III. El Aleijadinho: donde quiera que tus manos sin dedos dejen la huella de tu espíritu

No siempre tuvo cara feroz que atemoriza a los espejos

Mi borrico se resistía en mitad de la calle del Rosario, las orejas levantadas, oyendo en la oscuridad ruidos que no escucho. ¿Será el viento, la brisa con los olores del bogarí que solo florece bajo el baño de la lluvia?

Me perseguía el run-run de las moscas ansiosas de pegarse a la carroña de mi rostro. Vengan de donde vinieren esas nubes se arremolinaron y nos alzan por encima de los techos de las casas. Subimos, el viento nos lleva, nos empujaba hasta tocar las estrellas del gigante Orión.

Voy así, afianzado en el anca de mi borrico. Miré hacia abajo en busca de la iglesia de nuestra Señora del Rosario de los Prietos, en Vila Rica, el perdido pico de Itacolomi, la sangre de mis muñones coagulada en los rostros de los profetas que he esculpido. Desde allá abajo me muestran el rumbo… Oseas con su pluma alzada… Jonás todavía oloroso a vientre de ballena… El león de Daniel rugiendo a mis pies.

Mentiras, los pierdo desde estas alturas porque alrededor mío solo hervía la luz que me ciega, jáquima de mi borriquito. Asustado, cubriéndome la cara con el cuello de la chaqueta, descubro que no es la claridad la que guía a mi borrico sino un fantasma, hasta estoy casi creyendo que soy yo mismo. ¡Vaya a saber si es varón o mujer!

No es ninguno de mis profetas porque lo habría reconocido, cualquiera que sea su disfraz. Mi borrico levantaba sorprendido las orejas sin saber si sus cascos tropiezan con estrellas o piedras húmedas. Le acoso para que camine más de prisa. De repente la sombraluz se detuvo para pegar sus labios a los míos.

Era la Virgen purísima con el rostro africano de su hijo, el mismo que puse a Jesús cuando lo esculpí predicando a su pueblo en el púlpito de la iglesia de San Francisco. No es un sueño porque también mi burro alza las orejas para oírlo… Hasta creo que lo ha reconocido como si en alguna parte hubiera sido su amo.

¿Quién eres, espíritu andante que has besado mis labios leprosos sin una mueca de asco?

Escuché el zumbido de los arcángeles cuando se quedan mudos.

¡Eía Aleijadinho, hermano del dolor, hermano soy tuyo! Igual que tú, vestí la capa del leproso. Déjame ser el fuego de tu cincel. Aunque nunca me reconocerás soy tu propia imagen, tu ancestro protector desde que fuiste sembrado en el vientre de la madre dos mil años atrás.

¡Abuelo! ¡Abuelo! No te alejes sin darme tu nombre. Relámpago sin trueno, me respondió:

Soy Kanuri mai, nunca apartado de ti. Me esculpirás en los rostros de tus profetas, en las carnes desgarradas del buen Señor de Matozinhos, allí donde quiera que tu mano sin dedos dejó la huella de tu espíritu.

Se desplomó sobre el andamio y me entero por el estropicio del martillo rebotando entre las tablas desde lo alto de la cúpula. La santísima Virgen quiso que Agostinho alcanzara a sujetarlo.

No es nada, Januario –me dice.

Le ayudamos a bajar aunque protesta, queriendo mantenerse en sus propios pies. Ya en el piso se bamboleaba sobre un costado, inseguro de sus pasos. Penetra en la sacristía y antes de cerrar la puerta nos ordenó que no digamos nada al padre superior.

Permanecimos en silenciosa custodia mirándonos los rostros. Al sonar las doce campanadas de la media noche, temeroso de las almas en pena, por tres veces toqué a la puerta.

A la cuarta responde furioso, trabado el grito entre los dientes. Fue muy por la madrugada cuando Agostinho, desobedeciéndole, llega con el tío Antonio. Golpeó la puerta con los nudillos y como no le respondiera, la empuja con el hombro. Entonces, resucitado con otra cara, hasta el propio tío parece extrañarlo. Agostinho aprovecha aquel momento para servirle vianda y vino.

Muy corrido el tiempo, traté de rondarlo con el pretexto de limpiar el humo de la lámpara, pero el mestre me aleja con la mirada. No estaba yo para abandonarlo y araña, me paso el resto de la noche tejiendo hilos con lo que se contaban:

Mala cosa, sobrino, creo que esto sea maleficio.

En la calle de abajo, allí donde nace Vila Rica, los garimpeiros se reunían al salir de los socavones de las minas. Aunque los mantienen semidesnudos, los capataces no dejaban de vigilarlos, temerosos de que escondieran pepitas de oro prieto en las rendijas de los pies o en los pliegues del ano. Viniera de la montaña o por los lados de Congonhas, invaden la fonda de la liberta Ocaria Mandioca, donde se olvidarán de las horas pasadas bajo tierra.

A la ventera le sobraban uñas para agarrar lo que se mueve a su lado. Escuchaba al capataz quejándose de la pobreza del cascajo; cura las quemaduras en los brazos dejadas por la fragua y repartía totumas de yacuba a los esclavos, exigiendo a sus dueños que le paguen de uno en uno para evitar olvidos y discusiones. Le bastaba con ser la manceba del coronel de la guardia para que contra ella no haya atropellos ni excomuniones.

Pasado el tropel de los garimpeiros, comienzan a llegar los principales de la villa, cobradores de impuestos, libertos que se hicieron ricos con un puñado de diamantes o con el oficio de la talla que les enseñara algún monje franciscano. Con la capa sobre el rostro se asoman coroneles, escribanos, oidores y hasta frailes. Los mestizos con derecho a usar espada la escondían para que el capitán de la ronda no les interrogue si están autorizados a sacarlas de noche.

Unos y otros concurrían a la venta de la Ocaria Mandioca en busca de lo que todos quieren ocultar: sus esclavas. Las compraba púberes en los puertos, en las entradas de los ríos y a golpes les ablanda las caderas para que las muevan a gusto bajo el peso de las hombres.

las que hablaban la lengua de su nación, nagó, o kibungo, las hace repetir en portugués las groserías que enseñaba a sus maracanás. Para darles aire de haber pasado mucho tiempo en cautividad, les arrancaba los dientes y se los pone de oro.

Olvidados de sus hogares, los señores alargaban la noche con aquellas ekobias que saben pedir oro a cambio de sus caricias. No hay modo de que le roben una pizca a Ocaria Mandioca, pues acabado el negocio, a la hora que fuera, las conducía a su alcoba y las obliga a desnudarse, hurgándoles la vagina y el hoyo de sus muelas.

Los sábados por la noche, los tambores resonaban con temprana insistencia, rodeados de plañideras y panderetas. La liberta animaba a los músicos con tragos de fuego para que los cantores mezclen fados de Salvador con los últimos versos contra el fanfarrón escritos por Claudio Manuel.

Contaré todo esto solo para decir a los que me escuchan que mi amo, el Aleijadinho, no siempre tuvo cara feroz que atemorizara a los espejos. Ágil para el batuque nunca fue esquivo a las negras de Ocaria Mandioca. No quiere llevar espada, aunque le esté autorizada, pues confía mejor en las tijeras de mis piernas.

Sin atribuirme virtudes ajenas puedo afirmar que no existió entre los bandeirantes quien me aventaje en descoyuntar un brazo o quebrar una nuca como lo hace este Januario cuando baila la capoeira. Si las miradas de asombro son para el mestre, las rencorosas se dirigían a mí. No son pocos los que ocultan la cicatriz de un hueso roto por mis golpes.

Desde que entramos la Ocaria Mandioca se vino abriéndose paso entre marqueses y esbirros del rey. Cuando veía a mi amo, le cae la zandunguera que pone celoso al coronel. Tomó en sus brazos a mi protegido para llevarlo casi cargado. Su hombruna belleza no desmerita sus nalgas. Nos lleva al palco más reservado desde donde, por lo alto, podíamos mirar bien sus caderas.

Esa noche mi amo no estaba para medirse con ella. Está aquí porque le conté que la Ocaria arrastraba una cabocla recién llegada por la plaza de mercado. ¡Mandinga sea! ¡Aunque la cubrían las enaguas, sus caderas me dieron dentera!

¿Qué perro rabioso te persigue?

Bebí entonces todo el aire que me cupo en el pecho y le digo derramando saliva gruesa:

La Ocaria trajo una cabocla que si usted no la aprovecha esta noche, mañana se la disputarán todos los oficiales de la milicia. Me dijo que se lo contara, me lo dijo sin decírmelo, porque hablan más los ojos que la boca cuando se trata de ofrecer lo que se tiene.

Y aquí estamos. Me contentaré con olisquear las manos del mestre después de que él se haya relamido los dedos, tras de almorzarse a la cabocla. Sabiendo lo que sabía, la ventera demoró la presentación de la esclava provocando con la espera que se abriera generosamente la bolsa de mi amo.

Sabe ella que su oro devengado de los franciscanos le sería más abundante que la mezquina paga de los militares y los recaudadores del reino. Se alejó con el pretexto de que debe acicalarse para el baile. ¡Claro que el mestre no le creía porque más alhajas ni mejor pollera de las que luce no guardan los siete baúles de sus tesoros!

Seguramente se fue a adornar a la cabocla, eso sí, con las candongas de diamantes que llevaba puestas; cederle el collar de oro prieto comprado al mejor joyero de Congonhas y colgarle el medallón de la Virgen que debía estar perpetuamente escandalizado entre sus senos que no solo manosea el coronel. La imaginé rociándole el cuerpo desnudo con resinas brujas, dorándole la cara con oro en polvo y enseñándole cómo vaciar la bolsa repleta que ya había visto bajo la capa del mestre.

Por fin resonaron los tambores. Los faroles empalidecen porque Ocaria Mandioca saltaba con sus tacones altos. Diez diamantes arden en las puntas de sus dedos. Se oye un grito quejumbroso. Todos sabemos que la parió la gruna. Sonaron las panderetas, apenas un coro a su quejido de macho.

Se retuerce, levantaba las puntas de sus senos y de contragolpe, bamboleando hacia atrás, nos muestra sus nalgas. Fue ese el instante en que el mestre, siguiendo el ritmo de la zarabanda, comenzó a golpear la mesa con el anillo de Changó. Los señores dejaron de taparse las caras; aúllan con tal rabia que ellos mismos se sorprenden de que pudieran ladrar todos juntos detrás de una misma perra.

Entonces, desde el rincón donde me encuentro, con sorpresa y resentimiento, advertí que el mestre dibuja vacas y piñas en hojas de papel. Después las rompe y retomaba el lápiz al son del taconeo de Ocaria Mandioca. De un brinco se puso de pie y sin decirme sígueme, corre por medio de los señores que pellizcaban las nalgas sudorosas. Hacia los lados del patio, por una rendija de su cuarto, divisé a la cabocla con las piernas abiertas.

Tirada sobre la cama, se cubre tan solo con su larga cabellera. Me enfermó ver la araña negra que le camina entre los muslos. Pero mi mestre no se detuvo. Será esta una de esas noches en que las golondrinas de la iglesia no dormirán, desveladas por los golpes insistentes del martillo y del cincel sobre la piedra.

¡Kanuri mai, rememoro solo para ti!

Las sombras que me envolvían día y noche, olores de mis úlceras, después de nuestro encuentro se desvanecen al descubrir por todas partes la presencia de mi madre esclava. Había muerto de nostalgia poco tiempo después de que mi padre me arrebatara de su lado. Su recuerdo fue escurriéndose con la lejanía como si nunca mamara de su seno.

En aquellos primeros días de pájaro cautivo bajo la mirada vigilante de mi madrastra doña Antonia María de San Pedro, mi padre, un blanco cristiano, jamás la mencionó. Muchas veces pienso que la rememoraba cuando me ve llorar, tratando de adivinar el rencor no nacido en mi corazón.

Mis afectos hacia él brotaron de los ríos de la sangre que nos atarán desde no sé cuándo. Nunca escuché los lamentos de mi madre por su condición de esclava, pero mi difunto tío Antonio me cuenta que la matará el dolor al separarme de ella. Mi padre la había comprado solo para sembrarle la fiebre de su lujuria en los encuentros que tienen en una callejuela de Antonio Díaz.

Jamás le habla y después de observar silencioso los rincones, detrás de las puertas y aun debajo de la cama, se alejaba rencoroso como si estuviera convencido de que otro, antes que él, hubiese estado calentando los mismos lugares de mi madre donde había puesto sus manos. Así nací engendrado por el revuelto amasijo de sus apetitos y la obligada entrega de mi madre esclava.

¿Cuáles son los designios que me tendrán reservados en las Tablas de Ifá?

¡Oh, Kanuri mai, tú solo le sabes!

Al comienzo lo veía con el tiempo de las ausencias con que lo recuerda mi madre. Después empecé a descubrir a un hombre en esa piedra fría que observaba y calla a nuestro lado. Por aquella época su voz sonora se escuchará muchas veces solicitada en el coro de la Orden Tercera del Carmen.

Cuando comencé a andar me lleva a la iglesia. Desde el suelo, pequeñito, lo miro volar por las cúpulas y andamios. Soñé entonces, sueños no cumplidos, que mis brazos y piernas también se convertirían en alas. Me colmaba con las caricias negadas a mi madre, guiándome las manos cuando juego con sus pesadas herramientas.

La muerte ha ido devorando las huellas de su cara severa, el coágulo azul de sus pupilas, su risa ahogada. Solo sus manos persisten en mis recuerdos cada vez que tallo bejucos y rosas en derredor a la Virgen.

Con uno solo de sus dedos me subía sobre sus hombros para que yo alcance el martillo o la gubia olvidados en alguna cornisa. Me aseguraba que algún día yo tallaría altares más hermosos que los suyos. En la mesa, parte el pan con sus manos duras y después de amasarlo y probarlo, me ponía en la boca algún pedazo sin dejar de mirarme.

