II. El tambor de Bouckman

Los dueños de las plantaciones vecinas se habían reunido en casa de míster Byron Libertat. Siempre que Toussaint entraba o sale de la sala, recelosos, escondían los dientes. Escuchará, huele, los toca con los cien ojos de Eleguá que yo le mantengo limpios.

La primera vez lo llamaron para que buscara unos periódicos venidos de París. Después el amo le ordena que no deje entrar a nadie. Toussaint afirmó con la cabeza pero antes de retirarse se atreve a insinuar en voz alta para que todos lo oyeran:

Creo que puedo ser útil en lo que se proponen. Bastaría con que prometan no azotar a sus esclavos. Por tan bajo precio con nuestra ayuda ustedes los blancos, estarían en condiciones de dominar a los engreídos mulatos.

Se miraron asombrados. Uno de ellos exclama decidido:

¡El perro que buscamos: callado y mordelón! El avaro Le Jeunne no escondió su usura:

¡Es demasiado!

Los demás permanecieron irresolutos. Pero de nuevo Eleguá les da de comer en las manos de mi protegido:

¿De qué podríamos vivir los esclavos en esta isla si ustedes los amos nos dejaran libres?

Rompieron el silencio con una carcajada que todavía les oigo masticar.

A este esclavo se le ha pegado algo de su amo míster Byron: ¡tiene visos de inteligencia!

Lo rodearon, levantando sus orejas.

Me darán un salvoconducto para que los amos me permitan entrar y salir de las plantaciones. Instigaré a los esclavos contra sus amos mulatos y en una sola noche eliminaremos a esa casta indigna… a cambio de mis servicios solo pido que mi amo certifique ahora mismo mi libertad.

Míster Byron se dirigió a su escritorio y en presencia de los blancos firma la carta de horro.

Eleguá teje los hilos y mi custodiado Toussaint facilitaba su aguja.

Cuando los rezagados llegaron a Morne-Rouge encuentran a más de doscientos ekobios reunidos. Son los jefes: cocheros, domésticos y capataces. Los más, la gran familia de los ekobios esclavizados, aún permanece dormida.

Pero aquí, en el claro abierto en mitad de la montaña, es imposible distinguir a los vivos de los muertos. Las uñas se alargan, las miradas distantes se acercaban para tocar a mi protegido Bouckman. Tiene encendido el tabaco desde hacía siglos. Todos saben que se alimentaba de la sabiduría de los ancestros.

En ceremonia secreta, recién nacidos, al casarse o ya difuntos, les ha revelado a cada uno el nombre de su oricha protector. Los que se asoman al interior de su carreta creían reconocer en los pasajeros a sus vodús. Se cruzaban miradas, silencios, gestos, lenguaje que no necesita sonidos.

Los caballos relincharon y entonces descubren que eran, igual que ellos, simples cultivadores de caña, sirvientes en las habitaciones de sus amos, palafreneros de sus coches: Toussaint, Christophe, Dessalines, Jean-François. Nadie piensa que Orunla tenía reservado a aquellos ekobios para generales de brigada.

Bouckman bajó de la carreta y cuando todos lo rodean, señaló la montaña:

¡La reunión es en Bois-Caïman!

Esta noche sus caballos galopan sin tropiezos por las nubes. Los ekobios le siguen ocultos en el bosque. Cruzaban las cañadas, bordean la costa. De vez en cuando miran hacia la luna para cerciorarse de que seguían el curso de la carreta. Los que han corrido sin descanso al llegar a Bois-Caïman no se sorprendían de encontrarla descansando bajo la ceiba sembrada por don Petro. Las puertas se abrieron y descienden los pasajeros.

Aunque vestían camisas de zaraza y sombreros de paja, las miradas adivinadoras los contemplan ya con sus uniformes de guerra. El emperador Dessalines; el rey Christophe, el generalísimo Jean-François. Mi protegido Bouckman extiende su brazo por encima de sus cabezas y las muestra a Toussaint:

Este es el mensajero de Legba, L’Ouverture, el abridor de las puertas de nuestra libertad.

La luna había descendido sobre sus hombros.

Desde la noche de Bois-Caïman, la culebrilla del desvelo no me deja dormir. veintidós de agosto. No debía olvidar que solo el tambor de Bouckman, grito repetido, me anunciaría la hora del levantamiento. Cada vez que canta el gallo saltaba y agarro el tizón que tengo preparado para prender fuego a las bodegas de caña.

Mis ekobios duermen. No me he atrevido a decirles nada por temor a que no puedan sujetarse la lengua. Fue la noche del 16, cinco días antes del 22, cuando me despierto oyendo el tun- tun de Bouckman.

Corro al hueco donde tengo escondido el hachón. Mis manos comenzaron a temblar. Espero a que Bouckman vuelva a conjurarnos con su tambor. Ya resuena, viento falso. Lo escuché, puedo decirles que no me engaño… Eso creía. Después de azotado, me reconfortan echándome ron y pimienta en las heridas. Mi propio amo Desgrieux me acuñaba el ano con pólvora.

Te haré saltar en pedazos si no me das los nombres de tus compinches.

Ya les había revelado lo más importante: el veintidós de agosto. Pero el capitán de la guardia, el alcalde y los blancos más ricos del Cabo que están presentes, siguen alarmados por el miedo.

¡Prendan la mecha!

El olor a azufre me hizo vomitar su nombre:

¡Bouckman!

Sé que estoy con vida porque oigo al capitán dando instrucciones a uno de sus sargentos:

¡Pronto! ¡A la habitación de míster Turpin!

Monsieur Desgrieux me alumbró la cara con el fósforo encendido.

Si no quieres indigestarte vomita los demás nombres. Cuando el capitán comenzó a contar, invoco a santa Bárbara, pedí a Changó que apagara la llama.

¡Jean-François!

La explosión me tiene embotada la memoria. Confundía el tuntun del tambor con el estallido de la pólvora. Recuerdo que la noche anterior saqué el mechón y prendo fuego al almacén. Recorro las barracas gritando:

¡Ekobios, Bouckman nos llama a la revuelta!

Creen que su mayoral ha enloquecido y mientras apagaban el fuego iniciado por mí, los blancos de Chabaud emprenden con sus perros la cacería de mis gritos. La noche no caminaba y la luna de Bouckman nunca apareció detrás de los cerros. Al amanecer me bajan del árbol con las piernas desgarradas.

¡Muérete! –me gritaron en el patio de la Municipalidad, alejándose del caminito de fuego que quema mis nalgas.

No poder repetir los errores y conservar la experiencia para evitarlos es la mayor frustración de nosotros los difuntos. Ahora comprendemos la importancia de los destinos no revelados: el lugar de la sepultura, la hora de nacer, los intentos fallidos, las victorias inesperadas.

Los traidores no nos sorprenden con sus intrigas porque antes de la puñalada podemos calibrar el tamaño de la herida, el arma envenenada, la envidia y el dolor de haber sido generosos. El tiempo nos libertará del presente. Solo el mañana-ayer, vivir siempre navegando en los recuerdos y los sueños porque la muerte nos quita la esperanza de recomenzar.

Cuando Ogún Ngafúa me enseñó las primeras letras, nunca imaginé que yo, Toussaint, debo esperar medio siglo para despertar, iluminar y morir en solo trece años. En tan limitado margen aprendo el arte de la guerra; cómo resistir los ataques y las intrigas de los imperios europeos coaligados contra la patria. Y, sobre todo, gobernar sin errores la primera república fundada por esclavos libres.

Otro destino, tampoco escogido, es resistir la calumnia. Todavía en la muerte sufro las mentiras de quienes intentarán vanamente oscurecer las victorias del muntu. Nuestra lucha liberadora ha sido vilipendiada con el falso estigma de la guerra de razas. Si la loba blanca oprimió, asesina, expoliará su crueldad siempre aromada con incienso, se estima civilizadora.

Cuando el esclavo resistió, reviente las cadenas y venza al amo, su acción es homicida, racista, bárbara. La historia de la República de Haití para los olvidadizos escribas de la loba será siempre la masacre de los negros fanatizados por el odio contra sus hermanos blancos, nunca el genocidio de los esclavistas contra un pueblo indefenso.

Al comienzo solo unos pocos escuchaban el tamborileo de Bouckman. Traen las caras tan blancas por el susto que ni siquiera mi protegido está seguro si eran sombras de difuntos o caballos cabalgados por vodús.

Se nos sumaban libertos, mulatos, familias que huían de las plantaciones y ciudades donde los amos creen ahogar la rebelión degollando a todos los negros de la isla. Ni siquiera perdonaban a los ekobios sumisos, asesinándolos en las cocinas cuando les preparan sus alimentos. Las ayas escondidas en las iglesias son sacrificadas por los jóvenes a quienes habían amamantado.

Ogún Olugbala nos repite que la fortaleza de la hormiga reside en su constancia. Perdidos en la hojarasca, pequeñitos, iniciamos el desmoronamiento de la esclavitud. Debíamos incendiar los cafetales y demoler los trapiches. Por trochas invisibles envenenábamos los plantíos de algodón sin que los dueños se expliquen por qué se marchitaban y languidecen.

