cortar las cabezas de los amos y del gobernador.

(Moncholo, no te pongas triste, hoy no es el día de nuestra despedida).

Durante los días y noches que siguieron a la tortura estoy atento a sus suspiros sin que lo haya oído quejarse. Al quinto, el padre Claver obtiene permiso para hablarle. El gran inquisidor guardaba la esperanza de que logre el aflojamiento de espíritu que no han conseguido las torturas. Encuentra al babalao sentado, aún resentido de sus coyunturas.

El carcelero los deja solos, alumbrados por la tenue luz de la lámpara. Para iluminar sus sombras sobraba la oscuridad, pues se conocen los pasos dados en esta vida y en las otras. Ambos persiguen al muntu encadenado, el uno para hacerlo libre entre los vivos, el otro para entregarlo sin cadenas ante el Señor.

El babalao invitó al padre a que se sentara en su camastro.

Aprecio en mucho tu gesto, pero es tu cuerpo maltratado por el cordel y no el mío el que necesita reposo.

Se acerca con los trapos húmedos que ha traído y con habilidad aprendida en muchos años lavando llagas a los esclavos, le quita la costra de las heridas. Aún tenía el brazo carbonizado por la sangre coagulada.

Debes saber, mi amado pecador, que te someterán al tormento de la garrucha. El Santo Oficio espera que reveles de este modo los nombres de quienes por tu culpa no recibieron correctamente el bautizo.

Suavemente le aparta la esponja con la mano que aún puede mover, enderezando sus huesos hasta sentarse en el borde del camastro.

¡Advertís, hermano Pedro, cuán inconsecuentes son vuestras palabras! ¿Si os consta que el tormento del potro no aflojó mi lengua, qué os hace pensar que seré pródigo en confesiones y arrepentimiento si me sometéis nuevamente a una mayor tortura?

Se arrodilló y por tres veces el padre se inclina para besarle los pies.

Hermano Calepino, espero que no vayas a confundir mis sinceros propósitos de ahorrarte dolor con las exigencias de que repudies a tus orichas. Solo quiero que abras tu corazón a Jesucristo; que nuevamente reflexiones sobre su generosidad al dejarte escoger entre la confesión y la tortura.

Ekobios, ustedes que me escuchan, pero también los hijos de sus hijos, el muntu que no morirá, sepan que nunca antes estuvieron juntos, peleando pero amándose, la herida y la sangre, el fuego y la ceniza.

Bien sabéis que se me acusa injustamente de hereje, pues nunca he practicado cultos ajenos a mis orichas.

Amargo es mi desconsuelo al oír hablar por tu boca al mismo Buciraco. Pero no dejaré de rezar por salvar tu alma de los infiernos. Persignose y protegiéndose con sus escapularios, antes de retirarse apoya la Biblia sobre la cabeza de nuestro babalao. El cerrojo, la puerta, las cadenas, el candado anunciaban la garrucha. Después entró el médico acompañado del fiscal. El uno desea comprobar si resistiría el tormento, el otro si está en sus cabales para responder el interrogatorio. Lo pasaron desnudo frente a mi celda y en medio de los guardias y del gran inquisidor, alcanza a mirarme.

Moncholo, no te pongas triste, hoy no es el día de nuestra despedida. Su sonrisa me llenó de esperanzas.

¡Velas encendidas me custodian sin estar en mi lecho de muerte! El inquisidor quema mi frente el gobernador hiende mi lengua.

¡Gran cosa mendigan a nombre del Señor! Negros bautizados carne de carimba para el rey español.

¡Cruz de Elegba

mi tortura camina!

De las vigas, colgados los pies los hijos de Dios me maravillan: el inquisidor miro al revés

al gran gobernador de rodillas.

«Prisionero del rey relegado de Dios de noche y de día

los demonios te asen. Brujos y réprobos siempre te acompañen.¡Arrepiéntete ahora es tiempo todavía!».

Van creciendo mis llagas amarrado al poste.

¡Cristo en la cruz sus heridas abiertas no recibieron azotes!

¡Cruz de Elegba

mi tortura camina!

Mi lengua encendida repetirá al sol

lo dicho en la sombra:

«¡Rebelde Changó camino de la vida!».

Después de las brisas de octubre, Yemayá revolvió las olas y los bazimu pierden el sueño. Mucho después, aún no había anclado la primera nao negrera del año, llega Nagó tripulando una chalupa de tres palos. Con la revoltura de las aguas no se supo si era de noche o de día. Los bazimu miedosos de encontrarse con el sol andando por las calles no salieron por las noches a visitar la ciudad como acostumbran.

Se sentaban a esperar en las rocas, sobre los esquifes hundidos. Algunos, impacientes, subían a las altas cofias y desde allí atisban por entre el abismo de las aguas. Nagó los confunde. Unas veces es un sol; otras, luna náufraga. Hasta que esa noche, conocedor de los estrechos y esteros, penetró a la bahía marcando el rumbo bajo las corrientes. El resonar de su caracol tomó por sorpresa a los que esperaban.

¡Nagó está con nosotros!

Llega con sus bazimu compañeros, aquellos que durante largos díasnoches liman sus cadenas y libres, incendiaron la Nova India. Vimos a Olugbala con sus hombros de elefante y su diminuta cabeza de hormiga. Al lado de Nagó, siempre aconsejándole, viene Ngafúa. Pasó junto a nosotros convertido en humo y sigue a conversar con el babalao en la víspera de su muerte. Sentado en la proa, a Kanuri mai, aún después de muerto le brillan los ojos. Los lazarinos le reconocieron y nadan hacia él con sus esqueletos manchados de luz donde quiera que en vida les atormentó el fuego de las llagas. Príncipe de los leprosos, le llaman, a sabiendas de que Chankpala jamás se atrevió a poner sus dedos en su cuerpo.

La chalupa avanzaba lentamente perseguida por los bazimu deseosos de abordarla. Todos, difuntos y vivos quieren llegar al vientre de la madre Sosa Illamba que les abre sus brazos.

Nagó se dispuso a echar el ancla y fue entonces cuando pregunta por Benkos.

Está prisionero en las escolleras de Galerazamba.

Lo sabía él desde hacía siglos, mucho antes de que Cartagena hubiese sido designada por Changó para que el muntu marcara su primera huella en el continente del exilio. Toma el camino de la playa, siguiendo el rastro que dejó el hijo de Potenciana Biohó cuando lo llevaban preso.

Los ekobios ciegos se zambullían con el pecho lleno de aire y ya bajo el agua, poco a poco pierden las fuerzas removiendo las rocas en el fondo. Los que andan en el mar reconocieron a Nagó por el fuego de san Telmo iluminando los tres mástiles de su chalupa. Ansiosos se dan prisa en sacar al rey Benkos de las profundidades.

Primero sienten el borbollón de agua y luego su respirar de tortuga. Sus ojos quedaron ciegos frente al oricha, la sombra perdida. Entonces Nagó toca las culebras de Elegba que dormían sobre su hombro y al instante se iluminó su rostro.

¡Padre! –lo llama reconociendo al ancestro que sembró su kulonda. El oricha lo ayuda a subir a su chalupa. Sol y luna juntos en la noche. Le quitó las cadenas que lo aprisionaban y le entrega el sable fundido por Ogún.

Eres el escogido de Changó para iniciar la rebelión del muntu. Tu grito resonará en otras voces, en otras vidas, donde quiera que la loba blanca pise la sombra de un negro.

Benkos solo responde tres palabras. Si las dijo no lo sé, pero las oigo, las oyeron todos:

¡Muera el amo!

¡Alé, lé-lé!

¡Bumba, musange, Musangé, é!

Es la hora pensada por Odumare desde los primeros tiempos. En este día, en esta noche, en Cartagena tenías que conjurar al muntu contra los amos.

El dedo descoyuntado de Ventura Malemba comienza a trazar el gran círculo en la arena de la playa. Su voz gangosa aunque nunca la ha mordido la lepra, recoge el eco de las tumbas. Llegó de Puerto Loanda, limpia la cara de tajaduras.

Es aquí en Cartagena donde los filos de las rocas tatuarán su piel con cicatrices. Tiene poderes conferidos por Zarabanda, oricha de la muerte, para despertar los más oscuros rencores. Y para que ningún ekobio pueda arrepentirse, hará beber a todos la sangre de Changó en la calavera de un blanco.

Otro, Domingo Criollo, albañil de oficio, sabe que su padre vino de Guinea y que lo enterraron con vida por rebelde. A la tercera noche sacó la mano de la fosa con una espada de piedra. Entonces es cuando te dice, mediodifuntomediovivo, que debías venir a la zarabanda para vengar su muerte. ¡Y Domingo Criollo cumple! Hoy rajará las cabezas de los amos con su espada sin filo.

También está Jacinto Malolo, de nación bran. En la penumbra, a los golpes del tambor, llegó hasta la cocina y sigilosamente empuña la champeta con que siempre ha degollado cerdos. Lleva el nombre del capitán de las rondas nocturnas, su padrino Jacinto, quien le cortó el calcañar para que no se fugara.

Ha esperado muchos años para levantarse de su camastro y gatear entre escaparates con las orejas más abiertas que sus ojos. Entre jadeos el ama dormía, no duerme. Y mientras el padrino la goza bajo el toldo, la champeta ensangrentó las sábanas con sus gritos.

Ventura Malemba vigila el gallo negro amarrado a la cruz de la sepultura. De vez en cuando el ave abría las alas y silenciosa escucha la voz del muerto. Cuando todos estuvimos reunidos, el mayombero alza la bumba de su amo cortada en su imaginación hace dieciocho años, desde aquella tarde en que le lardeara el rostro con manteca hirviendo solo porque le pellizcó la nalga a una de sus concubinas; ¡a María de los Ángeles Biafra, de tu propia nación!

Ahora nombro al barbesí Agostinho Santomé, nacido en Guinea y criado por un lisboense. Hoy triturará con una piedra la cabeza del capataz para arrebatarle el hacha con que aterroriza a los ekobios fugitivos.