Mi madrastra, siempre silenciosa, sin la brasa de los celos pero tampoco complaciente, contribuyó a que yo tenga más padre que madre. La angustia de su matriz que no engendraba varones resaltará mi presencia en el hogar. Por más de diez años son inútiles los remedios de médicos y comadronas para darle el hijo que desea.

Crecí, varón único, entre mis medias hermanas Joaquina Francisca, Magdalena y Teresa de Jesús. Andaba yo por los veinticinco años cuando por artes no conocidas nacerá mi hermano Félix Antonio. Desde el mismo día de parido, mi padre lo consagra a la vida religiosa y fue entonces cuando supe por qué había sido un hombre taciturno: mi casta negra le impide hacer de mí un presbítero.

Cuando las faldas levantadas de las mujeres me abren los ojos, una noche entró al cuarto donde yo duermo. Se sentó en el borde de la cama y con voz ronca, nunca se la escucharé tan dolida, me habla de la muerte de mi madre no sé en qué lugar donde huyó después de declararla libre. Al ver su mirada dura, cerrados los caños de las lágrimas, también contengo los míos. Sentí, como ahora siento, que no tenía pies dónde afianzarme.

En mis cortos años, catorce, sospecho que debía andar sin apoyo porque un huérfano criado por madre extraña es dos veces huérfano. Por estos días pido la resurrección de los muertos, ansioso de que mi madre saliera de su tumba a ofrecerme las caricias que no pudo darme.

Mi tío Antonio me asegura que los difuntos regresarán a la tierra para solicitar a los vivos lo que les pertenece. Cuando las campanas de la iglesia de Nuestra Señora de la Concepción anuncien el reposo de las almas, los muros se derruían para mostrarme las cruces que marcan el recorrido andado por mi madre desde donde la velaron hasta el cementerio.

Encendía la lámpara y de rodillas, invoco al crucificado pidiéndole mediación para que mi madre abandonada, ánima sola, se acercara a darme compañía. Escuchaba, oigo las brujas sobre los techos llamando con sus silbidos a los moribundos.

Una noche, al regresar de una fiesta, mi padre me encuentra en el suelo alucinado por los delirios. El médico me preguntó sobre las visiones y asegura que son las fiebres. Callo toda respuesta por no decir que había visto a mi madre llamándome desde lo alto del altar. Las ventosas, sobos en la frente y tisanas no logran aliviarme las convulsiones.

Mi padre ordenó al más viejo de sus esclavos que me acompañara con las luces encendidas para que durante el resto de la noche, al pie de mi cama, rece sin descanso la «Oración del Justo Juez». Pero el anciano preferirá contarme interminables relatos que lo dejaban extenuado. Su captura en África y luego, su tránsito de amo en amo, cambiando siempre de oficios, hasta convertirse en un garimpeiro sepultado en las minas de Itacambira.

Sus historias me hacen seguir las huellas de mi madre arrojada con una carta de horro hacia donde nunca más su nombre o presencia perturbara la apacible vida matrimonial de quien le había engendrado un hijo. Algunas veces, mientras voy a la escuela, me encuentro con viejos esclavos que me siguen con la vista, sin que yo sepa que ellos, tal vez, conocían mucho más de mi sangre que yo de mi orfandad.

Kanuri mai, ancestro, escúchame en esta noche de mi primer encuentro con el África de mi madre. La olvidada, la postergada, la alejada, regresa a mi vida con sus angustias de difunta. Será ella la que me devuelva los potentes brazos y los puños talladores.

El espíritu y la piedra

¡Januario!

Me encuentro en lo alto del andamio, preocupado por la mezcla del estuco que me había solicitado desde el día anterior.

¡Januario!

Me descuelgo por entre las columnas. Nunca antes le escuché tanto desespero.

¡Januario!

Me asustaron los presentimientos desde el primer llamado. Lo hallaré de pie en el cuarto de la sacristía. Sus manos temblorosas hacen que el espejo lance relámpagos contra los rincones.

¡Acércate! ¡Acércate! –me llama como si estuviera allá donde los gritos han perdido el eco.

¡Mírame la cara!

Alargó sus ojos mirándose en los míos. Sobre sus hombros solo alcanzo a ver su cabeza redonda, recubierta de barbas y cabellos retorcidos.

¡Mestre no le veo nada extraño!

Me alcanza con su puño y me empujó contra el muro para que pudiera mirarlo de contraluz.

¡Las cejas!

Allí las tiene pegadas en su sitio.

Se acercó tan cerca al espejo que su respiración lo llenará de sombras.

Sus dedos trazaban cruces en el aire.

¡Fíjate en la nariz!

Desmesuré los ojos, pero solo veo su nariz afilada, sacudida por los respiros.

¡Se le mueve, mestre!

Los labios, fíjate bien…

Le tiemblan.

Gira su cuello para mostrarme el lado opuesto.

Toca mis orejas.

Están un poco sucias de yeso.

No quiso creerme y se las manosea con suavidad. Se revolvía con extraños saltos como si una o dos personas le zarandearan. Tendré que ayudarlo a ponerse la casaca, las orejas bajo el sombrero, asustado por vez primera de la luz.

Mi tío Antonio cojea de la pierna derecha aun después de muerto. Uno de sus muchos amos le tasajeó el talón para reprimirle sus reiteradas fugas a los quilombos. Se afirma en él como si le hubieran nacido múltiples raíces.

Mire, sobrino, la fortaleza de los puños no nos dan la medida del hombre, que no hay mano que trepe árbol si no tiene el rabo del espíritu que la sostenga y dirija. Este cuerpo mío se ha muerto muchas veces y otras ha resucitado solo porque el amo nunca dio el golpe donde llevo la ponzoña: el deseo de vivir y de ser libre…

Cuando me desprendo de las entrañas de tu abuela, la gente por estos lados de Minas Gerais padecía una hambruna que desde entonces, acá nunca más se ha terminado. Castigo que reciben los hombres por atragantarse de oro. Porque debes de saber, sobrino, que el estómago siente más hambre por los minerales de la tierra que por los frutos que en ella se cosechan.

Después aprendí, por propia experiencia de difunto, que el hombre puede vivir bajo tierra, alimentándose solo de barro, si ese barro le siembra esperanzas. Con esa ilusión los bandeirantes todo lo venden para comprar cuadrillas de esclavos y penetran con su tropa a desmontar selvas, cavar hoyos y descubrir las pepitas de oro prieto vistas por Duarte Nunes y Antonio Rodrigues al pie del Itacolomi.

Me cuenta el tío que los compradores de negros preferían los jóvenes, los adultos fuertes con lacras o sin ellas, pues poco les importa que nos falte un ojo o que la mancha del pian les hiciera pensar que algún día se nos caerían los dientes.

Les basta que tengamos completas las manos y las uñas para arrancar el barro de las minas. Si hubo reparos fue solo al comienzo, cuando los bandeirantes podían escoger entre los muchos esclavos en las senzalas, pero desde que escaseamos tragados por las fiebres y la selva, comprarán por altos precios los que otros habían desechado. Hubo quienes llegaron a ofrecer cuarenta vacas por un ekobio. Cargan hasta con las mujeres de tres o cuatro partos pero con fuerza aún en los brazos.

Entre las primeras en subastar caerán las muleconas de caderas firmes. Los amos pensaban en las noches con escalofríos, pues no hay grano de oro que no esté contaminado de fiebres. Entonces en las largas convalecencias, una negra cariñosa con el consuelo de sus piernas ofrece más alivio que los tragos de quina y los emplastos de simaruba.

Por estas razones compraron a tu abuela.

Mi tío fue el primero de sus vástagos, sembrado por un curiboca de Bahía. El segundo parto, hijo de otro amo, vivió pocos años porque siendo un muleque lo meterán a la mina y una noche en que se vino abajo la gruna, queda convertido en piedra-hueso de las que en la oscuridad se iluminaban y espantan al garimpeiro.

Mi abuela estuvo llamándolo por cinco noches a la entrada del socavón hasta que el amo, condolido, la vendió a otra cuadrilla que parte para Ouro Preto, donde nacería mi madre. Por aquel tiempo mi tío vive de garimpeiro, alejado de mi abuela, de la que nunca supo dónde la enterraron. El curiboca que lo engendró, desengañado del cateo, le asegura que al morir le firmará la carta de horro.

Jamás la esperé, sobrino. Hay muchos quilombos y sin la merced de mi padre, dispuse hacerme libre. Tengo dieciocho años y el quilombo es un llamado que atrae al joven esclavo con más fuerza que el vagido de una vaca a su ternero.

Por esos días el hambre era un fantasma vivo que dispersa las bandeiras. Al salir de los socavones, el cuerpo y las caras terrosas se toparán con otros más afligidos. Nada se decían porque en los ojos vacíos se adivina el hambre. Pasaban semanas enteras sin probar mandioca. Los amos prefieren darles la libertad, miedosos de que por querer devorar los caballos que montaban, les cortaran las cabezas.

Durante aquella terrible mortandad que sembró de calaveras los caminos reales y las trochas, comienza a predicar por Minas Gerais el espanto de Gunga Zumbi. Al principio oíamos sus gritos por las veredas del río de las Muertes. Los barranqueños de Ponta de Morro se lo encuentran capitaneando su tropa con espadas forjadas en oro vivo. En la noche cuando recorrían los campos, desde lejos puede vérseles por sus resplandores buscando a los amos difuntos para volverlos a degollar y echarlos a la corriente del río.

Para unos Gunga Zumbi es el mismo Exú, oricha de los truenos en quien los frailes veían encarnado al demonio. Los caboclos afirman que es el mismo Sací, errante y solitario, a quien su amo cortó una pierna para que no huyera. Se aparece de noche en las senzalas, en los mercados de Vila Rica de Albuquerque, y aun en los atrios de las iglesias donde predicará a los esclavos:

Hermanos negros, cafusos, cabras, curibocas y de Guinea

les decía– aprovechemos estos momentos cuando agotados el oro y los diamantes de las minas, no hay quién siembre maíz ni mandioca y los arruinados amos más piensan en salvar sus vidas que sus faciendas. Aduéñense de la parnaiba o del fusil del señor y vénganse a los quilombos, tierra libre.

Oyéndolo, esclavos y esclavas salen con sus dueños a las plazas de mercado. Aprovechando el primer descuido se escabullían por los callejones en donde otros ekobios les esconderán en pozos y acequias. A veces deberán estarse allí varios días, padeciendo hambre y sed hasta que ayudados por otros, logran llegar a la selva.

Sobrino, un quilombo no es solo el puñado de casas. Su fuerza está en el pacto entre vivos y muertos para subsistir unidos. Los difuntos nos ayudan a escoger al sargento Siembra, al cabo Diligencia, al general Defensa, al mariscal Armas.

Todos bajo la suprema autoridad del Gunga Zumbi, gran señor por sus mayores conocimientos y voluntad, pero sobre todo, por su hábil trato con los muertos. Nadie es sabio, ni guerrero, ni buen padre, si no tiene la confianza de los orichas y ancestros que amarran los pasos, avivaban el pensamiento, dirigían los deseos, curan las enfermedades y nos acompañarán en el tránsito que nos lleva a convivir con los bazimu.

Después de estos trenos del tío Antonio, me sentía preñado de extrañas fuerzas y hasta cojeo del mismo talón desjarretado. Las palabras me salían con su acento y aunque corro a persignarme ante el Señor, otros sentimientos me hostigarán cuando beso la cruz.

El médico me arrebató el sombrero de la cara y asustado siento que me ofusca la luz.

El padre superior está muy preocupado de sus dolencias.

Le conozco por ser el más antiguo de los médicos de la congregación. Fue él quien cura la fiebre puerperal a doña Antonia María después del parto de mi hermana Joaquina Francisca.

Los dolores nocturnos, la piel escamosa de la cara, las manos que se me endurecen…

Me hizo saltar atado de los pies, camino con los ojos vendados y finalmente mirará las ronchas de mi cuerpo. Palpa mis testes, preguntándome por qué no tenía hijos. Me regresa a los años olvidados de mi infancia al lado de mi madre.

Me preguntará por los días tempranos cuando convivíamos con el tío, refugiados en una casucha de Antonio Días. Entre recuerdos, más revividos por las preguntas que por guardarlos despiertos, saco a relucir unas bubas que mancharon mi piel.

El médico me obligó a pintarme la cara con violeta de genciana, ennegreciéndome más de lo que en realidad soy. Para que no me vieran con aquellas manchas de carnaval en época de cuaresma, me encerraba en la iglesia y solo vuelvo por las noches a mi casa, vampiro alejado de mis amigas y de las fiestas.

Me consuela el provecho que saco de las encerronas, adelantando la talla de los altares, para embellecimiento y gloria del Señor. Los días son más largos por estar mirándome al espejo, testigo de la enfermedad que me come las pestañas y vacía el saco de las lágrimas.

El Fanfarrón es una bestia que respiraba y se alimenta con nuestras vidas.

La primera vez se apareció allí a la entrada de la iglesia. Toca a la puerta. Creo que eres tú, Agostinho, y arrastrándome me acerco por entre las columnas. Un bulto de cenizas y claridades me esperaba. Al comienzo no lo reconoceré. Los difuntos no tienen rostro pero uno podrá mirarles los ojos, oír sus palabras y sentir el calor inextinguible de su sangre.

¿Qué quieres? –pregunté.

¡Sobrino!

¡Tío! ¡Tío! –Y desapareció desvanecido por mis gritos.

La segunda vez desperté por un terremoto que hace temblar la cúpula mayor y los altares. Entre luces y sueños, creo que las paredes se desploman. Quise llamarlos, avisarles que la tierra se hundía en sus propios abismos. Poco después advierto que las columnas cambiaron de lugar. Altas, apretadas unas a otras, se han convertido en horcas de donde cuelgan las cabezas degolladas.

Los pies se me endurecían, mi cuerpo se estira, crecí tanto que temo desfondar el techo con la cabeza. Me llaman desde lo alto, mi padre hablándome por entre los andamios. No eran cantos ni vientos, sino voces de difuntos. ¿Mi madre Isabel? ¿El tío Antonio? No estoy seguro si me hablaban en coro o si oía escucho sus voces por separado:

Soy Pedro da Silva Pedroso, solo tenía veinticuatro años cuando fui ahorcado.