Era tanta la violencia de aquellos días y tanto lo que debemos cobrar en tan poco tiempo que los muertos perdemos la memoria o confundimos los recuerdos. No sé si los cimarrones formamos a nuestros generales o si ellos, señalados por Changó, llegaron a la guerrilla con su sabiduría de antiquísimos guerreros.

Toussaint L’Ouverture, a quien Ogún Balindjo había enseñado el secreto de curar con las plantas, ingresó a nuestras filas apenas con el rango de cirujano.

Otra mañana, el futuro rey de Haití se presenta con su uniforme rojo de camarero. Desde el primer momento Bouckman adivinará que es uno de los preferidos de Changó.

Ayer acaba de incorporarse Jean-Jacques Dessalines, pero sabemos que desde hace siglos lo cabalga Ogún Nagó. Hasta ahora ha sido carpintero de altares y ataúdes. El párroco de la Gran Rivière del norte, donde siempre fue esclavo de la plantación de los Duclos, le hizo creyente de los santos católicos. No obstante, nuestro papaloa sabe que Changó ya lo ha nombrado emperador de Haití.

Entre los primeros en concurrir recuerdo a Jean-François. Rebelde y ambicioso, su genio guerrero lo convertirá en generalísimo de nuestros ejércitos. Eleguá le confunde los caminos y enfrentado a Toussaint verá ocultarse el sol de su gloria antes de su muerte.

A la luz de la fogata, recuerdo a otros: Biassau, Jeannot, Vernet, Yayou, Capoix, Geffrard. Llegan del oeste, venían de las cimarronadas del norte y del sur. Todos esclavos, nacidos del vientre de la madre Sosa Illamba para ser libres.

En esta noche cuando aún andan descalzos, revelaban las divergencias que les unen en la adversidad y los separarán en la victoria. De todos nosotros, solo los hombres de Jean-François, aunque sin uniformes y harapientos, disponen de fusiles y municiones.

El abate de la Haye, cura de Dondon, en la frontera con el Santo Domingo hispano, nos ayuda a cambiar el café que robamos en las plantaciones francesas por armas españolas.

No hay que confiarse demasiado de los esclavistas españoles –las luciérnagas de Toussaint desde entonces caminaban en la oscuridad.

De entre los ekobios desnudos habló Dessalines con voz de anciano, aunque solo tiene treinta y tres años:

Nuestra debilidad es la desorganización… Cien mil hombres indisciplinados es un ejército que se destruye a sí mismo sin que el enemigo tenga que disparar un solo tiro.

El camarero Christophe seguramente presentía sobre su cabeza la corona de rey cuando aconseja:

Solo los incendios nos harán dueños de esta isla.

Tomé apunte de todo porque para entonces, mi comandante Dessalines me había dicho:

Marie-Jeanne, eres mi edecán.

Las autoridades del Cabo cazan mayorales y arrancaban las lenguas a los domésticos que se niegan a denunciar a los cabecillas.

La conjura es solo contra los blancos.

Pero los mulatos conocían lo que se rumora en las calles del Cabo:

Los negros no respetarán cabezas de amos.

Unos y otros se tranquilizan cuando piensan que sus recuas de esclavos nunca encontrarían un jefe capaz de organizarlos.

La hora convenida es una noche sin luna. Solo estaban despiertos los guedes y su general, el Barón Samedi. En la hora en que se encuentran el tiempo y la oscuridad, mi protegido Bouckman comenzó a percutir al viento.

¡Tam-tam!

Georges Biassau responde en Acul.

¡Tam-tam!

Poco a poco el tamborileo fue sepultado por el llanto de las mujeres blancas. El puño descorre el toldo y caía sobre el cuerpo con rudo machetazo.

Dicen que esa pesadilla duró cuatro nochesdías antes de que los amos, perseguidos, llamándose los unos a los otros, despertaran con las llamas de los incendios. Mientras tanto nuestros capitanes comienzan a tener renombre: Dieudonné, La Plume, Halaou. Las guerrillas avanzaban sobre Matheux y Bois-Caïman. Por la habitación de Acul se busca a un tal Jean-François pero cuando las patrullas llegaron a Limbé, donde esperan hallarlo, descubren que otros desconocidos han degollado a sus amos en Noé y Clément.

A Bouckman se le ve en todas partes con su carreta de loas. Aquí le arman una trampa, allá ofrecieron pagar en oro lo que pese su cabeza. Solo yo, su Buen Ángel Mayor, puedo seguir sus pasos. Fusil, llama, caballo, distintas formas de nuestro cuerpo.

Al oeste destruía los talleres de Archie y Cul-de-Sac; predica en Jacmel; organizaba cuadrillas de cimarrones en Leogane y huye con ellas hacia la sierra de la Hotte. Los revoltosos atacaban en Flaville y regresan con más bríos por los lados de Gallifet. Solo cuando comenzaron a arder las plantaciones del sur, los blancos pueden comprobar, sin creerlo, que la rebelión había sido muy bien organizada: en solo cuatro días se extendió a toda la isla.

Esperábamos la salida de la luna. Los tambores se despiertan, bostezaban dos o tres redobles y volverán nuevamente al sueño. Apenas un pequeño repique, manso, suave para que se durmieran los niños. Las mujeres calentaban el café y con sus manos ahogan el aroma para que la brisa no denuncie nuestra posición. En el silencio del patio los mayores esperábamos oír el tamborileo de Bouckman. Sabemos que vendrá esta noche a recoger sus pasos después de haber sido decapitado.

Durante varios días rechazamos los asaltos. El fuerte de Fond Bleu que habíamos tomado después de arrasar la resistencia y degollar a sus defensores, ahora se convierte en nuestra propia sepultura.

Cerraban el cerco tropas frescas del Cabo y guardias mulatos de la Gendarmería. Concentran todos sus recursos en abatir y capturar a nuestro papaloa. Pensaban que cortada la cabeza de Damballa, sus doscientos mil anillos descalzos se desarticularían. Pero la víspera de su degollamiento, los vodús le revelaron que su cabeza subiría al cielo.

 

En derredor de la alta ceiba, los jóvenes husmean las faldas de las muchachas, repitiéndoles en sus oídos los credos cabalísticos para que les abran las piernas. Aprovechados de la oscuridad, los difuntos se sumaban a los vivos. No es difícil distinguirlos porque pellizcan con una sola uña de sus dedos. De pie, en mitad del campamento, cientos, miles de ekobios, los heridos, los difuntos, acechamos los montes por donde ya se vislumbra la claridad. Ochú se echó a andar por el filo de las montañas.

De repente vimos que sangraba su cara. A esa misma hora, en el Cabo, descuajaron la cabeza de nuestro jefe con un golpe de hacha. Pero aquí, desde lo alto, escuchamos su voz. Fue entonces cuando nombró Generalísimo de los Ejércitos Cimarrones a Jean-François y aconseja a sus tenientes Jeannot y Biassou que nos dispersemos en batallones por los montes.

 

A pesar de que me traqueteaban los huesos por la fiebre no quiero obedecer al médico que me aconsejó reposo. Lo espero de pie bajo la ceiba, la drogue sobre la guerrera que no lograron perforar las balas.

No le temo, pero les confieso que no quiero verlo esta noche cuando los escalofríos me quiebran las fuerzas.

Mala jugada de los brujos enemigos. Me encenizaron el rostro para que la tropa no pueda reconocerme. Cambiaré de médico, necesito un papaloa poderoso.

¡Eía! ¡Bouckman! Tú que me sigues desde la muerte, acércate y cúrame.

Mis edecanes esconden lo que escupo.

¡Vómito negro!

El olor a carroña ronda los cadáveres de los soldados franceses que no alcanzan a devorar los buitres.

¡Quemen esa mortecina!

Trato de levantarme pero me sujetaron y amarran al árbol. Les observo las caras. Tenían quepis altos y ojos azules. Ahora sí me asusto. Al tratar de escupirles la cara solo eructé el viento nauseabundo. Es su ladrido de perro devorándome las entrañas.

¡Barón Samedi!

Se me acercó con su cubilete negro donde trae pintada la gran calavera. Anda despacio, olfateando con su hocico de perro. La casaca del frac recién cortada, los pantalones estrechos sobre los botines rojos. Se aprovecha de que me tienen amarrado para arrebatarme la drogue protectora, masticarla y escupirla a mis pies.

Vengo por ti.

Intento hablarle pero mi lengua cuelga desarticulada. Pienso, sé que me escuchaba:

Papá Ogún me ha prometido coronarme rey…

Se arrancó los algodones de la nariz y su viento apestó los contornos. Se quita el sombrero, lo lustró con el puño de su camisa y luego lo coloca burlonamente sobre mi cabeza.

¡Ya eres rey, vente conmigo!

¡Barón Samedi, mi general!

¡Ah, por fin te me entregas! No hay papaloas, ni drogues, ni orichas que me impidan llevarte a la casa de los bazimu.

Pídeme cuanto quieras.

Ladra. Mi Estado Mayor, mis tenientes, mi tropa, todos lo oyeron:

Tengo hambre de carne blanca. Me atrevo a preguntarle:

¿Cómo puedo estar seguro de que no me devorarás si cada día tienes más hambre?