Así levantiscos, andamos los esclavos con las armas pegadas al cuerpo. Solo un rastro nos guía en la oscuridad: los tambores anunciando el levantamiento del rey Benkos.

En medio de todos baila el oricha Kongorioco con su máscara blanca, su máscara roja, su máscara negra para ver y oír el silencio de los que traicionen al muntu. Nadie lo ha invitado y sin embargo llega a la zarabanda con sus presagios de ultratumba.

Los golpes de tambor, tapados y persistentes, no son de lumbalú. Llaman a la guerra. Mientras los verdugos preparaban la hoguera para quemar a nuestro babalao, asaltaremos el Palacio de la Inquisición donde lo tienen preso. Los arará degollarán a los guardias que vigilan la Boca del Puente.

Descolgándose por las paredes, Domingo Criollo y sus manikongos deben penetrar al patio de la Inquisición. En los pozos y aljibes, bajo cada ladrillo hay enterrado un calabar. ¡Que despierten sus huesos y nos abran el camino!

Las heridas abiertas de nuestros ojos sobrenadaban en la oscuridad. Esta noche Sacabuche no se arriesgará a salir de los muros del colegio aunque lo protejan el padre Claver y sus escapularios.

¿Dónde están mis ashantis? –pregunta Benkos.

Alzaron sus puños y se oye un blanco crujir de dientes. Sigilosos, veloces en el tiro, llegarán hasta los soldados apostados frente al Palacio de la Inquisición. A estas horas las ekobias angolas debían estar mezclando el veneno a la comida de Melchor Acosta, en cuya casa el gobernador y el obispo celebran la condena del hereje Domingo Falupo. El pájaro de la noche volaba muy alto cuando el burlón Kongorioco toca el hombro del protegido de Changó:

¡Rey Benkos, espera, Orobia Morelos te ha traicionado!

La arrastraron por los cabellos y arrojan dentro del círculo donde todos hemos bebido la sangre del gallo. El hijo de Potenciana Biohó la agarra por el cuello.

¡Tu lengua apesta!

Y antes de que espabilara, el sable le descuajó la cabeza.

Las horas de la guerra, puestas a andar por Zarabanda caminaban solas. El rey Benkos alerta a todos con sus gritos:

¡Ya canta el gallo de Changó!

Nos disgregamos en la noche por caminos conocidos de tanto recorrerlos bajo el peso de las piedras, en las herrerías donde nos encadenaron, en los portales para la subasta de esclavos, en las casamatas de los negreros.

En el caño de la Boca del Puente comenzó el chapoleo de las cabezas de los guardias que caen al foso. El sable de nuestro rey es un molinete tumbando resuellos. A cada golpe, allí donde degollaba una cabeza, renacen nuevos rostros barbados ladrándole con sus lenguas de fuego. Disparaban detrás de las columnas, desde los entresuelos y costados de la noche.

¡Retírate, Benkos, retírate! ¡No invocaste a Elegba! ¡No te ha respondido Ifá!

Siguió avanzando protegido tan solo por la sombra de los difuntos ashantis. Ya tiene cuatro heridas en el brazo y un tiro en el hombro. La protección de Nagó los mantiene vivos entre el fuego de los arcabuzazos, pero ni aun así alcanzarán a llegar al Palacio de la Inquisición.

Los guardias de refuerzo han degollado a Domingo Criollo y a sus manikongos que tienen la mala suerte de descolgarse por los muros del patio. Hasta los frailes resistían con espadas y escapularios. Temen que el babalao pueda escaparse convertido en zángano y para impedirle el vuelo han puesto doble cadena a sus tobillos.

En medio del combate el rey Benkos escuchó el pensamiento del babalao que le grita desde su celda en la Inquisición:

¡Deja que la hoguera me dé la vida que necesito y ve a liberar a los ekobios encadenados!

La púrpura del obispo preside la mesa en casa de Melchor Acosta donde el gobernador y el inquisidor beben el vino que la difunta Orobia Morelos debió envenenar.

Kongorioco apagó todos los candiles y envueltos en una nube de olores azufrosos, los señores desenvainan sus espadas sin saber contra quién dirigirlas. La risa del oricha, escondida en los gritos de las damas, se burla de los filos.

¿Domingo Criollo, padre, qué haces tú aquí fuera de tu sepultura?

Vine en busca de la sangre de Melchor Acosta, quien me enterró con vida.

Podía perseguirlo en la oscuridad por el olor a carimba que despiden sus manos. Vanamente el negrero le lanzaba cuchilladas sin rajarlo. Al fin comprende que luchaba contra su propia muerte y quiso huir. El difunto lo persigue llamándolo por su nombre hasta que en un rincón del retrete con firme golpe, uno solo, ¡uno solo!, le quiebra la nuca con su espada de piedra.

¡Pronto, rey Benkos, quíteme este grillo!

En la muralla y en las casamatas se repite la misma súplica. El hijo de Potenciana Biohó suelta cadenas, abría cepos. Ekobios de Guinea, zombis de Angola que ya andaban sin sangre, bozales de la Costa de Marfil. Revueltas lenguas unidas en un mismo grito:

¡Al Palenque!

¡Al Palenque!

Allí donde nunca más el rey de España, los obispos ni negreros gobiernen nuestras vidas.

Soy Pupo Moncholo

el cantador sin ronquera cuando comienzo una historia la cuento toda entera.

Doy testimonio, en primera instancia, para ti muntu, luego para los demás. El sol resplandeciente de la mañana; el sol que nace entre las rejas de su celda, el último sol del babalao apenas comenzaba a nadar. Respira y aquella luz, la última que avivaría sus ojos, le dará la vida inmortal. La luz no es pasado, no era la noche desaparecida, sino el futuro del muntu que él mismo había anunciado.

¿Cómo es posible, pecador, que te levantes tan regocijado en el día de tu muerte, cuando serás quemado vivo por apóstata, hereje y hechicero?

El babalao le midió el desconsuelo.

Mi alegría es vida. No moriré por apóstata, sino por glorificar a Changó y a mis orichas.

El padre Claver se arrodilla y con el crucifijo en sus manos implora:

¡Oh Dios todopoderoso, pon un poco de tu misericordia sobre este impío y hazle comprender que las terribles llamas del infierno donde arderá por los siglos de los siglos son más pavorosas que el fuego que hoy lo consuma en un instante!

Para entonces se escuchaban en los corredores de la Inquisición los pasos del alcaide y del carcelero del Santo Oficio.

Te equivocas, mi infatigable perseguidor, la única eternidad está en el muntu.

El padre Claver todavía persiste en convencerlo:

Aún hay lugar para que te arrepientas y recibas el perdón de tus herejías. La misericordia de Dios oirá tu súplica y llegarás redimido ante su alto tribunal.

Su mirada, la última que dirigiera a quien por tantos años había tratado de atraerlo a la cristiandad, se llena de gratitud.

Amigo Claver, si en el momento de morir tengo un poco de misericordia con los que han esclavizado al muntu, esa piedad será solo para ti que mojaste los labios de los ekobios enfermos y moribundos. De tu bondad y no de tu Dios sordo y rencoroso te estoy agradecido.

Las plegarias comenzaron sin desespero el «Miserere» de los pecadores. En primer término avanza el fiscal del Santo Oficio y detrás el inquisidor que escondía su respiración entre los pliegues de la casulla. Después marchaba nuestro babalao con su sonrisa negra.

A su lado lo custodian los familiares del tribunal sin que tengan necesidad de arrastrarlo; más bien debían aligerar sus pasos porque Domingo Falupo aparenta tener prisa. Las campanas de la catedral doblan ya por el muerto que aún no ha expirado. Cuando el alcaide abre las puertas de la Inquisición, la humareda del incienso hizo pensar a los que se aglomeraban en la plaza que ya lo han arrojado a la hoguera.

El silencio es un mar abierto para que naveguen las voces del coro cantando el «Miserere». Al llegar al «Petrus Fidei», el babalao se adelanta a los familiares y sin su auxilio, cuando otros se desmayaban, trepa por la escalerilla.

Se subió tan alto que aun los más pequeños pueden verle el capirote negro, el sambenito y la argolla de la vergüenza que cuelga de su cuello. El primer zopilote, el relator, abrió las alas negras de su capa. Levanta la Biblia y cuando a todos se nos reseca la garganta, graznó con gravedad:

¿Reconocéis a la Santa Iglesia como la religión verdadera de la Inmaculada Virgen como dogma?

Los labios del juez permanecieron cosidos, mientras en la plaza se riega el aleteo del miedo. En los techos, portales y balcones, por las calles se arrodillaron los feligreses. No hay uno de nosotros, ni yo mismo que me encuentro acolitando al padre Claver, que no entorne los ojos al cielo aunque sabemos que para el muntu está vacío de ángeles bienhechores.

El buitre mayor, el inquisidor Mañozca, advierte al secretario su inexplicable olvido:

¡La mordaza! ¡La mordaza!

Uno de los dos familiares extrajo de sus vestiduras el infame freno y apresuradamente lo trabó en la lengua de nuestro babalao. Más tranquilo, pero aún temblorosas las manos, el relator puede leer la condena:

El Santo Tribunal ha encontrado culpable de herejía y blasfemia al liberto Domingo Falupo, quien se ha proclamado a sí mismo elegido de Satán para exorcizar, renegar y concitar contra Dios.

El fiscal del Santo Oficio empuja al babalao hacia los alguaciles del gobernador que lo esperaban ansiosos.

¡Muera el hereje!

Los cristianos y el muntu corean atemorizados:

¡Muera!

¡Muera!

Le amarran las manos, querían estar seguros de que no volará, como había anunciado, convertido en llamarada. A empujones lo bajan del «Petrus Fidei» y sujeto por una larga cuerda lo entregaron al muntu embrutecido.

¡Sí, fueron ekobios, nuestros propios ekobios los que escupieron su cara!

Libertos de Mozambique y esclavos de Cabo Verde azuzados por sus amos. Las cocineras del Xemaní le pellizcan el pene y hasta una tal Dorotea Arará le hurgó las nalgas con un plátano maduro.