La segunda, puedo jurarlo, me llegó de ultratumba:

En este continente, mi nombre es João de Deus do Nascimiento. La otra, lejana, cercana, salía de mis propios labios:

Aún me llaman Lucas Dantas, porque nadie muere en la camada del pueblo.

Esperó que el eco se apoyara en la bóveda de la iglesia. Después su garganta degollada me traerá su palabra viva:

Por mi sangre y condición ínfima fui el liberto Manuel Faustino dos Santos Lira.

La más próxima me habla con los ojos apagados:

Mi religión es el islam y mi nombre Eliseo Pandará. No solo prediqué la libertad sino cómo conquistarla.

Entonces el tío Antonio, envuelto en la sábana blanca de los muertos se acercó y me alza sobre sus hombros para que pudiera mirar la interminable sucesión de ahorcados: Vicente Ferreira de Paula, Emiliano Mandacaru, Sabino Viera, Franca Pires… lunas pálidas colgando de las sogas.

Todos, sobrino, son nuestros mártires. Esclavos, libertos, hombres prietos condenados a morir por afirmar que la libertad consiste en el estado feliz, en el estado libre de abatimiento, en la igualdad para todos.

Con una simple señal, consigue que las columnas de la iglesia regresaran a su sitio y allí, en el espacio que dejaron frente al altar, resplandece la llama de los vivos. Ahorcados por orden de la justicia imperial, sus cuerpos no tendrán sepultura, pero acá en el país de los muertos les espera su sitio de honor. Uno a uno van resucitando de su futura muerte.

La primera en levantarse es una sombra magullada por los azotes:

Para mis verdugos soy El Infame, para mi pueblo, el Negro Cosme.

Seré ahorcado en São Luis y mi cabeza exhibida en la picota. A su lado alcanzo a ver un amasijo de huesos quebrados.

Graba, sobrino, su nombre: es el Cristo negro Isidoro, llamado El Mártir. Detenido por rebelde en la mina de su amo, un fraile escapará a los quilombos mineros de Tijuco para sublevar a los esclavos. Pájaro, fuego, siempre burlará a sus enemigos. Pero llegará el momento de su agonía: tres balas le atravesarán el cuerpo sin arrancarle la vida. Días más tarde es amarrado a una estaca en la plaza pública y sus cuatro miembros sometidos a torniquete hasta la muerte.

Mucho antes de que mi tío concluyera, las olas inundaron la iglesia, silenciando su voz náufraga. El mascarón de proa de una nao negrera se acercó hasta la orilla de mi cama. Poco a poco se fue alzando un mástil de donde cuelga el prieto ladino José Totó.

Macuá es mi nación. Encabezaré el motín de mis hermanos cautivos en este barco. Mataremos a los amos, pero sometidos, mi cabeza guindará de una pérgola en los muelles de Salvador.

Me limpió los ojos para que pudiera ver el rostro de Luis Bengala, machacado a golpes de culata.

Pai de Santo, los conjurados de São Mateus le proclamarán rey de los negros. En su casa bailan el candomblé. Pólvora, espadas, tambores y danzas sus mejores armas. Será pesadilla de los dueños de esclavos, serpiente armada para sus pasos, chispa encendida en sus casas, gota envenenada en el vaso de su agua.

Después, danzando al son de un tambor, Manuel Congo me hablará sonriente:

Soy el temido Demonio Negro de los blancos.

Una corona de papel cubría su frente. Se la levanta varias veces para saludarme y desapareció por una hendidura de la pared.

Poco después escuché el estampido del silencio recorriendo las distancias. Su capa azul, su parnaiba de fuego y ese truenorrisa, me revelaron que se acerca un caballo de Changó.

En el tiempo que no se acaba, mañana ayer, siempre seré el primero: Gunga Zumbi, ahora renacido en el quilombo grande de Minas Gerais.

Levantó el puño y desaparece con pasos resonantes por la arcada principal de la iglesia.

Por algún poro de mi piel debe escaparse la potencia que me presta el tío Antonio, porque mi cuerpo agigantado se redujo hasta convertirse de nuevo en este guiñapo de carnes adoloridas.

¡Mauricio! ¡Agostinho! ¡Januario! ¡Amarradme el cincel y el martillo, hoy comenzaré a esculpir mis profetas cafusos!

Me asegura que las yerbas de un afamado pajé del bajo Sabará podría quitarme los dolores y devolverme las uñas. Los augurios del tío, siempre repetidos cuando me hostiga la desesperanza, lograron arrastrarme por el lado de nuestra parentela india.

La nubosidad impide vernos, guiándonos tan solo por el trotar de las bestias. A esa hora las beatas llegaban a la iglesia en literas cargadas por sus esclavos. Sabemos que son difuntos porque desde lejos las campanillas anunciaban sus almas en pena.

Me tapo la cara con el sombrero para que no me reconozcan. Al bajar la cuesta, frente a las últimas casas de Vila Rica, mi tío Antonio se extravió en los recuerdos de los abuelos indios:

Mi tío materno, también caboclo, me separó de mi madre para llevarme al poracé de la tribu en la cima del Itacolomi.

En el fondo del valle, acuclillado en un matojo, nos encontramos al cabila que nos guiaría. Camina dando saltos, nunca por la senda, sin que las espinas hieran sus pies callosos. Se separaba de nosotros, tal vez pensando en que no éramos del todo sus hermanos. Mi cabeza comenzará a hervir bajo el sombrero.

El sol del verano desbasta el verde de las serranías y se tragaba los ríos. Descendimos por entre zanjones buscando en lo profundo un hilo de agua que ya no corría. Solo el mandacarú se obstina en levantar sus espinas, negándonos su sombra.

Lo único firme son los propósitos del cabila que no quiso recibir nuestro alimento ni probar agua, ansioso de conducirnos al rancho del pajé antes de que oscureciera. En las claras de la penumbra y mucho tiempo después de estarlos mirando, advertí que no son piedras los bultos que nos rodean.

El pajé no demoró en darme una pócima de olorosas hojas de juvema recogidas en el crepúsculo. Esa noche su zumo envenenado me conduce con falsos vuelos por parajes donde moraban mis antepasados indios. Observo sus rostros. A la mañana, antes de que veamos el sol, el pajé me hundió en las aguas turbias de un jagüey.

Respiro bajo el lodo hasta descubrir que nado en mis propias lágrimas. No tengo recuerdos de cómo regresé a la iglesia, ni si fue cierto que algún día bajamos al Sabará. Al recobrar mi lucidez, me encuentro de rodillas ante el crucificado, las Santas Escrituras entre mis manos y espinada la planta de los pies.

Mi tío no quiere convencerse de que los agrios tragos de yerba no impedirán que mi piel se endurezca ni que se derrumbe el tabique de mi nariz.

¡Vamos a la macumba!

Me negué:

Olvídese, tío, mi madre me parió enfermo y no hay milagros cafusos, indios o cristianos que borren las llagas de mi rostro.

El mestre se resistía a cabalgar su espalda y Januario debió cargarlo entre sus brazos como un niño.

Créeme, Mauricio –me dijo–, en ese momento se tornó más pesado que la cruz del Cirineo.

Quería subir solo a lo alto de la torre para ver pasar al Fanfarrón.

Vila Rica revienta petardos desde una semana antes para que ningún morador de los alrededores ignorara su arribo. Se lavó la fachada inconclusa del palacio de la Gobernación y precipitadamente se tallan las piedras.

Le pidieron que terminara el medallón de la capilla, como si esculpir la cara de un santo fuera tarea de sacudir telarañas.

Amasando el yeso, Agostinho recuerda al mestre:

Esta noche vendrá Tiradentes.

Januario estuvo atento a los golpes después de los últimos campanazos. Jamás lo ha visto, pero oye las voces del pueblo coloreándolo con más tonos que la Virgen pintada por el mestre Ataíde.

Tiene centellas en los ojos.

Donde quiera que pone su pie se derrumban los ladrillos del reino. Fueron dos golpes. Pero ya antes de sonar el segundo, Januario grita.

¡Alto quien vive!

Nadando en las medias luces de la luna, el bulto pequeño, revoltijo de trapos y miradas recelosas, respondió el santo y seña:

Los pescadores de Galilea andamos descalzos.

Pálido, afilado el garfio de la nariz, los labios desnudan sus dientes mal encajados. Esa misma noche, entre palabras y silencios comienzo a perder la admiración que sentía por él. Agostinho me había sembrado su desengaño:

Mauricio, no todos los inconfidentes están dispuestos a libertar a sus esclavos.

Claudio Manuel da Costa es el último en llegar. Negros y mulatos recitábamos sus versos aprendidos en las plazas de mercado y peluquerías. Sus ojos le queman la cara mientras hablaba el inconfidente:

Después del levantamiento de Felipe do Santos, la insurrección se ha prendido en todo el país…

Pero tú, Tiradentes, no has dado libertad a tus esclavos –el poeta esperó inútilmente una respuesta y pudimos ver que la desesperanza le enferma los ojos.

El mestre nos mira. Sabía que somos sus brazos, sus piernas, pero nos ofrece generoso:

Ya sabes que no puedo seguirte en tus luchas armadas. Pero te entrego mis tres esclavos si es que todavía lo son.

Entonces pudimos escuchar el hondo resentimiento de Tiradentes:

Los pardos solo esperan que se les deje libres… La suerte del país descansa en la diligencia que pongamos los criollos.

Januario escupe tan fuerte que su salivazo hundió la baldosa. Oscuros presentimientos, los murciélagos, se agitan sobre nuestras cabezas. Claudio Manuel se desabotonó el cuello de la camisa para escuchar las palabras de Tiradentes, cada vez más rencorosas:

El Fanfarrón es una bestia que respira y se alimenta con nuestras vidas. Para mejor oprimirnos reparte entre sus protegidos las demarcaciones diamantinas y los distritos militares. De aquí debemos salir esta noche a colgarlo en la plaza pública antes de que levante nuestros cadalsos.

Me acerqué al mestre, buscando firmeza a mis reclamos:

Todos sufrimos. La pena común nos lleva a rebelarnos. Pero es bueno que sepáis que ni un quilombo, ni un solo esclavo entrará a la lucha si no se nos da la carta de horro desde ahora y si ustedes los inconfidentes no se proclaman abiertamente abolicionistas.

Inundan los campos, vienen de la Villa de Nuestra Señora del Pilar de Ouro Preto… desde Nuestra Señora de la Concepción de Sabará… por los barrancones del río de las Muertes… Traían rajados los pies por las piedras del camino real de Nuestra Señora del Pilar de São João del Rei… los promeseros de Punta del Morro cubren con oro en polvo las heridas del buen Jesús de Matozinhos.

Sí, llegaban de mucho más allá: de Nuestra Señora de la Ribera del Carmen, de Rio de Janeiro, de São Paulo, de Salvador en la Bahía de Todos los Santos, hasta de Recife. Brotaban del barro, nacen de las piedras.

Los esclavos cargan los baúles con las ropas que lucirán sus amas en la procesión, los caballeros descalzos fingían humildad ante el Señor, aunque son los dueños de haciendas, minas y barcos; llegan las nanas que nunca recibieron de sus críos la merced de la manumisión por temor a que los abandonaran; caboclas con los ombligos vírgenes pero con el amo ya designado para desflorarlas; mestizos libertos con los bigotes retorcidos; mozambos que despreciaban su parte negra; aprendices de talla que quieren postrarse ante los profetas de piedra esculpidos por el mestre.

Tiro de las riendas del caballo. Por fortuna, la bestia obedece sumisa cada vez que escucha su voz. Debíamos apartarnos de los caminos reales; taparle la cara y andar solo de noche porque no quiere que los curiosos se horroricen con sus llagas. Antes de los amaneceres nos refugiábamos en casa de algún vecino de los muchos que conoce desde cuando era joven y anduvo de farras por estas veredas.

Se encierra en las alcobas, ocultándose a los propios dueños de casa, compadres y amigos, sin que valieran sus sinceros deseos de saludarlo. Aprovechaba la hora en que las familias se congregan a rezar el rosario para escapar de las miradas burlonas y piadosas, pues de todo encontramos en nuestro largo andurrear desde Congonhas do Campo a Ouro Preto.

¡Mestre Antonio Francisco!

Estamos acostumbrados a los designios del Señor que disponía de las ocasiones, personas y encuentros para que no sufrieran contrariedades los buenos deseos del mestre: voces que reconocía después de mucho tiempo de no escucharlas; dádivas por favores ya olvidados; ofrecimientos de dineros, esclavos, bestias y cuanto necesitara, pues la fama de su arte no era mayor que el cariño que se le tiene.

Milagro fue lo que aconteció al llegar a la villa. En la madrugada, confundidos entre la romería, arribamos a las primeras casas, donde debíamos encontrar a un cantero de las minas de Santa Rita.

Preguntamos a los que iban al santuario, a los que regresan, sin que nadie lo conozca. Desesperaba el mestre, ya había pedido que le dejáramos solo, cuando se asusta el caballo, espantado por el buen Jesús. Tiré de la rienda, temeroso de que lo tumbe y arrastre. Huyen los cojos, se apartaban los paralíticos, cuando grita el mestre:

¡Quieto animal!

Y entonces, en medio de la oscuridad, el cantero reconoce su voz:

¡Mestre! ¡Mestre!

El caballo se sosiega como si antes no hubiera estado corcoveando y de un instante a otro, pasamos de la angustia al consuelo, del camino polvoriento a la casa donde nos brindaban agua y pan. Descansamos ese día, pero la impaciencia del mestre por verse con el buen Jesús, su viejo amigo, le sacará de la posada en la antevíspera de su fiesta.

Quiero agradecerle lo mucho que le debo por dejarme tallar sin manos.

Un asombro de niño le renació en sus ojos y hasta asegura que las nubes han desaparecido de su vista. Alegría de todos por tan buenos anuncios que nos alientan a esperar mayores milagros del buen Jesús. Llegó la noche sin luna ni estrellas, dispuesta como él la quería para que solo el Señor lo descubra entre oscuridades. Pidió a Januario que lo deje en el suelo. Mauricio ajusta a los brazos del mestre los zancos de madera diseñados por él mismo.