Al ventosearse la brisa inundó el bosque con olor a pólvora. Mis tenientes, creyendo que estaban rodeados de la artillería enemiga, se arrojan al suelo. El Barón Samedi se metió la mano en la faltriquera y saca una bala de oro.

¡Tómala, ningún proyectil que no sea este, podrá quitarte la vida!

La miro entre los dedos, sopesándola hasta estar convencido de que es de oro puro. Luego, feliz porque nadie podría quitarme la vida, arengo a mis soldados.

¡La guerra es a muerte! ¡Que el Barón Samedi sacie su hambre con cadáveres blancos por muchísimos años!

Le aconsejo que le estire los dedos engarrafados y dibuje en las palmas de sus manos la doble cruz de Elegba. Más abajo, entre sus piernas pintó las serpientes gemelas. El dedo de mi protegido sigue dibujando sobre las nalgas para no dejar un pedazo de piel blanca que permita resucitar al padre Gallifet en el panteón de sus santos católicos. Arrastró su cadáver lejos de la capilla y con la ayuda de Ogún Balindyo, le pega al revés la cabeza sobre los hombros. Como si solo esperara este acto de misericordia, el fraile difunto se levantó del suelo y se retira retrocediendo, sin una sola espiga de la prédica cristiana que iniciara en nuestra isla.

Ya andaba perdido en el océano de Yemayá, cuando los Oguns descendieron de la carreta, incrédulos de que pudieran rondar las ruinas de la iglesia consagrada a san Patricio, allí en la colina donde los artilleros del rey volaron el cuerpo de Damballa.

En esta noche de resurrección me he vestido con mi mejor traje para despejar el camino a los orichas. Me gritan:

Don Petro, dibuje usted los vevés sagrados.

Con el dedo trazo en el suelo triángulos, la cruz de Elegba, cabezas de serpientes, ojos y manos, los símbolos que abrirán los caminos de la rebelión. Después Bouckman llenó la noche con el grito de su tambor:

¡Vengan todos, los difuntos y vivos, a pelear al lado de nuestros orichas contra la esclavitud!

En esta noche de diciembre, aquí en la prisión, la nieve cae abun- dantemente sobre mis hombros. Me pinté el cuerpo con harina de mandioca para que los vivos puedan reconocerme. Por tres veces salí al patio cubierto con los ripios que restan de mi antiguo uniforme de presidiario.

Los tamarindos que yo mismo sembré en Ennery, asados por el frío, están cubiertos de cenizas. Mi carcelero, un antiguo soldado de Napoleón, me cuenta que todos los años por este mes, el emperador volvía a las estepas rusas a recoger las huellas de sus ejércitos sepultados por el invierno.

En busca de la llamafuego he retornado a mi isla en pos de las huellas perdidas. La Sierra Negra, el valle del Artibonite y advierto que también los puertos y las aguas de la madre Yemayá están convertidos en desiertos de sal. La oscuridad congelada es otro muro recubierto de cal. Enciendo los cien ojos de Ogún Ngafúa y entonces descubro que la flota de Napoleón se disponía a invadir nuestra isla. Llamo a mis generales:

¡Christophe! ¡Dessalines! ¡Jean-François! ¡La revolución está en peligro!

Se encuentran muy distantes para que oigan mi voz. El invasor me sorprendía fuera de la patria, combatiendo a los españoles en Santo Domingo. Desde la altura del Grand Boucan vigilo los movimientos de su flota. Ni siquiera Changó armó tan grande expedición. Las escuadras zarpan en una misma hora de distintos puertos:

Brest, Lorient, Rochefort, Toulon y Cádiz. Sitiaban la isla y apuntan sus cañones contra la república victoriosa de los negros: cuarenta navíos de guerra, veintisiete fragatas, dieciocho corbetas. Sobre cubierta tocaban a somatén y cuarenta y cinco mil soldados blancos obedecen las órdenes de cuarenta y un generales de división y brigada blancos.

Las voces cuchichean en distintos idiomas.

General Gravina –oigo que hablan castellano–, el contralmirante Hartzinch anuncia que su división desea combinar la acción con nuestra artillería, pero tenemos dificultades con sus enlaces que solo hablan holandés.

El ruido de sus tacones oscurecía mis ojos. Pero alcanzo a ver al vizconde de Rochambeau que ya apunta sus cañones contra Fort-Liberté.

General Leclerc, es preciso que se ataquen simultáneamente todos los puertos.

Reconozco su voz aunque nunca antes le había oído: el propio Napoleón aconseja la estrategia a su cuñado. No imaginaban que al muntu, alianza de vivos y muertos, le sobrará heroísmo para derrotarlos.

La loba blanca tiene muchos rostros: alemanes, ingleses, polacos, franceses, holandeses, españoles, norteamericanos. Rochambeau. Hardy. Gravina. Hartzinch. Bradford… También me muestran sus colmillos algunos ekobios con el olor de mi propia sangre: son los mulatos Rigaud y Pétion a quienes expulsé a Francia por negarse a aceptar que seamos los negros quienes capitaneemos la revolución. El comandante general de la flota los ha traído a su lado. Necesitaba ojos criollos que le escojan el lugar donde reposarán sus huesos.

Sin la experiencia y apoyo de los ancestros, brújula de los vivos, nuestras acciones frente al acoso de tantos enemigos hubieran perdido el rumbo de la libertad.

III. Libertad o muerte

¡Cuente! ¡Repítanos don Petro la gran hazaña del muntu y sus generales negros!

Que los niños se sienten junto a mí, voy a relatarles las batallas de les vivos y los muertos; la lucha de Dessalines y Christophe cuando al frente del muntu, vengaron el asesinato de su jefe L’Ouverture; los sueños locos de un emperador que pretendía reinar sobre una república de negros libres.

Para cortar las garras a la loba blanca, quemarle el rabo y expulsarla de Haití, se necesitó la alianza de los ancestros y sus descendientes, que los ríos cambiaran de rumbo, que los árboles quemados y los que retoñan se unieran a las piedras, al viento y a las aguas de Yemayá.

Al caer la tarde se oía el caracol del cacique Caonabó despertando a sus muertos. Renacen de las huellas dejadas en la playa, saltaban desnudos desprendiéndose de la figura de la piedra y con sus flechas y macanas, entran a la guerra danzando, recienacidos, aún abiertas las heridas por las espadas de Colombo y sus capitanes. Jaguares, máscaras con colmillos despedazan los cañones y se tragaban las balas. Así fue la lucha por la vida, la tierra y la libertad que son el alimento del muntu.

¿Oyen ustedes, igual que yo, el incansable, el repetido tamborileo de Bouckman invocando a los orichas?

Ogún Nagó, padre de la revuelta, otra vez desembarca sus difuntos en el Cabo y Jacmel. Vimos a Olugbala cargando sobre sus hombros la Montaña Negra para aplastar al invasor. Kanuri mai trajo la luz y Ogún Ngafúa traza los caminos por donde arderá el fuego. Y en los surcos abiertos, la madre Sosa Illamba pare las semillas de sus hijos inagotables.

Junto a sus vodús, entraron a la guerra los que habían vivido atados a las carretas, al trapiche, a los picos y fosas, a las calderas de los barcos, a los excusados y letrinas. Las mujeres con sus vientres maduros; los niños con guijarros y hondas. Todos aquellos que podían herir con las uñas y los dientes: los cojos, los ciegos, los mancos.

Changó fue nombrando a sus generales:

Mackandal, te hago mariscal. Vengarás la sangre de los ekobios torturados.

A Bouckman le entregó el fuego para que incendiara los cañaverales y trapiches.

¡A ti, Toussaint L’Ouverture, te doy las llaves de Elegba! ¡Aun después de muerto, serás la gran abertura de la libertad!

Así, conociendo la inteligencia y el coraje de cada uno de sus guerreros, les enriquece para sus hazañas.

¡Acércate Dessalines! Toma esta corona, serás emperador general de la plaza y reorganizarás la nación destruida por la guerra.

A Christophe le dijo:

No dejarás paz a tus propios ekobios. Te corono rey para que gobiernes sobre los cadáveres de tus amos y súbditos.

A Pétion, único de los grandes generales con sangre mulata, nombró presidente Confianza para que, con soldados, barcos y fusiles, arme a quienes le juren libertar al muntu.

Cuando estuvieron conformados los ejércitos, Chankpala, durante la noche buscó las aguas retenidas de la madre Yemayá para sembrar en ellas sus tolvaneras de mosquitos. Zumbido de alas, picotazos de alacrán, cayeron sobre las tropas extranjeras, bebiéndose su sangre y envenenándoles con la fiebre, los escalofríos y el dengue.

El Barón Samedi, con poco tiempo para devorar sus cadáveres, se limpiaba los dientes con las uñas. ¡Jamás antes su panza estuvo tan llena! Descarado, se le ve de día disputando la mortecina a los zamuros. El barón La Cruz y su compinche, el barón Cementerio, cavaban una sola y larga fosa para los veinte mil blancos que languidecen y mueren pronunciando palabras extrañas.