Nada les responde, amordazada su lengua. Pero sus ojos encendidos, fuego que habla, les quemará la mano, el pie, la saliva, el labio.

Después, montado en las ancas de un burro, africanos los dos, lo obligan a cabalgar de espaldas. Llevaba el cuerpo embadurnado de miel y recubierto con plumas de gallo negro como los que sacrificara a Changó. Sobre su cabeza le habían puesto una corona de hojalata y entre el nudo de las manos le cuelgan la escoba con la que dizque volaba por encima de las casas persiguiendo brujas para empreñarlas.

El jubileo de su martirio estuvo recorriendo las calles en las que predicó la religión de los ancestros. Un grupo de frailes lo sigue, regando agua bendita sobre las huellas que dejaba el burro. Lo pasean por la plaza de la Yerba, allí donde contó las historias de nuestro pueblo. Detienen el cortejo frente a la negrería del asesinado Melchor Acosta para que bailara al son de un tambor mina que tocaba un zambo.

Cada vez que el músico golpea el parche se le encogía un dedo. Entonces, acobardado, se le echó a los pies llamándolo «gran babalao» y «elegido de Elegba». Los mismos guardias que le pagaron para que tocara el tambor, lo llaman hereje y se lo llevarán preso.

Finalmente lo subieron a la muralla donde se había reunido con los zombis para conspirar contra los amos. Allí le trajeron una cabra para que en público copulara como dicen que es su costumbre en las noches de sabat.

Ya prendían fuego a los primeros leños. El verdugo tiembla cuando el babalao no quiso dejarse atar al poste. La sombra del abuelo Ngafúa lo sostenía en sus brazos. Pequeñita, la llama comienza a quemarle los pies y la humareda esparció la resina de sus huesos más olorosa que la brea de los leños.

Cuando se incendiaron los brazos y su frente, la noche que ya comienza se tornó más clara que el día. Envuelto en llamas, su cuerpo se eleva y un ruido, huracán furioso, nos ensordeció a todos. Los guardias huyen con sus espadas derretidas por el fuego y las aves, confundidas, volvían a salir de sus nidos.

Hasta los hombres de los pueblos lejanos, ciegos por la luz, buscaron refugio en las iglesias, donde los obispos tratan de quitarse sus vestiduras incendiadas. Yemayá se había bebido los mares y sus ríos dejando encallados en los fondos los peces y los barcos. Y por la tierra abierta en dos, Omo-Oba, morador de los volcanes, se asoma a contemplar el prodigio de Changó que a plena noche había inundado al mundo con su radiante claridad.

Lo velamos en Palenque con el fuego de nuestro llanto. Los tambores del lumbalú han estado tocando desde hace nueve noches. Su llamado llenaba todos los vacíos y no hay cimarrón que no lo oiga. Desde lejos veíamos su llamarada sin que los mosquetes, excomuniones, ni jauría de perros puedan apagarla. Vivos y difuntos abandonaban su escondite, su troja, su choza, trasnochando los caminos con sus gritos.

En la plaza del palenque, bajo la gran bonga, los tambores les dan la bienvenida con repiques angola, mina y batá. Los bozales lenguaraces atábamos las voces bantúes y yorubas con palabras españolas aprendidas a golpes de rebenque. Ya no cabemos en los patios y aún seguían llegando ekobias embarazadas que perdieron sus maridos en la huida; otros, recién escapados, todavía cojean de los tobillos.

Sobre el pecho, la cara o la espalda tienen fresca la carimba que pretendió hacerlos esclavos. Todos saludan al rey Benkos con su uniforme imperial. Nueve noches tienen sin dormir, siempre el puño sobre el sable que les entregó Nagó.

El cadáver del babalao, sombra ausente, nos alumbra. Sabemos que allí arriba, sobre las ramas de la bonga, está acompañado de los orichas y ancestros.

A la media noche, cuando más encendido esté el lumbalú bajarán a confundirse con nosotros.

Y mientras todo el palenque bailaba, yo palmoteo mi tambor:

¡Alé, lé, lé!

¡Alé, lé, lé!

¡Nadie se sienta esclavo con la carimba en la nalga, una noche de cadena

no esclaviza el alma!

Tercera Parte.

La rebelión de los Vodús

I. Hablan los caballos y sus jinetes

Revoloteando por la ventanilla de la celda se posó sobre mi hombro. Mensajero de Ogún Ngafúa, vienes a traerme noticias de mi lejana isla. Los muertos solemos soñar también con imposibles. Este gorrión no tiene el pecho rojo de nuestros cardenales, ni es un azulejo oloroso a marañón recién abierto; tampoco arrastra las alas rotas de los chorlos que de niño ayudé a volar en las playas del Cabo.

Lo tomo cuidadosamente para darle el calor que no poseían mis manos, le quito el hielo de las alas y con mi aliento le devuelvo un poco la vida que había perdido. Comenzó a saltar tratando de picotear algo. Le ofrezco un poco de cal descascarada de la pared, vicio que aprendí durante mis hambrunas de niño en Breda. Pero el pequeño gorrión no se deja engañar, esponja las plumas y me miró midiendo en mis ojos la conocida avaricia de los hombres.

Desilusionado, hambriento, va a esconderse en el hueco de uno de mis zapatos. De vez en cuando pía, asoma su cabecita roja y me observaba esperando el tardío arrepentimiento que me impulse a compartir con él las migajas de pan que no tengo. Oí el trajín de los guardias repartiendo la comida a los otros prisioneros sin que ahora, como en los demás días de ayuno, sirvan mi ración.

Sin embargo, en aquella hora que no espero, desde antes de escuchar el taconeo de sus polainas, adivino que se dirigía hacia mi celda. Abrió la reja con las llaves que poco antes había quitado al carcelero dormido. Los bazimu no pierden el humor con la muerte y gustan de burlarse de los otros difuntos, cubriéndose con los trajes usados en la vida. Así llegó el intrigante de mi hambre con sus arreos de emperador.

La capa de armiño bordada con hilos de oro y la corona imperial que él mismo se había colocado sobre la frente. Por vez primera pude ver su cara de niño con los ojos rasgados por la uña de algún ancestro mongol.

Trae erizadas las cejas por el espasmo de la muerte. Intentó mirarme y no puede resistir el fuego que desprendían las cenizas de mis ojos. Busca dónde sentarse y entonces advirtió que la celda estrecha apenas podía contener mi cadáver encogido. Napoleón se quedó de pie, las polainas mojadas. Nunca el prisionero de una isla logra huir sin el consentimiento de la madre Yemayá. Desde entonces comprendo que ella había sido cómplice en su visita.

Veo que imitaste tristemente la vanidad de Dessalines. La corona de emperador no siempre es un símbolo de grandeza. Muchas veces solo oculta la pequeñez de quienes la ciñen.

Me miró con amargura. La muerte nos limpia de vanidad dejándonos el resentimiento de no poder engañarnos.

Es cierto Toussaint –su voz había perdido el acento de los que en vida hablaban a nombre de los orichas–. Esta corona me pesa y doblega mi frente pero los remordimientos, ahora mis únicos dioses, no permiten que me la arranque. Condenado estoy a pasear en la muerte la falsa grandeza de mis glorias. Afortunado tú que rechazaste a mis carceleros de hoy cuando quisieron coronarte.

Empalidecido se retira de mi presencia y después de cerrar la reja, sus arrepentimientos le obligaron a revelarme:

Juré no dejar un solo entorchado sobre el hombro de los negros de Santo Domingo. Sin embargo, ahora debo confesarte que una de mis grandes locuras, de la cual me arrepiento, fue intentar restablecer la esclavitud en la isla.

Ofuscado por mi silencio se llevó las manos a la cara:

Te ruego que apagues tu mirada. Recogí los brazos para ocultar mi hambre. Le responderé:

Yo también vivo de mis errores y dejé inconclusa mi obra. Si un día proclamé la adhesión de nuestra naciente república a tu imperio, fue solo por el acoso de tus enemigos que deseaban arrebatarnos la libertad. Conscientes de que las cadenas oprimían pero no esclavizan, bajo la protección de Francia, aspirábamos a gozar de nuestro triunfo.

Intenta nuevamente quitarse su infamante corona pero sus manos pequeñas, más débiles con la muerte, ni siquiera podían removerla de su cabeza.

Yo que juego con los países arrugándolos y extendiéndolos caprichosamente, cedí a las intrigas y halagos de los que me engañan con la posibilidad de extender mi imperio a la América. Apuntalado el talón sobre ustedes los negros de Santo Domingo veo crecer mi sombra a lo largo del continente. Argentina, Venezuela y Colombia me darán el dominio del sur. Retenida Louisiana y asaltada la Florida, me sobrarían coronas que repartir en las antiguas colonias de la desdentada Inglaterra.

Se envolvió en su capa. Aún sueña con su falsa corona de emperador. En la medida en que se aleja, sus pasos van acercándose por los túneles de mi prisión. Ni siquiera, creo, lo acompaña la ilusión de que le seguían sus ejércitos sepultados en Rusia y en Haití.

La otra cabeza, esa sí realmente coronada, Machocabrío-Changó-Sol, penetró por la estrecha abertura de mi celda. Con su claridad busqué el pequeño gorrión anidado en el roto de mi zapato. También él había huido. Entonces descifro los presagios que me trajo. En esta noche y en la misma hora en que revoloteó en mi ventana, acaba de morir el prisionero de Santa Elena.

Era el principio del comienzo…

Los orichas y los ancestros no habían desembarcado en Haití. Hablo de los tiempos en que al muntu, desnudo y prisionero, solo lo acompañaba su Buen Ángel Mayor. Cuento lo que probó mi piel cuando anduve entre los vivos, el abrazo de los ekobios, las piedras, los vientos y las lluvias. En aquel entonces la muerte no tenía por general al Barón Samedi.

Hablo por boca de mi caballo Bouckman antes de recorrer el largo camino:

Era el principio del muntu en esta isla…

Cabalgo su cabeza, gobierno sus ojos y su lengua. En el patio bailaban y lloran mi muerte.