Iniciamos el ascenso llevando por guía al cantero que pese a su rechazo, alumbraba el camino con una lámpara. Era hombre complaciente, pero se resiste a obedecerlo por temor a que su antiguo maestro vaya a desbarrancarse en la oscuridad. Le sobran palabras para ajustar cuentos y dicharachos en cada ocasión.

Esto preocupa a Januario y a mí, porque el mestre poseía sus luces para descubrir las alusiones lastimosas. A pesar del tiempo que tiene de haber salido de la villa, recordaba el nombre de las personas que viven en cada casa, el número de cuadras que aún le restaban por ascender.

Agostinho, dame un poco de agua.

Le humedezco los labios hasta que pudo escupir el moco áspero que le bajaba de la nariz. A cada paso el buen Jesús infunde nuevas fuerzas. Nos habíamos acostumbrado tanto a sus fatigas y silencios que no advertimos su desmayo. Mauricio le ofrece la cardina que le había entregado Joana Lopes.

¡Nunca le haré trampas al buen Jesús de Matozinhos!

Le mojaba la interminable lluvia de los sudores cuando el cantero, deshecho en lamentaciones y lloros, toca a la puerta vecina de una botica.

Deje que le ayude.

Intentó golpearme con el zanco pero de nuevo le abandonan las fuerzas.

Afortunadamente ya bajaban los gritos del boticario:

¡Mestre Antonio Francisco, soy Countinho!

Aun en la fatiga y la oscuridad, reconoce la voz del discípulo.

¿Cuándo volviste a Ouro Preto?

Padrino, ya le contaré más tarde, por ahora huela estas sales que le darán aliento para la subida.

Escondió la nariz bajo el brazo. Prefiere hallar las fuerzas resucitadoras en las visiones de sus profetas.

¡Allí están! ¡Me llaman!

El labio endurecido le atajaba la voz. Mauricio, asustado, levanta la mano con un puñado de escapularios. Menos iluso, el cantero movía su lámpara ansioso de apartar las sombras.

Isaías, léeme las tablas de los Infidentes.

Removidos de sus pedestales, los profetas de piedra descienden por las escalinatas.

¡Qué alegría volver a vuestro lado!

Pide al profeta Amos que le recite los versos de Claudio Manuel.

¡Joana Lopes, son ellos, los ancestros de nuestro hijo!

En mi simpleza no alcanzo a percatarme de sus visiones.

¡Jonás, llévame contigo a Nínive en el vientre de tu peje!

Conversó con Joel sobre las calamidades que azotan a Judea y luego, suplicante, rogará a Abdías que lo libre del exterminio.

Me adelanto hasta la sacristía para llamar a los frailes:

Sangra de los muñones de sus manos y de las rodillas pero se resiste a que le ayudemos.

El monje me alumbraba con su cara radiante, luna amanecida, cuando se nos atraviesa un borrico en mitad de la escalinata. Estuve seguro que la Virgen de los Remedios lo envía para que el mestre lo cabalgue. Bañado por la claridad del fraile, siente vergüenza de su rostro:

¡Oh, san Francisco, no me veas en esta miseria, mi cara destruida insulta tu belleza!

Tranquilízate, soy Kanuri mai, tu hermano en el dolor.

Solo después de que lo bendijo, se deja ayudar y entre todos lo subimos al borrico hasta acostarlo al pie del altar del buen Jesús.

¡El Aleijadinho!

¡El Aleijadinho!

Negros y caboclos le depositaban granos de oro en lo hondo de sus heridas, le cuelgan cadenitas de plata labradas en los días de enfermedad. Los más fanáticos alargaban los dedos para humedecerlos en sus úlceras frescas. Cristo vivo, negro, comido por los dolores. Le gritan:

¡Sálvanos Señor! ¡Nuestra esclavitud es más dolorosa que tus llagas!

Preguntaba el nombre del ahorcado. A veces, como si lo adivinara, enmudece y dejará de tallar hasta cuando le aclaren la noticia con nuevos y amargos sabores:

Claudio Manuel da Costa se ahorcó en la Casa de los Contratos.

Pero en la plaza de mercado, entre el murmullo de la misa, en los oscuros socavones, se recitan sus versos.

A la villa llegan los jueces y adjuntos. Se preparaba la farsa de los juzgamientos. El pueblo sabe que ya se han ordenado las horcas.

Tiradentes fue detenido en Río.

Refugiado en el altar mayor, el mestre esculpe su propio desgarramiento. Le sangraban las manos pero son más hondas las heridas que le corroen el alma. Teníamos que usar ataduras más firmes para fijarle el cincel por lo mucho que le tiemblan los muñones. Se olvidaba de los diseños y esculpe afanoso sin mirar a su alrededor. La talla surgía espontánea con trazos que le inspiran desde adentro.

¡Se notificó a los reos!

La lista de condenados es superior a los detenidos. Se levantan horcas para los que huyen. Otros reciben sentencia sin ser llamados a juicio. Eran muchos los que se arrepienten por su ostentosa fidelidad a la corona. Los hacendados, capangueiros, piedristas y religiosos comprenden que no soñaban cuando la cabeza decapitada de Tiradentes les censura su silencio.

El mestre desesperaba. Las campanas pueden estar doblando por su propio réquiem. En la noche pidió a Januario que lo lleve a la plaza. Quiere cerciorarse de si la cabeza exhibida es la misma que contempló sobre los hombros de Tiradentes. Le aseguran que colgaba de los vientos y espera copiarla dormida.

Llegada la hora de salir se arrepiente. Prefirió esculpirla viva y vibrante como la vio la última vez. Esa misma noche comienza a concebir el rostro atormentado del profeta Isaías. No habrá mano déspota ni pica de verdugo que la acalle.

¡El Fanfarrón se ha marchado!

Pero para nosotros los negros, la opresión tiene muchos fanfarrones. Los azotes a pardos y esclavos fueron apenas las vísperas. Hay orden de matar a los africanos sospechosos donde quiera que se les encuentre: en las minas, en casa del amo o en la calle. Se nos tenía por más peligrosos que a flamencos o inconfidentes. Antes se nos cazaba para llevarnos a las minas, ahora se nos persigue para darnos sepultura.

El mestre nos pidió que le desamarráramos el martillo y el cincel para poderse persignar y arrodillarse ante la imagen del Señor. Su dolor, lento, agónico, se agranda. Los esbirros del rey han inmovilizado sus piernas y brazos, apresando a su Januario.

Sus pupilas nadaban gozosas en la claridad que les llueve

Al mestre le gusta distinguir los tonos de la luz aun cuando tuviera los ojos cerrados. Ahora, abiertos, se quejaba de las sombras que le enturbian la vista. Mauricio y yo nos detuvimos al descubrir los moscardones verdes pegados a la puerta de su cuarto. Nos miramos asustados. Hacía días que rehusaba recibir comida de Joana Lopes y tan solo prueba los bebedizos de cardina. Igual que los moscardones sentimos el mal olor de sus manos.

Pienso en Lázaro, a quien nunca quiso esculpir aunque diariamente se hacía leer el episodio de su resurrección. Presentimos que su cuarto se ha convertido en su propia tumba. Pero Joana Lopes nos había llamado por instrucciones de él:

Quiere hablar a solas con ustedes.

Se queda en el traspatio con el hijo que le había engendrado el mestre.

Temerosa lo estrecha contra su pecho.

Agostinho, entra tú primero.

El presentimiento de la muerte nos pinta el rostro con puñados de ceniza. Me basta ver el asombro que tenían los ojos de Mauricio para comprender lo blanquecino que debo estar yo. Adelanté dos pasos y tembloroso toco a la puerta por una vez, rozándola con la misma suavidad de mi sombra.

Adentro resonó el golpe sin hallar respuesta. Me voy quedando vacío, lámpara sin gas. Mauricio me animó con la cabeza para que insistiera. Los moscardones zumban a nuestro alrededor y uno de ellos, más alocado, pretendió meterse en el hueco de mi oreja.

Prueba otra vez.

Las lágrimas se cuajan en mis ojos. Espantándome el moscardón, caté con más ánimo la dureza del silencio.

¡Mestre!

El quejido… Lázaro… su voz de ultratumba.

¿Lo oíste?

Todavía está vivo.

¡Mestre!

Empujamos la puerta. Primero entraron los moscardones pero junto con ellos el sol, Mauricio y yo, todos hambrientos de verlo. La luz bañó el lecho sucio de las sábanas almidonadas con sangre. Intentó una sonrisa mostrándonos los únicos dientes que le restan. Sus pupilas nadaban gozosas en la claridad que les llueve. Fuimos los últimos en palparlo.

Le levantamos por los hombros para colocarlo a medio lado, la única postura en la que encontraba alivio. Duerme sobre tres tablas de cedro sin consentir que se las cepillemos. Apenas blanda la almohada porque decía que el santo se la trajo en su última visita.

¡Oh, mi san Francisco, mira! ¡No me has olvidado! ¡Tanto trabajo para tu arte, para tu culto! ¿Ves? ¡Estoy muy agradecido! Te esperaba. ¡Muy agradecido!

Nos cuenta que en esa ocasión el santo le acompañó toda la noche:

Removió las herramientas, cura mis úlceras, invitándome a que saliera con él no sé por qué caminos…

Le escuchábamos entre asustados y compadecidos. El día anterior de una puñalada súbita, la que el mestre clama al crucificado, los guardias del Fanfarrón habían asesinado a su Januario.

Fue un aviso del Señor. Me quitó mis manos, mis piernas, mis brazos. ¿Ahora cómo podré cumplir mis trabajos? Se lo llevó sin avisarle, sin darnos tiempo de despedirnos. ¿Lo enterraron como a buen cristiano?

Mauricio recela de los rincones. Presentía que el difunto está allí escuchándonos.

¿Han traído las herramientas?

No mestre –le respondo.

Extendió las manos. Inútilmente desea abrir los dedos deformados.

Los moscardones se le pegaban a los pliegues sangrantes.

Acerca ese cajón.

Lo recogí y lo deposito frente a él, tratando de adelantarme a sus deseos. No puedo sustituir al obediente Januario que le adivinaba sus pensamientos.

Tú, Mauricio, saca la gubia de la caja.

Presto, acostumbrado a sus órdenes, extrajo la herramienta y la deja en sus dedos sin uñas.

¡Fíjense! ¡Ya ni siquiera puedo agarrar nada! ¿Para qué me sirven estos dedos? Más bien me estorban. Sin ellos, Mauricio, podrías atarme mejor el cincel y el martillo… Januario nunca quiso cortármelos.

Nos invadió la desesperación.

Ahora da tú el golpe.

Mauricio se arrodilla frente a él con lágrimas que desde hacía tiempo tiene contenidas. Unió ambas manos como si estuviera en presencia del Señor y le ruega suplicante:

¡No mi mestre! Aunque sea su esclavo, estas manos no lo obedecerán nunca.

Entre el dolor y el llanto, asomado a la vida y a la muerte, sentí que mis pies se debilitan y antes de que intentara mirarme el mestre, me arrodillé también, cerrados los ojos, suplicando la misericordia divina.

Agostinho, mi fiel discípulo, todo lo que sabes te lo he enseñado.

¡Apiádate de mí!

Podría convertirnos, si lo desea, en piedra jabón, barro o madera para esculpirnos con su cincel, pero nunca descargaríamos ese golpe.

¡Miserables! ¡No tienen una limosna de piedad para su amo, para su mestre, para su padre, para su hermano! ¿Qué más puedo darles? ¡Ninguno de los dos! ¡Oh Dios implacable! ¡Me has dejado sin cuerpo, devuélveme a mi caro Januario!

Se tiró de espalda sobre el lecho, atosigado por invisibles demonios. Sus gritos rajan los muros, acortan la distancia del traspatio y trajeron a Joana Lopes con el pequeño Manuel amarrado a sus brazos.

¡Virgen del Carmen, apiádate de él!

Oyendo los gemidos de la madre, el niño se puso a llorar. ¡La piadosa intervención del Señor! Al escucharlo deja de revolverse, levantó la cara aturdida, hizo la señal de silencio y ruega a Joana Lopes:

¡Llévatelo! ¡Que no me vea!

Después de que se alejan, mansamente se acurruca sobre las tablas, y como si tuviera al niño dormido entre las piernas, oímos que lo arrullaba.

Ustedes no lo saben, pero mi ancestro Kanuri mai me profetizó que tendría este hijo pocos meses antes de morir.

Los moscardones se retiran. La luz se hizo más fresca y sentimos que nos reconfortaba la vida. El mestre también sonríe.

¡Quita esos clavos de ahí…!

Adivinamos a qué tormentos se refería y escondimos la gubia en la vieja caja de herramientas.

IV. José María Morelos: el llamado de los ancestros olmecas.

Bajo todos, suelo que pisan y escupen

He redescubierto la tierra del Anáhuac la tierra que parió Odumare.

La olvidada tierra de olvidados ancestros, la tierra de los abuelos olmecas

ngangas poderosos de artes mágicas. He visto sus ciudades abandonadas, cabezas de príncipes africanos talladas en piedra

celosamente guardadas por el jaguar en la oscura y silenciosa selva.

Relatos de Nagó

¡Despierta!

Tendido en su petate le suben las hormigas por los pies.

¡Despierta!

El segundo llamado le sacude el cuerpo, pero aún no abre los ojos.

¡Despierta, José María, los ancestros te llaman!

Al tercer grito abrí los párpados buscándome en mundos extraños. Reviven las paredes de la sacristía, la cama de madera, el altar con la Virgen de Guadalupe que mantenía alumbrada. Entonces tengo la certidumbre de que ella me había llamado. Se incorporó acezante, roncador el pecho. La Virgen se volvió contra la puerta y comienza a despojarse de la túnica con flores. Cayó la camisola y pude mirar sus espaldas negras, rollizas las nalgas.