El 4 de enero nuestro gran comandante Toussaint había tomado por asalto a San Juan de Maguana. El 14 cruza el río Nissau y batió a los españoles cerca de Baní. El 26, después de imponer la capitulación a los jefes españoles, entra victorioso a la ciudad de Santo Domingo donde proclama la emancipación de los esclavos en toda la isla.

Pero aquí en el Cabo, la flota de Napoleón pone en peligro nuestra libertad. Dos noches atrás las casas habían comenzado a crujir presintiendo el olor de las llamas. Las vigas del techo y las puertas se bambolean sin que las sacudiera la brisa.

Comenzamos a invocar a los orichas. Los tambores llamaban a Bouckman con las pieles tapadas para que sus voces no sean oídas por el enemigo. Desde lejos escuchamos el galope de los caballos. De Gonaïves ha venido Vernet; por la costa, de Port-de-Paix, se acerca Maurepas. A escondidas de mi teniente Dessalines, la tropa me envió desde Port-au- Prince.

Buscamos la protección de los vodús para que el Barón Samedi no diezme nuestras filas. El ladrido de los perros sin cabezas nos anuncian que la luna fuego de Bouckman ya nos alumbra. Descendió acompañado del general Balindjo para que ataje la gangrena de nuestros heridos. Ogún Ashandé cargaba al hombro su calabaza con las yerbas que paralizan la hemorragia.

La voz de Bouckman nos golpeó desde el cielo con su luz roja:

Miles de ekobios sucumbirán en la lucha pero cada muerto hará más fuerte nuestros ejércitos. ¡Los protegidos de Changó somos invencibles!

La madre Yemayá no duerme desde que la flota aliada fondeó frente al Cabo. Las olas golpean con furia el morro y el viento ha borrado las gaviotas del puerto. Esta noche el faro apaga su único ojo y en la oscuridad apenas se vislumbra el parpadeo de una lámpara traidora que de vez en cuando se asomará en un balcón.

Los espías han informado al general Leclerc de las escasas unidades que defienden a Fort-Piccolet. Las mismas brujas, sueltas de noche, le revelaron que en Port-Liberté, en la cercana dársena de Bayajá, solo hay unas cuantas piezas de artillería.

Mientras Christophe duerme despierto, volé por los caminos del sueño y a media jornada me encuentro con el general Toussaint en la Sierra Negra. Advertido del peligro por Nagó, ya se acercaba en precipitada huida después de sus brillantes victorias en Santo Domingo. A nuestro ejército, libertador de esclavos, nuevamente lo amenaza la sombra de la esclavitud.

Sin embargo, los invasores temían lanzarse al ataque. Los aterroriza la leyenda escuchada en Versalles sobre los cimarrones caníbales y sus vodús sedientos de sangre blanca. Las tropas imperiales nunca se han enfrentado a soldados difuntos que salen de sus tumbas armados con los fusiles de sus asesinos. Sorpresivamente el Estado Mayor cita a los tenientes mulatos, hasta ahora menospreciados por sus jefes.

Rigaud pretende suplantar a los generales negros a quienes ha combatido durante los años de la revolución. Sus superiores confían en sus rencores y en el conocimiento que tiene de la soberbia y debilidades de nuestros jefes. Otro, el teniente Alexandre Pétion, se ha distinguido en París como artillero y está dispuesto a disparar sus primeros cañonazos contra la patria.

Nagó ronda la flota con su barco náufrago. Subía a cubierta y escucha al general Leclerc cuando sondea las dobleces de sus subalternos:

Nos aprovecharemos de la indecisión que debe sufrir el comandante de la plaza por la ausencia de su superior.

No se haga ilusiones, Christophe, como todos los negros que se hacen llamar generales, no entregará el Cabo sin combatir.

Solo Rigaud podía revelarle aquella verdad con tanta certidumbre. En efecto, antes de que amaneciera, Christophe recorre los barrios pobres rodeado de sus dragoneantes. El tricornio emplumado, el sable de plata y su caballo negro alucinaban tanto a los adolescentes que oyen al propio Changó, invitándolos a la guerra:

¡Libertad o muerte!

A su paso se alzan machetes, palos y algunos fusiles robados a los comerciantes. El grito de Bouckman que resucita a los difuntos, ahora transformaba en combatientes a los huérfanos y viudas. El Cabo no estará desguarnecido.

Pero otra es la actitud de los mulatos desde que los periódicos de Jamaica trajeron la noticia de que el rey Borbón ha cedido a Francia la parte española de la isla. Las matronas tejían en secreto los colores de la bandera del decapitado Luis XVI. Desde Santiago de Cuba, Baltimore y Kingston, adelantándose a la reimplantación de la esclavitud, los refugiados blancos envían a sus mayorales en botes clandestinos para que les recuperen las plantaciones confiscadas.

Las campanas de la catedral, ocultando el inminente asalto a la ciudad, apaciguaban a los feligreses con dobles de muerte.

¡Solo Dios es la esperanza! Aquellos que se alejan voluntariamente de su gracia serán castigados con fuego.

Esperanzados en que les dieran migajas de pan, el coro de niños cantaba los trisagios después de escuchar sin oír las admoniciones del obispo. A estas horas tempranas, solo las concubinas mulatas imploran ante el altar por el regreso de sus amantes blancos.

Don Petro, prosiga su cuento…

A media noche Christophe sorprendió la guarnición de Fort-Liberté. El caballo empleado en la carrera respira espumas rojas y sus cascos no podrán resistir el peso de otro jinete. El comandante, al frente de su tropa, le rinde el parte de guerra:

Nuestras baterías apuntan al enemigo pero necesitamos refuerzos y municiones para repeler el ataque.

Ya eran difuntos cuando mi protegido le responde:

Dispónganse a morir. No hay más hombres ni más balas que puedan reforzar esta guarnición.

Esa noche los vodús tampoco respondieron a nuestro llamado. Christophe comienza a tener miedo de que no sea otra cosa que una sombra abandonada de sus ancestros. Yemayá, sin embargo, está presente. Sus olas embravecidas han impedido el desembarco. Leclerc desespera. Cada instante que demore el asalto favorecería el retorno del general Toussaint.

Así lo comprendía Christophe y refuerza las baterías de Fort-Piccolet fundiendo nuevos cañones con campanas de las iglesias. Las mujeres ayudan a la tropa a saquear las bodegas donde los comerciantes traidores escondían los alimentos que pretenden entregar al enemigo. El alcalde de la municipalidad, César Thelemaque, con algunos comerciantes mulatos, se han acercado a Christophe, pidiéndole que rinda la ciudad sin resistir.

Mientras sea yo el defensor de esta plaza, nunca habrá capitulación ante los enemigos de la libertad.

Escuchaba el ladrido de sus sabuesos. Sé que merodean los cadalsos donde otras veces se les alimentó con las vísceras de los degollados. Pero me equivoco. Está aquí en el interior del patio. Se sentó en mi cama. Me saluda quitándose el sombrero y con desfachatez se desabrocha los botones del chaleco para mostrarme su barriga.

¡Tengo hambre!

Se clava sus uñas largas en el ombligo. Para entonces ya sé que no sueño. Le grité cubriéndome con las sábanas:

Barón Samedi, mi general. Te he dado de comer ejércitos enteros de soldados.

Por la punta de la colcha puedo mirarlo. Está triste. Había perdido su risa burlona.

Ahora quiero carne de perro.

¿Sabuesos?

Arrugó sus labios dejándome ver sus largos colmillos.

Los tendrás en abundancia, te lo prometo.

Se retira satisfecho, colocándose sus algodones en la nariz. Todavía no se había disipado su hedentina cuando escucho los golpes de mi edecán que ha estado insistiendo hasta despertarme.

El Estado Mayor está reunido.

Antes de echarme un poco de agua a la cara me asomé a la ventana. Changó esparcía sus fuegos. Estoy seguro de que era él quien me alargaba la vida. Abajo, en el jardín del palacio, un viejo perro ladra. Me vestí a medias, abierta la guerrera. El edecán se dio prisa en darme la nueva:

Teniente Christophe, nuestros espías han interceptado el correo del enemigo. Los ingleses traen doscientos perros que les ha enviado don Juan Nepomuceno de Quintana, el nuevo gobernador de Cuba.

¿Perros?

Le arrebaté la carta y sigo el rastro de la letra enrevesada:

«Sepa que no le abono ninguna ración ni gasto para alimentarlos.

Usted debe darles negros para comer…».

Comprendo por qué me ha visitado y ya totalmente despierto, ordeno al edecán:

Organizad la cacería de esos dogos y que los sacrifiquen al Barón Samedi.

Los pescadores regresan a sus ranchos con las atarrayas vacías. La poca pesca se quedó en la cocina del Hotel de la Corona donde aún se refugian los contados extranjeros que no han podido huir de la ciudad. Por las faldas del morro, las cabras subían dando saltitos entre las peñas. El Machocabrío-Changó-Sol mira hacia el mar. Bajo su disfraz llevan fusiles y municiones.