¡Ora por nos!

Mis adoradores inundan la comuna de Petit Goâve. Nueve horas después de fallecido, guiado por mi Buen Ángel Menor, todavía no abandono mi cadáver. Me golpeaba el lamento de los tambores andando por los montes y praderas. Anuncian, gemían en el lugar de mi velorio.

¡Ha muerto don Petro!

Los papaloas bañaron mi cuerpo y me pintan los vevés mágicos que me identificarán ante los ancestros. Me pongo mi traje de fiesta, la casaca y el pantalón negros. No he olvidado mis botas, el corbatín y mi sombrero de cubilete. Antes de introducirme al ataúd me vestirán con mi ropa de papaloa, los collares y la cabeza de Elegba para que me abra las puertas en la región de los muertos…

Bouckman, mi caballo, sigue hablando por mí:

Os anuncio días de muerte. El Barón Samedi tendrá buenas cosechas. La loba blanca asesinará a sus hijos mulatos. Y los esclavos alzados, después de matar a todos los amos se proclamarán dueños de la tierra. Veo emperadores y reyes negros, presidentes mulatos, y otra vez, la loba blanca: franceses, ingleses y españoles encadenándonos… es mi última profecía antes de que me sepulten.

Marie-Jeanne es mi nombre de mortal. Mulata, nací esclava. Mi herencia es el trabajo y la humillación. Poco tiempo después de nacer yo, mi madre fue vendida por el ama. Celosa, tras repetidas azotainas, logró que mi padre la alejara de mi lado. De pequeña, aún no endurecida la nuca, debo cargar las tinajas llenas de agua sobre mi cabeza, vigilo las cabras de mi amo-padre y recogía leña en las laderas del Cabo.

Por las noches, al pie del fogón se alargan las horas tostando café, moliendo maíz, batiendo el chocolate. Entonces vivía con mi abuela africana. Aún está joven sin que el constante recordar de sus primeros años en Nigeria haya encanecido su rostro. Me contaba que de niña la trajeron de una aldea del Calabar, cuyo nombre ha olvidado. Tampoco tenía memoria de sus padres, pero aún sueña que los hallará algún día entre los vivos o los muertos.

Algunas veces sorprendo a mi amo-padre contemplándome como si reencontrara en mis ojos verdes la mirada de algún ancestro. Mi abuela blanca llegó en un barco de Nancy entre otras prostitutas, ladronas y enfermas.

Madura y tuerta, aún tenía colores en las mejillas cuando se enmaridó con el que sería padre de tu padre. Eso busca en tu mirada, el ojo perdido de su abuela.

Sin lugar entre libertos y esclavos, sufro las humillaciones y los gritos, los abusos y el acoso de los blancos que pellizcan mis nalgas. Mi propio amo-padre me ordena que lleve agua al baño donde me esperan desnudos los huéspedes recién venidos de París.

Paulatinamente me vuelvo extraña en la plantación donde he nacido. La barraca que compartía con mi abuela y otras mulatas es solo un refugio nocturno. En nuestras conversaciones, agua sucia que traen las primas de otras casas, voy enterándome de mi verdadera situación de liberta y esclava.

Dieciocho domésticos atendemos la habitación: cocheros, cocineras, damas de compañía, peluqueros, sastres y costureras para que los amos puedan ahogarse en su hastío. Los demás ekobios, trescientos cincuenta y tantos, se dedicaban a la siembra y corte de caña, la molían en los trapiches y la transportaban sobre sus hombros.

Prisioneros de nuestras miradas y oídos, conocemos las ambiciones y desgracias de los blancos. Nos dejaban escuchar todo porque para ellos somos bestias sordas y tan sin vida como los pilares de sus casas. Puedo contarles lo que hacían en sus alcobas cuando duermen, sus enfermedades, sus malos negocios y crímenes.

A la casa vienen prebostes, veedores del rey y oficiales de la guardia. Andaban en carrozas de muchos caballos pero acuden a la plantación para que mi abuelo francés les preste dinero y alquile esclavas como concubinas. Por algo llaman al Cabo, el París de las Antillas.

Cuando cumplí quince años, mi padre decide entregarme a un recién llegado de Burdeos. No quería que su sangre diera un salto atrás con uno de sus propios esclavos. Para entonces eran muchos los ekobios que me alzaban las faldas con la mirada. Cuatro años después ya he tenido dos maridos y una hija.

Mi vida iba tomando los pasos de la abuela blanca hasta aquella mañana en que llegué a la catedral con mi mejor traje, cerrado el cuello y el peinetón alto. A mi lado, las señoras parecen mis esclavas. Recé olvidada de las beatas que me miraban envidiosas cuando tragan la hostia.

También me observa un grupo de jóvenes a quienes respondo con palabras que no oían y les encolerizan. Curvaban entre sus puños los foetes de mimbre, un ojo para el altar y otro sobre mi cuerpo. Al salir me sacaron a empujones de entre los feligreses y festejados por las risas y los insultos, me azotan, desgarraron mi vestido, dejándome los senos y los calzones al aire.

No intentarás, mulata bastarda, venir otro día a misa con traje solo permitido a nuestras damas.

Aquel día supe que mi lugar está al lado de los vodús rebeldes y no en los templos cristianos.

Pequeño Toussaint, sube aquí a la carreta de los orichas y escúchame. Soy Ogún Ngafúa, compañero de Nagó. El gran Ifá me ha prestado sus cien ojos para oír y contar las huellas aún no sembradas por el muntu en esta isla.

Hoy quiero hablarte de Bouckman, el carretero de los loas. Por las noches se escuchará el chirrido de su carreta recorriendo el valle del Artibonite. En una misma hora se le ve estacionada en el puerto del Cabo y rodar por las calles de Jeremías. Le han visto elevarse sobre la Montaña Negra y esperar, en Port-au-Prince, el desembarco de sus ekobios de África.

No soy un esclavo, sino un prisionero africano –advierte al inglés que deseaba comprarlo en una subasta en Kingston.

El negrero insistirá ante míster Turpin:

Tira de una carreta con más fuerza que cuatro caballos juntos. Le muestra los hombros rocosos y las aspas de sus brazos.

Bueno para lo que quiera. Bajo el sol cortando caña, como cargador de bultos de café o de picapedrero en las carreteras.

Olugbala, su ancestro ballena, le agranda sus músculos. Míster Turpin persiste engolosinado con sus potentes espaldas y piensa que ningún grupo de cimarrones en Haití intentará asaltarlo si lo lleva de cochero en su carroza.

Desde antes de comprarlo ya ha meditado cómo socavar su rebeldía con falsos halagos. Cree que le bastaría ponerle una casaca roja de terciopelo y un foete en sus puños para que le sea fiel. Al regatear el precio pudo más su codicia que la usura y paga por él lo que nunca se ha dado por un esclavo.

Es bueno, mi protegido Toussaint, que aprendas a ocultar tus puños como él lo hizo mientras mostraba su sonrisa. Por diez años mi protegido esconderá su rebeldía bajo el disfraz del cochero sumiso. Para los blancos y mulatos Bouckman solo era el obediente cochero de míster Turpin.

Por las noches –esto lo sabían todos los ekobios– Ogún Nagó y sus generales montan en su carroza de fuego y tras recorrer las playas se elevaba por encima de los montes despertando a vivos y difuntos con el traqueteo de sus truenos y relámpagos.

Mientras mi madre rasgaba la yuca, tratando de adormecerme con el ru-ru del rallador, se acerca don Petro. Traía su cuerpo blanqueado con harina de almidón. Me hurgó las bolsas de los testes, todavía vacías, adivinando el tamaño de las semillas que me sembrarán los ancestros. Murmura algo, pero al intentar poner sus manos sobre mi cabeza, mi madre me protege con sus brazos, asustándolo con el ru-ru del rallador:

Mi negrito tiene frío

¡Ru-ru!

No lo cambio por un blanco

¡Ru-ru!

No lo vendo por mil chavos

¡Ru-ru!

Ni lo cedo por un santo

¡Ru-ru!

Me lo dieron los vodús

¡Ru-ru!

Y por siempre será mío

¡Ru-ru!

Después, aprovechándose de que mi madre dormía, don Petro con silbos que solo entendemos los niños, me retira de sus brazos para contarme historias que solo ahora comprendo:

En los tiempos en que el padre Odumare repartía los bienes entre los orichas, al contrahecho Orunla hace bailarín, guerrero y seductor de mujeres, mientras ordena a Changó que cargue las Tablas de Ifá para que descifre el futuro y pasado de los mortales. Nunca satisfecho, el furioso hijo de Yemayá quiere para él la admiración de las mujeres, el ritmo del bailarín, la gloria de los guerreros.

Una mañana, con voz resentida, se acercó al jorobado Orunla:

«Nunca fuiste ni serás bien recibido por las mujeres. Cojo, tienes combas las piernas y cuando saltas en la danza, arrastras tu barriga de sapo. Pero eres sabio. Tus oídos siempre encuentran el silencio. Yo soy fuerte, tengo un falo largo que me arrastra entre las piernas. Justo es que cambiemos mis tablas adivinadoras por la vana condición que te han dado de perseguir a las ingratas mujeres».

El feo Orunla escucha a Changó. Los ojos quebrados, rotos por las lágrimas, recordaba la última vez que miró su cara de iguana en un claro de las aguas.

«Tienes razón, vanidoso hijo de Yemayá. Te cambio mis tambores, la espada y el acoso a las hembras por las Tablas de Ifá. Nunca bailaría para seducir a una mujer que me repudie por mi fealdad y que en mi ausencia lleve a su lecho al general traidor que alabe mis conquistas. Prefiero el olvido del muntu a envidiar la fama del guerrero que me aventaje en audacia… pero no olvides Changó, por donde quiera que andes, en el oculto goce de tus concubinas, en el escándalo de tus trompetas, mis ojos sabrán, antes que tú mismo, de tus íntimas vergüenzas y derrotas».