Aterrorizado, cierro los ojos. No quería ver sus corvas, sus caderas. Pero otras fuerzas que no pudo resistir le levantan y atrajeron tras de aquel cuerpo de mujer que lo había llamado. Me acerco y al alargar el brazo para tentarla comprenderé que es una sombra sin carne, huidiza memoria, revueltos suspiros de otra vida.

Soy Ngafúa, mensajero de Changó en estas tierras. Sígueme, te llevaré a la morada de tus mayores.

Recorren las calles de Carácuaro. Dormían los mesquites sin proyectar su sombra: las piedras reconocieron sus pasos. La iglesia que yo había construido con mis manos desaparece derruida por la noche. Salen al despoblado donde aullaban los coyotes. Al pasar frente al cementerio todos los muertos, viejos, mujeres y niños con sus esqueletos sin piel se asomaron a la alambrada de púa donde los mantenían presos.

Nos miran con los oídos, persiguiéndonos el eco. Nunca les había visto tanto parpadeo en los ojos y sintió sus resplandores hasta mucho tiempo después de hundirse bajo tierra donde no alcanzan las raíces de los árboles más viejos.

A uno y otro lado de los socavones encontraron las corrientes subterráneas con que Yemayá alimenta los ríos de oro y plata, las rocas, la sal, las nubes extraviadas. José María ignora si marcha hacia el principio de los tiempos o hacia la cola donde se muerden los retornos. Pronto me acostumbro a los aromas filtrados desde arriba por las raíces de la yerbabuena.

De repente, en mitad de los vientos, aparece la casa de las ngangas olmecas. Los árboles, las rocas, el ladrido de los perros recobran su vida. Los ancianos con la piel recubierta de polvo permanecen sentados mientras las abuelas, en cuclillas, hundían sus pies raíces en el barro. Solo los jóvenes me muestran sus cuadrados dientes de maíz.

En los abiertos espacios, la comba del cielo encerraba el gran círculo de piedra. Nada separa el piso terroso de las altas nubes. Sobre una montaña, lejana y presente, Tláloc me miraba con su enorme cara de jaguar, emplumados los hombros. Antes de que pudiera advertirlo, los campos se cubren de agua hasta sumergirse en una inmensa laguna. Ngafúa adivina mi asombro:

El río de los partos de la madre abuela Sosa Illamba que no cesa de correr. Necesitarás muchos soldados para tus guerras.

De entre el barro, semilla renacida, ve levantarse a su madre Juana a quien él mismo sepultó con sus manos en Pátzcuaro.

Siéntate, hijo mío, escucha la queja de nuestros sufrimientos.

Tláloc me sopla a la cara palabras en una lengua que entiendo por haberlas chupado en los senos de mi madre:

Extraños sacerdotes ahogan con cenizas los gritos de nuestro pueblo; jamás nunca antes se predicó amor con tanto odio. Hablan de paz y no nos dejan morir de viejos; prometen un paraíso para los frágiles y un mundo en llamas para los rebeldes; rompen las espaldas de las piedras para extraerle la savia y dejarlas estériles; a nuestras mujeres sembraron hijos que no aman; a los hombres encierran en corrales mientras sueltan sus ganados a los campos; los caminos están llenos de cruces para colgar a los quejosos; edificaron templos a sus dioses donde amenazan a los vivos con la muerte; hablan de reyes magnánimos que nada ofrecen y todo lo han robado.

Chapoleando en la laguna, más alto que el monte, se acerca Olugbala cuyo cuerpo está conformado con la suma de todos los oprimidos. Mientras más lo miro más se agigantan sus brazos, la mole de su frente, las montañas de los puños. Sus palabras son fuertes suspiros de la tierra:

Bajo todos, suelo que pisan y escupen, están nuestros ekobios africanos; los arrieros de mulas; aquellos que bajan al fondo de las letrinas a limpiar los excrementos; los criadores de ganados y de chanchos. Serán ellos los que hagan fuerte el tilo de tu puño.

El relámpago clavó el trueno en sus oídos.

Viene de lejos con su puñado de rayos. Sin que me lo anunciaran, adiviné que es Nagó, enviado por el gran oricha de la guerra.

Has sido escogido para que devuelvas la dignidad a los indios y negros oprimidos, a sus descendientes mestizos, zambos y mulatos. A todos congregarás con tus gritos, con tu caballo y tu espada. Tromba de Changó, abrirás la brecha por donde corra el río de los insurgentes contra la opresión.

Entonces escucha el grito luz de Kanuri mai. Quedó suspendido, sol que me quema. Ngafúa acude a quitarle el brillo que lo enceguece.

No basta la lucha; la piedra removida puede rodar a su viejo sitio y para impedirlo, aconsejado de tus generales, los más sabios, los prudentes, los generosos, sin ambiciones de mando ni de bienes, dictará las leyes que proclaman nuestra libertad. Pastor, vigilarás los pasos de los elegidos de Chilpancingo por la llanura, en la sierra, a la orilla de los ríos.

Reunidos en el bosque, argumenten, discutan y dialoguen al amparo de tu espada… pero Orunla también nos ha descifrado tus últimos pasos en la vida. Perseguido, sacerdote degradado, insultado por los mismos a quienes librarás, te esperamos aquí donde te aguarda desde antes de morir, mucho después de renacer en otras vidas, este sitio al lado de tus mayores.

Mira hacia los lados y puede medir la responsabilidad compartida con sus ancestros. Y ya proyectado en la muerte solo se inquieta por encontrar el camino para redimir a los suyos.

Me siento incómodo, nunca antes mis pies estuvieron sujetos a dos lingotes de hierro. Mientras descargaba sus certeros golpes sobre la cabeza del ariete, reconocí a Zafí Zanahaga. Aunque lo había visto en Nembe, tres mil años atrás, todavía persiste en sus recuerdos el olor a carne chamuscada. Entonces comprendió mejor aquella parte de la sentencia del Santo Oficio sugiriendo que si se le perdonara la vida, fuese confinado por el resto de sus días en una cárcel de África.

No se me condena por réprobo y fautor de herejes, profanador de los sacramentos, traidor al rey y al Papa, sino por mi ralea de negro. Pero algo había cambiado desde que el musulmán soldara al rostro de Nagó la máscara de hierro. Al menos ahora dejan libres mis ojos.

Tocaron a la puerta del calabozo.

Los espera desde aquella noche en que los ancestros olmecas le anunciaron su degradación y muerte. Recorría de regreso el camino trazado por Ngafúa. Me ponen sobre los hombros una sotanilla sin cuello para rebajarme el orgullo.

Pero sus barbas crecidas le hacían más africano y temible. Se amarró la mascada en la frente para que le reconozcan sus soldados caídos en combate.

La compañía de fusileros lo lleva por los pasillos secretos de la Inquisición. Aún encadenado, me temen. Los primeros en entrar al recinto fueron los inquisidores y el fiscal, seguidos por el séquito de los ministros.

Aunque el obispo trata de esconder su cabeza entre los hombros, le denuncia su alta mitra. José María recordó haber estado allí respirando el humo de los incensarios ante el inquisidor en Cartagena, el mismo murmullo de los rezos, el silencio del muntu aterrorizado, iguales las acusaciones:

Blasfemo, sospechoso de tolerantismo al tratar de hacer compatible la religión con la rebelión; encubridor de su hijo Juan Nepomuceno tenido por brujo y adivino…

De un rincón previsto, surgieron los verdugos encapuchados. Les reconoce desde la antigüedad. Los había visto en las naos negreras, en los puertos de la trata, en las entradas de las minas, aquellos que lo azotaron cuando fue asado vivo.

El obispo de Oaxaca se levanta con su vestidura negra. Las damas también cerradas de luto, los señores de golilla y detrás de las bardas, los ojosnarices del muntu inundados por las lágrimas.

Le entregan la vela verde y avanzó rodeado por los familiares del Santo Oficio. Nadie de los presentes, ministros, oidores, jueces, inquisidores y verdugos había sido actor ni testigo en la degradación de un cura desde que se instauró en la Nueva España el Tribunal de la Inquisición. Solo yo tengo la dolorosa experiencia sufrida por el babalao en Cartagena de Indias. La voz del fiscal resuena dura porque aprieta su garganta:

Lobo carnicero, es traidor al rey y mucho más a Dios. Apartándose del santo ejercicio como pastor de almas, sedujo al pueblo noble, sencillo, candoroso y católico para descatolizarlo por medio de la superstición y el fanatismo. Arrógase derechos solo pertenecientes a Dios y al rey al proclamar libre de esclavitud a negros e indios, aboliendo la distinción natural de las castas.

Ateo y réprobo, proclamó que la soberanía emana del pueblo y no de Dios. Erigiéndose en amo de estas tierras, solícitamente gobernada por nuestro rey, predica que la patria no será del todo libre mientras no se arroje de ella al tirano español.

No estaba montado en su caballo de fuego como lo viera el enemigo desde la cumbre de El Veladero. La sotana corta le disminuía el porte, lúgubre, apenas iluminado por la vela de penitente. Los verdugos iniciaron su ceremonial como si realmente lo hubieran practicado en secreta cofradía. Solo por un instante le colocan una sotana de clérigo para luego arrebatársela; me obligan a hincarme para azotarme pero ya mi cadáver no sentía las desgarraduras.

Ante los fusileros se vendó los ojos con su propia mascada, deseoso de entrar a la casa de sus antepasados con la luz que alumbra el interior de los ciegos. De espaldas a sus verdugos, levanta los hombros para que las balas escogidas por Ngafúa no se extravíen de camino.

Arrodíllate, este será el sitio de tu redención –era la voz del confesor. La orden de fuego le vino desde ultratumba, por el lado de los vivos. El peso de las balas fue insuficiente para hundirlo en las aguas de los bazimu. Entonces Ngafúa dirigió la segunda descarga para que mi cadáver pudiera andar con su doble ración de plomo.

La memoria recorre por igual los caminos del oído, los ojos, la piel, del gusto y los olores. Así regresaba a su infancia por muchas ventanas. Nacido en un portal, los ancestros le tiñen de negro la piel para distinguirlo de los ricos. Sobre los hombros de su madre anduvo por los mercados de Valladolid, Urapán y el Sindurio, compartiendo la carnada grasienta de los ekobios.

De portal en portal, de mercado en mercado, sin mendigar. Desde entonces sufro la muerteausencia de mi padre. Negro, solo, más negro. Cada dedo debe multiplicarse para ganar un real; cada mano en veinte puños; cada hombro en cuatro ancas.

Cuando tuvo largo el brazo, correntonas las piernas, le encomiendan el buey terco y el caballo brioso para que de Valladolid a Pátzcuaro, de las lomas de Tarímbaro al valle de Churumuco atraviese los ríos secos o desbordados. Siempre entre bestias, recorría caminos que cambian su rumbo por las noches para regresar de día a sus viejos cauces.

Me hice hombre sin fatigas, sufridor de hambres. No hay noche oscura que le extravíe el olfato; cantina donde le abran heridas ni cementerio señalado con su cruz. La madre y la hermana, carga y consuelo, eran su única obligación.

Pero es hoy, en la antesala de mi fusilamiento, muertovivo, cuando descubro mis orígenes.

Contó las mulas. Diez. Más el caballo melado y la burra con el muleto que debía ser cegato como su padre. Trece. Mal número. Pero él siempre consideró que el melado aun cuando perdía la vista, es la bestia más andadora del cortijo. Ha descubierto que en la oscuridad recupera la visión y entonces puede seguir el camino entre muchos otros que se le crucen. Lo notó aquella noche en que dispuesto a recorrer ocho leguas para visitar a la Dominica, lo ensilla porque era el único que el caporal no tiene en sus cuentas.

Tronaba y los relámpagos le enceguecían. Pero una vez apagada la luz del rayo, le reblanquean los ojos luciérnagas persiguiéndose. Supo entonces que le sobraba vista y remos para saltarse la tranca y acosar las burras del corral. Le tomó cariño. Ambos son jóvenes y garañones. Podían rastrear el fondo de la noche.

Y la Dominica solo le había dado unas horas de calor, la vez esa en que junto con su madre llegan a la hacienda solicitando un bocado de guacamole, porque venían con hambre de los lados de Chalco, Ozumba y Cuautla de Amilpas. Y seguirán más lejos por Ometepec, camino de la costa, buscando sin saber por qué las aguas de Yemayá. Durmieron en el establo. En la tarde, las palabras ya oscuras, dijo a la Dominica que en la cañada, bajo un azteca, le mostraría la culebrita que lleva enroscada en el hoyo de su ombligo.

Ahora el melado sigue adelante, capitaneando la tropa. Según mis cálculos llegaría a punto de cuatro con el lucero de la mañana perdiéndose en el horizonte. Trece. Mal número. Vender bestias mancas a los gitanos es treta imposible. Y aun peor si se trata de engañarlos con una recua de mulas de cascos enfermos y coces traicioneras. Y de ñapa, un caballo cegato aun cuando le brillen los ojos.

El zócalo estaba bordeado por un sombrío de árboles a donde se dirigen las mulas como si de tiempo atrás, otros arrieros las hubieran vendido repetidas veces a los mismos gitanos que llegaban allí desde hacía siglos para engañar y ser engañados.

No tuve dudas de que esto es verdad cuando comenzaron a tocarle las manos flojas; a metérseles por el lado contrario de la pata con la que soltaban repentinamente la coz. Se plantan frente al melado y sin decirle palabra, le amarraron un trapo a los ojos y lo echan a andar y con sorpresa para él y de los curiosos que ya se han sumado, el caballo camina entre árboles, sardineles, hombres y carretas sin que se topase con nada. ¡Ah!

¡Gitanos brujos, dónde aprenderían a mirar las cosas que se ocultan al resto de la humanidad! Luego les vende todas las bestias a mucho menos precio de lo que le había fijado el patrón, pues sin embargo, le advirtió que no volviera con ninguna de ellas.

Así y todo, de regreso con la plata en las alforjas, la navaja despierta, cuando más asustado andaba de que me saliera al paso una tropilla de bandidos, siento detrás, cosas del miedo que busca compañía cuando está solo, el trote del caballo melado siguiéndome las huellas.