Aprovechando el buen tiempo, el general Leclerc decidió tantear nuestra resistencia con un navío de guerra al mando del capitán Hardy. Nadie se aterroriza. Las ancianas, en medio de los soldados que transportan cañones a Fort-Piccolet, barren el frente de sus casas como lo hacían desde su niñez en tiempos de la esclavitud. Ekobios mutilados por sus antiguos amos arrastran las carretas de carbón, ahora cargadas de pertrechos y fusiles.

Los defensores de Fort-Piccolet abrieron fuego mucho antes de que el barco estuviera al alcance de sus cañones. Asustadas, las gaviotas ceden el aire limpio de la mañana a la humareda de pólvora. El capitán Hardy maniobraba a sotavento, guareciéndose detrás del morro. Sabemos que el traidor Pétion lo guía por entre los arrecifes y bajos de la costa.

Tocaron el clarín y desde la playa podemos observar el movimiento de la infantería marina disponiéndose al desembarco. El brillo de las bayonetas rompía el silencio de la playa cuando el Machocabrío-Changó-Sol y su tropilla de cabras los rechazan con nutridas descargas.

Dos horas más tarde supimos que el simulacro de asalto solo tenía por objeto distraer a nuestra tropa. La noticia la trae un herido que había sembrado el camino con sangre para no extraviarse en su regreso de difunto:

El general Rochambeau masacró a mansalva a la guarnición de Fort- Liberté. A los que sobrevivieron al asalto, los ciegos por la metralla, los agonizantes, se les ató de las muñecas antes de arrojarlos al mar.

La artillería enemiga ahora bombardeaba nuestras defensas dispuesta a repetir sus crímenes. Mi teniente Christophe, abrazado al moribundo, me ordena:

¡Marie-Jeanne, trae agua a este valiente!

Pero el posta la rechaza. Escapado de la masacre, se avergüenza de no estar entre los muertos. A todos nos pesa demasiado la sombra de la vida.

Los difuntos solo mueren cuando no tienen ekobios vivos a quienes cabalgar.

Las palabras del comandante Christophe nos resucitan. Firme, sobreponiéndose a las lágrimas que ablandaron su rostro, presiente el escalofrío que desatarán sus órdenes:

¡Abandonemos la ciudad!

La corneta esparce el toque amargo de la retirada. Jadeantes, acomodándonos a los movimientos que no habíamos previsto, comenzamos a evacuar el fortín. Los cañones se resistían y, ocultos detrás de las defensas, disparaban después de desarticulados. Jamás una artillería pesó tanto sobre sus goznes. Nuestro propio comandante debió volarla para impedir que cayera en poder del enemigo.

Mucho después de desalojar el fortín, escuchamos las explosiones con que nos despedían los ekobios designados para morir desde la noche anterior por el Machocabrío-Changó-Sol.

Esta noche no necesitamos invocar a los orichas con nuestros tambores. Desde antes de oscurecer, Bouckman se presentó en lo alto del morro con su carreta de fuego. Todos los protegidos de Changó están presentes en el Cabo amenazado por el enemigo. El Buen Ángel Mayor de Toussaint, adelantándose a la tropa, llegó desde el Santo Domingo español. El teniente Dessalines, rebelde a los vodús, fue traído por Nagó desde Port-au-Prince para que se sentara al lado de Christophe, defensor de la ciudad.

El difunto Bouckman saca las nueces sagradas que llevaba ocultas bajo su sábana blanca; las calienta con su saliva, las frotó entre sus manos y cerrando los ojos, las arroja al suelo. Asustado, lee con sus ojos visionarios:

«Seréis derrotados por vuestras propias faltas».

A los más valientes, les chasquean los dientes. Bouckman, confundido, se levantó y a solas se retira a dialogar con los orichas que permanecen en el interior de su carreta. Al quedarse sin la sombra donde confluían todas las miradas, nuestros generales rememoran su pasada vida de esclavos. Luego se abrazan y postergando sus vanidades, juraron combatir al invasor hasta la muerte.

Marie-Jeanne se desespera y llamó a los loas percutiendo el tambor hasta ampollarse las manos. Pero solo regresó Bouckman con la antorcha de Ogún Ferraille.

Os traigo el mandato de los orichas. Desde ahora los incendios serán el gran verdugo de la loba blanca.

La ciudad dormía cuando entregó la llama a Christophe. Todos lo vimos alejarse con su antorcha encendida. Camina por las calles iluminadas por los incendios que aún no han comenzado a arder. Se dirigió a su mansión donde los guardias, sus domésticos, los perros lo ven entrar enfurecido. Prendió fuego a las cortinas de terciopelo, a las lámparas de alabastro, a los grandes espejos que arrebató a los franceses antes de fusilarlos.

La llama se le multiplica, tiene tantos brazos cuantos alzaba el pueblo con sus hachones prendidos. El fuego es un río que nace en las alcobas y corría por las alfombras antes de regarse por los techos. Baja a las bodegas y subía a lo alto de las iglesias. Atolondrados, los comerciantes salen de sus escondrijos con las caras pintadas de negro. Los ekobios no se dejaban engañar y asesinan por igual a los traidores blancos y mulatos.

Al anochecer, noche que no tendrá oscuridad, nuestro comandante Christophe penetra en los cuartos incendiados del Hotel de la Corona. Un irresistible relámpago lo empuja hasta encontrar el gran espejo donde se miró la primera vez con la casaca roja de mandadero. Aunque las cenizas le oscurecen el rostro, se reconoció a sí mismo, coronado rey.

Desde Haut du Cap los caballos se beben los incendios y el general Toussaint comprendió que ha llegado tarde. Los últimos fugitivos del Cabo le dan la noticia:

Leclerc tampoco ha hecho un solo prisionero en Fort-Piccolet.

El humo propala la consigna. Mañana Vernet incendiará a Gonaïves y tras de inútil resistencia, Maurepas cubrió de cenizas a Port-de-Paix. Donde quiera que la loba asoma sus orejas, los protegidos de Bouckman le chamuscamos el hocico.

Desesperada, impotente, quería ahogarnos en nuestra propia sangre. Hardy pasó por las armas a los sobrevivientes de Acul, de Limbé y el general Boudet, en Port-au-Prince, ejecuta a los mulatos que habían sido detenidos por los blancos. Por cada prisionero negro que asesinen, mi teniente Dessalines levantará el cadalso de cien blancos.

Ahora, niños, duerman y sueñen con nuestros vodús combatientes.

¡Don Petro! ¡Don Petro! ¡No se vaya! ¡Cuéntenos el final de la historia!

Solo, ya sin la angustia de los vivos, recojo las huellas más antiguas dejadas en mi prisión. El lento rodar del cerrojo me quebraba el sueño. Son los guardias del primer cónsul abandonándome tras la reja. Siento sus llaves pesadas como si alguna vez las hubiera tenido entre mis manos. Todavía espero robarlas, abrir los muros y regresar a Breda, a los pasos dados en la infancia. Los ruidos se alejaban, llevándose la luz del puerto, el rodar del ancla que me anunció la partida. Este-oeste, vientos contrarios.

Regreso al día, al lugar de aquella despedida. Los guardias que me acompañaban se prenden largamente de mis brazos –saben ellos que nunca más se tocarían nuestras manos, nunca después entrelazadas nuestras palabras–.

Bajo la mirada que fingía separarnos, persiste el nudo que nos amarra más allá de la muerte. Luego vino el aparente silencio, solo porque ya no oímos las palabras del que habla, ni la respuesta que niega o abre un nuevo rumbo. Tardíamente me repito los gritos del Buen Ángel Mayor reteniéndome cuando penetraba al encerrado aire de la trampa. Recorro el laberinto de las calladas recriminaciones.

Acusador y acusado, me preguntaba y me respondo. Parece que existe un instante en que Orunla, olvidado de las Tablas de Ifá, permite que el muntu cambie su destino. Momento de real libertad en que se puede elegir entre rehacerse a sí mismo o continuar siendo la imagen de barro pensada por Odumare. Yo he andado y desandado el tiempo de aquellos pasos que me condujeron desde mi habitación en Ennery a la cubierta del barco donde me esperaba la traidora sonrisa del general Brunet.

General L’Ouverture, por mi conducto, Napoleón les ofrece la paz y la libertad a su pueblo y a sus soldados.

La mañana nació exclusivamente para mí ese 6 de mayo de 1802. Tengo razones para no olvidarla. Todavía en la noche los artilleros franceses continuaron disparando salvas en mi honor. Pero desde el flanco del mar, la madre Yemayá me prevenía con oscuros nubarrones. En el banquete de la fraternidad –«Marsellesa», vinos, flores– los soldados franceses custodiaban con sus bayonetas mi cadáver.

Mis generales abrazados a las rubias brindan por la libertad y la igualdad. Mi paloma negra y el gallo blanco del general Leclerc –no era el gallo rojo sacrificado a Ogún– acordaron respetar la vida y la dignidad de mis comandantes. Otros, ellos, ebrios por la espuma del champagne y las palabras fermentadas, brindaron por el sol del primer cónsul cuyos resplandores ya teñían sus copas de sangre.