Los músicos taparon la boca a sus tambores. Todos advierten mi presencia. Los que tomaban el guarapo y las bailadoras con sus corpiños mojados. Sigo llamándolos con mi relincho:

Vengan, don Petro quiere hablarles hoy de Mackandal.

Reconocen que soy el difunto Bouckman, el caballo trotador de don Petro. Se unían tanto a mi cuerpo que nuestros sudores se mezclan en un solo río.

Les he contado cómo los Oguns y los xemes enseñaron a los ekobios fugitivos las cuevas dónde esconderse y cómo envenenar sus flechas. Desde entonces siempre hubo cimarrones en rebelión. Pero entre todos, fue Mackandal el primero en convocar a indios y negros contra la loba blanca. Antes que él, nadie pensó en ejércitos, generales, reyes y emperadores negros.

Se estrecha el muro de los que me rodean, atentos a mi palabra antigua:

Mackandal está con nosotros en esta noche oscura…

El silencio se llenó de loas. Sabemos que ellos también nos escuchan. Los niños dormían en las piernas de sus madres, pero mañana cuando despierten, serán soldados sin sueño.

Vuelvo a mi cuento… Mackandal huye de la habitación de Lenormand de Mézy donde cuidaba del ganado. Siempre fue arriero y por eso sabe conducir sus tropas cimarronas. Manco, si hubiera tenido dos brazos se toma la isla entera. Se ocultan de día, recorrían los bosques en las noches. Hoy asaltan aquí esta plantación, mañana incendiaban aquel cafetal.

Confundidos, los soldados del rey los persiguen por el norte cuando andaban por el sur. Pero cuatro años en rebelión hicieron olvidar a Mackandal que estaba en guerra contra los amos. Y un día, enamorado de una mujer, borracho, bailando, lo cogieron preso en la habitación de Dufrené. ¡No es hombre para dejarse atrapar tan mansamente! Con su brazo invisible ahorcó a los policías que lo llevan preso. Y solo herido, acosado por los perros en un cafetal, puede aprisionarlo un ejército.

Les he repetido sus hazañas muchas veces pero siempre hay nuevos y viejos que quieren oírlas.

Cuéntenos la historia de los tres pañuelos.

Bebí agua del altar a Yemayá y con los labios húmedos, sigo prestándole mi lengua a don Petro:

Eso fue en una asamblea en Moreau de Saint-Méry. Se habían congregado los ekobios para escucharlo. Mackandal pidió un vaso con agua. Creyeron que estaba sediento porque tenía ronca la voz. Frente a todos, tapa el vaso con su sombrero de paja y con oraciones invocó a los ancestros. Los oyen hablar, volaban, respiran en los rincones. Destapa el vaso y lentamente con la punta de los dedos saca un pañuelo amarillo.

Los ekobios, sedientos, beben sus palabras: «Los primeros dueños de esta isla fueron los indios que tenían la piel de este color». La luz de la lámpara empalidece aún más la tela. Mackandal vuelve a sacudir el sombrero sobre el vaso y ante los ojos hechizados sacó otro pañuelo, ahora blanco.

«Después de los indios, llegaron los franceses con sus caras pálidas como este trapo». Retoma el pañuelo amarillo y lo estruja con el puño hasta sacarle toda el agua. «Esto hizo la loba blanca con el indio». Un nudo azogaba las gargantas. Mackandal sacó un tercer pañuelo. Se lo enredó en las manos, oscuro, negro.

Lo agitó, bandera para que todos se reconocieran en él. Lo estira y retuerce por las puntas con fuertes nudos. «Esto han hecho los blancos con nosotros». Sienten sus huesos triturados. Enfurecido, Mackandal rompió el pañuelo blanco con los dientes y grita a los ekobios: «¡Los africanos libraremos a los indios y mulatos de esta isla de toda opresión!».

No hay un solo yanvalú que me abra las puertas de la celda y me conduzca al solar de mis ancestros. La ausencia de mi pueblo es mi peor hambre. Ahora comprendo, dolido Changó, tu furia, tu dolor, cuando fuiste arrojado de la imperial Oyo, separado de la calurosa convivencia de tus súbditos. Exilio.

Muerte aparente más dañina que el abandono de los orichas. Bebo el pensamiento de las personas que me evocan allá en la isla. Vienen, veían mi celda, golpeaban los muros y se alejan. Durante la travesía en el barco que me trajo a esta prisión francesa me acompañó el fresco sabor de los naranjos.

Sonido del mar, me trago el llamado cimarrón de los caracoles de Mackandal, su luz faro que ya no resuena en mi soledad. Le hablo y solo conseguía mojarme las orejas con la espuma de mi propia saliva.

Otras veces, asomado a la reja, veía a Bouckman en las nubes con el tambor entre sus piernas, alta, retumbante luna. Pero sigo sordo. Me faltaba la piel negra, el espejo de mi pueblo donde vuelva a renacer con solo mirarme el rostro. Hace dos años que no veo mis ojos ni mis orejas… los días van quemando mis cabellos. Muchas veces me pregunto si este cadáver que muere de hambre en la prisión de Joux, lejos de Haití, es Toussaint L’Ouverture.

Comienzo a trotar entre los bailarines con el brazo invisible en alto. Los músicos acompañaban mi paso con el ritmo sostenido de los tambores radas.

¡Mackandal no ha muerto!

Los franceses afirman que me quemaron un veinte de enero. Lo repiten con trompetas en las plantaciones de Lenormand de Mézy en la que fui esclavo. Para que no hubiera duda riegan la ceniza de mi cadáver en la habitación de Dufrené donde estuve preso.

Pero mis ekobios saben que convertido en la serpiente de Damballa renaceré triunfante en el arco iris después de cada tormenta. Soy el gallo que canta en las madrugadas. Por las noches con mis tropas me unía a los primeros jefes de la rebelión. Sigo la sombra del negro Michel, el primero en alzarse contra los amos en las montañas del Bahoruco.

Aprendí a levantar barricadas con Polydon en los bosques de Trou. Gano mis galones de general con Noèl en la resistencia en Fort-Dauphin. Hasta entonces los colonos confiaban que hambrientos y molidos por la fiebre, regresaríamos mansamente a buscar los cepos. Nos persiguen con perros y trompetas imaginándose que sería tan sencillo como cazar zorros.

Polydon les demostró repetidas veces que somos capaces de derrotarlos y arrebatarles sus armas. Después de muerto proseguí la guerra porque los caídos en combate somos elevados al rango de general en el Ejército de los Difuntos.

Suministramos armas a Télémaque Conga. Monto en el mismo caballo de Pyrrhus Candide cuando cargo contra los fusileros coloniales. Nuestra guerra es larga y no tiene para cuándo terminar. Los cimarrones somos invencibles desde 1522, cuando aún resistían en las montañas los rebeldes indios de Caonabó.

Para que no pueda desatarme cuando el fuego me queme, los franceses sepultaron mi cuerpo con varias arrobas de cadenas. Ya estoy atado al poste, clavado en la plaza. Cuatrocientos caballos me arrastraron y cien hombres cavan mi sepultura. Temían que los ekobios presentes puedan romper sus fusiles y liberarme. Les he repetido que no habrá bala que me mate, bayoneta capaz de sacarme un ojo, ni fuego que me cocine.

Mi brazo izquierdo está suelto porque lo dan por perdido. Dicen que me lo atrapó un trapiche, pero fue un amo burlado quien me lo hace arrancar la misma tarde en que me encontró abrazado con su mujer. Desde entonces me dan por manco. ¡Mentiras! En ese mismo momento Ogún Balindjo me lo pega al hombro. ¡Con este brazo muerto he cortado mil cabezas de blancos!

Por vez primera miro todo mi cuerpo frente a la luna de un gran espejo. El uniforme de camarero me abultaba los hombros y con el aire retenido en el pecho siento que no quepo en mí mismo. Estas manos enguantadas se hicieron grandes descascarando cocos en la isla de Saint Christopher. Me había criado junto a mi madre.

Bueno, decir esto no es exactamente la verdad. La mansión de los amos donde ella vive prisionera estaba rodeada de mangos y almendros. Solo una vez pude poner allí mis pies desnudos. Mi madre es una de las catorce domésticas al servicio de la cocina. Como las demás, vivía enclaustrada bajo la vigilancia del ama de llaves a quien los propios amos miraban con temor. Yo la recuerdo con odio y admiración.

Severa, avara, nunca permitió que mi madre me arrojara por la ventana los desperdicios de la cocina. Prefería a los cerdos que engorda en el chiquero de su barraca. De poco tiempo disponía yo para mirar la silueta distante de mi madre cruzando fugaz el marco de la ventana. Entonces la siento más lejana que el rostro de mi padre.

Me conformo con saber que está viva sin atreverme a regresar por temor a que los perros vuelvan a morderme. Huérfano, junto a otros niños también alejados de sus madres, pasé mi infancia en la factoría de la isla descascarando montañas de cocos al lado de ancianas y de viejos.

Rescatada de aquellos recuerdos, mi madre se asoma al gran espejo del hotel donde ahora me mira con su cara redonda y sonriente, más digna en su muerte que en su vida. Me cuenta que mi padre fue un esclavo a bordo de una fragata de su Majestad, pero al contemplarme con mi casaca de camarero, lo veo con el uniforme de almirante de la Real Armada Británica.

La campanilla llama con urgencia desde el comedor. Me hice el desentendido y acudo con pasos solemnes. Desde entonces soy el rey Christophe de Haití. Los huéspedes que llegan a este hotel del Cabo, llamado de la Corona, se dirigen preferencialmente a mí, antes que al ujier de botones. Y siempre obediente, pero con mi orgulloso andar, les hago pensar que son súbditos de un monarca del Dahomey.

Monsieur Barbé de Marbois se arrellana en su poltrona de intendente colonial después de que la Asamblea Constituyente de París había declarado abolidas las castas en Haití. Los subdelegados, corrompidos por los mulatos, esperaban leerle los informes de la isla donde vierten más lo oído que lo visto.