Las mulas son animales misteriosos. Nunca el fuego del celo les quema la sangre. Mitad macho mitad hembra mitad burro mitad yegua, nacen curadas de locura. Alzan las orejas para cazar los gritos venidos de ultratumba; jamás se acostaban sobre su sombra porque saben que en ella está agazapado un tigre que nunca han visto. Ariscas.

Por debajo de la piel no pegada a ningún hueso, una culebra de fuego no las deja tranquilas un solo instante. Lo más diablo que tenían son los cascos: oían, huelen, sentirán todos los pasos que han pisado el camino, lluvia, difuntos, polvo llegado de otras vidas, cenizas de incendios todavía no apagados desde el comienzo del mundo.

No duermen. José María las había observado hora tras hora hasta quedarse dormido. Las seguía mirando en sueños y aun así, cuando despertaba, las reencuentra con el ojo abierto. Después supe que les bastan los segundos de cada parpadeo para pasar la mayor parte de la vida dormidas.

De este modo, entre animales que sentían y oyen como él los pasos dados por las piedras; volando en las palabras de los pájaros, raíz bajo el agua, fue escuchando las voces que lo llamaban.

En una noche de estas, en mitad del camino, se me aparece la Chingada toda vestida de negro. Le apuntó con la flecha mirándole al corazón. Firme la caña del brazo no le tiembla ni un solo hueso de su garra.

Pescador, te tengo contados los días. Para de andar entre animales que has nacido para pastorear hombres que me darán muchas vidas de las que ando buscando.

Se dispersó el ganado. En esa ocasión no arrea mulas sino toros porque ya para sus veinticinco años no hay tarea en el campo a la que no dome los lomos. Hasta los bueyes se me descarriaron. Dormíamos en un valle entre dos cañadas, muy a propósito para descansar y tomar agua.

El olor de la muerte los asustó, pues ya se sabe que hasta los animales le temen. El caballo, suelto, salió solo en persecución de los novillos y aun distante, escucho sus relinchos. José María corre acobardado, dándose prisa en salir del monte porque la Chingada le había dejado el rasguño de su flecha. Por la mañana, todavía con el olor a estiércol en el resuello, le pide ayuda al licenciado José María Izazaga:

Estoy cansado de ser ranchero y quisiera estudiar por si las letras me hacen menos bárbaro.

Don Chema me conoce de atrás. Mi madre había sido nombrada maestra de escuela por gestiones que él hizo ante el cura párroco.

Y qué quieres estudiar. Los libros son caminos abiertos a muchos rumbos.

¡Teología!

Se revolvió entonces, revuelto por vez primera en el remolino de sus ojos.

¿De dónde te viene esa resolución de meterte a pastor?

Eso he sido toda mi vida. Y si es cierto lo que me han dicho, he de morir cuidando un rebaño. Son muchos los pobres que sufren. Negros, indios y mezcladitos andamos penando en este mundo sin saber cuándo encontraremos otra vida menos parecida a la de las bestias. Me han dicho que los mulatos como yo, si se meten a cura, nunca llegarán a obispo. Me consolaría con ser sacristán con tal de que me dejen tocar las campanas.

El muchacho se le crecía con esos primeros zapatos que le dan la apariencia de tener cascos de bronce. Ancho el pecho, todavía respiro como si estuviera en campo abierto. Don Chema adivinó que aún estaba cimarrón y quiso recogerle las riendas.

Se volvió a sentar y escribió una carta al padre Miguel Hidalgo, director del colegio de San Nicolás Obispo de Valladolid. Luego, de entre el escaparate de los libros saca una Biblia forrada en cuero negro. Me la entregó y viéndome con los ojos enredados en las páginas, me dice, tocándome el hombro:

Por mi madre que ya eres un cura sin sotana.

El peso de su mirada me hacía bajar la cabeza. Pero lo que más le impide observar de frente al superior es la voz zumbadora del tío, látigo que azotaba su nuca:

Desde hoy los santos padres velarán por ti. Aquí en el convento, tú y tu madre tendrán techo. No será necesario andar mendigando oficios de casa en casa para lavar ropa, limpiar zaguanes, cocinar, cardar lana o arrear leña.

Las uñas anchas y negras, acostumbradas a hundirse en el barro, rasguñaron los ladrillos de la sacristía. Apenas, desviando un poco los ojos, observo el hábito de fraile, encaramando mi mirada por sus pliegues sucios hasta enredarme en sus barbas. Y entonces oyó las órdenes que salían de aquella maraña de pelos:

Por las mañanas, muy temprano, después de ordeñar las cabras paridas, las sacarás al monte. Tu obligación es contarlas, vigilar que no se extravíen ni confundan con las de otros apriscos. No te duermas que los coyotes no lo hacen cuando tienen hambre. A tu regreso, echarás una mano a los mozos para descascarar el maíz, pues estamos en cosecha; tendrás cuidado de que los cerdos hayan comido y tengan agua; si algún fraile viene de camino, atenderás su bestia y sus aperos. Antes de que oscurezca, mientras los padres rezamos en la capilla, darás una última vuelta por si algún animal anda suelto.

Por la noche molerás un poco de cacao y atrancarás las puertas. Ten cuidado de que no se apaguen las velas del altar; si llueve cierra las ventanas y si a media noche alguien toca la campanilla del portón averiguarás quién es y qué quiere a esas horas y avisas al padre prefecto antes de abrir.

Ya entonces, el superior había dejado de ser hombre para tornarse en pesado yugo amarrado a mi cuello. Para terminar de cincharlo, el tío le pidió que se hincara y agradeciera al superior su infinita bondad:

Serás obediente. Ya ves que te han dado esos pantalones no tan rotos ni remendados como los que tenías. Ahora bésale las manos y dile que serás manso como una ovejita.

Mi madre, el único espejo donde podía mirarme, se mantiene de pie, silenciosa, a la entrada de la puerta. Las religiosas le habían enseñado a leer y le aseguran que con el tiempo, si permanece fiel al buen techo de los agustinos, hasta podrían buscarle un cargo de maestra en una escuelita para mestizos.

También a ella le habían cambiado las ropas; le regalaron un mantón negro y unas polleras largas aun cuando un poco anchas de cintura. Debíamos darle las gracias a las damas caritativas de Valladolid que generosamente mandan al convento aquellas ropas viejas para limosnas de los pobres.

El superior abre y cierra los brazos, pretendiendo abrazarme. Como viera que permanecía plantado, se le acerca y con sus dedos se puso a alborotarle las motas de sus cabellos.

Eres un negrito simpático, y como todos los negros, debes ser obediente a los ministros del Señor.

Mi tío todavía se atreve a más y simulando suavidad, me empuja hacia adelante.

Prométele obediencia.

De contragolpe, le arrojo a la cara el puñado de rencores. Una lágrima lava la angustia en los labios semiabiertos de la madre y ya frente a la fachada del fraile, bajo el alar de sus narices rojas, José María le dijo con rudeza:

Ya verá usted si puedo ser cumplido con tantas obligaciones.

Volvió a leer el edicto de excomunión:

«Hidalgoysuscompañeros, perturbadoresdelordenpúblico, seductores de pueblos, sacrílegos y perjuros han incurrido en la excomunión mayor del Canon…».

Me rodean los ojos analfabetas… adivinaban, intuyen, leen la maldición. Él mismo rompe el papel que había clavado la noche anterior. El aire reverbera pólvora; oigohuelo pasos que recorrían los caminos a leguas de distancia. Indios, negros esclavos, caporales armados de palos, azadones y picas. Hasta señores de haciendas con espadas. Gritan:

¡Viva nuestra Señora de Guadalupe!

¡Mueran los gachupines!

Contemplo a mis pobres feligreses con las manos vacías. Pero su mirada tenía el poder de multiplicarlos, armarlos, ponerlos en tropa y movimiento. Piensa convertir la capillita de Carácuaro en pequeño fortín que sirva a los alzados de Hidalgo. La sotana se me revuelve entre las piernas y siento que cabalgo un potro negro.

Atraviesa la plaza sombreada por los cuatecomates. Sin advertirlo, es Nagó, mi ancestro guerrero, quien empuja mis pasos hacia el bando de los curas excomulgados. A oscuras, entre ojos de lechuzas, su caballo veloz, sobre el eco de sus cascos, en una jornada llegó a Valladolid donde se informa que el padre rebelde avanza con sus descamisados por Tacámbaro.

Me preceden los truenos, las sombras, los relinchos. Desde hace tres noches la tropa de Hidalgo escuchaba el relampaguear por los lados del sur. Brisas cargadas de nubes que estallan en tormenta. Unas veces piensan que es la artillería enemiga, revoltijo de coyotes, y otras, en torno al curajefe, se persignaban temiendo que sean los demonios.

Y ahora, por fin, José María llegó al Charo donde lo esperan desde hace siglos. La cabeza forrada con un trapo blanco y el caliente vaho de sus narices.

Dice que es el cura de Carácuaro, discípulo suyo cuando estuvo de rector en el colegio de San Nicolás Obispo de Valladolid. Tiene urgencia y quiere verlo ahora mismo.

Dale agua y que descanse. No hay prisa. Es el relevo que me envía la Virgen.

(Nuestros ekobios desembarcan desnudos de los barcos negreros en Veracruz. Entonces inician el largo recorrido, uno solo, rechinar de cadenas, lamentos, para sumarse a las manadas de indios en las minas de Irapuato, Querétaro y Aguascalientes.

Cien años, doscientos, tres siglos bajo tierra alumbrándose con las puntas de las uñas; tierra eran y se alimentaban de barro, excavando la rutilante vena de plata y cuando salían a flor de sol, cien años, doscientos, tres siglos después, tienen sucia la piel, fofos los huesos. Entonces no se diferenciaban: el socavón les ennegrece y como paridos de la noche, oscuros indios y negros porque el muntu es uno, aun cuando nazcamos de diversos partos).

Blanco Hidalgo, negro José María, negra la tropa blanca la noche que los unía.

El cura de Dolores tiene los ojos verdes, aguas de Yemayá. No eran para mirar de cerca. Sus oídospupilas se llenaban de indios descarnados, mestizos sin sepulturas, negros huidos. Duro y flaco, tiene la montaña de los hombros muy separada de sus pies. Pero desde los talones hasta sus cabellos rubios era una sola escalera de piedra por donde le suben los gritos de las madres buscando a sus hijos apaleados.

Mientras dormían bajo un mismo árbol, cubiertos por la misma noche, los dos generales se levantaron de sus sueños y alejados de sus generales, tenientes y soldaderas, se dieron las manos. Su nudo une a los pobres: güeros, jarochos, mestizos y mulatos, a los indios y negros. Cuando les descubren sus soldados, ya se estaban despidiendo. El cura Hidalgo llevaba los arreos de la muerte rumbo a Ixtlahuaca, Toluca y Aculco. Y yo, recienacido esa mañana, el brazo armado por Changó, me apresuro a reclutar sus hombres y sus caballos desparramados en la sierra, los llanos y la costa.

Y sin embargo, ambos saben que ya no se separarían: las balas de los fusiles nos clavarán contra el mismo paredón.

Cuando yo nací, gobernaba el Virreinato de la Nueva España don Joaquín de Monserrat Cirana Cruillas Crespi de Valdaura Sanz de la Llosa Alfonso de Calatayud, marqués de Cruillas.

Solo por aspirar a ser algo distinto a un simple arriero de mulas, amansador de potros y cazador de pájaros, encuentra que le faltan apellidos y una posición que le acredite como hombre libre. Mi primer encubrimiento me vino de ser bautizado como hijo de españoles, cuando mi padre era un carpintero pardo y mi madre una mujer de raza india.

Siendo hijo de dos castas nació descastado.

Varios días después de haber releído una tras otra las páginas de la Biblia que le había obsequiado don José María Izazaga, regresaba a la casona del licenciado en la hacienda del Rosario. Los perros me acosan y debía esperar que el mayordomo me abriera la puerta. Barbado, el viejo lo recibe con mirada silenciosa que se le adentra en lo hondo.

Hay un entendimiento entre los dos: ambos tenemos la cara tiznada. Va tan pegado a él, que le pisa la sombra mientras caminaban por los largos corredores. Ya en el interior oigo pasos que corren, miradas que me chamuscaban. Por sus risas y saltos, huele que son las muchachas del servicio. En los corrales, indios y zambos corren las trancas, tumbaban novillos. El humo me pringa la nariz con el olor a cuero quemado. Reconocí el hierro de don José María Izazaga porque yo mismo, muchas veces, he marcado sus reses. Lo espera en la sala y lo hará entrar hasta su biblioteca. Ahora, frente a los libros me siento más amarrado.

 

 

Busqué inútilmente un oficio en el pueblo, ya sabe usted, son muchos los negros aforados que llegan de Aguascalientes. Antes como esclavos no tributaban al rey, pero ahora de manumisos no tienen dónde ganarse el sustento ni cómo pagar lo que les cobra la Caja de Negros por llamarse libres.

Le escuchó las quejas. Conoce la suerte de los descastados libertos. Mulatos, zambos y mestizos, con las minas en ruinas, vagan por las ciudades y los campos, disputándole a los esclavos los oficios serviles.

Solo me ofrecen un puesto de recluta en la Compañía de Negros y Pardos, pero yo no he nacido para cazar y matar a mis hermanos cimarrones… me agradaría, como le dije, ser diácono

Por dos años había tratado inútilmente de matricularme como estudiante capense en el Colegio Mayor.

Me dicen que hay unas disposiciones del papa Clemente XII que prohíbe a nosotros los pardos seguir la carrera de cura por considerarnos indignos para dirigir almas.

 

El licenciado se acerca a su escritorio y recoge el libro que había dejado con las hojas abiertas. Le leyó un párrafo:

«Los hombres han recibido de Dios derechos superiores a todas las leyes…». Esto lo escribió un inglés y lo están repitiendo los franceses ilustrados. Las odiosas divisiones de castas con que nos oprimen los españoles están prontas a ser abolidas: virreyes, ejércitos, arzobispos, obispos, administradores y jueces que monopolizan la minas, las haciendas y el comercio.