Mi Buen Ángel Mayor me indujo a que solo probara el agua y no el vino envenenado que varias veces me ofrecieron. Al retirarme a la alcoba, tampoco quise despojarme del uniforme tejido por las agujas de mis ekobias. Me preparaba para la interminable batalla contra mis propios remordimientos.

Si esa mañana cantaron los gallos, yo no los escuché. Es muy tarde cuando el edecán vino a notificarme que mis soldados, uniformados y firmes, exigían mi presencia para rendir sus armas. Todavía Orunla me brinda la opción de rebelarme. Pensé en los miles de compañeros caídos, en los niños que combatieron con guijarros y hondas, en mis cimarrones sin ropas con el fusil chamuscándoles los hombros.

Pasé revista a todos aquellos que me muestran sus puños y sus dientes. Ahora, todavía, nunca debí exigir a mis generales que entregaran sus espadas. Y más allá de los que me oían, ingenuamente pido a los ekobios muertos que entreguen los machetes y martillos con que rompieron las cadenas de sus cepos. Avancé entre los guardias franceses. No soy yo, brillo de mi espada negándose a sí misma. Mis valientes lloraban. Sus manos tienen el temblor que nunca conocieron en el combate.

Buscaban inútilmente las charreteras de general que están acostumbrados a mirar sobre mis hombros. Oyeron mi voz. No es ronca, atrevida, anunciadora de victorias. Desde entonces sé que no hablaba, tampoco lo hace mi loa jinete. Soy relámpago sin trueno, muertovivo:

¡Por amor a Francia! ¡Por la paz entre hermanos! ¡Ekobios libres de Santo Domingo, deponed las armas que os ha dado la revolución!

Al entregar mi espada, los ojos azules del general Leclerc se tiñeron de amarillo. Ese es el color de la traición. Cada uno de mis guerreros pasó a integrar los ejércitos del Barón Samedi. Pero ahora sé que no hay cementerios que puedan dar sepultura a las vidas de los que han muerto traicionados.

Acuartelados en Crête-à-Pierrot, resistíamos el asedio del general Leclerc. Doce mil soldados europeos nos impiden la retirada hacia Santo Domingo, a través de la Sierra Negra. Por el flanco izquierdo, catorce divisiones estrechaban el cerco. Sin embargo, la retaguardia continúa siendo el punto vulnerable.

Mi teniente Mogny, herido, se responsabilizó de su defensa al mando de un pelotón de amputados a quienes el general Balindjo tapona con saliva sus muñones sangrantes. Mañana, reforzado con las divisiones de Boudet y Durgua, el general Leclerc intentará el asalto final.

Al caer la noche, todos hemos visto al Barón Samedi recorriendo los alrededores de la fortaleza con su gran cubilete negro. Donde quiera que pisaba, su edecán, el barón La Cruz, siembra sus cruces de madera. No temíamos a los guedes, solo queremos saber quiénes habitarán sus tumbas recién abiertas.

Marie-Jeanne –me pidió el teniente Lamartinière– convoca a papá Legba, solo él puede revelarnos quiénes serán los convidados del Barón Samedi.

Los suboficiales y soldados nos asombramos al escuchar su orden. Sabemos que el general Dessalines ha prohibido que invoquemos a los vodús, aunque no ignora que las entradas y salidas de la fortaleza tenían grabadas con carbón los vevés de Ogún Ferraille y del general Balindjo. En la capilla donde él invocaba los favores del Buen Dios Bueno de los católicos, nosotros oramos frente a santa Bárbara, imagen de Changó.

Tiro las cáscaras de Orunla y pronto, reunidas en pares, Ogún Ngafúa me da la respuesta:

«Nadie conoce lo que yace en el fondo del océano».

Nos olíamos con el aire retenido en la mirada, cuando escuchamos al centinela preguntando el santo y seña.

¡Soy el general Dessalines!

El viento de sus palabras apaga las velas, alumbrándonos apenas con el brillo de los ojos. Se acercó hasta nosotros y con la punta de su bota pisotea las nueces sagradas. Después, besando el crucifijo que llevaba al cuello, nos quema con sus palabras:

¡Juro por el Buen Dios Bueno, que yo mismo haré saltar esta fortaleza si mañana ustedes no cumplen con el deber de defenderla hasta la muerte!

Desde ese momento no supimos si pertenecemos al mundo de los bazimu o si defendíamos nuestros puestos en la trinchera.

En la madrugada, antes de que los gallos anunciaran la salida de Changó-Sol, la primera columna del general Leclerc avanzaba al son de los clarines y tambores. El teniente Pétion, acatando sus órdenes, cañonea contra los muros del fortín que aún permanecían en pie. Pero Larose, nuestro artillero, responde a todos sus disparos movilizando de un frente a otro el único cañón útil.

Mi general Dessalines no se dejó amedrentar:

Ahorremos las últimas municiones.

Pide que cantemos «La Marsellesa» para devolvernos el ánimo perdido por el insulto que habían hecho a nuestros vodús. Apuntando a los invasores, unidos por el canto, sentíamos que somos nosotros y no los franceses los hijos de la libertad.

Dejad que avance la primera columna y disparen contra la segunda. ¡Nuestros enemigos no son los que ya están muertos sino los que puedan huir!

Nos mantenemos firmes, ahora cantando el «Chant du Départ» que nos ha enseñado un revolucionario francés en Saint-Marc. Pudimos ver que nuestro general con la guerrera abierta, tiene expuesto el crucifijo a las balas. No necesitábamos su auxilio, solo queremos ganarnos la admiración de nuestros ancestros. Con el sable empuñado, nos ordenó la consigna suicida:

¡Abandonad la fortaleza! ¡A la carga! ¡El Buen Dios Bueno está con nosotros!

Fanatizados, cantando, saltamos por encima de nuestras trincheras. Mi teniente Larose disparó tantas veces su cañón contra el enemigo que silenció la artillería de Pétion. Cuerpo a cuerpo, nuestros yataganes se teñían con sangre extranjera. El general Leclerc, herido, cae en brazos de sus ayudantes. Boudet, alcanzado por una bala, también huye.

Fue aquí, en Crête-à-Pierrot, donde las bayonetas me quitan la vida que por mandato de los vodús no podían arrebatarme las balas. Renacida, todavía empuño el fusil. A mi lado, el difunto Mackandal me pide que acuda en auxilio de mi general Dessalines rodeado por un escuadrón de franceses.

Luché junto a él, cubriéndole la espalda. Sus golpes de espada son tan certeros y rápidos que cuando llegó el Barón Samedi con sus guedes, es el único vivo en medio de cientos de decapitados.

Todas las tardes vienen los azulejos de Ennery a picotear guayabas frente a mi celda. También me visitan los recién difuntos sepultados, todavía con las heridas abiertas, desangrándose. Se sentaban en las raíces del tamarindo que he sembrado en el patio de la cárcel. «Nuestros ekobios son azotados y los campos que sembramos bajo tus órdenes, otra vez se han convertido en cementerios de zombis».

El viejo invierno no tardaba en alejar a mis visitantes con sus puñados de nieve. Cuando todo se silencia en la fortaleza, puedo oír la lluvia sobre las cabeceras del Artibonite y el rastro de mis soldados que no han rendido sus armas. El general Brunet me visita y conversamos hasta el amanecer:

«Mientras los grandes plantadores exigen que se restablezcan las odiosas discriminaciones a los mulatos, estos reclaman que se les devuelvan sus propiedades, ahora en poder de sus antiguos esclavos… he venido porque el general Leclerc quiere escuchar sus consejos para poner término a la lucha fratricida».

Desde antes de deponer las armas, compadecido de quien le había entregado tantos ekobios y franceses en la guerra, el Barón Samedi me tapona la boca y el ano con sus algodones para que los sepultureros del primer cónsul puedan cargar con mi cuerpo podrido. Donde quiera que mis ekobios advertían mi cadáver, me cantan yanvalúes y con los puños en alto me arrojan flores. Sordo que nadaba en las voces de la intriga, no oigo las palabras de mi Buen Ángel Mayor y persisto en la creencia de que pactando con el enemigo puedo conquistar la libertad de los míos y preservar la paz entre las sangres. Fuego fatuo de mi sombra.

Aquel siete de julio al abordar el barco de guerra fondeado en Gonaïves, no advertí que sus cañones apuntan contra mi pueblo. El general Savary me custodiaba con fingido respeto. Los marinos de la república de Francia no tardan en hacerme su prisionero, a su general de División. Ahora, sobre este muro de mi celda, escribo con letras invisibles para mis guardias, indelebles para mi pueblo:

«General Savary, destruyéndome, solamente habéis derribado en Santo Domingo el tronco del árbol de la libertad, pero sus raíces profundas y numerosas pronto renacerán».

No los veía, pero oye el resonar de los caracoles y flautas anunciando la hora de su muerte. Los xemes y difuntos indios asesinados por la loba blanca querían ver la cara pálida del general Leclerc con su pupila más verde que el ojo de la selva. Engalanados con plumas y narigueras de oro, danzan alrededor del moribundo con sus macanas y flechas. Le arrancarán los ojos para que en la oscuridad de la muerte persistan sus delirios:

Napoleón, mi querido cuñado, es inútil vencer a estos negros esgrimiendo contra ellos ideas contrarias a la libertad.