Me asegura un respetable y laborioso agricultor de Saint-Venant que durante los dos años que ha dirigido su plantación, pudo cosechar café por un valor neto de quinientos mil francos, sin contar los impuestos que han sido considerables.

El intendente se impacienta. Conoce ese lenguaje:

¿Recogió el dato de los esclavos muertos en su plantación durante esos años?

El subdelegado hojea nerviosamente sus papeles. Volvió a colocarse las gafas y humedeciéndose los dedos con saliva, no halla un solo renglón que lo saque de apuros. Finalmente, bufando, concluyó:

He recogido más de quinientas firmas entre los hacendados y todos están de acuerdo en que las colonias no pueden subsistir sin la trata de esclavos.

El siguiente funcionario, menos ceremonioso, habló en nombre propio.

Su piel desteñida le revela como un liberto cuarterón:

Los administradores insisten en aplicar el Código Negro a pesar de que fue abolido por su Majestad el rey Luis XVI en un acto cristianísimo. Os pido que a tono con el espíritu de la Revolución, revoquéis todas aquellas leyes oprobiosas que nos obligan a usar ropas de distinto corte y color de la que llevan los colonos blancos.

El intendente se palmotea la panza con regocijo. Sabemos que tiene por manceba a una de las mulatas mejor ataviadas del Cabo. Pero su retozo terminó pronto al escuchar a otro de sus delegados:

El mayor mal de la colonia lo producen algunos franceses despilfarrando las buenas dotes que cobran al casarse con mulatas adineradas.

Sobresaltado, advierte que la lectura esconde un agrio tufo contra el intendente colonialista. Se apresuró a recoger el infolio, buscando airado los nombres de los firmantes. Luego exclama:

Parece más un alevoso reclamo del gobernador Du Chilleau que la demanda de pacíficos y sumisos peticionarios a la Asamblea Constituyente.

Contigua a la caballeriza, su ventana es la única iluminada. Leía a Epicteto, Raynal, Montesquieu. A la mañana siguiente el amo Byron Libertat ni siquiera advertirá que durante la noche sus libros han cambiado de lugar. Solo las bestias percibían su presencia entre el olor de la caña recién cortada.

Mi protegido Toussaint les lleva todas las mañanas el catabre con las mazorcas de maíz, les acariciaba suavemente los ijares y les habla con sonidos y palabras. Entonces le humedecían las manos con calurosos resoplidos.

El tercer toque sobre la ventana logró golpear sus ojos. Resucitado de la lectura, pudo reincorporarse al relincho de los caballos, al insistente canto de un gallo y luego, al salto de la piedra que acaba de caer a sus pies. A pesar de los cincuenta años, sus movimientos aventajan al más brioso de sus caballos. Se asomó a la ventana.

Mackandal fue apresado en la plantación de Dufrené, en Limbé.

El viejo esclavo que le enseñó a leer le trae la palabra de Ogún Ngafúa, el compañero de Nagó. Precipitadamente apaga la luz y cauteloso vuelve a dejar los libros en la biblioteca del amo.

En la barraca distante los ekobios aún duermen. No tardarán las mujeres en levantarse para moler el cacao.

¡Por una mujer! Tú sabes que las hembras vuelven loco a Mackandal.

Esto es el peor golpe para el levantamiento.

Dicen que lo quemarán vivo.

Eso no es posible, papá Ogún lo protege y no hay llama que pueda quemarlo.

Hondo, ronco, se oye el llamado del tambor.

¡Vodú!

Los caballos relinchan impacientes por saltar la barda. Mi protegido sujetó la muñeca del anciano Ngafúa

¡Espéreme!

Recorre los contornos de la casona para cerciorarse de que el amo dormía. Mi doble Toussaint ensilla los caballos y tirándolos suavemente de las bridas, los saca al camino. Solo cuando nos encontramos distantes damos rienda al galope.

Ya chisporrotean las velas en el santuario. Trescientos ekobios agitan sus trapos, danzando bajo las ramas de la ceiba anciana. No es la primera vez que yo y mi jinete Bouckman concurríamos a una ceremonia vodú. Cantando, bailando entre los cientos de ekobios sudorosos, mi protegido vuelve a ser agua, gota de Yemayá.

Me desprendo de su cuerpo, y penetré en el recinto sagrado. Los portaestandartes ondean sus banderas rojas, negras, blancas, saludando a sus orichas. Los capataces de las plantaciones danzaban con sus ekobios. En otro momento, en los cacaotales, en los plantíos de algodón, les habrían azotado a la menor muestra de cansancio.

Las esposas de los loas, varones y mujeres, oran ante sus vevés dibujados en el suelo. De repente, un silbido agudo, hacha de dos cabezas, cortó el resuello de los tambores. Los ojos se abren y la angustia resecó las gargantas. Sobre nuestras cabezas, volando, llama, sombra, aparece Mackandal. Muestra a Toussaint con el dedo y lo hace sentar frente al vevé de Elegba. Oyeron su voz ronca, dura:

Mi protegido continuará la lucha, pero llama viva, languidecerá prisionero de la loba blanca, lejos de su pueblo.

Yo Bouckman, su jinete, sirvo de testigo.

 

Cuatro jóvenes buscamos el cadáver de Vincent Ogé. Entre ellos yo, Marie-Jeanne, su novia. Por aquel entonces, todavía viva, no había ganado mis galones de guerrillera. Huimos de los guardias que disparan en la oscuridad contra nuestros cabellos rizados o cualquier corbata blanca. Desde lejos del patíbulo escuchamos sus lágrimas cada vez que golpean sus huesos. Los verdugos le machacarán los brazos, las rodillas, las caderas, pero no pueden reducir a polvo sus gritos:

«¡Pedimos igualdad de derechos para blancos y mulatos!». Le reconocimos porque viste el uniforme de la Guardia Nacional que había arrebatado a un oficial caído en la toma de La Bastilla. Sobre el pecho le cuelga la Cruz de la Orden del Mérito de Limbourg que tampoco ganó en ninguna batalla. Su verdadera hazaña comienza esta noche con su sacrificio. Le enterramos en una misma fosa con su amigo Jean-Baptiste Chavannes. Las doce campanadas de la catedral silencian el ladrido de los búhos y podemos escuchar sus palabras:

Debí escucharte Jean-Baptiste. Los mulatos jamás triunfarán contra los blancos sin el apoyo de los esclavos. La tropa del coronel Chamberfot estaba compuesta por blancos y mulatos sin que los separara el odio de las sangres.

Todavía escuchamos aterrorizados la sentencia:

A los cabecillas les machaquen los miembros a martillazos hasta expirar; veinticinco de sus secuaces perezcan en la horca y trece de los más comprometidos sean condenados a galera por el resto de su vida.

Soy su Buen Ángel Mayor, por eso puedo hablar de la paciencia y la larga espera de mi protegido Bouckman. Cuando míster Turpin lo compró en Kingston tenía maniatados los tobillos y las muñecas con argollas de hierro. Pero es otro hombre cuando lo desembarcan en el Cabo. Durante la corta travesía, solo él pudo oír y escuchar la ballena invisible que seguía el barco:

Ogún Olugbala, su ancestro protector aconsejándole la prudencia de la hormiga y esconder la pujanza del elefante que tienen sus brazos. En el muelle, por las calles, entre el montón de los esclavos, su cuerpo gigante asombra, su docilidad espanta. Brujo, escuchando a los ekobios nacidos en la isla, en una sola noche aprende el creole.

A los pocos meses le quitaron los grillos y antes de que finalice el año andará suelto por la plantación. Fue entonces cuando míster Turpin le compró el uniforme para que manejara las bestias de su carroza.

Pero mi protegido todavía conserva el sentimiento de que es un prisionero zulú-xhosa y no un esclavo. Le sobran ojos para recordar a los capataces que apalean a sus ekobios. Mucho antes de que se convirtiera en papaloa, me hacía memorizar los nombres de quienes serán ahorcados por sus puños y de aquellos que dejó pudrir sin sepultura.

Troto que troto caballo soy

de don Petro. Conozco Isla Tortuga

y las cuatro esquinas de Haití.

Cuando los bucaneros descalzos y hambrientos se alimentaban de jíbaros y de toros salvajes.

De Santo Domingo vengo donde los curas españoles cazan a los loas

y persiguen a los muertos. Aquí desembarcaron Nagó

y sus orichas hermanos: Ngafúa

Kanuri mai Olugbala

y la madre Sosa Illamba después de navegar cuatro noches y sus días bajo las aguas.

Preguntan por los xeques Guarico el Generoso, Caonabó el Valiente.

¿Dónde la mano desnuda los espejos de oro

los mameyes

y el parloteo de los loros?

Su mirada grito

tras el vuelo del papagayo no encontró la rama nube tierra

donde posar su eco.

Solitarios

invocaban las sombras

de los antiguos dueños de la tierra.

Y el silencio

respuesta sin palabras encontró vacía la isla en otros siglos

poblada por mil familias. Muntu

que buscas tu hogar perdido en tierras extrañas

no olvides que estas playas, estos montes

morada son de los muertos Behequio

Cayacoa Guarionex.

¡Eía! ¡Ayer el indio

mañana tu sangre derramada!

En las altas colinas

en la cueva de los vientos reencontrarás sus armas:

el espíritu indómito la flecha

el fuego

la huella sin pisada

y el salto protegido por el tigre. Aliados los ancestros xemes y vodús el indio y el negro

por la sangre unidos

por la muerte inmortales

la tierra y sus hijos vengarán. Esta isla, como oyes,

está poblada de loas y Oguns.

Nadie anda solo ninguno extraviado

en la noche de la esclavitud. Rotas las cadenas, libre, cada vida

cada muerte

nos acercan a Changó.

Estoy dormido y enroscado en el tronco de la ceiba consagrada a mi culto. La larga romería sube por las laderas de la montaña cantando himnos extraños mientras el padre Gallifet, por delante, riega el camino con agua bendita. Los ekobios que cargan la imagen de san Patricio miraban hacia los lados, asustada la chispa de sus ojos.