Por vez primera se enteraba de que había gentes cultas con los mismos sentimientos de los arrieros y cimarrones. ¿Ingleses? ¿Franceses? Trato de leer el título del libro pero descubrí que estaba escrito en otros idiomas. El licenciado le muestra otros volúmenes. Difícilmente deletreo:

El espíritu de las leyes… El contrato social

Libros prohibidos que circulan entre nosotros.

Una semana después, valiéndose de la partida de bautismo que me blanquea, el licenciado Izazaga logrará que el pardo José María sea matriculado en el colegio de religiosos de Valladolid.

Lo acusan de extremar el cobro de los diezmos de obediencia y tasación…

Se le sulfuraron los ojos, hasta entonces llorosos. El obispo, enterado de los padecimientos de su madre, le estuvo aconsejando resignación. Los aires húmedos de la sierra le ampollaron los huesos. Ni las yerbas y ruegos a la Virgen le aliviaban los lamentos. Una mañana salí a mendigar entre los menesterosos del pueblo para llevarla a Pátzcuaro donde los médicos esperan que se reponga del tabardillo.

La parroquia de Churumuco y la Puacana, entre montañas, fue cuanto pudo ofrecerle el secretario de la mitra. Acabo de ser aprobado diácono con licencia para celebrar misas pero carezco de compadres e intrigas para obtener un mejor destino. Desde que llega a su curato suele vérsele más tiempo en las chozas de los pobres que dentro de su iglesia.

Todavía abundaban los demacrados por la última epidemia de tabardillo y reparte consuelo y sobijones a los vivos, o en la madrugada, bajo la lluvia, ayudo a cavar sepulturas a los muertos. Aún es muy joven y se sorprendía cuando le pagan con ingratitud. Las acusaciones llegadas a oídos del obispo me enfurecen.

Falacias de los regañados porque no asisten a la doctrina y se desentienden de sus obligaciones para con la iglesia. Yo no he hecho otra cosa que instruirlos y darles consejos fraternales, reduciéndolos al yugo de Cristo con amor y paciencia.

La amonestación no disminuye su celo hacia los calumniadores y con bríos, más que con prédica, se une a ellos para combatirles el desánimo y la inclemencia de la montaña. Primero quiero construir una iglesia que muestre a Dios y a la Virgen guadalupana, nuestros agradecimientos por las gracias recibidas.

Convocó a ricos y pobres. Al amanecer, cuando los perezosos todavía duermen, cavaba los hoyos para los cimientos de una iglesia más grande. Aporreo tan fuerte con mi pica que los golpes resuenan más que las futuras campanas de la torre. Los muros crecen y ya se le ve sucia la sotana, encaramado por los andamios con los baldes de mezcla, ladrillos y sacos de arena sobre sus espaldas.

Cuando apenas me sentía más digno del Señor, las envidias me muestran que para alcanzar el cielo no bastan las flagelaciones.

Vive usted en concubinato público con la india Brígida Almonte. Ya le ha engendrado cuatro hijos, el mayor de los cuales, por más señas, lo bautizó usted mismo con el nombre de Juan Nepomuceno.

Si antes se atrevió a levantar los ojos y mostrar su indignación, ahora arrastra la vista por entre las zapatillas del obispo. Apenas me limito a rezongar un tímido balbuceo que contrasta con mi enjundia varonil:

¡Debilidad de la carne!

El paso trotón de los años me había hecho olvidar las reprimendas, cuando soy llamado nuevamente a Valladolid. El obispo se ha despojado de sus bordadas vestiduras para presentarse ante él con los pobres ripios de una sotana talar.

No son pocas las personas que han venido a quejarse de los malos ejemplos que da usted a su grey con la creciente ostentación de riqueza.

Supe desde las primeras palabras por donde me acosaba el Demonio. Cuando aumentaron los ingresos –limosna de pobres y no generosas dádivas de los ricos– pudo comprar en Valladolid una casa, urgido por las visitas que hace a Brígida Almonte. Más tarde, aumentada la familia, le construyó otro piso para escándalo de la casta enriquecida.

A su reverencia le consta cómo los señores linajudos miran mal que la Santa Iglesia haya dado las vestiduras de sacerdote a un pardo como yo, nacido en un humilde portal de esta ciudad.

El obispo siente que le caminan hormigas por el cuello. Mis palabras rencorosas le recuerdan el culto pagano de nosotros los pardos hacia la Guadalupana.

Me dicen que su hijo Juan Nepomuceno se hace pasar por iluminado de la Virgen.

Calumnia de los que temen el levantamiento de la indiada.

Mestizos y pardos veían a la Virgen descalza, espinándose por los caminos. Me siento entre los pobres a comer elotes asados. Los arrieros, los peones de las estancias ganaderas y hasta negros evadidos de las minas vienen en romería a traerle flores silvestres y figuritas que labran con granos de plata.

Me imagino que habrá estado atento a sus oraciones… Sospecho que el interrogatorio revuelve otras aguas: los jóvenes párrocos diseminados en las iglesitas de pueblos fomentan el descontento de sus feligreses contra los abusos de los administradores del rey y de los altos clérigos, amparados por oidores y generales.

Los indios saben que la Virgen es el viejo Quetzalcóatl que inventó el fuego para ellos. Le tallan cabezas de búho para protegerse contra la muerte. Cuando aran la tierra, siempre que encuentran piedrecitas verdes labradas por sus antepasados, se las traen y ponen a sus pies. Las llaman Rana, Madre Tierra, Jaguar, Dios de la Noche. Cuando Tláloc les niega la lluvia, acudían a la Virgen con sus plegarias.

Pero qué le piden –insistió el obispo.

Medito, temía que me aleje de mi curato. Los pardos me aseguran que la Virgen es morena. Hablaba mucho, conversa con ellos y les siembra rebeldía contra los hacendados.

Le piden remedios para sus enfermos o que proteja a sus animales.

Pero yo sé que el pueblo, cansado de tantas súplicas, se ha salido de las iglesias. En la vieja tierra de Yucatán, el indio Jacinto Canek arma a los descontentos con palos y los azuza contra el cuarto Provincial.

Todavía, treinta años después, sus miembros descuartizados por orden del virrey no han podido rejuntarse. Y me afirman que en la toma de la Alhóndiga de Granaditas, vieron su cabeza ensangrentada entre los descamisados de Hidalgo.

Desde que olieron al capitán general, los perros se alborotan en jauría por los alrededores del convento y sin encontrar su sombra, latían y se adelantan a esperarlo por el camino de Indararapeo. Alumbrándose con el miedo, el padre superior también escuchó feligreses armados que apenas galopan en su mente.

Llego con la sotana mojada aunque no había caído una sola gota de lluvia en la noche. Moviendo la cola, acostumbrados otra vez a mis pasos, los perros me vieron entrar y me siguen silenciosos. Volvía al hato de los agustinos a reencontrarse con su infancia. Prendió una vela a la Virgen morena, la negra, compañera de mis primeros gritos en los portales. A solas, rodeado de cabras, le pide perdón por aquella vez cuando le reclamó por haberlo alejado de la escuela y embrutecerlo entre las zarzas.

Fue solo más tarde, en el colegio de Valladolid, cuando el padre Hidalgo me convenció de que la Virgen no es consentidora de injusticias. En la Alhóndiga de Granaditas se enfureció contra los gachupines que escondían los granos. Banderola del cura Hidalgo, siguió por Atotonilco y San Miguel el Grande, camino de Chamacuero, por Celaya, Salamanca e Irapuato. Para entonces, el polvo de los guaraches la tornaron más negra. Está a mi lado, cuando mi madre, reseca por los padecimientos, agonizó en Pátzcuaro.

Se quita las botas para no despertar a los padres con el ruido de sus espuelas; abre muros y cerró puertas, yéndose derecho a la pequeña capilla del convento. No me extraño de encontrar a mi madre arrodillada frente al lienzo de la Virgen que ella misma tejió con los trapos deshilachados de la noche. Al salir, sabedores de que ya no regresaría nunca más por aquellos lados, los perros dejaron de seguirme.

En Valladolid pregunto por el chantre de la mitra, mi superior. Pero ningún cura está en su parroquia por esos días de excomulgamientos. Se detiene solo para reclamarle por escrito que le nombre diácono de reemplazo porque se pasa con violencia a recorrer las tierras del sur.

Es de madrugada cuando regreso a mi curato de Carácuaro y sin desmontarme del caballo, me dirijo a la casa del armador, urgiéndolo para que le construya de inmediato veinticinco lanzas. Sigue tocando a las puertas de quienes sabe que poseen escopetas y les aconseja que las carguen con municiones.

Son los Vicentes, los Gregorios, los Félix, los Chemas, los Lucios, los Benitos y Marcelianos, los Lucas y Teodoros, los Román de los Santos y los Melchor de los Reyes, todos sacados por mí de las camas cuando dormían. Sembradores de grano, carpinteros, manos duras que amansan toros, de repente sacudidos por su cura párroco. Desde la Colonia padecían en silencio, mueren solos, azotados en los hatos, molidos, barro de las minas.

La profecía de los ancestros olmecas le convierte, sin saberlo, en general de Changó. En mi puño acostumbrado al azadón, Quetzalcóatl puso la espada de fuego y en mi lengua las palabras mágicas para invocar al muntu. Decía «armas» y a sus ekobios les nacen escopetas. Pido «caballos» y tras de mí galopaban ejércitos.

General de Changó

Sosa Illamba los paría en lagunas, ríos y mares por encargo de la madre agua Yemayá. En sus cuatro campañas desde Urapán hasta el pico de Orizaba, desde el mar del Sur hasta el golfo de México, uniendo brazos y puños, Olugbala le conformó su ejército de indios, negros y blancos. Su única cabeza, la montañosa frente de mi general Morelos.

Ya en el camino, Nagó, por mandato de Changó, le designa a sus más fieles generales.

Desde hace tres días llevamos otro cura de coronel: Mariano Matamoros. Pequeño, delgado y triste tenía el rostro blanco salpicado de viruelas. Por eso supimos que lo ha enviado Kanuri mai. A las pocas horas de incorporarse a las filas comprendemos que nuestro ejército ya tiene su más brillante espada.

Al otro lo llamaban Tata Gildo y es más rubio que un comején recién parido. Con el fusil en alto y el primer cañón insurgente atado a la cola de su caballo, los ekobios de su batallón toman su nombre como grito de bandera.

¡Galeana!

¡Galeana!

Desnudos, negra la piel, solo se les distinguía en la noche por el filo de sus machetes.

Después de saldar todas sus deudas, se le une Valeriano Trujano con su hijo y diecisiete alzados. Arriero, desde muy pequeño Ngafúa le enseñó a desenredar los caminos más tramposos. Podía perseguir el rastro del enemigo aunque lo cubriera la noche y adivina por anticipado el último paso de un traidor.

Cuando más ciego andaba mi general entre las montañas de Chichihualco, la Virgen de Guadalupe alumbra su oscuridad con los mil ojos de los Bravo. Padre, hijo y hermano podían vigilar los cuatro flancos de nuestro ejército.

Mulato y zambo a la vez, tengo la fiebre africana en los ojos y la sombra india en mi alma. Brujo, destruyo al enemigo con la vista antes de alcanzarlo con las balas. Vicente Guerrero es mi nombre porque en la guerra siempre fui protegido por Quetzalcóatl y Changó. Pero el estado mayor de Chema Morelos tenía muchos otros tenientes recogidos por los pueblos:

Valdovinos en Coahuayuntla; Martínez le salió al paso por Zacatecas; en Petatlán reencontró a su viejo amigo y protector Izazaga; los Ávila y Ayala se le unen en El Veladero. Puestos unos atrás de otros no alcanzaba a contarlos. Y en la retaguardia, las soldaderas acuñan la pólvora con su canto:

 

¡Por un cabo doy dos reales, por un sargento, un doblón, por mi general Morelos, doy todo mi corazón!

De combate en combate, la pólvora va despertando el apetito de nuestro cura que ya quiere atragantarse con el bocado grande de Acapulco. Los caminos que rodean la plaza no le son desconocidos. Entre los cerros y montañas reencuentra el eco de sus propias pisadas cuando de joven estuvo por aquí conduciendo bestias al puerto. Aguacatillo, San Marcos, La Cuesta, El Marqués, Las Cruces, El Veladero. Con sus repetidos asaltos solo consigue apoderarse de las alturas, pero al abandonarlas, por el terror que infunden sus soldados, el cruce de El Veladero se llamará desde entonces «El Paso a la Eternidad».

Los escalofríos y las fiebres lo molían en Tecpan cuando recibe la noticia de la derrota y prisión de su jefe Hidalgo.

¡Mañana mismo avanzaremos sobre México!

En el ascenso de las altas montañas comprobará con desaliento que el sol aleja los picachos que las brujas habían acercado por las noches con las falsas luces de sus silbidos. A veces una mula extraviaba el camino y asustados oyen sus cascos trotando en el silencio de los abismos.

Hombres y bestias se aferran a la cadena de los gritos. Los indios de las llanuras comienzan a temer a las tribus serranas que les arrojaban palabras con idiomas extraños. Sin embargo, marchamos con la obsesión de conquistar las cumbres de Chilpancingo en poder de los soldados del rey.

En el combate de Tixtla los españoles reconocerán que las chusmas rebeldes ya tenían su general. Hasta nuestros propios jefes se asustaban cuando lo ven encabezar la tropa frente a la artillería enemiga:

¡Señor, usted no debe exponerse así como un soldado! ¡Para eso estamos nosotros!

Su respuesta al iniciar su primera gran batalla explica el triunfo de sus futuras victorias:

¡La mejor táctica es el arrojo del general y su única orden, el ejemplo que dé en la lucha!

¡Cuautla! ¡Ocuito! ¡Chilapa! ¡Acapulco! ¡Tehuacán! ¡Orizaba! ¡Oaxaca! El combate cuerpo a cuerpo, la sorpresa, la justicia contra la infamia, son las armas de mi general Morelos.