Caonabó lo hiere con la mirada hambrienta que lo llevaría al reino de los xemes cuando prisionero y encadenado por Cristóbal Colón, se resistió a comer para que su nao no lo conduzca esclavo ante los reyes de España. A su lado, su mujer Anacaona, traicionada, perseguida, todavía sostiene en su puño la lanza con que combatió a los invasores españoles. Mackandal rememora los tiempos en que los indios y negros cimarrones pactaron la lucha a muerte contra los blancos esclavistas.

Paulina, retira de mi cabeza esta falsa corona con que tu hermano pretendió hacerme emperador de Santo Domingo.

Los médicos que le rodeaban, los generales y soldados que lo ven morir son parte de su mortaja: también ellos padecen las fiebres del vómito negro; nadie de los suyos le sobrevivirá para que cave su sepultura. El cacique Caonabó sopla un poco de viento en su cara, y ya agonizante, se le cayeron las hojas secas de los párpados.

Estos son, muntu que me escucháis –dijo don Petro– los caminos que recorremos los difuntos cuando soñamos que estamos dormidos.

Soy mujer y sin la envidia de los vivos que desean suplantarlo, puedo juzgar a mi general Dessalines. No teme ni adoraba a nuestros vodús pero sí le aterrorizan los delirios de Napoleón decidido a reimplantar la esclavitud en Haití. Odia a blancos y mulatos: los unos le habían esclavizado, los otros quieren asesinarlo. Para combatirlos fundó la primera República de Labradores y Soldados. Christophe, Pétion, Clerveaux, Geffard, Capoix, Yayou, negros y mulatos, juraron defender la Constitución revolucionaria y aceptar la autoridad vitalicia de mi general.

Un día, arrogantes y presuntuosos, los mulatos le solicitan audiencia. Vestían trajes importados de Francia, hablan el galo de las cortes de Versalles. Mi general los recibió sin su ostentoso uniforme, aunque ya es gobernador vitalicio. Les escuchaba pero no les oye.

No exigimos nuevos fueros, tan solo reclamamos justicia. Que el Estado nos devuelva las tierras heredadas de nuestros padres europeos.

Siempre impetuoso, colérico, llamó a sus guardias. Entran los soldados, campesinos que habían ganado los botones dorados de sus casacas en distintos combates.

Si les devuelvo la tierra a ustedes –pregunta a los mulatos–, ¿cuál es la parte que correspondería a estos descendientes de africanos que la trabajaron por siglos y la han defendido hasta la muerte?

Había dado comienzo a la destrucción de las castas.

Después de un año de guerra, mi general debía no solo reconstruir los campos arrasados sino crear un Estado libre e independiente:

No pueden existir esclavos en este territorio. La servidumbre queda por siempre abolida.

Con esta declaratoria, la Constitución de Toussaint L’Ouverture persistía inmodificada.

Sin embargo, oigo voces entre difuntos y vivos, unas solapadas, otras abiertas, casi siempre extrañas, condenando su coronación como Jacobo I, emperador de Haití. Títulos pomposos que en nada variaban su condición de gobernador general y jefe supremo del Estado Libre de Haití.

Aun cuando fue enfático en la vida y lo repite aquí ante el gran tribunal de los ancestros, con tal proclamación de absoluta soberanía solo quiso expresar a Napoleón, autocoronado emperador, que al frente de nuestra república se encuentra otro par y no el delegado gobernador de los tiempos de la Colonia. Todo me hace presumir que el asesino de Toussaint L’Ouverture comprendió el reto que le hizo mi general Dessalines, cuando renunció por siempre a sus planes de reconquista.

Pero la vieja loba es cegata y sorda. Expulsados los británicos de Haití, vencidos los franceses, todavía enfurecida, se mordía la cola y ladra en Santo Domingo. Ahora es el general Ferroud quien da a las tropas españolas la consigna bárbara:

Masacrar a todo negro mayor de quince años; los menores de seis, negros o mulatos, sean encadenados en las haciendas de sus amos. Aquellos capaces de disparar un fusil, no mayores de catorce años, serán vendidos y exportados.

Dessalines recibió la orden de mi general Toussaint L’Ouverture desde el destierro y la muerte:

No estará asegurada nuestra libertad mientras haya un solo esclavo en Santo Domingo.

Entonces organiza el ejército de negros previsto en las Tablas de Ifá. Veinticinco mil combatientes tomaron las armas. La memoria del muntu no recuerda otra expedición de libertos decididos a sacrificarse por sus ekobios esclavizados.

A cada paso, con cada victoria, la tropa se agranda con los libres. Las ciudades españolas, atemorizadas por el ímpetu de nuestros soldados, se entregan sin resistirles. El nombre de Dessalines, el vengador, el invencible, espada roja de Changó, aterroriza a los amos. El último reducto de la esclavitud en la isla, la propia capital, Santo Domingo, está sitiada… pero la escuadra francesa que todavía merodea en el Caribe y la conspiración de los mulatos de Port-au-Prince, lo obligan a retirarse.

Con la palabra traición podría escribirse la historia de todas nuestras desgracias.

Que se detenga mi caballo y repose. Don Petro quiere contarles quiénes asesinaron a Jacobo I, emperador de Haití.

De regreso, sus más adictos soldados saben que la maldición de los loas le escolta. Durante su corto reinado ha perseguido a nuestros vodús y papaloas, pero son los mulatos quienes no olvidan sus palabras:

¡Tengan cuidado! Negros y mulatos hemos combatido contra los blancos y los bienes conquistados nos pertenecen por igual.

Los conspiradores azuzan el rencor:

Dessalines ha dicho que quiere un Haití bronceado donde mulatos y negros se fundan hasta igualar sus sangres.

En medio de sus guardias, sobre el lomo de su caballo, cabalga camino a la muerte. El Barón Samedi se encargó de tirar de las riendas. Dos días antes, uno de sus edecanes oye el relincho de su risa. La mañana del crimen, mientras desayunaba, su edecán Léger percibe el olor a carroña que inundaba los caminos.

Temeroso de que su general considere que son patrañas del vodú, calla y cuando se atrevió a prevenirle, los conspiradores ya lo rodean. Fue un soldado, Garat, quien disparó contra su emperador, hiriendo tan solo su caballo. Le sobraban ekobios fieles que ofrezcan sus vidas por salvarlo. Charlotin Macardiero, su ayudante, intenta protegerlo con su cuerpo cuando la nueva descarga los dejó en brazos del Barón Samedi. Todavía agonizante, confunde la carcajada del Barón con el grito de su asesino:

¡Viva la libertad, muera el tirano!

Ni aun desde esta ventana, el emperador se convence de que haya sido traicionado por un negro liberto.

Me mojó su sombra. Carroña, sudor que sudo por mis poros. ¡Maldito seas! Te reconozco aunque te bañes en azahares. Abrí los ojos y los espejos vigilantes rompieron mi cara. Comienzo a desandar mis pasos por el falso camino de los reflejos. Hinchados los labios, perdidos los ojos. Tiré del cordón y acuden mis siervos. En porcelanas de alabastro enjuagan mi cara, perfumaron mis manos. Sueño que estoy soñando. Se abrió la puerta y las doncellas me ofrecen bandejas con flores, melones y papayas.

¡No me engañas Barón Samedi! A qué viene tanto disimulo. Escuchó sin responderme, siempre le sobra tiempo para cobrarse sus cuentas. Después del desayuno, fortalecido, me asomo a la ventana. Changó-Sol- Resplandeciente había iluminado todas las piedras de mi palacio.

Lamenté que los franceses hubieran boicoteado la compra del mármol de Carrara que quise traer de Italia para construir mi palacio. Pero no me disgusta la roca arrancada de nuestra propia tierra, morena, rugosa.

Sombras y vahídos enturbian mis ojos. Su hedentina me paralizó la mano, encoge mis dedos, me mataba las uñas. Pretendo gritar y las palabras ahogadas llenan mi boca de humo. El zumbido hiende mi cabeza y caigo. La noticia camina, yo sé que se arrastra por debajo de las mil puertas de mi palacio.

¡El médico!

¡No quiero verlo! Que venga el papaloa. Estas son cosas del Barón Samedi.

Claro que lo sé. Con los dedos que aún puedo mover escondo la bala de oro en la faltriquera.

Tú me has dado el poder de elegir la hora de mi muerte. ¡Aléjate, aún no es tiempo de marchar!

Su risa, olor de mortecina. Los dahomets me llevan cargado a la sala de mis consejeros, acomodándome en el extremo opuesto porque ya él ha usurpado mi trono. Tampoco están mis nobles caballeros. El duque de Mermelada. El conde de Avance. El marqués de la Limonada. En su lugar veo otros rostros.

Les conocí en los campos de batalla. Barón La Cruz, barón Cementerio. Acusado, preparan mi juicio. Sin que lo advirtieran empuño la bala de oro. Ninguno de ustedes podrá dispararla. Desde afuera, más allá, mi Buen Ángel Mayor me advierte. «En La Ferrière han disparado el cañón anunciando tu muerte».