Otros se rezagan y perdían por entre los árboles. Las mujeres no se atreven a romper la fila, atragantándose en silencio con mi nombre. Temían, saben que con un solo escupitajo puedo hundir sus casas y ahogar sus cultivos. Al llegar a la cumbre los guardias del Regimiento de Artillería robarán las ofrendas depositadas en mis raíces.

¡Traigan brea y fuego! –pidió el cura a los soldados del rey.

Las mujeres se olvidan de su rezo cristiano y de rodillas me imploraban.

¡Papá Damballa! ¡Papá Damballa!

El llanto, el miedo, los siete colores de mi cólera pintan sus caras. En vano los soldados las acosaban con sus bayonetas. Piedras inmóviles, mudas, no hay sacudimiento que las mueva. Los guardias se apresuraron a untarme de gas y soasándome con un mechón de estopa encendido, pronto las llamas envuelven mi cuerpo. Oscurezco el sol, removí las nubes y escupo la lluvia abundante. Las madres asustadas se apresuraban a cubrir las caras a sus hijos, presintiendo que nunca más mirarían la luz. Después, en lo alto, reaparezco con mis plumas de arco iris

¡Damballa se fue al cielo!

La romería dispersa vuelve a congregarse a mi alrededor. Tocaban el tronco encendido y con los dedos tiznados se trazan cruces en la frente.

¡Esto es una herejía! –clamó el padre Gallifet, acercándose al comandante del Regimiento. Dialogaron en voz baja y luego dispersan a mis adoradores con las culatas de sus fusiles. La explosión sacude la colina y el trueno poderoso de Changó retumbó en la montaña. Tambaleo y me desplomé con mis ramas revolviéndome entre las piedras.

El padre Gallifet se acerca y entre mis raíces, todavía olorosas a pólvora, colocó triunfante la imagen de san Patricio. Entonces todos pudieron mirar que al levantarse los soldados lo sujetaban, la cara escondida entre las manos.

¡Está ciego!

¡Está ciego!

Los caballos comenzaron a inquietarse desde que la noche les cubrió con sus sombras. Para calmarlos mi protegido Bouckman les trajo agua que no beben. Olieron el maíz y deciden no probarlo. Ahora sus ojos asustados quemaban la oscuridad.

Míster Turpin había dicho:

Aseguraré la venta de los esclavos y marcharemos antes de que caiga la noche…

Los vecinos blancos de Plaisance también oían el interminable aullido de los guedes. El barón de la Cruz y el barón Cementerio se han apoderado de la habitación desde que su dueño pactó con ellos la muerte de su mujer. Flaco, cubierto de un bombín negro, los ekobios aseguran que el alma de monsieur Le Jeunne ha sido robada por los guedes. Dejé roncando a mi protegido en el pescante de la carroza y me acerco hasta la cocina donde están despiertas las ekobias.

Por cuatro veces he envenenado sus sopas pero no muere –afirmó la cocinera.

Otra mastica el humo del tabaco:

La difunta mulata viene todas las noches a abrir el baúl de sus joyas que mantiene enterrado, pues nunca quiso entregarlo a su marido.

Habla la más joven:

Yo me envenené cuando pretendió engendrarme un hijo.

Desde que vieron la carreta de Bouckman, se sienten acompañados de sus orichas. Les animo en su decisión:

Deben acusarlo ante el juez del Cabo.

Los ekobios van saliendo por distinto camino, todos hacia la carreta voladora. Solo dos ancianas quedaron en el cepo, tan apretadas las argollas al cuello que ni siquiera pueden tragar saliva.

Míster Turpin, saboreando el buen vino de monsieur Le Jeunne, se ha olvidado de los guedes. Le ha vendido cien esclavos y espera aumentar la cuenta, pues en un cuarto de siglo se le han envenenado cuatrocientos. Mientras tanto, aprovechando la borrachera de ambos, mi protegido Bouckman levanta el vuelo con su carreta cargada de vivos y difuntos.

Azotados por sus silbidos, los caballos ya galopan en la oscuridad por encima de las montañas y los ríos.

¡Arre! ¡Arre! ¡Mañana, monsieur Le Jeunne irá a la cárcel!

Los blancos del Cabo inundan el tribunal. Pedían al juez que los ekobios sean azotados, les corten las orejas y los devuelvan a Plaisance.

Han huido y la justicia debe castigarlos con dureza. Pero los mulatos han acudido con un abogado.

¡Que se les escuche, el Código Negro no está vigente!

La calle se llena de comerciantes, albañiles y zapateros. Los pastores, olvidados de sus cabras, las dejan sueltas en mitad de la calle. Las vendedoras de carbón, descalzas y harapientas, se mezclan con las mulatas que han venido en coches ataviadas con sus joyas y sombreros. Por vez primera, concubinas y prostitutas hacen un mismo reclamo:

Los blancos no pueden impunemente asesinar a mulatos y negros.

Desde el pescante de su carreta, Bouckman explica con pormenores los crímenes de monsieur Le Jeunne:

En su hacienda mueren los ekobios por montones. Yo puedo asegurarlo porque sé cuántos compra y cuántos entierra. Cuando se resisten a trabajarle día y noche los mete en toneles hirviendo o les entierra, dejándoles al sol la cabeza embadurnada de miel para que las moscas les devoren los ojos.

Presionado por los gritos, por vez primera, un juez debe abrir instrucción contra un amo blanco acusado por sus propios esclavos:

Ayer enterró vivo al ekobio Patrocinio Durès. Otro agrega:

Envenenó a su mujer, una rica mulata, para quedarse con su plantación.

¡Es un puerco!

Alguien habló tan bajo que los de afuera no saben si escuchan o se oyen a sí mismos:

De noche acude a los cementerios para desenterrar muertos y uncirlos a su cuadrilla de zombis.

A disgusto el juez nombra una comisión investigadora de tres miembros: el consejero de la senescalía, el substituto del procurador del rey y el preboste de gendarmes. En Plaisance, monsieur Le Jeunne imagina que aún está borracho. El sol ha desvanecido los fantasmas y los gendarmes sacan a las ancianas de los cepos.

Se le acusa de envenenar a sus esclavos.

Aturdido, entró a su habitación y trae una totuma pintada de negro.

Aquí está mi inocencia –grita al consejero de la senescalía mostrando a las ancianas– estas dos brujas son las que envenenan mis esclavos.

El substituto del procurador registra el contenido de la totuma con la punta de su bastón. Temía encontrar sabandijas y serpientes, pero solo descubre cabos de tabaco y cagarrutas de ratones.

¡Monsieur Le Jeunne queda usted preso!

Las palabras del preboste despertaron a míster Turpin. Dijo algo en inglés que no entiendo mientras mi protegido Bouckman lo ayudaba a incorporarse. Al subir a su carroza no advierte que sus caballos han trotado toda la noche y permanecido un día frente al despacho del juez en la ciudad del Cabo.

La audiencia duró menos tiempo en disolverse que en armarla. El veredicto absolutorio es aclamado por los plantadores, mientras la policía desaloja a los mulatos que protestan del fallo por no haberse permitido que actuara su abogado. Esa misma noche los ekobios regresan encadenados a la plantación de monsieur Le Jeunne, pero saben que sus orichas y los cimarrones de Bouckman ya le tienen cavada su sepultura.

Pero mi protegido todavía conserva el sentimiento de que es un prisionero zulú-xhosa y no un esclavo. Le sobran ojos para recordar a los capataces que apalean a sus ekobios. Mucho antes de que se convirtiera en papaloa, me hacía memorizar los nombres de quienes serán ahorcados por sus puños y de aquellos que dejó pudrir sin sepultura.

Troto que troto caballo soy

de don Petro. Conozco Isla Tortuga

y las cuatro esquinas de Haití.

Cuando los bucaneros descalzos y hambrientos se alimentaban de jíbaros y de toros salvajes.

De Santo Domingo vengo donde los curas españoles cazan a los loas

y persiguen a los muertos. Aquí desembarcaron Nagó

y sus orichas hermanos: Ngafúa

Kanuri mai Olugbala

y la madre Sosa Illamba después de navegar cuatro noches y sus días bajo las aguas.

Preguntan por los xeques Guarico el Generoso, Caonabó el Valiente.

¿Dónde la mano desnuda los espejos de oro

los mameyes

y el parloteo de los loros?

Su mirada grito

tras el vuelo del papagayo no encontró la rama nube tierra

donde posar su eco.

Solitarios

invocaban las sombras

de los antiguos dueños de la tierra.

Y el silencio

respuesta sin palabras encontró vacía la isla en otros siglos

poblada por mil familias. Muntu

que buscas tu hogar perdido en tierras extrañas

no olvides que estas playas, estos montes

morada son de los muertos Behequio

Cayacoa Guarionex.

¡Eía! ¡Ayer el indio

mañana tu sangre derramada!

En las altas colinas

en la cueva de los vientos reencontrarás sus armas:

el espíritu indómito la flecha

el fuego

la huella sin pisada

y el salto protegido por el tigre. Aliados los ancestros xemes y vodús el indio y el negro

por la sangre unidos

por la muerte inmortales

la tierra y sus hijos vengarán. Esta isla, como oyes,

está poblada de loas y Oguns.

Nadie anda solo ninguno extraviado

en la noche de la esclavitud. Rotas las cadenas, libre, cada vida

cada muerte

nos acercan a Changó.

Estoy dormido y enroscado en el tronco de la ceiba consagrada a mi culto. La larga romería sube por las laderas de la montaña cantando himnos extraños mientras el padre Gallifet, por delante, riega el camino con agua bendita. Los ekobios que cargan la imagen de san Patricio miraban hacia los lados, asustada la chispa de sus ojos. Otros se rezagan y perdían por entre los árboles.

Las mujeres no se atreven a romper la fila, atragantándose en silencio con mi nombre. Temían, saben que con un solo escupitajo puedo hundir sus casas y ahogar sus cultivos. Al llegar a la cumbre los guardias del Regimiento de Artillería robarán las ofrendas depositadas en mis raíces.

¡Traigan brea y fuego! –pidió el cura a los soldados del rey.

Las mujeres se olvidan de su rezo cristiano y de rodillas me imploraban.