¡La muerte con ser la muerte y con ser tan atrevida,

nos va contando los pasos hasta quitarnos la vida!

Las guitarras se desvelaron toda la noche con el grito de los incendios. Por las calles y plazas la tropa se traga a boca abierta el licor saqueado en los estancos de Orizaba. Sé que anda rondando mis pasos. Mi general Morelos, atrapado por el insomnio, recapacita sobre la orden que ha dado a sus lugartenientes:

Regresaremos a Tehuacán antes de que los ejércitos del virrey, atrincherándose en las gargantas de Puebla, nos cierren el camino hacia la capital

Las ánimas de sus comandantes tampoco dormían. Ruidos, sombras, oye sus espuelas resonando bajo la almohada. Dialogan y discutían. Por dos veces prendió las velas a la Virgen de Guadalupe.

Más bien hagámonos fuertes aquí en Orizaba –le insiste Tata Gildo.

No le escucha. La muerte ha comenzado a taponarle los oídos. No sabe si era un fantasma o es doña Mariana Rocha la que entró a la alcoba. Los encajes blancos la tornan más pálida a los resplandores de las llamas.

Desde que ocupa la ciudad le cedió su casa para que instalara el Estado Mayor. Mi general le ha correspondido salvando la vida a varios gachupines a quienes llama sus parientes. Recorre la alcoba con pasos conocedores. Se asomó al gran espejo y después, como si antes no lo hubiera visto, se le acerca suplicante:

¡General, salve al alférez Santa María a quien van a fusilar en este momento! Tenga piedad de él, para mañana está fijado el día de su boda…

¡Además es mi primo!

¡Señora –rechaza endurecido– tal parece que todos los realistas sean parientes suyos!

Dos meses atrás había perdonado la vida al alférez y a cambio de su generosidad lo encuentra vistiendo el uniforme del enemigo. Ante la insistencia del fantasma, recibió el papel del indulto y escribe al respaldo:

«Que la joven escoja otro novio más decente».

A doña Mariana se le descarna el rostro. Perdidos los ojos, la nariz hundida. No me quedan dudas de que es la misma muerte. Guerrera, saca una de las flechas y lentamente estiró la cuerda de su arco apuntándole al corazón.

Dispara si quieres, no podrás herirme. Me han ordenado que proteja el Congreso Patriota hasta cuando promulgue la Constitución de Apatzingán.

La matraca de su risa escandalizó jubilosa. Después, afilándose los dientes, le dice burlona:

Si lo prefieres, te iré comiendo a pedazos.

Asustado advierte que son ya varias las dentelladas con que le ha desgarrado el cuerpo. Le arrebató la valentía de Francisco Ayala en Temilpa. Ahora su cadáver y los de sus dos hijos cuelgan del marco de la puerta. Mañana me descuajará un hombro cuando fusilen a don Valeriano Rujano en el Rancho de la Virgen. Y antes de que se termine esta noche sufriré la primera derrota en las lomas de Valladolid. Pero no se doblega y escribirá al Congreso:

«Aún queda un pedazo de Morelos y Dios entero».

Para menguarle su arrogancia, ya la Chingada traía al padre Mariano Matamoros desde Valladolid donde lo fusilaron los realistas. Tapándose las heridas, se tendió en la cama que mi general no ha ocupado en toda la noche.

Esos canallas te han fusilado por la espalda. ¿Tú me podrás decir, Mariano, si la muerte es dolorosa?

Ensangrentado, le responde:

No mi general, la muerte no duele, lo doloroso será cuando vencido y encadenado, algunos de nuestra propia gente lo traicionen y le escupan la cara.

Siervo de la nación

Le faltaba sufrir las envidias y adulaciones de los tenientes ambiciosos que conspiran contra su mando. Por escucharles sus tácticas en la batalla de Puruarán los realistas le sacrificaron setecientos soldados, le fusilan dieciséis oficiales y tomarán presos a seiscientos de sus mejores hombres. Así diezmado, siguió a cumplir su cita con los ancestros olmecas que lo esperan en Tlacotepec para que rinda cuentas al Congreso. Allí un Judas lo acusará de inepto:

¡Es conveniente que lo mandemos nuevamente a decir misas en la parroquia en Carácuaro!

El congreso lo despojará del mando supremo y le obliga a compartir la jefatura del ejército con sus envidiosos acusadores.

Si no soy útil como general, serviré de buena voluntad como simple soldado.

En esta noche de fantasmas los batallones del virrey prosiguen mi cacería. Rondaban por Acapulco, lo atajarán en Tacámbaro y suman las horas de dos días, tragándose la noche, para sorprenderlo en Tezmalaca. De mi populoso ejército tan solo me quedaban ciento cincuenta indios, mestizos y negros.

El grueso de la tropa sin la presencia del jefe era otro cadáver en busca de sepultura. Vivos y muertos van entrando a la alcoba de doña Mariana Rocha. Se sientan en la cama, se tendían por el suelo, todos al amparo de su espada. Sabe que solo le restan escasos días para custodiar a los constitucionalistas en Apatzingán:

«El gobierno no se instituye por honra o intereses particulares de ninguna familia, de ningún hombre ni de clase de hombres, sino para la protección y seguridad de todos los ciudadanos».

A la entrada está vigilante el güero Tata Gildo después de que los realistas le cortaron la cabeza en Coyuca. Al reconocerlo, exclamó apesadumbrado:

¡Se acabaron mis brazos! ¡Ya no soy nadie!

Se equivoca, padre –le repuso el difunto– prosigo amparándolo con mi sombra por mandato de Nagó.

Todavía tendrá que afrontar muchas acechanzas. Los propios indios le esconden sus barcas en Atenango para impedirle que cruce el río. Esta noche en Orizaba andará caminos trazados por Ngafúa desde mucho antes de las victorias, mucho después de que los realistas lo cerquen en Tezmalaca. A su alrededor solo hay muertos y agonizantes.

¡Huyan! –gritó a los congresistas, acosando las bestias cargadas con las actas de la Constitución. Resistía. Cada minuto que transcurre es un paso más en la huida del Congreso. Don Nicolás Bravo, advertido del peligro, acude montado en un remolino de cascos:

¡Vengo a morir a su lado!

¡Retírese! –le respondo–. Su deber es morir defendiendo al Congreso. ¡Si yo perezco nada importa!

El fogonazo de sus ojos intimidó todo reato de desobediencia. Nagó lo esconderá en una nube de pólvora hasta que agote sus municiones. Luego se desmontó de su caballo y con una palmada en la grupa lo enrumba hacia la montaña que habían recorrido juntos. Solo, acosado por el enjambre de balas, me arrastro por entre rocas y malezas.

Los esbirros del rey dejaron de disparar, desean apresarlo con vida para cobrar las dádivas prometidas. Y para hacerme más amargo este amanecer en Orizaba, el fantasma de doña Mariana Rocha designa que sea un traidor quien lo entregue vivo al tribunal de la Inquisición.

En la víspera de instalarse el congreso estuvo orando en la capilla de Chilpancingo. Espera la aparición de la Virgen mulata. La invoca suplicante:

¡Virgen guadalupana, María Santísima, ilumíname!

El viento mojado. En la puerta relinchaba su caballo. Oía otras voces… el lejano mugir de las vacas. Los cirios lentamente alumbraban su soledad. Cuando salió ya llevaba los ojos abiertos para escuchar los sonidos invisibles. Encuentra que su maestro, el cura Hidalgo, le esperaba en el atrio de la iglesia con el estandarte de la Virgen al hombro, su cabeza de cabellos de maíz entre las manos. Los generales Allende, Jiménez y Aldana, dispuestos a defenderlo de una segunda muerte, en una mano empuñaban sus sables y en la otra sus cabezas decapitadas.

Les acompaña el ejército de ekobios con cartucheras sobre la caparazón de sus costillas peladas. Indios, negros, muntu. Mestizos desnudos o con los pantalones amarrados a las zancas. Los de Totonilco se cubrían el esqueleto con refajos y están armados con hondas de ixtle. Mi general José María puede leer, sin abrirlo, el manuscrito que le entregó el padre Hidalgo:

«…siendo contra los clamores de la naturaleza el vender a los hombres, queden abolidas las leyes de la esclavitud…».

Oían las flautas de maíz, ruidos de puños, miles de sombras sin raíces. Juan, el esclavo de Hernán Cortés. El otro Juan, el primer negro que sembró trigo en estas tierras. Los cimarrones de las zapotecas, tempraneros en rebelarse contra sus amos. Pero aquí están también los de Pachuca, Zongolica, Huatulco, Guanajuato y Tlalixcoyán. Reconoció al negro Ñanga, a quien no pudieron abatir cuatrocientos hombres de guerra: españoles, criollos, indios, mestizos y mulatos juntos.

Entonces el padre Hidalgo se le acerca y cuelga de su cuello el medallón de la Virgen con la inscripción que desde entonces le alumbraría el pecho:

«¡Viva la Independencia!».

Se arremolinaron los muertos y alzado en hombros lo sacan de la capilla para llevarlo al cuartel. Aun después de acostado, escucha la algarabía de la tropa que no quiere regresar a sus tumbas. Comprende que no se alejarán hasta tanto no redacte el Acta de Libertad e Independencia. Urgentemente, ardido por la fiebre, manda llamar a don Andrés Quintana Roo.

Quería atrapar en la letra escrita los sentimientos que le inspira la sabiduría de los ancestros. Poco después, sorprendido por el llamado del general, el licenciado se acercó al cuartel sin percatarse de los muertos en vela que le abren paso a lo largo de la plaza.

¡Mande mi general!

Nunca antes le había visto su rostro ancho tan severo, ni tan hondo el surco que divide su frente. Miró la espada sobre la mesa con la empuñadura forrada en piel de víbora. Elegba estaba vigilante. Su general, uniformado por Changó, tenía puesta la pechera roja.

No puedo dormir, oigo voces que me gritan desde lejos… quiero dictarte lo que me dicen.

Mientras se paseaba con sus resonantes espuelas de bronce, afuera, trasnochada, la tropa de difuntos insiste en aclamarlo. El licenciado advirtió que la pluma en su mano se adelanta al dictado del general:

La América es libre e independiente de España y de toda otra nación, gobierno o monarquía…

Su voz no era su voz, el muntu grita en la plaza:

Los pueblos no se deben a ningún individuo, sino solamente a la nación y a su soberanía…

Apresuradamente, don Andrés mojaba la pluma:

Que la esclavitud y la distinción de castas se proscriba por siempre, quedando todos iguales, y solo distinguirá un americano de otro, el vicio y la virtud…

El licenciado comienza a perder peso, desasido, se disuelve en el tiempo. Antes de secarse, la tinta se vuelve indeleble:

Deben distribuirse aquellas haciendas cuyos terrenos de labor pasen de dos leguas para facilitar la agricultura y la división de la propiedad, porque la felicidad del pueblo y de cada uno de los ciudadanos consiste en el goce de la igualdad, seguridad, propiedad y libertad…

El general ya no cabe en la estrecha habitación, sus brazos se le salen por la ventana. Tanto se acrecienta que el licenciado debe levantar los ojos hasta el techo para mirarle la cara. Ahora también él escucha que gritan desde afuera:

¡Don José María Morelos, generalísimo de América!

Pero basta con que el general retome sus palabras para que el licenciado se pierda en los límites del sueño y la realidad. No alcanzaba a distinguir si Morelos es una suma de difuntos o tan solo un hombre lleno de sentimientos, suma terrenal.

La soberanía dimana inmediatamente del pueblo…

La gritería se aleja. El licenciado sale al balcón y puede ver que los difuntos marchan detrás del cura Hidalgo y de sus tres generales descabezados.

No fuiste criado en el vientre de tu madre como sucede a otros hijos. Te horneaste en su sarape. Cuando tienes mil años, las lluvias te lavaron los sudores. Después, me nacen los ojos, pero yo solo miraba por uno, siempre asomado al portillo de los harapos. Tu madre es olmeca, había nacido en Tres Zapotes y comenzó a caminar por allí después que la abortó la tierra.

Quiero decirte que había nacido muchas veces y andado muchos caminos en otras vidas. La concha de tortuga de su pie aplasta la tuna sin espinarse. La batea de cacahuates sobre su cabeza, de tanto vagar por Yucatán, le curvó las piernas.

Ya Quetzalcóatl había huido de Teotihuacán cuando se ayuntan tus primeros padres. Mi tío, las pocas veces que hablaba de estas cosas, me cuenta que sus abuelos teotlixcas, venidos de más allá del océano, por el oriente, se alegraron mucho de reencontrar en estas tierras a sus primitivos ancestros nonahualtecas.

Para que no se olvidara su huella, despertaron los espíritus de sus ancestros que dormían sepultados en grandes piedras. Les tallan los ojos de almendra, la nariz regada, la sonriente puerta de los labios.

Con los tiempos, hijos de una misma madre, Yemayá, en mi México se mezclaron los ríos de las sangres: olmecas, toltecas, mayas, zapotecas, totonacas, otomíes, tabascos, mixtecos, aztecas… ¡Mexicanos! Midieron el tiempo, padre de todas las cosas. Trazan surcos y convertirán la tierra en concubina de Tláloc.

hasta el día en que llegó la loba blanca…

Nunca antes los tuyos vieron el relámpagotrueno arrojado por las manos; las espadas que hendían el peñasco de la frente; matar en un día más hombres que los sacrificados a Quetzalcóatl en muchos soles. Ahuyentan de sus moradas a los dioses, y en la larga noche, nunca antes vista, vivos y muertos, esclavizados, debieron entregarles sus vidas, sus mujeres, las cosechas y los ocultos ojos de la tierra.

Negra, india, blanca, negra, mestiza, mulata es tu cara con la sombra del dolor. Te la tiznó el hollín de las cocinas, la noche en despoblado, la ansiedad de las lágrimas. Tus resuellos respiran dos angustias; la misma ira en tus dos ojos, cinco gritos en cada puño.

Pero mi padre era ya un difunto cuando me engendró con el mandato de que lo reviviera, libre, con mis guerras.