¡Fusílenlos! No. Que se les arroje desde la más alta muralla. Quiero oír sus gritos despeñándose en el desfiladero.

El Barón Samedi se frota las manos enguantadas. «Al menos ha tenido la cortesía de entrar correctamente vestido en tu palacio». No bien me ha dicho esto mi Buen Ángel Menor cuando suelta sus ventoseos. No es el Barón caballero de cumplidos. Se desabrocha en mi trono y pone sus zapatos sobre la mesa, traqueteándose los huesos de las manos.

¡Hablemos del negocio!

Sus guedes me levantan. ¡Me he orinado!

Usted me prometió…

Es mejor que mueras como un rey… No mendigues plazos. Todos se han vencido.

De repente advierto que la vida es apenas un plazo, largo, corto, un plazo.

Hay algo que no alcanzo a comprender, Barón Samedi. Eres injusto…

¡Te he dado de comer tantos muertos!

Ahorra tus discursos. ¿No te das cuenta de que eres difunto? Me he tragado uno a uno los veinte mil hombres que sepultaste construyendo tu ciudadela. Los que murieron aplastados por las rocas, aquellos que de rodillas, flagelados, pedían un poco de agua. Cada piedra de tu fortaleza es un montón de huesos triturados.

¡Míralos, ya se levantan!

La colosal La Ferrière comienza a desintegrarse. Las piedras recobran su forma, calaveras, hombros. Los pies y las manos retiran las rocas que quebraron sus huesos. Desclavan las vigas y reunían los polvos de aserrín, las puertas, los marcos, las vigas. Algarabía que no escucho, bazimu que pisaban y no dejan huellas.

Vienen camino del tiempo, aparentemente se alejaban recogiendo los gritos que lanzaron cuando el rebenque ablandó sus carnes. Cientos, dos mil, diez mil, veinte mil. ¿Quién lleva la cuenta de los ekobios reclutados en las plantaciones? Los que dejaron de pagar el impuesto a mis dahomets, aquellos que mal siembran la tierra, los que se beberán la caña antes de molerla.

Destruyen tu fortaleza, tu palacio, tu obra porque saben que los muertos se atormentan con sus errores.

Con mis dedos descarnados busco la bala de oro. Está caliente, vive, todavía puedo disparármela. El Barón volvió a ventosearse o es que eructo mi propia muerte. «Vamos, no te resistas». También mi Buen Ángel Mayor se impacienta. Nada o poco me resta en esta vida. Me niego a acompañarlo.

Apenas se trata de una conspiración palaciega. Mi pueblo se amotinará. La falsa noticia de mi muerte les hiere. Corrían por las calles del Cabo preguntándose si su rey puede morir. Saquean las tiendas, las bodegas donde mis enemigos escondieron el café, el algodón y el arroz.

Me levanto, aún puedo arrastrar mi pierna, mover mi brazo. Barón Samedi, me arrancaste un costado, pero soy amo de mi otro medio cuerpo.

¡Vestidme con mi traje de soberano!

La camisa blanca con bordados y encajes. Las piernas encogidas, blandas, se resistían a entrar en los pantalones. Cuatro edecanes deben ajustarme las polainas mientras las duquesas ponían sobre mis hombros la capa roja. Finalmente, la propia reina me ciñe la corona sobre la frente.

¡Llévenme al espejo!

Alguien me levanta el brazo y lo apoyo sobre su hombro. Una mano, ancha, fuerte, me sostiene las nalgas.

No olviden la espada.

Vacilaron, se confunden, dudan que mi brazo derecho pueda empu- ñarla. Camino, ando, me arrastraban, buzima más pesado que la piedra. Al asomarme al espejo, en el fondo de la luz aparece el rostro negro, los colmillos y el sombrero del Barón Samedi. Aprieto los párpados.

¡Tráiganme otro que no esté empañado! Pero en todos se asoma su cara burlona.

¡Tápenlos!

Les arrojan cortinas, sábanas, tapices pero no alcanzan a cubrirlos. La nariz con algodón, la uña del Barón Samedi se refleja en el vidrio de las ventanas, en el brillo de los botones, en los ojos de agua.

Quiero mis caballos. Avanzaré contra los traidores, los esclavos a quienes hice condes, marqueses y duques.

Intento sujetar las riendas pero los guedes me han chupado la sangre. El caballo se detiene. Insistía en acosarlo con mis piernas, herirlo con las espuelas. Solo soy una sombra sobre su lomo. Estiró el cuello y lo que nunca ha hecho, levanta la cola y riega de estiércol el camino.

Mal presagio, mi Buen Ángel Mayor. Tómalo de la rienda y llévame al Cabo.

El Barón Samedi golpeó la mesa con sus nudillos. Se impacienta.

Mientras esté aquí conmigo no dejará de reclamarme:

Salgamos antes de que tu palacio y La Ferrière se conviertan en ruinas.

Los muertos continuaban el pillaje. Se llevan las camas, los edredones de terciopelo, las puertas talladas, los retretes de mármol. ¿Para que servirán a los muertos las vanas pompas de los vivos? Ya caen las telarañas sobre los huecos de las ventanas. «Los monomotapas gustan de las piedras dormidas. Escondidos bajo su peso, esperan el retorno de las horas». Veo las cabras de la madre Sosa Illamba.

Buscaban el camino de su canto que les apaga la sed. Es mi propia madre, siempre distante, mirándome desde la ventana de su cocina. «Si me espera es porque todavía estoy vivo». Avanzo por las calles del Cabo. Me rodea mi pueblo, siempre dispuesto a la lucha, dueño de la ciudad. Tocaban las campanas desde las torres y disparan los cañones.

Yo Henri Primero de Haití, vuestro rey Christophe, os ordeno que no dejéis vivo un solo traidor. Cortad sus cabezas, castradlos. Nunca fueron patriotas. ¡Destruid la ciudad, incendiadla de nuevo!

Se olvidaban de los traidores. Silenciosos, hostigados por el sol, comejenes, tienen solo el afán de construir sus pequeñas viviendas. Cargados de tablas se hundían en sus hoyos bajo tierra. Nunca poseyeron palacios ni grandes mansiones y ahora creyéndose difuntos regresan resignados a sus tugurios.

¡Te equivocas, Henri Primero! Esos ya no necesitan de tus palacios y mansiones. Son tus antiguos soldados, tus hermanos a quienes esclavizaste, ahora libres con tu suicidio.

¿Mi suicidio?

Escoge pronto el sitio de tu sepultura. Me esperan en otro lugar.

Barón Samedi, mi gran general, dame un solo instante para destruir a mis enemigos. Te prometo que tendrás un gran festín.

Los bazimu no podemos alimentarnos con las acciones de los muertos. Saca tu pistola y dispárate esa bala de oro que yo mismo he fundido para ti.

¿He de ser yo quien me asesine?

Sí, tú. Así está grabado en las Tablas de Ifá.

Mala muerte me espera.

No hay muerte mala cuando uno mismo escoge el lugar y el momento.

Dame esa oportunidad…

Palmoteo llamando a mis súbditos. La luz, el eco, relampaguearon bajo los espejos cubiertos. Acuden mis fieles servidores. Han perdido su gracia, el andar, aunque calzaban sus medias de seda, las zapatillas de charol.

Quiero subir a la Ciudadela.

Majestad no reconocéis el lugar donde acabáis de suicidaros… Ahora me doy cuenta de que quien me custodia no es el Buen Ángel

Mayor compañero de la vida, sino el Menor, encargado de indicarnos los primeros pasos en la muerte. Camino despaciosamente a sabiendas de que es mi último recorrido por entre estos muros. Había caído el polvo sobre mis huellas y las altas almenas donde esperé en vano que se asomara el enemigo para disparar los cañones arrebatados a Leclerc.

Hice bajar los puentes y penetro a la plaza de artillería. Ordené que accionaran los cañones y las cureñas se quejan sobre los goznes enmohecidos. Miré a la distancia con los catalejos y observo que la flota pretende engañarme con falsas maniobras de retirada.

Ya volverán. Estad vigilantes. La batalla se dará en el lugar que yo escoja.

Subí a la más alta torre. Desde aquí domino la vista de toda la fortaleza. A mis pies Sans-Souci y la gran llanura del Cabo. Buen sitio para esperar la visita constante de los vientos y de los siglos.

El Barón Samedi me empuja. Comprendo su impaciencia. Ha sido extremadamente generoso conmigo. Doy un último vistazo al hospital, visité la sala de las calderas.

El trapiche para moler la caña, los aljibes llenos de agua, las bodegas repletas de alimentos para resistir cien años de asedio. Puedo comprobar que realmente es una fortaleza inexpugnable como no la concibió Mashona al edificar la Gran Zimbabwe. Doy orden al capitán de artillería de que acerque uno de los cañones arrebatados a las tropas del emperador Napoleón.

Quiero que fundas mi cadáver con su bronce. Que los enemigos de Haití sepan que siempre estaré dispuesto a disparar contra todo intento de subyugar nuevamente a mi pueblo.

Cuarta parte

Las sangres encontradas