¡Papá Damballa! ¡Papá Damballa!

El llanto, el miedo, los siete colores de mi cólera pintan sus caras. En vano los soldados las acosaban con sus bayonetas. Piedras inmóviles, mudas, no hay sacudimiento que las mueva. Los guardias se apresuraron a untarme de gas y soasándome con un mechón de estopa encendido, pronto las llamas envuelven mi cuerpo.

Oscurezco el sol, removí las nubes y escupo la lluvia abundante. Las madres asustadas se apresuraban a cubrir las caras a sus hijos, presintiendo que nunca más mirarían la luz. Después, en lo alto, reaparezco con mis plumas de arco iris.

¡Damballa se fue al cielo!

La romería dispersa vuelve a congregarse a mi alrededor. Tocaban el tronco encendido y con los dedos tiznados se trazan cruces en la frente.

¡Esto es una herejía! –clamó el padre Gallifet, acercándose al comandante del Regimiento. Dialogaron en voz baja y luego dispersan a mis adoradores con las culatas de sus fusiles. La explosión sacude la colina y el trueno poderoso de Changó retumbó en la montaña. Tambaleo y me desplomé con mis ramas revolviéndome entre las piedras.

El padre Gallifet se acerca y entre mis raíces, todavía olorosas a pólvora, colocó triunfante la imagen de san Patricio. Entonces todos pudieron mirar que al levantarse los soldados lo sujetaban, la cara escondida entre las manos.

¡Está ciego!

¡Está ciego!

Los caballos comenzaron a inquietarse desde que la noche les cubrió con sus sombras. Para calmarlos mi protegido Bouckman les trajo agua que no beben. Olieron el maíz y deciden no probarlo. Ahora sus ojos asustados quemaban la oscuridad.

Míster Turpin había dicho:

Aseguraré la venta de los esclavos y marcharemos antes de que caiga la noche…

Los vecinos blancos de Plaisance también oían el interminable aullido de los guedes. El barón de la Cruz y el barón Cementerio se han apoderado de la habitación desde que su dueño pactó con ellos la muerte de su mujer.

Flaco, cubierto de un bombín negro, los ekobios aseguran que el alma de monsieur Le Jeunne ha sido robada por los guedes. Dejé roncando a mi protegido en el pescante de la carroza y me acerco hasta la cocina donde están despiertas las ekobias.

Por cuatro veces he envenenado sus sopas pero no muere –afirmó la cocinera.

Otra mastica el humo del tabaco:

La difunta mulata viene todas las noches a abrir el baúl de sus joyas que mantiene enterrado, pues nunca quiso entregarlo a su marido.

Habla la más joven:

Yo me envenené cuando pretendió engendrarme un hijo.

Desde que vieron la carreta de Bouckman, se sienten acompañados de sus orichas. Les animo en su decisión:

Deben acusarlo ante el juez del Cabo.

Los ekobios van saliendo por distinto camino, todos hacia la carreta voladora. Solo dos ancianas quedaron en el cepo, tan apretadas las argollas al cuello que ni siquiera pueden tragar saliva.

Míster Turpin, saboreando el buen vino de monsieur Le Jeunne, se ha olvidado de los guedes. Le ha vendido cien esclavos y espera aumentar la cuenta, pues en un cuarto de siglo se le han envenenado cuatrocientos. Mientras tanto, aprovechando la borrachera de ambos, mi protegido Bouckman levanta el vuelo con su carreta cargada de vivos y difuntos.

Azotados por sus silbidos, los caballos ya galopan en la oscuridad por encima de las montañas y los ríos.

¡Arre! ¡Arre! ¡Mañana, monsieur Le Jeunne irá a la cárcel!

Los blancos del Cabo inundan el tribunal. Pedían al juez que los ekobios sean azotados, les corten las orejas y los devuelvan a Plaisance.

Han huido y la justicia debe castigarlos con dureza. Pero los mulatos han acudido con un abogado.

¡Que se les escuche, el Código Negro no está vigente!

La calle se llena de comerciantes, albañiles y zapateros. Los pastores, olvidados de sus cabras, las dejan sueltas en mitad de la calle. Las vendedoras de carbón, descalzas y harapientas, se mezclan con las mulatas que han venido en coches ataviadas con sus joyas y sombreros. Por vez primera, concubinas y prostitutas hacen un mismo reclamo:

Los blancos no pueden impunemente asesinar a mulatos y negros.

Desde el pescante de su carreta, Bouckman explica con pormenores los crímenes de monsieur Le Jeunne:

En su hacienda mueren los ekobios por montones. Yo puedo asegurarlo porque sé cuántos compra y cuántos entierra. Cuando se resisten a trabajarle día y noche los mete en toneles hirviendo o les entierra, dejándoles al sol la cabeza embadurnada de miel para que las moscas les devoren los ojos.

Presionado por los gritos, por vez primera, un juez debe abrir instrucción contra un amo blanco acusado por sus propios esclavos:

Ayer enterró vivo al ekobio Patrocinio Durès. Otro agrega:

Envenenó a su mujer, una rica mulata, para quedarse con su plantación.

¡Es un puerco!

Alguien habló tan bajo que los de afuera no saben si escuchan o se oyen a sí mismos:

De noche acude a los cementerios para desenterrar muertos y uncirlos a su cuadrilla de zombis.

A disgusto el juez nombra una comisión investigadora de tres miembros: el consejero de la senescalía, el substituto del procurador del rey y el preboste de gendarmes. En Plaisance, monsieur Le Jeunne imagina que aún está borracho. El sol ha desvanecido los fantasmas y los gendarmes sacan a las ancianas de los cepos.

Se le acusa de envenenar a sus esclavos.

Aturdido, entró a su habitación y trae una totuma pintada de negro.

Aquí está mi inocencia –grita al consejero de la senescalía mostrando a las ancianas– estas dos brujas son las que envenenan mis esclavos.

El substituto del procurador registra el contenido de la totuma con la punta de su bastón. Temía encontrar sabandijas y serpientes, pero solo descubre cabos de tabaco y cagarrutas de ratones.

¡Monsieur Le Jeunne queda usted preso!

Las palabras del preboste despertaron a míster Turpin. Dijo algo en inglés que no entiendo mientras mi protegido Bouckman lo ayudaba a incorporarse. Al subir a su carroza no advierte que sus caballos han trotado toda la noche y permanecido un día frente al despacho del juez en la ciudad del Cabo.

La audiencia duró menos tiempo en disolverse que en armarla. El veredicto absolutorio es aclamado por los plantadores, mientras la policía desaloja a los mulatos que protestan del fallo por no haberse permitido que actuara su abogado. Esa misma noche los ekobios regresan encadenados a la plantación de monsieur Le Jeunne, pero saben que sus orichas y los cimarrones de Bouckman ya le tienen cavada su sepultura.

Soy su Buen Ángel Mayor, le conozco sus temblores, sus bravuras, las muchas cosas grandes que pensó y se propone hacer antes de dispararse la bala fundida en oro que le entregará al Barón Samedi. Esta noche visitaremos la ciudad imperial donde duermen los gloriosos monomotapas.

El cuerpo de mi protegido Christophe queda en el sótano del Hotel de la Corona mientras volamos al África de los ancestros. La madre Sosa Illamba, arreando su antiguo rebaño de cabras, lo conduce por entre las ruinas de la Gran Zimbabwe.

Guarda atento recuerdo de la altura de la torre, del grosor de la muralla y de la profundidad de los fosos para que mañana, cuando te corones rey de Haití, puedas dirigir la construcción de la ciudadela de Ogún Ferrière.

Changó dispara sus truenos desde la sierra del Cabo y sacudido por sus descargas, mi protegido despierta en medio de las ratas asustadas. Se asomó a la ventana y con los párpados cerrados, contempla la quilla de su fortaleza imperial navegando en la cumbre.

Ala, viento, le susurro en la antigua lengua de los monomotapas:

Christophe, será tu gloria y tu sepultura. ¡No la olvides!

Pero olvidadiza es la memoria de los sueños. Solo cuatro años después, cuando una bala le parte el amuleto que lo protege de la muerte, quiso saber el significado de aquella visión. Sus soldados lo ven alejarse del combate con los ojos cenicientos.

En la retaguardia, por las plantaciones incendiadas, busca al papaloa que siempre acompaña a su tropa. Con la luna alta llegamos a un despoblado, humeantes los residuos de la aldea. Ni la inesperada presencia del teniente general altera el baile bajo la ceiba. Las mujeres cantaban el yanvalú para sus muertos.

 

Quiero que invoques a papá Ogún –suplicó y ordena al papaloa. Humildemente baja la frente cuando este le ensangrienta el cuerpo con el gallo rojo descabezado. Después se une a los que trotan, pero caballo sin jinete, salta y arroja patadas a las ekobias. El papaloa lo persigue, abanicándose la espalda con el gallo.

Poco a poco le domina el trote hasta que el río de la nariz seca sus espumas. Tambaleaba, quiere caer, cuando el papaloa le paraliza la vista vomitándole a los ojos el humo de su tabaco. Entonces, dócil, inició los movimientos con extraño y lento paso de elefante. Palmotea el suelo y alza las ancas.

Los tamboreros repican confundidos, extraviados en sus golpes. Jamás antes conocieron ese rumbo. El papaloa le dejará caracolear sin freno, atento a su inesperado ritmo. Está seguro que no lo cabalgaba Ogún Nagó, brioso capitán de los truenos. Tampoco la cimbreante serpiente de Damballa.

El caballo Christophe se detuvo junto al altar y sumiso baja la cabeza en señal de sometimiento. En aquel instante, el papaloa adivina que el extraño jinete hablaría por boca de mi amo. Y lo hizo con el parloteo primario de la lengua bantú:

¡Soy Mashona, constructor de la gran ciudadela de Zimbabwe, diez mil años atrás! Este es mi caballo y montaré en él hasta que en la alta sierra del Cabo levante la morada de piedra sobre cuyas ruinas los muertos empequeñecerán las hazañas de los vivos.